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Libro electrónico401 páginas6 horas

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«Las cosas no siempre son lo que parecen y en ocasiones saber demasiado no hace que la vida sea mejor.»

Amanda se queda a la vez sin novio y sin trabajo y decide ir a un pueblo perdido en busca de la herencia de su tía Irene, de la que sabe muy poco. Unas cartas antiguas le mostrarán quien fue de verdad su tía a la vez que cambiarán su propia vida de manera inesperada.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento13 oct 2015
ISBN9788491121688
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    Nos vemos en Ítaca - María Isabel Espiñeira Castelos

    © 2015, María Isabel Espiñeira Castelos

    © 2015, megustaescribir

             Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda           978-8-4911-2167-1

                 Libro Electrónico   978-8-4911-2168-8

    Contents

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Capítulo 37

    Capítulo 38

    Capítulo 39

    Capítulo 40

    Capítulo 41

    Capítulo 42

    Capítulo 43

    Capítulo 44

    Capítulo 45

    Capítulo 46

    Capítulo 47

    Capítulo 48

    Capítulo 49

    Capítulo 50

    Capítulo 51

    Capítulo 52

    Capítulo 53

    Capítulo 54

    Capítulo 55

    Capítulo 56

    Capítulo 57

    Capítulo 58

    Capítulo 59

    Capítulo 60

    Capítulo 61

    Capítulo 62

    Capítulo 63

    Capítulo 64

    Capítulo 65

    Capítulo 66

    Capítulo 67

    Capítulo 68

    Capítulo 69

    Capítulo 70

    Para Isabel, con profundo agradecimiento y efecto. Porque no me llevó de la mano, pero me enseñó el camino y a recorrerlo sola.

    CAPÍTULO 1

    Bajó del taxi y arrastró la maleta despacio hasta la entrada. Se ajustó el pañuelo al cuello; hacía frío aunque ya se había iniciado la primavera. Viajar siempre la ponía nerviosa y hacía mucho tiempo que no usaba el tren. Antes solía ir en avión casi siempre, para ahorrar tiempo. Pero ahora mismo tiempo era precisamente lo que le sobraba y el billete de tren era más barato. Nunca había tenido que mirar cada céntimo que gastaba; hasta que se quedó sin trabajo disfrutaba de un buen nivel de vida y aunque no era derrochadora tampoco medía sus gastos como en este momento en que el futuro era tan incierto.

    La noticia de que su tía Irene le había dejado en herencia su casa del pueblo la tomó por sorpresa. Ella tenía muchos sobrinos y juraría que no se encontraba entre sus preferidas. Tía Irene era una mujer seca y callada que vivía de espaldas al mundo real y a la que solamente veía en Navidad, cuando su madre se empeñaba en invitarla a pasar en casa esas fechas señaladas. Pero cuando su madre murió ella dejó de tener contacto con su tía y hacía al menos cinco años que no se veían.

    No le hacía demasiada gracia ir al pueblo a hacerse cargo de la casa, pero el notario había insistido en que era necesario que aceptase la herencia, si es que le interesaba. ¿Y ella quería esa herencia? No estaba segura. Si no se hubiese quedado sin trabajo ni se lo plantearía siquiera; pero ahora mismo cualquier ventanuco se convertía, por necesidad, en una puerta esperanzadora. El alquiler de su lujoso ático era demasiado alto para seguir pagándolo, y vivir en la ciudad también escapaba a sus posibilidades. Por eso había pensado que quizá la casa de Tía Irene podría aprovecharse. Podría venderla, aunque en estos tiempos sobraban casas y faltaban compradores.

    Ya acomodada en su asiento se ensimismó intentando recordar cómo era la casa de su tía. Se le venía a la mente un edificio rectangular, de piedra, con dos pisos y desván, y unas bodegas adyacentes en donde su tía guardaba, cuando ella era pequeña, el grano, las patatas, las cebollas y los aperos de labranza que usaban sus empleados. También tenía tierras colindantes y un gran jardín delantero. Mientras cerraba los ojos y apoyaba la cabeza en el respaldo del asiento, sobre todo para escapar de la mirada insistente de su compañero, en su mente iba tomando forma una idea.

