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Rosal De Lágrimas
Rosal De Lágrimas
Rosal De Lágrimas
Libro electrónico329 páginas5 horas

Rosal De Lágrimas

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La historia de una hermosa joven marcada por un accidente automovilstico que cambi el curso de su vida y la de su descendencia y la convirti en una mujer soberbia, dura, altanera y misteriosa que por perjuicios guard en su pecho un amor sublime y verdadero.
Unos maravillosos hijos que su soberbia no le permiti apreciar y cuyas historias de amor dan ternura y sencillez a este relato.
Un asesinato, golpes de estado, derrocamientos, guerras internas y un amor platnico que se envuelve en el marco de cincuenta aos de historia de un pas maravilloso de gente noble, ingenua y talentosa, de increbles paisajes y recursos naturales, pero envilecido por la corrupcin, intrigas y ruindad de sus gobernantes.
Una historia real, fascinante, llena de emociones y tristezas. Ocurrida a principios del siglo veinte y que continua por ms de cincuenta aos y tres generaciones.
Comienza en un parque de un pequeo pueblo sureo, en un pas lleno de tumultos polticos donde dos jvenes de diferentes clases sociales inician un amor platnico que nunca llego a concretarse.
Una joven viuda madre de cinco menores y una pequea herencia que se resquebraja con la devaluacin de la moneda nacional que transforma la vida de estos personajes y la convierte en un Rosal de Lagrimas.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento20 feb 2014
ISBN9781463363994
Rosal De Lágrimas
Autor

Ileana Teresa

Ileana Teresa nació en la ingenua y convulsionada Centroamérica de los años 40. Emigró a San Francisco, California bajo el amparo del exilio político de su padre, un militar académico cuya carrera quedó destruida, víctima de los múltiples golpes de estado y guerras que azotaron a la zona en esa época. Las historias y relatos que escuchó en el exilio tanto de los padres como de la abuela, se convirtieron en este libro para que en honor a los que la vivieron no se pierdan en el tiempo.

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    Rosal De Lágrimas - Ileana Teresa

    Rosal de lágrimas

    Ileana Teresa

    Copyright © 2014 por Ileana Teresa.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 23/01/2014

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    489762

    ÍNDICE

    CAPÍTULO 1

    CAPÍTULO 2

    CAPÍTULO 3

    CAPÍTULO 4

    CAPÍTULO 5

    CAPÍTULO 6

    CAPÍTULO 7

    CAPÍTULO 8

    CAPÍTULO 9

    CAPÍTULO 10

    CAPÍTULO 11

    CAPÍTULO 12

    CAPÍTULO 13

    CAPÍTULO 14

    CAPÍTULO 15

    CAPÍTULO 16

    CAPÍTULO 17

    CAPÍTULO 18

    CAPÍTULO 19

    A mí querida tía Rosmunda, QEPD quien a sus noventa y tantos años, su magnífico don de la palabra y su increíble capacidad de recordar, aportó los datos históricos de este relato

    Ileana Teresa

    A Julio Cesar.

    Gracias por su cooperación y voto de confianza.

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    CAPÍTULO 1

    Rosa caminaba por el centro del parque, llevaba en sus brazos dos libros que apretaba contra su pecho casi con gesto maternal, iba de prisa a reunirse con su amigo Sebastián quien la esperaba como siempre en la última banca del parque, pero esa tarde Sebastián no llegó, por lo que supuso que el muchacho había tenido que trabajar en el taller de su padre, de modo que regresó al grupo de jóvenes que charlaban animadamente al otro extremo del parque y en el que participaban sus cuatro hermanas. Ellas asistían todas las tardes al rosario en compañía de su madre, Rosa Julia Molina de Urroz, doña Yoya como le decían cariñosamente en el pueblo. Doña Yoya, luego del rosario regresaba a casa y dejaba a las muchachas compartiendo con sus amistades hasta la hora de la cena. Rosa era la tercera de cuatro hermanas y la más bonita de todas. Rosa era más que bonita, era verdaderamente bella, de tez blanca, mediana estatura, pelo negro y lacio, ojos obscuros, nariz respingona y un picarón hoyuelo en la barbilla, tenía unos blanquísimos dientes que relucían cuando reía formando en sus mejías unos discretos camanances que adornaban espléndidamente su rostro, pero lo más bonito de la muchacha era su piel de porcelana, nítida, sin manchas que se convertía en terciopelo cuando llegaba a los hombros dándole ese aspecto nacarado que tanto ensalzaban los poetas de su época.

