ALICE MUNRO

uando era adolescente, Alice Laidlaw tenía un propósito: casarse y tener hijos. Y hasta hace unos años, cuando aún daba entrevistas, los periodistas la cuestionaban por eso. ¿Cómo un icono del feminismo actual podía aspirar a ser una ama de casa? Ella siempre mantuvo su postura. Sí, quería formar un hogar, pero eso no se interponía con sus aspiraciones artísticas. Porque las otras cosas que la joven Alice tenía en mente eran menos claras, pero no por ello de menor intensidad. Eran cientos de historias que se acumulaban cada día en su cabeza. Y que ella exploraba contándoselas a sí misma cuando cuidaba de su madre y sus hermanos o, años después, mientras criaba a sus hijas o le hacía la cena a su esposo. Ese torrente de historias era tan potente, que ni el matrimonio ni la maternidad ni la sociedad lo pudieron detener. Alice nació escritora y lo único que se necesitaba para que el mundo lo supiera era un poco de tiempo. Lo encontró. Pese a cuatro embarazos seguidos. Pese le dedicó el artículo: “Ama de casa encuentra tiempo para escribir cuentos cortos”.