    Pero era una idea tan descabellada que Amanda sacudió la cabeza como si la espantase, lo cual hizo que el hombre de mediana edad que iba sentado a su lado la mirase de reojo y se enfrascase de nuevo en su periódico. Ella no se dio cuenta; estaba demasiado ensimismada pensando en su situación. ¿Cómo iba a pensar hacía tan solo seis meses que la agencia de publicidad en la que trabajaba se declarase en quiebra? Ni tampoco había pensado cuando alquiló aquel ático en la mejor zona de la ciudad que su relación con Ricardo se terminase; pero así había sido tres meses atrás, con lo cual se quedó ella sola pagando un alquiler astronómico y además sin trabajo. Tenía algún dinero ahorrado pero a este paso pronto se quedaría sin nada. Y por nada del mundo querría pedirle dinero a su padre. Sus relaciones no eran demasiado buenas y él siempre la había acusado de vivir por encima de sus posibilidades. Mientras el paisaje monótono de las afueras de la ciudad iba pasando ante sus ojos pensaba si no sería providencial esa herencia; al menos tendría donde vivir. Y en los pueblos todo era más barato, según decía siempre su madre. Pero en contrapartida también las posibilidades de encontrar trabajo serían menores. Por eso seguía rondándole la cabeza la idea de montar en la casa de Tía Irene una especie de posada; algo pequeño pero bonito donde se pudiesen alojar parejas o familias para pasar un fin de semana o tal vez unas vacaciones cortas. El pueblo era muy pequeño, pero ella lo recordaba pintoresco, con su mezcla de casitas de pescadores al lado del puerto y la zona más rural donde estaba la casa de su tía, en las afueras. Se le daba bien crear lugares agradables, tenía buen gusto para buscar muebles antiguos y sabía combinar las telas con gracia para que el ambiente fuese acogedor. También era una buena cocinera, organizada y rápida entre los fogones. El problema, el eterno problema de siempre era el dinero y sobre todo, el estado en que se encontrase la casa. Si necesitase muchos arreglos sería imposible llevar a cabo su alocada e incipiente idea; ningún banco le concedería un préstamo y sus escasos ahorros no le permitirían ir más allá que darle un ligero lavado de cara. El movimiento del tren y lo aburrido del paisaje la fueron adormeciendo. Soñó con casitas meciéndose a orillas del mar, barcas de pescadores pintadas de rojo y campos sembrados de cónicos montones de heno en veranos cálidos y largos. Eran los recuerdos de su infancia.

    Una infancia que había sido feliz y que le había servido de puerto seguro cuando luego llegaron los malos momentos. La muerte de su madre fue uno de ellos. Mamá…esa figura que siempre estaba presente, que le daba amor y seguridad, comida caliente, abrazos cálidos y palabras amables cuando lo necesitaba. Muchas veces, más de las deseaba recordar, había pensado que era una persona sin voluntad, sin valía personal, que solo sabía dar la razón a todo el mundo, cocinar e interponerse en medio de las disputas para que la familia se mantuviese unida. Pero lo cierto es que cuando ella se fue dejó de existir esa familia en la que Mamá hacía de puente. Todavía el cuerpo de su madre no se había enfriado en el cementerio cuando su padre trajo a casa a otra mujer. Sabía sobradamente que era estúpido juzgar; ella era una persona adulta y lo entendía todo; pero no podía perdonar que su padre no le permitiese sacar de la casa las cosas que su madre tanto había amado. Aquella vajilla inglesa para la que Mamá se había pasado ahorrando tantos años era ahora de una extraña que ni siquiera sabía apreciarla. Hubiese entendido que su padre rehiciese su vida, no era ninguna hipócrita; pero le dolía tanto la indiferencia, aquel empeño por borrar la presencia de quien le había dado la vida.

    A nadie se lo había contado, pero cuando estaba triste y tenía problemas, solía hablar con su madre. En ocasiones lo hacía cuando iba al cementerio a llevarle flores, pero últimamente lo hacía también cuando estaba regando las plantas, mientras cocinaba o hacía las camas. Le contaba sus cosas y solicitaba su consejo. Se sonrió para sí misma, recordando que Mamá era la persona menos dada a dar consejos. Ella siempre escuchaba en silencio y movía la cabeza, pero seguía callada. Sin embargo, la gente salía llena de paz cuando hablaba con ella. De todos modos de nada servía llorar por la leche derramada. Mamá ya no estaba, su padre hacía su vida, apenas se veían un par de veces al año, y ella debía seguir adelante.