    Aquella tarde de noviembre las muchachas animada-

    mente hacían planes para la fiesta de fin de año que prometía ser algo espectacular. Sería una fiesta popular en la plaza del pueblo, con toros y fuegos artificiales, vendría un conjunto de cámara de la capital y habría comida popular. Después de todo era un fin de año muy especial, no solo se celebraría la llegada de un nuevo año, sino también la de un nuevo siglo, se le daría la bienvenida al siglo veinte con todos sus modernismos y adelantos, de los que se rumoraba constantemente. La gente hablaba de luz eléctrica, se decía que aquello alumbraba la noche como si fuera el día, comunicaciones telefónicas con las que se podía hablar a asombrosas distancias por medio de un cordón, pero lo más increíble de todo era lo de los coches sin caballos, todas estas habladurías venían de los Estado Unidos.

    Rosa con sus diecinueve años recién cumplidos se unió al grupo que como siempre su hermana mayor, Rosenda, llevaba la voz cantante en todos los planes, ella era la organizadora, la muchacha tenía madera de lideresa, le gustaba tomar la palabra en público y su oratoria era verdaderamente espectacular. En realidad todos los hijos de don Miguel Urroz Santacruz eran intelectuales, les venía de cepa, de generaciones, el no sabía de cuando, pero era una tradición familiar que los Urroz fueran gente de letras. Al decir los, nos referimos al hecho de que en cuatro generaciones y más de un siglo en la familia Urroz solo nacían hombres, hasta llegar a don Miguel, que engendró cuatro mujeres además de cuatro hombres.

    Miguel Urroz Santacruz además de intelectual era un hombre de bienestar económico, había heredado de sus padres, Luis Urroz y Elena Santacruz una gran extensión de tierra cultivadas de cacao y añil, su único trabajo consistía en entregar sus cosechas una vez al año a su compadre y buen amigo, Marcelo Martínez, quien se encargaba de colocarlo y venderlo en el mercado a cambio de una comisión, el resto del año don Miguel se dedicaba por entero a tres actividades. Por las mañanas a su lectura, por la tarde, después del almuerzo, a compartir la siesta con su querida a escasa tres cuadras de su hogar, y por la noche a jugar póquer con un grupo de señores amantes del juego, que se reunían cada noche en una casa diferente, cuando la reunión era en el hogar de los Urroz, los chicos expiaban detrás de las puertas para aprender a jugar aquel adictivo juego, para luego escuchar como la madre reclamaba al padre. -¡don Miguel a este paso, va a perder usted hasta la última mazorca de cacao!— El hombre simplemente contestaba, -¡doña Yoyita, mientras a usted y a sus hijos no les falte nada, usted no tiene porque meterse en mis asuntos personales!— Era la ética de la época, el hombre mandaba y la mujer callaba. El matrimonio Urroz Molina después de casi treinta años de casados y haber procreado ocho hijos seguía tratándose con la misma ceremonia de los años de cortejos del joven Urroz y la niña Rosa Julia Molina.

    Los ocho hijos del matrimonio habían cursado hasta sexto grado, porque hasta allí llegaba la educación en el pueblo, sin embargo, don Miguel llevaba desde Savir, maestros privados a seguir dando clase a los chicos, y todos adquirieron la costumbre del padre de leer incesantemente, unos a disgustos y otros con gusto, como Rosa, que devoraba cuanto libro caía en sus manos, ella había leído todos los mejores escritores de la época, pero sin lugar a dudas su preferido era Rubén Darío, ella se sabía de memoria sus poemas por largos que estos fueran. Fue así como comenzó aquella amistad con Sebastián Salinas, hijo del artesano del pueblo. Por generaciones los Salinas se dedicaban a esculpir en madera imágenes religiosas para todas las iglesias del país. No había más que mirar a las imágenes de rostros compungidos y desencajados, ojos moribundos y volteados hacia arriba, lágrimas de sangre sobre cuerpos cadavéricos con enormes y largos rizos de pelo humano, para saber que llevaban el sello Salinas.

