El meteorito y las flores
Por Abelardo Ferroi
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Y hay una Eva, representada por Adelaida, cuya sensibilidad es imposible de abarcar. Ella es un universo en sí misma. Una mujer única que escribe poesías y que ha logrado palpar con todos los dedos de sus manos el latido de la vida. Y un Salvador, contemporáneo de Adelaida y muchacho de los mandados, que a pesar de su timidez y debilidad corporal, posee una vocación mesiánica para identificarse con las injusticias del mundo. Convertido en un animal de guerra por su instinto sobrenatural para buscar problemas donde no los hay, regresa del otro lado del mar con la misión de liderar un levantamiento popular, y completa el triángulo amoroso que los destruye sin remordimiento, y que sólo deja al final un reguero de flores, de poemas, y una historia de amor y de pasiones inconclusas. ¿Amó Adelaida a Adán?, ¿a Salvador?, ¿a ambos?, ¿a ninguno?
Había una vez una historia de amor y de pasiones inconclusas es una obra circular, donde el narrador —que explora un estilo hipnótico y estimula la imaginación del lector para que cada uno lea un libro distinto— saca a flote lo mejor y lo peor de cada personaje de manera imparcial, sin justificarlo ni comprometerse con él. A la hora del chocolate con pandebono, El timonel extraviado y El último embajador del káiser que se publicaron en febrero, junio y octubre de 2017 en esta misma editorial y que tuvieron excelente acogida, son parte de esta saga.
El libro que ofrecemos hoy, El meteorito y las flores, es la tercera parte de esta obra que el autor empezó a bordar en su infancia, cuando el general Epaminondas Fonseca le enseñaba a jugar al Ajedrez.
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El meteorito y las flores - Abelardo Ferroi
Primera edición: febrero de 2018
© Grupo Editorial Insólitas
© Abelardo Ferroi
Portada: Federico Fierro
ZOOM. De la serie «Saturación Domestika» 2006
Acrílico, óleo, pastel al óleo y laca sobre tela / 120 x 50 cm
Colección privada
ISBN: 978-84-17300-08-1
ISBN Digital: 978-84-17300-09-8
Ediciones Lacre
Monte Esquinza, 37
28010 Madrid
info@edicioneslacre.com
www.edicioneslacre.com
IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA
Para Elizabeth,
Federico Alberto,
Laura Mercedes,
Juan Fernando,
Mara Juliana,
y Ulysse
ÁRBOL GENEALÓGICO
DE LA SAGA
1
Adán sintió que se asfixiaba cuando encontró la granja llena de vecinos y al abuelo Salomón en el centro de la sala rodeado de flores frescas. Respiró a conciencia todo el oxígeno de la atmósfera, como si fuera a sumergirse para siempre en el océano de sus desdichas, y como si aquella inhalación profunda pudiera revertir la insospechada e intolerable realidad del domingo.
A esa hora todavía no habían llevado el ataúd.
—Pensé que no ibas a recibir el mensaje —le dijo su tía con los ojos húmedos, mientras él buscaba dónde dejar la bendita caja de chocolates impertinentes, sin atreverse a preguntar a qué mensaje se refería.
El abuelo Salomón se había ido a la madrugada.
Las dos últimas semanas agonizó con lentitud, como si hubiera empezado a pagar un costoso karma, sin saber que la mujer del cráneo sonriente que dormía la eternidad de los muertos bajo los cimientos del sótano donde estuvo el restaurante de la abuela Inés y que se resistía a ser olvidada como todos los desconocidos ilustres, le estaba pasando la factura con intereses florentinos, por las esterlinas que el abuelo Salomón lavó y no enterró esa noche junto a sus huesos religiosamente ordenados en el patio trasero de la casa.
Desde hacía varios meses las cosas habían empezado a complicarse. Sin embargo, Sara, que lo veía entrar a la letrina con mayor frecuencia y demorarse eternidades anormales, se imaginó —para su tranquilidad—, que en un cambio senil de sus hábitos incorregibles, había empezado a leer las páginas del periódico que semanalmente recortaba y ensartaba en un gancho para darle adecuado uso a las noticias deportivas y a los editoriales políticos que tanto aborrecía.
Cuando el sufrimiento se hizo insoportable, se vio obligado a confesar desesperado, que no soportaba el dolor que le causaba la expulsión agónica y sanguinolenta de tres gotas de orines.