    CAPÍTULO 2

    Cuando el tren llegó a la estación ella fue la única pasajera que se bajó. Era ya de noche y no había nadie esperándola. La estación era tan pequeña que no estaba segura de que hubiese taxis; pero había dos disponibles y eligió el que le pareció que tenía mejor aspecto. A pesar de todo olía ligeramente a humo de puro y sus asientos estaban raídos y con la pátina de grasa y suciedad de muchos años y muchos pasajeros. El conductor era un hombre tan ancho como alto, callado y con cara de pocos amigos, que la dejó en el único hotel del pueblo sin que entre ellos mediase una palabra. Cuando entró se dijo a sí misma que la palabra hotel le venía un poco grande. Más bien se trataba de una pensión con ínfulas. La atendió una chica joven con aspecto aburrido que la condujo a su habitación no sin antes informarle que se cobraba por adelantado.

    Dejó la maleta en el suelo y echó un vistazo a su alrededor. La habitación era pequeña y cuadrada, con una cama estrecha que se cubría con una colcha de color pardo que había conocido tiempos mejores. El armario empotrado apenas guardaba espacio para unas cuantas perchas. Lo único bueno era que todo parecía limpio, aunque viejo y deslucido. Se dio una ducha rápida y se metió en la cama sin pensar siquiera en salir a cenar algo. La chica de la recepción le había dicho que ellos solo daban desayunos y el único restaurante del pueblo quedaba a dos kilómetros. No le apetecía darse una caminata para degustar una cena que sin lugar a dudas la decepcionaría. Se contentó con un vaso de agua del grifo y el sabor a menta de la pasta de dientes. Nadie se moría por dejar de cenar una noche. Dio varias vueltas en la cama, intentando entrar en calor, pero la única manta era demasiado fina y no alcanzaba a detener sus tiritones, así que se envolvió en el albornoz y se puso unos calcetines gruesos. Si al final decidía seguir adelante con su idea, que cada vez le parecía menos alocada, al menos no tendría demasiada competencia. No era difícil montar un negocio de hospedaje con más comodidades que esto que se empeñaban en llamar hotel.

    Amanda no durmió bien aquella noche aunque estaba muy cansada. El colchón no era cómodo y a pesar del albornoz y los calcetines, seguía teniendo frío. Por fin, cuando vio que por la ventana se filtraban los primeros rayos de sol se levantó con alivio y volvió a ducharse para entrar en calor. Recoger sus cosas apenas le ocupó cinco minutos y se sintió más ligera cuando se vio de nuevo en la calle y de camino a la casa de su tía. Había al menos un Kilómetro, pero la mañana, fresca y luminosa, invitaba al paseo. Por fortuna la maleta era pequeña y no pesaba demasiado. Anoche apenas se fijó en nada al llegar, estaba demasiado cansada; pero ahora se dio cuenta de que el pueblo apenas había cambiado desde que ella era pequeña. Las casas seguían estando pintadas cada de una de su color, a cada cual más chillón. Su madre le había explicado que las casas de pescadores solían pintarse así para que cada cual, cuando llegaban en el barco, distinguiese ya la suya desde lejos. No sabía si era cierto o no, pero resultaba pintoresco y hacía pensar en una postal escocesa. A aquella hora había movimiento de barcos que llegaban, mujeres que cosían redes, trasiego de cestas de pescado, alguna pequeña camioneta que cargaba cajas…La vida de siempre de un pequeño pueblo sin importancia. Ella había vivido siempre en la ciudad. ¿Esto le bastaría, en caso de que decidiese quedarse? El aire olía a mar, a sal, a brisa y también, ligeramente, a aceite de motores y a pescado. Se dio cuenta de que la gente la miraba de reojo a su paso y murmuraban los unos con los otros. Eso era lo que peor llevaba de los pueblos pequeños; la curiosidad, los cotilleos, el carecer de vida privada. En la ciudad apenas se conocía al vecino de al lado y cada uno iba a lo suyo. Dudaba que pudiese soportar tanta cercanía.

    Cambió la maleta de mano. El brazo empezaba a dolerle; pero no podía arrastrarla por aquellas calles con adoquines irregulares y rotos en muchos sitios; acabaría destrozada antes de llegar a la casa de su tía. Había quedado a las doce en la notaría pero antes debía pasar por el estanco de la esquina, en la plaza del ayuntamiento, para recoger la llave de la casa.

