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Mujeres pensantes
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Libro electrónico154 páginas2 horas

Mujeres pensantes

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«Plagados de referentes literarios, artísticos e historicistas, estos catorce cuentos parten desde la más insípida realidad, desde lo aparentemente trivial, y nos van sujetando a múltiples connotaciones a medida que la historia avanza hacia su desenlace; textos donde el absurdo juega un papel fundamental, al punto de llegar a deformarnos algunas situaciones, o de mostrarnos a través de lo risible esas carencias humanas que en realidad están más bien cercanas al llanto o a lo trágico.
Con estirpe de buen cuentista, Félix Sánchez nos entreteje estos relatos cercanos a la parodia y al sarcasmo; el humor y el tono jocoso de las anécdotas contrasta notablemente con los escenarios que sobrecogen y desgarran a estos individuos que parecen desconocer (o prefieren hacerse los desentendidos) el origen de todas sus desgracias.
Mujeres pensantes se transfigura en una metáfora del país, de las tantas y tantas irrealidades mágicas a las que está sometido el cubano en su diario hacer y deshacer.
Si bien algunos narradores gustan de decir que escribir es el arte de mentir, yo diría que para el autor de Mujeres pensantes escribir es decir toda la verdad posible, al punto de sufrir y padecer por sus propias creaciones, parábolas de una realidad cada vez más insulsa y pavorosa».
Heriberto Machado
Escritor cubano
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento15 dic 2016
ISBN9781524304263
Mujeres pensantes
Autor

Félix Sánchez Rodríguez

(Ceballos, Ciego de Ávila, 1955).Narrador y autor para niños. Licenciado en Ciencias Sociales, Máster en Cultura Latinoamericana y Doctor en Ciencias Pedagógicas. Ha laborado en varias instituciones culturales. Premio «UNEAC» de novela en 2004 por Zugzwang y Premio Internacional «Julio Cortázar» de cuento en 2010 con Los confines de la muerte. Premio de Narrativa «Guillermo Vidal» 2009 y 2012. Autor de las novelas Juegos de diciembre (Editorial Ácana, 2001), La estación perpetua (Editorial Ávila, 2004),Zugzwang (Ediciones UNIÓN, 2005), Tulio y los elefantes verdes (Editorial Oriente, 2009), y Las ruedas de la fortuna (Ediciones UNIÓN, 2011). Ha publicado, entre otros, los cuadernos de cuentos Bifurcaciones (Editorial Oriente, 1995), Memorias de la posguerra (Ediciones Ávila, 2002), Los huéspedes deben llegar temprano (Editorial Capiro, 2006), Detrás de las palabras (Ediciones Matanzas, 2012) y Figuras contra el viento (Ediciones UNIÓN, 2014). Ha participado en diversas antologías. Relatos, artículos y ensayos suyos se encuentran publicados en las revistas cubanas SIC, La Gaceta de Cuba, Videncia, El mar y la montaña, Umbral, Simiente, Zunzún, La Letra del Escriba, Matanzas y Del Caribe.

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    Mujeres pensantes - Félix Sánchez Rodríguez

    navidad"

    La sonrisa ajena

    Nos pusimos de acuerdo muy fácil en el horario y la tarifa. Le repetí lo que necesitaba de él. Anotó mi dirección y el teléfono. No tenía espacio libre para las ocho, pero podía estar a las nueve, luego de visitar a una señora dos calles más allá de mi casa, por Virtudes, en dirección al puerto. Me dijo que precisamente ayer había incorporado un par de chistes muy relajantes y un monólogo que le había cedido un colega. Quedamos que a las nueve, y efectivamente, un poco antes de esa hora sonó el timbre.

    Venía sin maquillar, con la peluca y la nariz roja en un bolso. También con una cara no muy alegre. No le había ido bien con la señora.

    ―Usted es un payaso, no un mago ―lo consolé.

    Le agradó mi solidaridad.

    ―Claro, pero hay gente que no sabe establecer las diferencias.

    Había puesto el bolso sobre la mesita, junto a las dos tazas de café que acababa de preparar esperándolo. Se dobló hacia arriba las mangas de la camisa.

    Su contrato iniciaba a las nueve y faltaban unos minutos. Comenzamos a hablar de la señora. Una vieja infeliz, con dos nietos que no le hacían ningún caso, pero a los cuales se dedicaba ella en cuerpo y alma porque su hija y su yerno estaban al tanto de todo a pesar de la distancia.

    ―En La Habana…

    ―No, no. Un poco más lejos.

    ―¿En México?

    ―Mucho más. En Noruega.

    Par de viejos amigos míos vivían en Noruega, se quejaban mucho del frío, del idioma, de la comida, pero no pensaban en regresar.

    ―Unos vikingos modernos, con telefonía celular.

    Se rio.

