Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

María Flores
María Flores
María Flores
Libro electrónico222 páginas3 horas

María Flores

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

María Flores es una romántica joven colombiana que crece en las montañas del oriente antioqueño. En ellas habitan las familias características de esa región en donde la vida aún es tranquila a pesar de los cambios que comienzan a darse de cuenta de las decisiones de un país con respecto a la forma como sus habitantes lo ocupan. Esta novela es además desbordante de poesía alrededor del habitar los campos de cultivos de flores y de las altas montañas de los andes colombianos. Una vida cargada de trabajo duro que siempre se verá recompensado con las reuniones de familias que se mantienen a duras penas pero que a la hora de hacer fiestas, se reúnen en torno a un "chocolate parviao", el cual les alegra mucho el corazón. Es una forma de conocer a Colombia y a su idiosincracia y de reconocer en ella sus procesos económicos, culturales, sociales y políticos. Gracias al entorno de María Flores se comprende qué es lo que ciertamente sucede en los campos, en los hogares, en los pueblos, e inclusive más allá de donde uno puede comprender que estos personajes pueden vivir.

IdiomaEspañol
Editorialmarthallano
Fecha de lanzamiento31 jul 2023
ISBN9798223000853
María Flores
Autor

marthallano

Soy una mujer sensible, soñadora, romántica, hija, hermana, amiga, madre y compañera. Recorrí en familia, los lugares más hermosos de Colombia en donde se instaló para siempre en mi espíritu, mi amor por el mundo natural, por ese verde que percibía y que hoy es mi guía. Graduada como diseñadora gráfica, fotógrafa por deseo y escritora por pasión. Escribo por amor, por agradecimiento, porque toda la vida me toca. Porque mi cuerpo me habla, y yo le escucho. Y puedo realmente oírlo y me habla en un lenguaje antiguo. En uno más antiguo que las palabras, y no puedo resistirme. Y no puedo quedarme quieta y siento que yo solo debo expresarlo. Tengo que hacerlo. A través de mis relatos espero poder contar un poco el mundo que veo, el que no veo. Puedo imaginarme muchas cosas y puedo relatar muchas otras. Ese es mi placer permanentemente. Ser la narradora de mi propia historia y de la historia de otros vista a través de mi corazón. Mi fotografía solo da cuenta de mi paso por este planeta. Pintar con la luz es mi gran privilegio. Solo capturo instantes. Irrepetibles. Únicos. Momentos que dejan plasmada en mi vida la sensación de haber vivido. ​Enamorada de los árboles porque sé que silenciosamente, nos dan lo que necesitamos para vivir, lo que necesitamos para respirar. Y ellos en los bosques, viven resilientemente y hacen un trabajo que nos permite la vida. Agradecida por vivir rodeada de ellos.

Relacionado con María Flores

Libros electrónicos relacionados

Relatos cortos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para María Flores

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    María Flores - marthallano

    Eres tan valiente y tranquila, que en ocasiones olvido que sufres.

    Ernest Hemingway

    A mi hijo,

    quién pacientemente me ha esperado

    y creído siempre en mi.

    Inclusive, hasta más que yo misma.

    I

    Ella se recostó sobre la hierba. Sus manitos tocaban ambos lados del suelo y sus ojos estaban perdidos en el cielo. Su padre estaba en el borde de la quebrada mientras su madre ordeñaba las vacas. Atardecía y pronto debían regresar.

    Aunque eran muchas vacas, Rosmira su madre, era muy rápida en esos menesteres de ordeñar que su padre le había enseñado hacía tantos años y que ella pronto le transmitiría a todos sus hijos. Las hijas mayores ya ordeñaban pero las pequeñas se demorarían en aprender, porque ellas por ahora estaban embelesadas aún con la hierba, con los cadillos, los espartillos, las hojas, los grillitos, las mariposas y por supuesto las flores.

    Cada color era una delicia para sus ojos, los olores las embriagaban y eran todas tan diferentes que cada instante hallaban una razón para distraerse atraídas por su belleza. Rosmira debía de sacarlas cada rato de su casi conversación natural para obligarlas a realizar sus quehaceres. No eran muchos pero desde niñas eran obligadas a hacer más de una docena de tareas complejas que de no haber crecido en el campo y de haber visto siempre a su familia hacerlas, serían incapaces de realizarlas.

