Historia del Pillo: Anti Romance a la cubana
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La Escritora, el Salvavidas, el Médico y el Pillo, cabecilla y alma del grupo, recorren en su búsqueda de la felicidad, sitios tan entrañables como la Playita de 16, el Parque Gandhi, Don Cangrejo, la 5ta avenida, el Submarino Amarillo, el Acuario Nacional... Vivencias compartidas a golpe de guitarra, brindis, conflictos familiares, aciertos o desaciertos.
En medio de un huracán, se gesta un final inesperado, infaltable toque de magia en esta isla donde lo real y lo maravilloso se funden en una sola melodía. No podía ser de otro modo: la intención de esta obra es el disfrute del lector. La vida es bella, depende del ángulo con que se mire… Todos podemos aspirar al Metaparaíso o ganar las bendiciones de la Trinidad Suprema.
Azares, aventuras y desventuras que cierran con un poema, Oda a nuestra generación. Coda que se transforma en aullido de una habanera, homenaje a la poesía de Allen Ginsberg.
Marié Rojas Tamayo
Marié Rojas Tamayo (La Habana, 23 de mayo de 1963). Licenciada en Economía del Comercio Exterior por la Universidad de la Habana en 1985, es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Graduada de inglés y francés. Autora especialmente lúcida y prolífica. Su obra ha obtenido más de sesenta reconocimientos internacionales en países como España, Venezuela, Argentina, Brasil, Costa Rica, Uruguay, Colombia y Dinamarca. Y, por supuesto, en Cuba también. Publicada en más de sesenta antologías. Ha colaborado, sido asesora o corresponsal de publicaciones periódicas, conducido talleres literarios y dirigido la revista Dos islas, dos mares. Cuba-Mallorca. Miembro de la Red Mundial de Escritores en Español, REMES.
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Historia del Pillo - Marié Rojas Tamayo
Historia del Pillo
Anti Romance a la cubana
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Derechos reservados © 2018, respecto a la primera edición en español, por:
© Marié Rojas Tamayo
© Editorial Guantanamera
ISBN: 9788417283414
ISBN eBook: 9788417283278
Ilustración de cubierta: Julián Alpízar Blanca
Producción editorial: Lantia Publishing S.L.
Plaza de la Magdalena, 9, Planta 3, 41001, Sevilla
www.lantia.com
IMPRESO EN ESPAÑA-PRINTED IN SPAIN
A mis amigos Mario Quiroga, Julio Pino, René Fernández de Lara, Andy Leiva y Raúl Aguiar, que han dejado sus huellas en esta historia.
A Javier Galán, Lester Falcón, Nelson Pérez, Damián Leal, Pedro Luis Azcuy, a las guitarras Bernice, Alicia y Verónica, a los miembros de Ariete y de Luces Verdes.
A Sarah y Ray, por cada segundo transcurrido desde que llegaron a mi vida.
A la editorial Lantia, colección Guantanamera, por ofrecer una ventana al mundo.
A Massiel Rubio Hernández, por su excelente trabajo de edición.
A los afortunados que logran pasar las puertas del Metaparaíso.
Lázaro, engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres.
No comí ―dije yo― mas ¿por qué sospecháis eso?
Respondió el sagacísimo ciego:
¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres?
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Cuatro figuras hicieron entrada a las sombras del Yellow Submarine, club que late desde la tarde hasta el amanecer en el corazón del Vedado, barrio habanero que otrora cobijó a la crema y nata de la alta sociedad cubana, ahora lleno de cafeterías particulares, embajadas, firmas extranjeras y casas de alquiler en divisas. La voz de Bill Withers, desde los altavoces, aseguraba que cuando no quedaba nada, se podía confiar en los amigos. La melodía fue interpretada como una señal: We all need somebody to lean on¹, era la ley de este cuarteto.
