El magún
Por Larisa Cumin
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El magún - Larisa Cumin
Cumin, Larisa
El magún / Larisa Cumin. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Rosa Iceberg, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-48371-4-1
1. Narrativa Argentina. I. Título
CDD A863
Dirección editorial: Marina Yuszczuk
Diseño y maquetación: Matías Duarte
Foto de cubierta: archivo personal de la autora, Santa Fe, 1995
© Larisa Cumin
© 2022, Rosa Iceberg
Rosa Iceberg, Buenos Aires, Argentina
rosaicebergeditora@gmail.com
ISBN 978-987-48371-4-1
Conversión a formato digital: Libresque
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, sin permiso por escrito de la autora y/o editorial.
Larisa Cumin
El magún
A mi madre le alegraba contar historias, porque amaba el placer de narrar. Comenzaba a contar algo en la mesa dirigiéndose a uno de nosotros, y tanto si contaba algo de la familia de mi padre como de la suya, ponía mucha pasión y siempre era como si relatase aquella historia por vez primera a oyentes que no la conocían.
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Las historias (…) son portátiles, parte de un equipaje invisible que la gente lleva consigo cuando abandona su lugar de origen.
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Santa Clara, dijiste, y me señalaste en medio de la llanura esa lomada que se pronuncia antes del cruce. Pasamos el molino, la estancia sola, nada más nos frenaba la vista del horizonte. La ruta se estiraba hacia adelante, puro espejismo. Pasamos el canal, más lleno de cortaderas que de agua, y el túnel de álamos plateados. Que allá estaban todos y estaba todo: el patio, tu abuela, el desarmadero, las carneadas, la mandarina del fondo. Claudia y vos. Y que yo también estaba ahí con vos, con ustedes, chiquita. Desde que vos eras chiquita. Yo también chiquita y rulienta con vos. Viéndote trepar los árboles, tirarle los pelos a Claudia, esconder los zapatos para que no te mandaran a la escuela y haciendo volar autos en el gallinero. ¿Estás segura de que no estabas ahí?, me seguís preguntando. Todavía no puedo, mamá, decirte que no. Y por eso será que cada tanto volvemos manejando. Vos, o Claudia, o yo.
Pasamos los silos, la vía, el zanjón y entramos por atrás, por el camino de ripio. Es mejor agarrar la polvareda que arriesgarse a romper el chasis en la bajada descalzada de la ruta. Estacioné mal, frente a un ciprés que nunca nos taparía el trayecto del sol. Pero estábamos tan entretenidas, mirando el cartel que anunciaba las nuevas reformas, que ninguna de las tres se dio cuenta hasta que subimos al auto y todo ardía.
Crece tanto o más que el pueblo, el cementerio. Por eso, además de casas, tu viejo se la pasó levantando panteones y tumbas. Tienen muchas el mismo revestimiento que su casa, la que él hizo. No es de nadie ahora. Construida en un terreno que el hermano le vendió sin papeles, y que se acordó de reclamarle justo el día de su entierro. Cemento, ferrite y vidriecitos molidos. Verdes, marrones, amarillos. Paredes complicadas para arrastrar las manos o apoyarse.
Lo único que nos queda en ese pueblo tampoco está sobre la tierra y ya está ocupado. Agarraste la escalerita de madera y te trepaste, con un trapo que te pasó Claudia, a quitar un poco las telarañas. Limpiás los nichos, sacudís las flores de tela, y con el trapito mojado las restregás hasta quitar toda la tierra pegoteada en las nervaduras. Te emocionás, pero llorar, no llorás nunca. Te gustaría que tuvieran flores todos los días, flores vivas. Pero vos vivís porque te fuiste y volver a ese pueblo de muertos te endurece. Dejás un beso con tu mano a las fotos y, mientras sostengo la escalera o te mojo el trapo en el baldecito que antes era de pintura, hablás. Como si