    Rosa tenía doce años cuando determinó como persona

    de su aprecio a Sebastián, ella lo conocía de toda la vida, incluso sus hermanos, Miguel, Pablo, Ulises y Luis jugaban de niños con los chicos Salinas, pero Miguel era el más amigo por ser de la misma edad. Una tarde mientras Sebastián esperaba a Miguel en el corredor de la casona de los Urroz, Rosa sorprendió al muchacho ojeando unos de sus preciados libros, -¿Te gusta Rubén Darío?— Preguntó ella, el muchacho se asustó y soltó el libro como si lo hubieren sorprendido cometiendo un delito.

    -¡Solamente lo ojeaba…!— Balbuceó tímidamente. -¿Pero te gusta?— Insistió ella.

    -¡Sí, mucho!— Respondió repuesto un poco de la sorpresa. Una cosa era ser amigo de Miguel Urroz y otra de sus hermanas, especialmente de Rosa que era tan bonita. Entre los Urroz y los Salinas había una diferencia social muy marcada en aquella época. Los jóvenes podían mezclarse con toda la gente, ellos en su calidad de hombres salían airosos de cualquier situación, mientras que las jóvenes tenían que comportarse con recato y cuidado cristalino que incluía asociarse con gente de su propio nivel social. Rosa volvió a insistir, - ¡Si te gusta, te lo presto, yo ya lo leí!— El muchacho nuevamente sorprendido volvió a balbucear.

    -¡Te lo agradezco mucho, no tardaré…!— La muchacha interrumpió,

    - ¡Tómate el tiempo que quieras, ya te dije que ya lo leí!— Y así comenzó aquella amistad entre Rosa Urroz y Sebastián Salinas, de escasos quince años. El padre y los hermanos de la joven pusieron el grito al cielo, pero la muchacha era terca y de carácter duro, lo había heredado de una antepasada cuyo nombre se perdía en la penumbra del tiempo. Su nombre que ella detestaba, era también una imposición familiar, ni su padre sabia de donde venia aquella exigencia de ponerle Rosa a la primera hembra de la familia, que él venía posponiendo por aquella creencia de que el nombre Rosa traía mala suerte, pues todas las Rosas que él conocía eran desgraciadas, además ya su esposa se llamaba Rosa Julia, sin embargo la familia dijo, -¡Ella no es una legítima Urroz!— Y tuvo que ceder cuando arribó la tercera hembra, ya que era el único que tenía hijas mujeres.

    La amistad de Rosa y Sebastián continuó durante toda la adolescencia de ambos hasta llegar a la plena juventud, donde se encontraban, ellos intercambiaban libros que luego discutían y comparaban percepciones. Rosa admiraba la inteligencia y agudeza de aquel muchacho con quién podía discutir y charlar de cualquier tema inteligentemente y con naturalidad, muy al contrario de sus otros pretendientes que solo le ofrecían conversaciones tontas, aburridas y piropos estúpidos por lo que ella prefería la compañía del joven artesano a los simples chicos bien que solo hablaban de vacas y fincas.