    La dueña de la tienda parecía estar esperándola. Era una mujer de baja estatura, delgada y seca como un sarmiento, con la cara surcada de arrugas que se entrecruzaban formando mapas y surcos. Estaba limpiando una estantería de lo que parecía polvo de años, y al verla entrar dejó el trapo sobre el mostrador y se pasó las manos por la falda de cuadros; en un gesto nervioso o tal vez para limpiarlas.

    —¿Usted es la sobrina de Irene?

    Amanda estaba posando la maleta en el suelo y se quedó a medio camino. Esperaba un recibimiento algo más cálido; pero se llamó tonta a sí misma. La buena mujer no la conocía de nada y tampoco tenía motivos para recibirla con fiestas. Al fin y al cabo, ya le estaba haciendo un favor al darle la llave.

    —Sí, soy Amanda. Me han dicho que…

    Se interrumpió cuando la señora le hizo una señal con la mano y se adentró en la trastienda para salir con una llave enorme de hierro que le tendió en silencio, sin decir nada más. Ella la tomó en la mano y se marchó después de darle las gracias con un leve cabeceo. Parece que en aquel pueblo la gente no era demasiado habladora, si tenía que juzgar por lo que había visto hasta aquel momento.

    CAPÍTULO 3

    Al llegar a la calle miró el reloj; le quedaba casi una hora hasta la cita con el notario, y pensó que lo mejor sería ver la casa y así podría dejar también la maleta.

    No estaba demasiado lejos del estanco. Se detuvo antes de llegar a la puerta; estaba tal y como la recordaba. Hasta el jardín parecía cuidado como en la época en que Tía Irene estaba viva. Pronto llegaría la primavera; estaba ya terminando febrero y había algunos lirios que despuntaban y camelias rojas y blancas en todo su esplendor. Al menos no habría muchas cosas que hacer en el jardín. Abrió la puerta sin dificultad y entró a un vestíbulo con las viejas losas geométricas que recordaba de su infancia. Su tía había cuidado bien la casa. No había humedades y la madera de la sala y de los dormitorios estaba en muy buen estado. La cocina necesitaría una puesta a punto, pero los armarios de roble se conservaban bien y el fregadero de granito era una joya. Tendría que ver con detenimiento si se podría colocar un lavaplatos; un lujo que Tía Irene en la vida se habría permitido. Y en lugar de aquella vieja cocina de gas habría que poner una moderna vitrocerámica. Pero la bilbaína a leña era algo a lo que no pensaba renunciar. Aprendería a encenderla y le ayudaría a mantener la casa caliente. Todavía recordaba las navidades pasadas allí, con el olor a piñas secas con las que su tía encendía el fuego y que aromatizaban toda la casa.

    La escalera que llevaba a la planta alta era de antigua madera de roble y estaba en perfecto estado. Tenía cinco dormitorios, dos de ellos con baño incorporado; algo que su tía se había permitido en sus últimos tiempos y que si al final decidía seguir adelante con su proyecto le vendría de perlas. Subió el último tramo de escaleras que llevaba al desván. Era amplio y desangelado; lleno de polvo, de baúles y de trastos viejos. Pero al medirlo con la mirada pensó que allí se podría hacer una hermosa habitación con un baño completo y una pequeña salita para ella en caso de que decidiese explotar el resto de la casa. Tendría que llamar a un contratista y ver cuánto le podría costar. Habría de ser poco o no podría hacerle frente.

    Se lamentó de no tener más tiempo para seguir explorando la casa, pero debía apresurarse si no quería llegar tarde a la cita con el notario. Su despacho estaba en el centro del pueblo; en la única calle que podía calificarse de principal, al lado de la plaza donde se situaban el ayuntamiento, la escuela y el consultorio médico. Un letrero en la puerta avisaba que no era necesario tocar al timbre, así que empujó la puerta entornada y se vio en una sala de espera amueblada con un par de sofás y unas cuantas sillas desaparejadas. La atendió una recepcionista tan añosa como los muebles, con moño y gafas; y le ordenó con voz seca que esperase a que el notario estuviese libre. Se sentó en una de las sillas, algo desportillada, y miró a su alrededor. Solamente había dos mujeres que parecían madre e hija, pues la más joven era un calco de la otra, aunque algo más alta, y una pareja de mediana edad que indudablemente estaban casados; puesto que se habían sentado el uno al lado del otro pero sin tocarse y sin mirarse siquiera. En los quince minutos que compartieron la sala de espera no se dirigieron la palabra y solo se miraron cuando la recepcionista y al parecer secretaria y chica para todo les llamó para recoger en el mostrador unos papeles. Entonces se levantaron al unísono y caminaron uno al lado del otro, como soldados que marcan el paso en una marcha militar.