El médico que lo examinó y lo sondeó de urgencia le dijo a Sara, después de estudiar los resultados de los exámenes clínicos, que no había nada que hacer: el cáncer lo había invadido. En otras circunstancias la alternativa hubiera sido operarle para que viviera unos meses más, pero por la edad, por la diabetes que padecía y por el estado de su corazón, en su caso había dejado de serlo; y porque además, —por fortuna—, ni Sara ni el abuelo Salomón podían sufragar los costos de la cirugía.
Lo enterraron esa tarde en el cementerio de la vereda, en tierra como siempre dijo que se debía sepultar a las personas decentes, y al lado derecho de la abuela Inés, que llevaba cuatro años y veintitrés días esperándole.
El lunes sorprendió a Adán Montaña sin ganas de vivir y sumido en un estado inescrutable.
Después de acompañar al abuelo Salomón en su último paseo y de encabezar la fila de voluntarios que querían depositar sobre el féretro una palada de tierra, comprendió que a las personas las enterraban muchos años después de haber empezado a morirse, y que sin darse cuenta, se había quedado huérfano de afectos.
Y entonces, y como nadie, se sintió solo en el mundo:
Sus padres desaparecieron sin dejarle al menos el consuelo de una tumba; la abuela Inés se había ido una mañana después del baño de la mano de un derrame cerebral que ni siquiera le dio tiempo para preparar el desayuno, y a Enriqueta Santafé se la había llevado el Lucky Strike.
Con excepción de Enriqueta, las innumerables mujeres que pasaron por su vida no dejaron estragos en su alma, y la mayoría de ellas habían sido sólo un recuerdo amable en las tardes perdidas de los domingos. Ni siquiera Guadalupe de la Luz, con quien compartió la cama tres largos años y dos hijas que abandonó sin remordimientos, logró rasguñar el pedernal de sus sentimientos. Aquel poder mágico que le permitió poseer a las mujeres deseadas sin esfuerzo y lo convirtió en un hombre sin amor, terminó diferenciándole del resto de los mortales: copular para él nunca representó otra cosa que la satisfacción de una necesidad fisiológica vital, impulsada por el compromiso natural de sembrar su simiente donde fuera, y sin importarle las consecuencias posteriores.
Había vivido sólo para eso, como si se tratara de lo único que debía hacer con su vida.
Una noche, cuando andaba huyendo de los hermanos siniestros de Concepción Palacios que habían prometido ponerlo a flotar en el río con el corte de franela si no se casaba con la joven, la abuela Inés intentó saber si no se había enamorado de alguna de las innumerables doncellas que sucumbieron felices y sin resistencia a sus destinos de madres abandonadas.
—No sé qué es el amor Abuela —le contestó sincero.
Lo que muchas mujeres interpretaron como manifestación inconfundible de su amor por ellas, no era más que el resultado de sus propias urgencias erróneamente interpretadas. El conocimiento perfecto de las necesidades femeninas que había logrado alcanzar con su sabiduría misteriosa, le enseñó a oprimir con precisión los botones que el inconsciente de cada una deseaba que fueran pulsados, llevándolas a alcanzar satisfacciones tan sublimes, que todas sin excepción terminaron confundiéndolas con el milagro del amor.
Entonces recordó que debía comunicarse con la oficina: se vistió de manera provisional sin cambiarse de ropa, bajó hasta la recepción y le pidió a la joven que encontró pintándose las uñas en el escritorio, una llamada urgente de larga distancia, aprovechando la oportunidad para solicitar el desayuno. Sólo cuando la joven le dijo que el horario del desayuno había terminado hacía una hora, comprendió que iba a ser hora de almorzar. Subió de nuevo a su cuarto solicitando que le avisaran apenas estuviera lista la llamada, y cuando le dijeron que la comunicación estaba imposible, tomó una ducha fría tratando de sobrevivir a la mañana de lunes sin dejar de pensar en el abuelo Salomón. Y siguió pensando en el anciano mientras se pasaba la raída toalla por todos sus rincones, sin poder espantar de la cabeza la imagen del cadáver hinchado, con el rostro del color de la cera y con los dedos de los pies amoratados. No es digno morirse así —pensó— mientras ataba los dos trozos del cordón que había reventado tratando de ajustarlo, y escondía el nudo bajo la lengua del zapato. En ese momento recordó un artículo de Selecciones donde hablaban de la muerte digna y de su práctica en la antigüedad. Tratando de recordar el nombre de aquella costumbre lo relacionó con Atanasia, una mestiza silenciosa que hacía hoyitos en la tierra con el dedo gordo del pie mientras él la galanteaba, y que le enseñó a fornicar recostada a los troncos de los árboles, aunque nunca le dijo que sí.
Estaba terminando de peinarse cuando tocaron a la puerta.
Era la joven de la