    Había que recoger un poco de todo. Un poco de maíz, un poco de la huerta, un poco de papa, un poco de frijol y sobre todo había que cocinar el maíz para poder hacer las arepas de todos, todos los días. Un comerciante había pasado hacía unos años ofreciéndoles un fogón que sí bien en ese momento les fue muy costoso, era tal el beneficio que les prestaba, que hoy se alardeaban de él como la mejor inversión de sus vidas. Era un fogón a leña que podían dejar prendido permanentemente con agua y así preparar un tinto o cualquier alimento y además la casa permanecía caliente. Cada mañana, la hija mayorcita, tenía el deber de pararse de la cama primero que todos para montar el maíz, y así a la hora que Rosmira se levantara, el maíz ya hubiese ablandado lo suficiente para hacer el desayuno de toda la familia.

    Sebastiánamaba a su esposa Rosmira más que a nadie y ese amor quedaba demostrado en los ocho hijos que tenían, todos bien seguiditos uno del otro. Cinco mujeres y tres hombres. La pequeña, por haber llegado un buen tiempo después, era la adoración de todos. Su casa, rosada era muy pequeña y en sus tres habitaciones cabían todos de sobra. Las dos mujeres mayores compartían camarote con las más pequeñas, dos de los hombres también dormían en camarote y el hijo mayor, ya gozaba el privilegio de cama solo. La pequeña María, paseaba por la cama de todos empezando por la de Sebastián y Rosmira en donde se quedaba acurrucada hasta que el calor de los padres la agobiaba y empezaba a deambular de cama en cama, de mimo en mimo y de historia en historia.

    Las noches eran siempre un ritual. De hecho, era una familia de rituales y de cotidianidad. Todo transcurría como el día anterior y eso hacía que cada vez ésta, fuera una familia más unida. El día, era el tiempo de estar haciendo oficios afuera y la noche, era el tiempo de estar en familia compartiendo todo lo que habían hecho durante el día. Habían unos días mejores que otros por supuesto, pero siempre eran buenos. La noche empezaba una vez se iba el sol. Y el sol se iba casi siempre a las seis. Todos lo sabían y lo sentían en sus pieles. Porque una vez el sol se iba, se enfriaba todo un poco más. Y entonces, todos empezaban a entrar por esa puertecita azul desteñida de dos alas que una vez hizo Sebastián y que era la única puerta de la casa. El resto eran cortinas de bolero arriba y abajo, colgadas sobre un buen palo que Oto, el hijo mayor conseguía por ahí. El piso era de tablas de roble ya desteñidas, que de tanto lavarlas habían perdido completamente sus vetas y eran cada vez más delgaditas. La segunda tabla de la entrada, estaba muy vieja y como no tenía ni clavos se mecía sobre sí misma y así cualquiera podía siempre saber que alguien había entrado.

    ¿Tomasa llegaste?, preguntaba Rosmira desde la cocina. No era necesario gritar. Porque la cocina estaba ahí mismo, solo que había un murito que no dejaba ver a Rosmira desde la posición que ella acostumbraba mantener en su cocina. ¿Oto llegaste? ¿Lucrecia llegaste?. Y así, uno a uno, Rosmira nombraba a sus hijos como recogiendo sus polluelos para que estuvieran seguros en casa. La que entraba siempre de última era la pequeña. Por ella siempre tenían que salir y aunque nunca estaba lejos, Rosmira iba por ella y la traía cargada llena de tierra y de hojas y de flores. Pequeña, pequeña, le decía, ¿Qué es lo que haces con esas flores que no las dejas en paz?. Y ella con sus grandes ojos aún sin poder hablar le decía todo, sus pestañas largas y sus ojos brillantes hablaban por sí solos, sus cachetes rosados ya del frío solo le provocaban a Rosmira unas inmensas ganas de apretar a su pequeña contra su pecho donde sus rizos dorados se confundían con la cabellera larga de su madre.

    Ambas oriundas de las altas montañas antioqueñas tenían su cabellera dorada y crespa, la madre tenía los ojos caramelo y sus hijos los habían heredado igualiticos. La pequeña María en cambio, tenía el color de sus ojos negros como ninguno. Un negro profundo con algunos toques de caramelo que le cambiaban de acuerdo al sol. Su belleza era incomparable. La tez de su piel canela era una herencia de su abuela mestiza que ningún otro tenía por allí. Era una pequeña hermosa que gozaba de todos los privilegios de ser la pequeña, la mimada, la adorada, la vida entera y el corazón de toda una familia y de los pocos vecinos que tenían.