    Cuando Amanda empezaba a cansarse ya de la espera salió de una habitación al fondo el notario en persona y la mandó pasar. Era un hombre bajito y delgado, de unos sesenta años, con barba entrecana y aspecto cansado. Le dio la mano, laxa y floja, y le hizo un ademán para que se sentase. Se caló las gafas que llevaba en una cadena colgando del cuello y se entretuvo leyendo unos documentos. Por fin la miró por encima de las gafas y habló, con una voz ronca y gutural que parecía imposible que saliese de aquel pecho esmirriado.

    —Supongo que ha venido a tomar posesión de su herencia, señorita Navarro.

    —Sí, bueno, es decir, supongo que sí-repuso ella, algo confundida. No he leído el testamento de mi tía; sólo sé lo que me comunicó usted mismo por carta.

    El notario se quitó las gafas despacio y frotó los ojos como para ver más claro.

    —Sí, lo sé. Por eso la he citado. Tiene usted que conocer su herencia y aceptarla, si se da el caso.

    Hizo una pausa pero como Amanda permanecía en silencio, continuó hablando.

    —Usted es la única heredera de su tía, Irene Cuesta. Le deja en herencia la casa que posee en el pueblo, con todas las tierras adyacentes, además de la mitad de una pequeña fábrica de conservas y todo lo que hay en su cuenta bancaria, además de una caja de seguridad en el mismo banco donde al parecer están sus joyas. También tiene otra casita pequeña en el puerto, ahora mismo alquilada.

    Amanda dio un respingo en su asiento. ¿La tía Irene tenía joyas? Ella la recordaba siempre con el mismo vestido negro y un severo moño. Ni siquiera se pintaba los labios. No le cabía en la cabeza que alguna vez se hubiese puesto joyas. Tampoco sabía lo de la fábrica de conservas. ¿Qué más secretos guardaría su tía?

    El notario siguió hablando con aquella voz cavernosa y remota a la vez.

    —Le daré la dirección y el teléfono del encargado de la fábrica y podrá ponerse en contacto con él cuando le venga bien. Y aquí tiene el nombre y número del director del banco. Está aquí mismo, al doblar la esquina; no tiene pérdida. Hable con él esta misma mañana, si es posible. Le dará la llave de la caja de seguridad, y la pondrá al corriente de las cosas de su tía. Le advierto que su cuenta bancaria es bastante sustanciosa.

    Ella tragó saliva, sin saber muy bien qué decir.

    —¿Sustanciosa?

    —Quiero decir que su tía tenía bastante dinero en el banco-explicó pausadamente, como si Amanda fuese tonta. No es que ella no conociese el alcance del adjetivo, más bien es que le parecía imposible que su tía tuviese dinero.

    —Sé lo que quiere decir-explicó. Pero es que mi tía era tan austera que siempre pensé que pasaba penurias económicas, o casi. Apenas encendía las luces para no gastar, llevaba siempre los mismos vestidos y no salía apenas de casa.

    —Quizá por eso tuviese dinero-apostilló el notario.

    Salió de allí agarrando el bolso como quien se sujeta a un salvavidas. Tendría que ir al banco para hablar con el director y saber con cuánto dinero contaba. Ojala alcanzase para darle más que un lavado de cara a la casa. Entonces sí que podría poner en práctica su plan con más probabilidades de no fracasar. A medida que avanzaba se sentía un poco más animada y con más confianza en el futuro.