La única mujer saludó a uno de los camareros y le dijo que iban a ocupar la mesa de los viernes. Fueron llevados a una mesita redonda, cerca del escenario, que ostentaba un rostro sonriente de George Harrison. En la pared a su derecha, los cuatro Beatles en versión animada sonreían al lado del buque sumergible de coloración solar. En una pantalla ubicada en la esquina, podía disfrutarse de una sucesión sin pausas de videoclips de la llamada Época Dorada del Rock, al cálido Withers había seguido una escalera al cielo, edificada por la voz de Robert Plant. En el escenario al frente, un grupo de jóvenes montaba los instrumentos y conversaba en voz baja.
―¿Cómo se llama el grupo que nos trajiste a ver hoy? ―susurró una de las voces.
―Luces Verdes, hacen unos covers geniales, los conocí porque dos de ellos escriben ―respondió la voz femenina―. La muchacha es especial.
―¿Está buena, asere? ―preguntó otra voz, en tono audible.
―Compadre, no seas bruto, quiso decir que era tremenda cantante. Habla bajito, que a todas estas nos van a escuchar ―lo regañó la primera voz―. No creo que le caigamos bien a los camareros, encima de que no damos propina, pedimos el trago más barato y venimos en la matinée para no pagar entrada…, tener que oír esos números tuyos, no es fácil.
―Bueno, bueno…, pero después nos vamos al parque Lennon a descargar un rato. Traje la guitarra, nos compramos una botellita de vodka, litro y medio de refresco de cola y a morirse hasta que llegue la noche y nos halen para las respectivas casas, ¿no?
―Aprobado por unanimidad ―dijo la voz femenina.
―Y de paso les cuento algo importantísimo ―dijo una cuarta voz, cuyo timbre ronco delataba a un fumador empedernido. ―Luego de unos segundos de silencio, continuó―: Creo que mi mujer se huele que ando en algo. Y no me refiero a estas descarguitas entre socios que, aunque no me perdona, me las aguanta. Sino a lo otro, lo que ustedes saben, lo que no puede ser comentado fuera del círculo... Esta tarde, antes de salir, me acompañó hasta la puerta y me echó «la mirada asesina».
Esta última frase fue dicha con el tono del bucanero que recibe «la marca negra» y se sabe condenado, fue seguida de una pausa respetuosa.
―No puede ser ―rompió el silencio la voz femenina en tono casi inaudible―. ¿La mirada asesina, otra vez?
―¿No estarás paranoico, brother? ―sonó preocupado el que hablaba en susurros.
―No me equivoco, soy experto en eso. Dejen que les cuente…
―¡Déjate! ¡Vade retro, que nos vas a amargar con tu descarga sentimental! ―lo interrumpió el que no sabía susurrar―. Asere, ¿no pudiste ser menos evidente al meter la pata? Con razón te llamas experto. Lo eres, ¡en que todo lo que haces se vire al revés! Nada, nos cuentas otro día.
―Después de todo, si es cierto, te va a sobrar tiempo. Además, hoy es mi no cumpleaños. La editorial Guantanamera me acaba de aprobar otro libro y hay que celebrarlo ―dijo la voz femenina.
―¡Coño, felicidades, sister! ―exclamó ya se sabe quién, seguido de un murmullo de aprobación entre los miembros de la mesa y un cuchicheo de protesta del resto de los ocupantes del Submarino.
―Sio, compadre ―habló el susurrante―. Dale, vamos a pedir cuatro cubalibres para brindar. Esta es mi noche libre, ayer tuve que doblar el turno en el cuerpo de guardia, de verdad que no estamos para escuchar dramas. Yo vine a despejar, a escuchar a Luces Verdes y a emborracharme con mi socio Lennon, antes de coger para la glorieta me voy a sentar a su lado en el parque y a tirarme un selfie. ¿Se acuerdan de cuando estaban prohibidos los Beatles, y el pelo largo, los jeans apretados, la música extranjera, el rock, hablar inglés…? Pues estamos en la era del desquite, no importa el tiempo transcurrido, ni que digan que no fue cierto. Tenemos la misión de terminar la historia con mejores letras, si no nos creen ni los hijos cuando se lo contamos. Para el caso, no les interesa.