    Rosa regresó decepcionada y malhumorada por no haber encontrado a Sebastián, ya que al día siguiente las niñas Urroz, como les llamaban en Nazaret, saldrían a Savir en compañía de su padre. Don Miguel iba a tratar asuntos de negocio con su compadre Marcelo Martínez. El siempre llevaba a las chicas, especialmente a Rosenda, a quien quería casar con Marcelito el hijo mayor del compadre, ese sería su mejor negocio, ya que Rosendita tenía sus añitos y no era tan bonita como sus hermanas, tenía el mismo color del padre y el pelo rizado como culebritas negras. Para don Miguel, tener aquel color y aquel pelo, había sido un sufrimiento interno, el no lo exteriorizaba ni lo comentaba con nadie, pero aquello lo había atormentado toda su vida, él no lo comprendía, toda su familia era blanca y bien parecida, excepto él, ¿sería verdad aquello que le gritaban los niños en la escuela, cuando era pequeño, que su bisabuela había sido Africana? Y ahora su pequeña Rosenda había heredado su mismo tipo.

    Para Rosenda su tipo y su color era lo de menos, ella era popular en todos los círculos sociales, era admirada por su inteligencia, soltura y sus conversaciones interesantes y a

    Marcelito no le disgustaba, por lo que al día siguiente cuando don Miguel y sus hijas llegaron a Savir, Rosenda se pasó todo el día en la tienda de don Marcelo conversando con Marcelito, mientras las otras muchachas se dispersaron cada cual con su grupo de amigas. Como siempre Rosa se fue directamente a la farmacia en donde además de medicina, vendían clavos, tuercas, jabón para los piojos, creolina para los caballos y lo que interesaba a Rosa, libros; para su sorpresa se encontró con una obra que hablaban de cosas que sucedían en el mundo exterior muy ajeno al suyo propio, aquel libro hablaba de anarquismo, control de natalidad, y sufragismo, todos aquellos temas la llenaban de curiosidad, ella había escuchado en alguna parte aquellas cosas y nunca había podido saber de que trataban pues en su pequeño entorno todo era malicia y misterio, menos mal que su padre en lo que se trataba de lectura era muy liberal, quería que sus hijos fueran sabedores de todo, pero no comprendía como aquello había escapado la censura local. Se fue leyendo mientras caminaba hacia casa de los Martínez, al pasar por el parque se sentó en una banca y tan absorta estaba en su lectura que no se percató que la banca que había escogido hasta que oyó el grito de su hermana Adelina, -¡Rosa, quítate de esa banca!— La muchacha pegó un brinco al darse cuenta que se había sentado en la banca embrujada. La banca embrujada, era una banca solitaria del parque de Savir, nadie se acercaba ni se atrevía a usar, todo el pueblo le temía. El origen del embrujo venia de una vieja leyenda provinciana, que decía que en aquella banca habían matado a un apuesto joven mientras se encontraba con su bella y casada amante. La leyenda decía que lo había matado un marido celoso, una esposa despechada, un hermano ofendido, un padre ultrajado, en fin, eran muchos los motivos de aquel asesinato que los más viejos aseguraban que la historia era verídica, pero los menos viejos decían que no era más que una leyenda de más de cien años, los jóvenes decían que en el rigor del verano cuando los atardeceres tropicales eran de espectacular belleza todavía se veía brillar la sangre en aquella banca y en las noches de luna llena se reflejaba en la misma las siluetas de los enamorados. Lo que molestaba de todo esto a las hermanas Urroz era que la gente decía que aquel joven muerto había sido un Urroz. Don Miguel desechaba la teoría como un cuento de pueblo, y siempre terminaba diciendo, -¡Pueblo chiquito, infierno grande!- Los Urroz somos Nazaret nada tenemos que ver con Savir.

    La amistad de Rosa Urroz y Sebastián Salinas se mantuvo

    toda la vida, los dos jóvenes se contaban todos sus sueños, y lo que ambos esperaban de la vida. Ella quería casarse con un hombre educado, ilustre y talentoso, no deseaba ser finquera ni que sus hijos fueran campesinos. El soñaba con superarse, con llegar a ser un político de renombre, con darle lustre a su humilde apellido, pero sabía que no eran más que sueños, ella lo alentaba y le decía, ¡El hombre llega hasta dónde quiere llegar!— Lo que la joven no comprendía era que los sueños de Sebastián era llegar a ser lo que ella deseaba encontrar en su hombre ideal. Y, es que el muchacho hacía mucho tiempo que amaba locamente a aquella bella Urroz, en silencio por no perder lo único que podía esperar de ella, su amistad.