    Entró en el banco cuando ya iban a cerrar y la chica que estaba en la caja se adelantó para decirle que era tarde y que tendría que volver mañana. Pero Amanda había trabajado muchos años en una agencia de publicidad de las mejores de la ciudad y tenía el suficiente aplomo como para que las protestas de una chiquilla pueblerina la dejasen fría. La miró con aires de reina feudal y le dijo que no se iría hasta hablar con el director. Le ordenó, más que le pidió, que anunciase a Amanda Navarro, y añadió el recién adquirido título de heredera de doña Irene Cuesta. La cara alargada y vulgar de la muchacha, con mucha similitud con la de un caballo de carreras, cambió al oír la última frase, y tragando saliva le dijo que tuviese la bondad de esperar un momento, que avisaría al director. No tardó ni tres minutos en decirle que la siguiese hasta su despacho. El director, un hombre de unos cincuenta años, de pelo entrecano y prominente barriga que ni el bien cortado traje ocultaba, estaba esperándola en el quicio de la puerta con la mano extendida para saludarla. Amanda se quedó un tanto pasmada cuando él inclinó ligeramente la cabeza. Le pidió que se sentase y a los pocos minutos la misma empleada que antes casi la había echado le estaba sirviendo un café.

    —Esperaba esta visita, señorita Navarro.

    —He venido tan pronto como me llamó el notario; no tenía ni idea de que mi tía me hubiese nombrado su única heredera.

    El director del banco la miró sin poder evitar una ligera duda. ¿Sería verdad que no sabía nada? Si estaba mintiendo, era muy buen actriz. De todos modos, pronto se dio cuenta de que su interlocutora no mentía, pues cuando le comunicó que la cuenta de su tía sobrepasaba los seis millones de euros la joven se atragantó con el café que estaba tomando y a punto estuvo de escupirlo encima de su mesa. Sin embargo, pronto se recuperó y recobró la compostura.

    —El notario me habló también de una caja de seguridad donde mi tía guardaba joyas-le comentó, como de pasada.

    —Así es-contestó. Si es tan amable y me acompaña…

    Bajó con él al sótano del banco, un lugar frío y que olía ligeramente a humedad. Apenas pudo reprimir su sorpresa cuando descubrió, en lugar de los collarcitos de perlas y alguna sortija de brillantes que esperaba, varias sortijas de rubíes, un collar de esmeraldas y otro cordón de oro que remataba en un enorme zafiro. También había collares de perlas, en eso la Tía no la había defraudado, y clips para el pelo de brillantes, además de pulseras, pendientes y un solitario que tenía aspecto de los antiguos anillos de compromiso.

    Esta vez no fue capaz de disimular su sorpresa y de manera involuntaria se llevó la mano a la boca en un gesto de asombro. ¿Qué clase de vida había llevado la hermana de su madre para haber atesorado todas aquellas joyas?

    CAPÍTULO 4

    Amanda salió del banco con la sensación de estar flotando entre nubes. Al llegar a la calle se arrebujó más en su abrigo; el tiempo había enfriado y miró el cielo encapotado. Amenazaba lluvia. Se paró en la esquina pensando qué podía hacer. Empezaba a entender que esos planes que hacía un par de horas se le habían antojado remotos y poco probables podrían hacerse realidad. El dinero del banco le permitía afrontar sin preocupaciones el futuro e incluso tomar en consideración esa idea sobre el hotelito que antes le había parecido un plan tan prometedor como absurdo. Pero lo primero era comer. Se dio cuenta de que llevaba un día entero sin probar bocado y su estómago empezaba a protestar. Recordó que en la calle paralela a la iglesia había una especie de bar-restaurante-cafetería. Empujó la puerta y traspasó el umbral apartando una especie de cortina compuesta por cuentas que se movían como los adornos de la falda de una bailarina oriental. A aquellas horas el local estaba casi vacío; solo dos parroquianos acodados en la barra que tomaban café con aire desganado mientras escuchaban las noticias en una vieja televisión situada en el extremo opuesto de la barra. Se acercó tímidamente al único camarero que vio y le preguntó si todavía estaba a tiempo de comer algo. El hombre, alto y descarnado, la miró con sus ojos oscuros y de párpados caídos.

    —Preguntaré en la cocina-soltó con cara de pocos amigos, mirándola de arriba abajo.