    Cerca de la finca de Los Vásquez estaban Los Londoño. Ananías y Raquel con sus seis hijos casi todos adolescentes menos Esteban. En la finca de los Posada estaban Roberto y Marina con nueve hijos, entre pequeños y grandes. Y en la finca de los Echavarría se encontraban Sofía y Manuel con sólo tres hijos. Sus fincas aunque distantes se tocaban por alguna de las puntas y cuando estaban casi siempre ordeñando sus vacas, alcanzaban a verse y así a mantener una cordial y especial relación muy respetuosa y sobre todo de mucho apoyo. Para el mantenimiento de sus fincas compraban diferentes herramientas y se las prestaban porque una familia sola no podía comprarlas todas. Vivían tiempos de mucha austeridad y lo que todos sí tenían eran machete y hacha. De resto lo compartían todo y sólo ir por las cosas a las otras fincas era diversión, pura amistad y camaradería.

    Roberto y Marina ya eran abuelos de una de sus hijas que se enamoró profundamente de un comerciante siendo muy joven y quedó en su primeritica vez, como ella lo dijo, embarazada de un perfecto desconocido. Uno que ni siquiera hoy conocía a su propio hijo porque para cuando se fue del pueblo, no habían ni pasado dos días de haber dejado su semilla en esas altas montañas. Ese pequeño era el segundo más joven de las fincas y el que eventualmente se encontraba con los otros pequeños de las demás fincas para jugar con grillos y mariposas, con hojas y con flores. Samuel era un pequeño rozagante, gateó desde bien temprano y ahora caminaba por todas partes tocando y cogiendo todo. Era cuidado por sus abuelos y tíos como el tesoro y le encantaba salir a ordeñar con su abuelo Roberto porque éste le giraba la ubre de la vaca y aunque sólo le daba un poquito de leche, en realidad el ritual era bañarlo todo con leche, mientras él intentaba tomar solo un poquitico. Muchas veces con sus lágrimas llegaba donde su abuela Marina como poniéndole la queja de que su abuelo no le había dado leche sino que lo había bañado con ella y que entonces ya no se tenía que bañar más. Todos en casa reían a carcajadas porque Roberto venía detrás sonriendo con una mirada de picardía y de felicidad que él no podía ocultar.

    Marina eventualmente los regañaba a los dos pero trataba de no interrumpir el ritual que hacían todos los días estos dos hombres desde que Samuel nació y que continuó por muchos años. Algunas veces cuando Samuel enfermaba Roberto ni quería ir a ordeñar y mandaba a algunos de los hijos mayores a que lo hiciera. Nada era lo mismo en estas casas cuando sus hijos pequeños enfermaban. Sus rutinas cambiaban y al final todo cambiaba.

    Recuerdan mucho, cuando Samuel se llenó de unas ronchas rojas y ardió en fiebre tres días y tres noches. Nadie durmió durante esos días. Él comenzó llorando una noche con fiebre y pensaban que era por los dientecitos que le estaban saliendo pero a la mañana siguiente vieron que estaba lleno de unas ronchas rojas que estaban por todo el cuerpo. Roberto se enloqueció y fue al pueblo a buscar al médico que el gobierno había mandado, para ver si podía venir con él porque el niño así no era capaz de hacer ese viaje que inclusive estando aliviado era tan difícil para cualquier adulto. Eran seis horas por un viejo camino, que alguna vez fue andado por indígenas, porque algunos trayectos estaban aún cubiertos por unas lajas de piedra bastante organizadas. Ellos de hecho le tenían nombres a esos pedazos del camino y sus historias estaban contadas de acuerdo a la distancia del Abrevadero, Las Lajas, El Aventadero, y así infinidad de nombres para esos viejos empedrados que justo coincidían con los lugares más difíciles de pasar.