    Aquel baile de fin de año y de siglo, en la plaza de Nazaret, a la luz de las estrellas y de noche tibia, perduraría para siempre en el recuerdo y el corazón de Sebastián Salinas, el artesano del pueblo, pues esa noche y solamente esa noche, él pudo rodear su brazo alrededor de la cintura de Rosa, sentir el calor de su cuerpo, el perfume de su piel y el roce de sus cabellos en la mejía cuando suavemente la estrechaba mientras bailaban al compas de aquella melodía que la orquesta ejecutaba y que él jamás olvidaría.

    La ingrata fortuna llevose a mi amante fiel,

    Y al claro de luna después de algún tiempo, le he vuelto a ver,

    Te quiero, me quieres y es mi destino vivir sin ti,

    Te quiero y en el mundo entero no habrá quien me

    Robe las felices horas de tu ardiente amor.

    Y es que Rosa bailó toda la noche con Sebastián, olvidando por completo de su compromiso social de bailar con los jóvenes del pueblo que por días habían llenado su carnet de baile y por lo que la muchacha sufrió los regaños y castigos del padre, ella había dejado plantados a los hijos de los amigos, y hacía caso omiso a los regaños de éste, diciendo, -¡Papá, yo fui a disfrutar del baile, no hacerle honor a sus amigos. ¿Por qué no fue usted a bailar con ellos?— Tal aclaración le valió una sonora bofetada y un castigo de ocho días. ¿Por qué Dios mío, soy tan impulsiva? Pensó después, mi padre no se merecía esa falta de respeto, ¡Bueno ya le pediré perdón más adelante! Pero la intención no se realizó. Mientras tanto Sebastián decidió aceptar la beca que por meses le venía ofreciendo el director de la escuela local, él dudaba en aceptar por no alejarse de Rosa, el director insistía que él era el único capacitado para ganarse esa beca que otorgaba el Ministerio de Educación, el director de la escuela amenazó al joven, ¡Mira muchacho, ya andan los riquillos del pueblo gestionando y haciendo méritos con el alcalde para que los buenos para nada de sus hijos se lleven la beca, así es que no te tardes mucho porque ya no voy a tener más excusas para no otorgarla!—

    Después de tener a Rosa en sus brazos la noche del baile de fin de año, estaba decidido a luchar hasta ponerse a la altura de ella y ofrecerle su amor sin miedo a ser rechazado, aceptó la beca y en un atardecer tropical se despidió de su amada en la última banca del parque. Tenía la intención de decirle que la amaba, de pedirle que lo esperara, pero las palabras se ahogaron en su garganta y lo único que prometió fue, escribirle regularmente. A la mañana siguiente, Sebastián Salinas salió desde el puerto lacustre de San Blas a bordo del , rumbo a la capital.

    Un año después de la partida de Sebastián, Rosenda y Marcelito Martínez se casaron y justo a los nueve meses nacía su hija Guillermina. La niña se parecía muchísimo a la madre y al abuelo, pero tenía el pelo menos rizado que ambos.

    Teresita, la segunda de las hermanas se casó poco después con el primo Paco Molina y se instalaron en la parte de atrás de la enorme casona de don Miguel. El padre le regaló a la hija esa parte de la casa para que formara su nuevo hogar, así los viejos siempre tendrían compañía. El señor Urroz seguía con su viejo vicio del juego y cada vez había menos tierras en su otrora enorme extensión de terrenos cultivados de cacao y añil.