    ―Qué buen material para un chiste. Déjeme anotarlo. Déjeme anotarlo.

    Sacó una libretica y escribió en ella. Lo retocó. Me lo leyó.

    ―Unos vikingos miserables o bromistas. La vieja espera el primer envío de Oslo y lo que le llega es un casco con par de tarros, como se ve en las películas. ¿Qué le parece? Dígame sinceramente qué le parece.

    Le dije, claro está, que me parecía bien. Si él iba a dramatizarlo podía ponerle a cada cuerno una bola roja, parecida a esa que acababa de colocarse en la nariz.

    ―Muy bien. Me gusta esa idea de las bolas rojas.

    Anotó lo de las bolas rojas. Probó por fin el café. Me dijo que estaba bien así, que no se había enfriado. El café muy caliente o muy fuerte le caía mal.

    ―¿Usted nunca ha oído el chiste del café?

    Moví la cabeza muy indefinidamente. Pero el consideró que le decía que no.

    ―Es muy bueno. Se lo hice también a la señora, pero nada, su humor pedía otras cosas. Lo terminé y me dijo que siguiera, que no lo dejara a medias. Lo repetí y nada. No entendía nada. Volvió a decirme que siguiera. ¿Usted me entiende?

    Le dije que sí, que lo entendía, a él y al chiste.

    ―¿De verdad que lo entiende? Usted es especial. Hay gente que no sabe nada de clímax, de esas cosas de la dramaturgia. Es horrible.

    ―Fui actor. Quizás por eso…

    ―¿No?

    Cambió algo su ánimo. Se sentía mucho mejor al saber que estábamos entre colegas. Eso crea, me dijo, un sentido de grupo y cierto entusiasmo para luchar contra el mundo.

    Faltaban solo doce minutos para las nueve y media. Aceptó esperar que fueran las nueve y media para empezar. Hasta las once y media, dos horas exactas.

    ―Es la primera vez que un actor me solicita. Si uno es actor y puede ponerse en la piel de otra persona creo que no lo requeriría. Digamos que te urge el dinero. Fácil, decides hacerte conde, ministro o general. Tomas una capa y un buen sombrero y haces sonar una campanilla y ya.

    Tal vez podía tener razón. Pero solo uno mismo se entiende algo. Antes de llamarlo había probado, le conté.

    ―Hice de un banquero suizo que viaja por el Mediterráneo, pero no me sentí mejor. Probé con Jack Nicholson, una historia donde él se pasa el día en la piscina de su mansión, nadando y bebiendo, con una hermosa rubia sobre las piernas. Fue peor, créame. Me dio entonces por llorar.

    ―A veces uno necesita llorar.

    Era una conclusión muy extraña. Todos ellos debían suponer que lo que uno necesita siempre es la sonrisa. De ahí se pasa a la risa y se remata con una buena carcajada.

    Me pidió algunos datos y los anotó en su libreta. Lo vi meditando, sin levantar la vista. No sé por qué se había colocado la nariz roja antes que cualquier otra cosa. El reloj, mientras tanto, nos acercaba a la hora de su comienzo.

    ―¿Quiere piruetas?

    Podían ser espectaculares, de esas que ocupan toda una pista, o de salón. Pero aún las de salón requerían determinado espacio libre.

    ―Tengo seis chistes que están combinados con piruetas.

    ―¿Buenos chistes?

    ―Buenos.

    ―¿Y no puede contarlos sentado, sin las piruetas?

    Me dijo que lo intentaría. Ya había uno bastante acabado, el que le había ofrecido a la señora.

    ―Al menos ese.

    Se empezó a poner el pantalón abombachado. Fui a la cocina y traje más café.

    Había sacado varias cosas más del bolso.

    ―Sabe seguro que al inicio solo existía el clown. Así de simple. Pero en 1870 apareció el augusto, con su nariz roja, loco y grotesco. Y a este siguió el contraaugusto.

    Me pareció todo muy interesante.

    ―¿Por qué no hace uno de ellos?

    ―¿Yo?

    ―Claro. Usted es actor. La señora habría sido un desastre. Pero usted conoce de la escena. Dígame.

    Me explicó que el contraaugusto es un payaso torpe, olvidadizo. No hay acción suya que no termine en un desastre.

    ―¿Fue ese el que le ofreció a la señora?

    ―No, qué va. Uno bueno, incluso con zancos.

    Los zancos, se dio ahora cuenta, se le habían quedado. Los nietos de la vieja estarían jugando con ellos. Pasaría por la mañana a recogerlos.

    Le dije que lo pensaría. Sonó el teléfono. Pasé a la cocina porque podía ser algo muy personal, alguna invitación de Mayra o una disculpa apasionada de Niurka que se sentía la causa de mis últimos días de depresión, de desencanto, al extremo de haberle comentado que si no mejoraba en las próximas veinticuatro horas apelaría a algún payaso, uno de esos que llaman terapéuticos.