    Eran seis horas de un camino lleno de aventuras, principalmente de dificultades, pero también de los más espectaculares paisajes que cualquiera pudiera conocer. Había una gran cascada que tenían que pasar casi por el mismísimo borde y desde donde se veía toda la montaña y el camino que la surcaba hasta ese pequeño pueblo en donde uno podía encontrar lo principal. Azúcar, café, panela, arroz y esas delicias que le encantaban tanto a todos, pero que pocas veces podían comprar. Siempre que alguno iba de salida, ya todos sabían lo que el resto iba a gritar antes de que el que partía, diera la curva en la montaña, colaciones Roberto, colacioneeeeessss, Rollos Oto, rollooooooosssss, Cucas Ramiro, Cucaaaaaasss. Algunas veces llegaban sus encargos pero casi siempre llegaba lo preciso. Porque cada vez que salían, traían las arrobas de lo que escaseaba por sus fincas. Traían de todo en arrobas y lo guardaban para casi seis meses, que era lo que normalmente se demoraban en volver al pueblo, a no ser de que tuvieran una calamidad como la que tuvieron Roberto y Marina aquella vez con su nieto Samuel ardido en fiebre y ronchas rojas como ningún otro alguna vez.

    En esas ocasiones, el camino del viaje al pueblo no tenía nada de divertido y por el contrario representaba más peligros, ya que algunos pasos debían cruzarse con mucho cuidado. Cuidado, que esta vez Roberto no podía tener del desespero por llegar pronto al pueblo para volver el mismo día tras otras seis horas de regreso con el médico del pueblo. Ese día Roberto llevaba más prisa que de costumbre y llegó en cinco horas, exhausto y sin poder siquiera hablar. Para poder hacer el viaje debió llevar un maíz que iba a vender o a intercambiar para poder costear el viaje de regreso incluyendo el del médico. Y ese maíz estaba bastante grande y pesado y eso lo desgastó hasta casi desfallecer. Bajó corriendo la loma principal de la montaña, a la que los hombres del pueblo ya venían arreglando para que fuera más fácil para algunas mulas que comenzaban a ir y venir por esas laderas y esto le ocasionó algunas caídas a Roberto que lo dejaron casi como atontado. Por ambos codos le corría la sangre y sus pies estaban ya casi tocando el suelo porque las alpargatas estaban todas desgastadas de tanto caminar.

    Al llegar a la esquina del pueblo, Roberto se desplomó sin aliento en la tienda de don Nemesio, que apenitas lo vio caer, le gritó a su mujer Maruja, agua, Maruja agua, y ella se asomó a ver qué pasaba y salió corriendo como loca a llevarle el agua que su marido pedía para darle a Roberto que estaba como desmayado al pie de la puerta de La Prosperidad, su tienda.

    Roberto estaba ensangrentado, sucio, con dos bultos llenos de maíz del mejor y sudando a mares. Toda su ropa estaba mojada completamente porque esa mañana había hecho mucho sol, era verano, un día de enero. Era un pueblo bastante pequeño con muy pocas casas y la voz corrió rápido. Todos llegaron a ver a Roberto y entre todos le ayudaron a recuperarse. Unos le dieron agua, poquita, porque le hace daño, otros le dieron un poco de dulce, alguna colación, una galleta, un pedazo de panela y hasta un chocolate con arepa. Les tomó casi veinte minutos en que Roberto pudiera sentirse mejor para decirles cuál era su afán. Es Samuel, es Samuel, fue lo primero que dijo. Tiene una fiebre hace tres días y está lleno de unas ronchas rojas. Necesito al médico que hayan mandado al pueblo.

    Apenitas dijo eso, todos se miraron con mucha sorpresa porque el médico aún no había llegado desde la capital antioqueña. El año apenas había recién comenzado y aunque les habían dicho que el médico llegaba el tres de enero, ya era trece y el bendito médico nada que llegaba. Y el anterior médico partió antes de tiempo por un asunto familiar que no podía posponer. Creen que su madre había fallecido y había tenido que dejar a este pueblo lejano sin quien pudiera ayudarlos en casos de suma urgencia. Fue Gabriel quien le dijo, Roberto no hay médico. No ha llegado.