    Miguel el mayor de todos los hijos del matrimonio Urroz Molina, padecía la inquietud de la aventura, desde niño se ausentaba por días recorriendo aldeas y comarcas vecinas, conociendo gente y haciendo amigos. Al hacerse adulto las aldeas y villas se fueron haciendo pequeñas para su sueños aventureros y en uno de esos ataques de inquietud se marchó para la vecina república del norte, ahí conoció a un joven que pronto se convirtió en su mejor amigo, el muchacho se llamaba José Abarca. Miguel hablaba tanto en sus cartas del talento, inteligencia y demás virtudes de su joven amigo, que la invitación de la familia para el joven Abarca no se hizo esperar y muy pronto llegó con Miguel en sus próximas vacaciones. El amigo de Miguel puso sus ojos en Adelina, la hermanita menor de este y quedó prendado loco y perdidamente de sus verde amarillos ojos y su pelo castaño claro y en menos de un mes se casó con la muchacha y se la llevó para su tierra.

    Habían pasado cuatro años desde la partida de Sebastián, sus cartas llegaban regularmente abordo del , Rosa leía y releía sus cartas, él estaba por terminar sus estudios secundarios y pronto ingresaría a la Facultad de Leyes de la Universidad de Oriente. Los padres presionaban a la joven y exigían que dijera si existía algo entre ella y Sebastián Salinas, ella siempre respondía lo mismo, -¡Por favor, es solamente una buena amistad!— Pero en el fondo Rosa sentía más que amistad por aquel muchacho, desde aquel baile de fin de año, en que sintió sus brazos y su ternura alrededor de su cuerpo y desde entonces se sentía inquieta, perturbada y anhelante por la ausencia de Sebastián. Pero la joven tenía la casta Urroz, terca, dura y misteriosa y guardó para así el sentimiento que el muchacho le inspiraba, de la misma forma que todos los hermanos y ella misma, silenciosamente guardaban en secreto el hecho que su señor padre, el honorable señor Urroz Santacruz, tenía por querida con hijos y todo, nada menos que a Odili Molina, prima hermana de su esposa. Era un hecho que ofendía a la esposa, incomodaba a los hijos y enfurecía a las hijas. Los hermanos cuchicheaban en voz baja, por los rincones, manteniendo aquel bochorno en secreto por casi un siglo, hasta que muchos años después una nieta de Rosa se atrevió a abrir el telón y sacar del ropero todos los secretos y misterios escondidos por varias generaciones.

    Rosa contaba con veinticuatro años cuando Sebastián ingresó a la Facultad de Leyes, sus cartas seguían llegando religiosamente. Los padres la seguían presionando por no aceptar a ningún muchacho del pueblo, ella orgullosa caminaba con la nariz erguida en el aire, se sabía bonita é inteligente y se consideraba muy por encima de todos ellos, pero los padres empezaban a temer que Rosa se quedaría para vestir santos a pesar de su belleza. Miguel volvió a partir para el norte donde tenía negocios, al principio sus cartas llegaban regularmente en cada viaje del vapor, luego se fueron haciendo más esporádicas y después dejaron de llegar completamente, la preocupada familia escribía largas cartas a José y Adelina, pero ellos también habían perdido la pista del muchacho después que este anunciara que seguía más al norte en busca de nuevos negocios.

    Marcelo y Rosenda tenían ya cuatro hijos, dos niños y dos niñas, cuando apareció por Savir un socio de Marcelo, de Santagrecia, ciudad al occidente del país, famosa por su gente de alcurnia, adinerada y gran perjuicio social. El aristocrático caballero se llamaba Alberto González Chávez, era un hombre cuarentón, viudo y con cuatro hijos, tenía grandes negocios abarroteros y una valiosa propiedad a la orilla del Gran Lago. Rosenda puso sus ojos en aquel viudo aristocrático y rico é inmediatamente tendió sus redes para que fuera cautivado por su hermana Rosa, el marido muy pausadamente le decía -¡Rosenda, no te metas a casamentera!—