    No reconocí la voz, era la primera vez que la escuchaba. Además, quien me llamaba parecía indeciso o asustado, por eso hablaba tan bajo. Parecía la voz de un niño.

    Le dije que sí, que era yo, el del apartamento 218.

    ―¿Ya llegó él?

    Se pasaron el teléfono. Era ahora una voz de mujer.

    ―¿Quién?

    ―¿El payaso?

    Le dije que sí, pero enseguida salté para la pregunta obligada, cómo era posible que ella supiera de mi contrato.

    ―Estuvo aquí antes. Yo soy la señora de la que seguro le ha hablado.

    Tapé el micrófono y le grité a él que saldría enseguida, que aún pensaba en su propuesta. Asomé la cabeza discretamente y lo vi vistiéndose.

    ―¿Le propuso ya hacer dúo?

    Me dio por reír.

    ―Me lo propuso también. Y cuando me vestía aprovechó para golpearme en la cabeza y llevarse todas las tazas. Los niños no pudieron impedirlo.

    ―¿Las tazas?

    ―Sí, las del café. ¿Ya usted le sirvió café? No cometa ese error. No vaya a cometer ese error.

    Había empezado a volverme pero no lo logré a tiempo.

    Cuando desperté había desaparecido. Pero estaban las dos tazas de café vacías sobre la mesa, y al lado de ellas su bolso con mi vestuario de contraaugusto. No faltaba nada en la casa. Abrí el refrigerador y saqué una tártara de hielo. Me puse una bolsa de agua fría en la cabeza. Luego me vestí, terminé de pintarme alrededor de los ojos y la boca, me coloqué el cuello de encaje, y ya sintiéndome mucho mejor, me tiré en el sofá.

    Mundos

    Jardín. Un mundo para Julius. ¿Un mundo para nosotros? Hay libros cerrados, a los que no les cabría una oración o una página más, son libros a tope, pero no es el caso ni de Jardín ni de Un mundo para Julius. Dos buenas novelas. Me encanta sobre todo esa novela de Bryce Echenique. Como se trata de un mundo, no de una casa o un castillo, sino de todo un mundo, el escritor pudo añadirle dos o tres capítulos, o cuatro, o diez.

    Qué sabías tú del mundo, pequeño Julius.

    Por suerte para María del Carmen, tras cinco o seis párrafos de acusaciones, y antes de subirse Julius a la carroza del abuelo, pura aristocracia limeña, yo, ironías aparte, he accedido a oírle, a tomar como serias sus agresiones. Una especialidad de ella, la estocada con sujeto, predicado y sus complementos indirectos, que contemplan, visibles o escondidos, días, meses y años de andar los dos pendiente abajo. Una pendiente por la cual, vale decirlo, no vamos solos como cree María del Carmen, sino muy bien, masivamente acompañados.

    ―¿Por qué cierras los ojos? Solo nosotros, sin cisterna, pasamos este trabajo diario con el agua...

    ―Pero ninguno de ellos dice de memoria un pedazo de Julio César de Shakespeare. "Caesar was..."

    ―Vivimos en la única casa de esta cuadra con el portal a oscuras. Demos gracias a los ladrones que todavía…

    ―Y en la única, María del Carmen, acéptalo, donde hay una edición de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha con ilustraciones de Durero.

    ―Ya saqué la cuenta. No es mucho. Con cuatro metros de malla peerle podríamos cercar el jardín.

    ―¿El jardín de las flores silvestres o El jardín de senderos que se bifurcan? Ah, ya sé, no me lo digas, María del Carmen, ese famoso Jardín habanero, precioso, en el Vedado, el de la Loynaz.

    Luego de este enconado y literario boxeo lingüístico (solo le he ofrecido al lector un extracto, una muestra representativa), que va subiendo de tono, yo salgo sin dar ningún portazo, defraudando a los vecinos mirones, y voy ―son solo tres cuadras, unos cuatrocientos metros sin portales― y toco a la puerta de Esteban.

    Siempre se me olvida el timbre, y toco y toco hasta que Esteban me suelta un grito desde el fondo, desde su estudio fotográfico, y se encamina por el pasillo creyendo que se trata de un cliente malcriado. De esos que porque le van a ofrecer el doble por la foto que necesitan para dentro de un par de horas piensan que pueden darse el gusto de humillarlo.

    Hay quince o veinte fotos colgando de la tendedera. Muchachas de quince semidesnudas y coquetas, una muy sobrecogedora de un velorio, una ampliación de una boda entre dos viejos macilentos del asilo. Las miro antes de sentarme, como para tomar aire, esperar que Esteban me diga que su hermana, en esta discusión de hoy, tiene su buena parte de razón.

    ―Mi hermana tiene una buena parte de razón.

    ―No más del 49%, como las empresas

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