    El silencio fue pasmoso. Ninguno moduló en algunos segundos. Hasta que Roberto dijo muy seriamente, no hombre no me diga usted eso que se me va a morir mi nieto hombre. No me mate hombre no me mate. Todos quedaron asustados porque comprendieron la gravedad del asunto cuando Roberto se largó a llorar como niño chiquito. Ahí sí fue que todo el pueblo llegó y no sabían qué hacer, viendo a este hombre tan grande llorar sin parar por casi una hora. Todos salieron a buscar en sus casas los pocos libros que tenían para venirle a mostrar a Roberto algún desteñido dibujo tratando de encontrar la enfermedad más parecida a esas ronchas que él describía. Fue Pancracia, la que mandó un viejísimo libro que una vez el médico de turno dejó, en donde encontraron lo más parecido a lo que Roberto recordaba de Samuel. Se leía varicela y tenía otras letras que ellos no comprendían y unos datos que menos que podían entender. Todos quedaron boquiabiertos porque ahí no sólo comprendieron la gravedad sino que ya todos podían estar contagiados porque Roberto podía traer esa enfermedad consigo. Entonces todos se empezaron a alejar. Discretamente.

    Roberto aún desgastado por sus cinco horas de camino y la casi hora de llorada que se había pegado, comenzó a levantarse para empezar a tomar decisiones. Tenía que hacer algo porque debía de regresar a casa y ya era obvio que iba a volver sin médico a la finca. Pancracia vivía con dos nietos, uno ya mayorcito Lucas, a quien mandó con el libro y con lo poco que podía para Roberto, y con Azucena. Fue Lucas, quien le contó a la abuela Pancracia lo que pasaba en La Prosperidad y fue él quien se ofreció a acompañar a Roberto de vuelta. Pancracia inmediatamente le dijo, si mijo, vaya. Córrale dígale que usted lo va a acompañar de vuelta y pregúntele a otros muchachos por ahí del pueblo que si se apuntan a viajar con usted porque tampoco es que me guste usted solo por ahí en el monte, no vaya a ser que tenga un accidente por El Aventadero como le pasó esa vez a Alba con Muriel y no llegue nadie ni siquiera a contarnos qué fue lo que pasó. Vaya, corra mijo que no hay mucho tiempo que perder, porque tienen que almorzar para que se vayan rapidito y de paso lleven algo de comida para esa gente por allá que vive tan necesitada.

    Lucas salió muy excitado porque le encantaba la idea de romper su aburrida monotonía que el pueblo podía ofrecer por esos días, después de varias semanas de fiestas decembrinas y que los dejaba además bastante irritables. Si bien era un pueblo pequeño se podía convertir en un infierno grande a la hora de celebrar porque hacían una tapetusa bastante fuerte que dejaba a algunos hasta inconscientes tirados en cualquier parte.

    Don Roberto, don Roberto yo me voy con usted, no se preocupe, no se preocupe, llegó Lucas diciéndole a don Roberto, quien lo miró con mucho agradecimiento. Ahí mismo se les pegaron Agustín y Santiago y Josefina fue a decirle a su marido que si dejaba ir a La Guti a ver qué podía hacer por ese niño.

    La Guti como cariñosamente le decían a Isabel Gutiérrez, era ya una joven bien entrada en sus mejores años, y quien una vez terminó sus estudios en la única escuela que había por esos lares. La Guti, se dedicó a acompañar a todos los médicos que iban a hacer su año rural como médicos, sin desampararlos ni un solo día, ni de día ni de noche. Ella estaba bien pegadita de ellos y les hacía todos los mandados, los acompañaba a hacer las visitas de casa en casa, iban a algunas fincas vecinas y hasta los asistía en algunas pequeñas cirugías que podían y que algunas veces tenían que hacer, como cuando su padre Jorge se pegó ese machetazo que por poco le hace perder un pie. Ese día todo el pueblo lo recuerda porque La Guti simplemente teniéndole el pie para que el médico lo cosiera, se desmayó y el pobre médico de turno se quedó solo cosiendo a don Jorge que tenía semejante chamba y poca anestesia. Cada chuzón que el médico le pegaba a don Jorge era un manotazo que el muchacho recibía tan fuerte que por poco, en uno de esos manotazos, el doctor lo deja de coser. De ese médico se acordaban todos. Mario era un joven e inexperto médico pero con un gran carisma. Isabel no paraba de hablar de Mario y don Jorge ya andaba como celoso de que su hija de 18 años estuviera admirando tanto a otro hombre que no fuera él.

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1