    Amanda asintió, encogiéndose dentro de su abrigo. Se sentía como una niña pequeña a la que han invitado a una fiesta de cumpleaños donde no conoce a nadie. Después de una corta espera el mismo camarero la condujo a otra estancia de mediano tamaño en donde una chimenea de piedra caldeaba el ambiente. Solo había dos mesas ocupadas. En una de ellas se sentaba un hombre de unos sesenta años, trajeado y que comía al tiempo que leía el periódico. A sus pies tenía un maletín de mediano tamaño que no dejaba de vigilar cada cierto tiempo, como si alguien amenazase robarlo. En otra de las mesas comía una familia con dos niños pequeños. Amanda se sentó en un rincón y en menos de cinco minutos se acercó una mujer de mediana edad y entrada en carnes que le informó de que a aquella hora solo podía ofrecerle un plato de sopa de cocido de primero y besugo. Ella asintió. Hubiese aceptado hasta que le sirviesen camello asado. Un día entero sin probar bocado cambia el paladar más exigente.

    —Usted debe ser la sobrina de la vieja de la colina-le dijo la camarera al tiempo que le llenaba el plato de sopa.

    Amanda la miró, sin saber qué decir. No recordaba que llamasen así a su tía.

    —Se refiere a mi tía Irene, supongo.

    —Esa misma, si-convino la mujer, mirándola fijamente. ¿Y a qué ha venido? ¿Piensa quedarse?

    Estuvo a punto de contestarle que no era de su incumbencia pero lo pensó mejor. Tendría que hacerse a la idea de que vivir en un pueblo llevaba consigo una serie de servidumbres, y una de ellas era complacer, en cierta medida, la curiosidad de los vecinos, si quería tener una vida medianamente tranquila y sin problemas. Debía acostumbrarse a dar una de cal y otra de arena para que la dejasen en paz. Y dado que acababa de llegar, era obligado empezar con la de cal.

    —La verdad es que todavía no lo sé con seguridad. Pero el pueblo me gusta, es posible que me quede una temporada. Por cierto, ¿sabe usted si hay algún arquitecto por la zona?

    La mujer la miró, desconcertada, como si le hubiese preguntado por la cercanía de una agencia de viajes a Marte. Se encogió de hombros.

    —Yo de eso no sabría decirle. Pero quizá mi hermano Antonio, que es el alcalde y además tiene una empresa de construcción, le pueda ayudar.

    —Ah, pues muchas gracias. ¿Y en donde le puedo encontrar, a su hermano?

    —Dentro de media hora vendrá a tomar café. Se lo mandaré aquí sin falta-le anunció, como concediéndole un favor, mientras se retiraba con la sopera bien acomodada en sus robustos brazos.

    Cuando estaba tomando el café vio que se acercaba a su mesa un hombre que a la fuerza debía ser el hermano de la camarera, porque se parecían como un huevo de gallina a otro. La saludó con un cabeceo, como parece que era la costumbre en el pueblo y se sentó antes siquiera de que ella le invitase. Amanda miró sus manos, grandes y velludas, con unos dedos como morcillas. Vio con desagrado el enorme anillo que refulgía en uno de ellos. Todo en aquel tipo le resultaba desagradable y casposo, pero se esforzó por esbozar una sonrisa leve. Si algo había aprendido en su trabajo es que había que contemporizar con todo tipo de personas para tener éxito. No sabía exactamente qué hacer. Aquel hombre que se había sentado sin que nadie le invitase la seguía mirando desde la silla de enfrente y ella empezaba a sentirse incómoda. Se dio cuenta de que le salían pelos negros de las orejas y de la nariz y, asqueada, cambió su mirada hacia la taza de café.

    —Me ha dicho mi hermana que necesita usted un arquitecto. ¿Es que quiere tirar la casa de la vieja y levantar otra moderna en su lugar?

    —En realidad no-le contestó ella intentando disimular su repulsión. Solo quiero hacer algunas reformas pero preferiría hablar con un arquitecto que me aconseje.

    Al igual que se había sentado sin pedir permiso también encendió un puro sin encomendarse a Dios ni al diablo. Amanda tragó aire intentando contener su enfado y a la vez no respirar el humo asqueroso que se desprendía del cigarro. Su compañero de mesa hizo caso omiso del gesto, tanto como lo había hecho de la prohibición de fumar en la zona de comedor. Se notaba por su pose que era un hombre para el que no se habían hecho las normas. Conocía a unos cuantos de su calaña y nunca era fácil tratar con ellos. Pero ella no era de las que se amilanaban fácilmente y poco podría impresionarla un paleto gordiflón relleno de ínfulas.

    —Bueno, allá usted, aunque bien sabe Dios que lo mejor que podría hacer sería meterle una máquina a esa vieja casa y levantar otra en su

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