    La mujer hizo caso omiso a las advertencias del marido y Rosa apareció por Savir a insistencias de la hermana que decía sentirse muy sola lejos de su Nazaret y atribulada por el peso de sus cuatro crías. Rosenda no perdió tiempo en propinar el encuentro entre don Alberto Gonzales Chávez y su hermana. La mujer organizó una tertulia vespertina, donde se sirvió finos vinos con delicados bocadillos mientras ella declamaba románticos versos de su propia inspiración. Don Alberto parpadeó al ser presentado ceremoniosamente a la bella Rosa, ella vestía un fino vestido en color crema con diminutos bordados en suave tonos naranja alrededor de un ceñido corpiño que dejaba al descubierto sus nacarados hombros, llevaba el pelo recogido en forma de canastilla detenido al centro con una peineta de carey, calzaba botines cremas que armonizaban perfectamente con el color de su vestido y que asomaban coquetamente debajo de la falda. El hombre quedó tan deslumbrado por la belleza de aquella joven mujer, que él que tenía fama de galante y palabra fácil, no supo que decir ante aquella diosa llamada Rosa Urroz.

    El viudo quedó flechado, -¡Amor a primera vista!— Comentaba después Rosenda a sus hermanas. Rosa, al descubrir el juego de las hermanas, preparó sus maletas y se dispuso a regresar a Nazaret declarando que ella no necesitaba que le buscaran marido, menos un viejo como aquel. Pero el destino de la joven estaba marcado por una estrella negra que la seguiría toda su vida. Cuando se disponía a partir, llegaron sus padres con su hermanito menor, Luisito, el joven de escasos veinticinco años tenía dos días de no poder orinar, y cuando lo hacía, era unas cuatro gotas y gran dolor, el pensó que era una enfermedad pasajera de esas que se pescan en las casas de las putas y que se curaría con pastillas de sulfa y abstinencia, por lo que no se lo contó a nadie, pero cuando empezó a orinar sangre, el susto del muchacho fue tremendo y se lo comentó a su hermano Pablo, éste se lo comunicó a los padres que salieron disparados para Savir al consultorio del doctor Rafael Uzubarreta, la eminencia del pueblo. Cuando el médico reconoció al muchacho éste ardía de fiebre y la infección sobrepasaba los límites de la ciencia. El certificado de defunción decía, Infección Renal, pero el médico y Pablo sabían que fue Chancro lo que mató a Luis Urroz Molina.

    Don Alberto, como hombre de mundo, aprovechó el momento para consolar a la bella Rosa, era la primera vez que ésta perdía a un ser querido y se sentía vulnerable, el hombre no se separó de ella ni un solo momento durante la vela, el entierro y los rezos del muerto. La joven empezó a ver ciertas cualidades en el hombre, era culto, intelectual, había estudiado dos años de medicina pero había abandonado la carrera para cuidar de la hacienda y los negocios familiares cuando su padre quedó postrado en una silla de ruedas a causa de una embolia. Si la muchacha se hubiera tomado el trabajo de observar, se habría dado cuenta que el hombre era de buen ver, alto, espigado con una u otra cana adornando su pelo que lo hacía ver interesante. Para Rosa su enfoque primordial era Sebastián Salinas, éste seguía estudiando y no hablaba nada de nada, que ella ya tenía veintisiete años cumplidos, que muy en el fondo de su ser y a pesar de sus desdeñes y aires yo que pierdistas, no quería quedarse para vestir santos y un día de tantos y cuando menos lo esperaba se oyó así misma aceptando una propuesta de matrimonio de don Alberto Gonzales Chávez.

    La boda se celebró a lo grande, don Alberto no escatimó un solo centavo para que todos los deseos de la novia se cumplieran y una tarde de enero, después de ocho años de aquel maravilloso baile de fin de año y de siglo cuando silenciosamente entregara su amor a Sebastián Salinas, desfiló del brazo de su padre por el centro de Nazaret hacia a la iglesia para convertirse en doña Rosa Urroz de Gonzales. Lucia bellísima, vestía un traje de tul blanco bordado todo con diminutas rosas color marfil, sus negros y lacios cabellos recogidos al centro con sus queridas peinetas de carey blanco, en sus orejas unos aretes en forma de corazón con ocho diminutas perlas al centro, un collar de perlas legítimas que después de dar dos vueltas alrededor de su cuello todavía le llegaba a la cintura, ambos regalos del novio; alrededor de la frente una corona de azahares blancos con

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