―Tampoco les interesan mis dramas personales ―se quejó la voz ronca.
―Hagan silencio, van a empezar a tocar. Verán cómo la música borra las penas ―habló la mujer.
―¡Y la jeba está buenísima! ―concluyó el escandaloso del cuarteto.
Nadie le escuchó, la introducción de Back in the U.S.S.R. atronaba el pequeño recinto, los aplausos acallaban cualquier palabra que no fuera dicha o cantada por el micrófono, y la adrenalina se ocupaba de llenar los espacios en blanco.
1 «Todos necesitamos alguien en quien apoyarnos». Bill Withers, Lean on me, 1972
Fuga bien temperada
El teclado bien temperado, o preludios y fugas en todos los tonos y semitonos (…), están compuestos para la práctica y el provecho de los jóvenes músicos deseosos de aprender y para el entretenimiento de aquellos que ya conocen este arte.²
Johann Sebastian Bach
―Me botó la número cuatro, pero seguro ya te enteraste, porque mis malas noticias tienen alas en los pies ―dijo el Pillo a su madre, con catadura de condenado a muerte, en cuanto le abrió la puerta de la casa natal.
―Claro que me enteré, ¿qué esperabas? Te lo dije desde que me la presentaste, mucho antes de que firmaras esa condenada acta matrimonial ―respondió la madre, ajustándose el cinto del vestido, derrochando una furia que le hubieran envidiado las Erinias―. La última vez que te divorciaste, te di un ultimátum: ¡Aquí somos demasiados, no puedes regresar con las maletas cada vez que se te antoje! ¿Es que no puedes dejarte los pantalones puestos cuando sales de casa?
―Oye, que no fue mi culpa esta vez. Quiero decir, no del todo… Anda, mamá, déjame quedarme unos días. ―Le mostró un maletín de mano y señaló con la nariz hacia el carro parqueado en la acera―. Mira que te puedo ayudar con el transporte, te llevo a tus turnos médicos, al agromercado a buscar tus vegetales y condimentos deliciosos. No pesarán mucho, pero si hay papas, o te antojas de yucas para esas fuentes con mojito por encima que nos derriten la boca solo con olerlas, esos plátanos machos gigantes para los tostones…
―No me vas a ablandar alabando mi cocina. Al agro voy caminando, así hago ejercicios. Las jabas me las estoy echando al hombro desde que nací y para el policlínico o el hospital, más me vale pagar un taxi. ―La madre no parecía mostrar el más signo de piedad, a pesar de que el Pillo estaba comenzando a esbozar un puchero, nada adecuado para su edad―. Y te aclaré que no le compraras casa a la cuatro, te lo dije: «A esta no la instales, mantente alquilado por un tiempo, por el resto de tu vida si quieres». Pero tú cada vez que te acuestas con una, te crees que estás enamorado y no oyes advertencias. Te da por la generosidad, por creerte que firmaste el «felices para siempre». De más está decir que te arrepientes en cuanto se te pasa la cosquilla del comienzo, pero ya firmaste. Como si fuera poco, compraste casa y dejaste un hijo por medio, con todo lo que implica.
―Mamá, estaba intentando fundar un hogar…
―¡Un hogar se funda debajo de una mata de plátano, no hay que comprar apartamentos! Ay, Santa Bárbara. ―Alzó los brazos al cielo―. Y con lo caros que están. Esa fue mi segunda advertencia, pero para ti soy como la santa, nada más me recuerdas cuando truena. Pues, ¿sabes qué?
―¿Qué? ―Sus ojos negros se agrandaron, puso una expresión que recordaba al gatico con botas de la película Shrek.
―Que hoy te coge la lluvia afuera. Aquí no entras, que si te dejo pasar, ¡te quedas! Tú te deberías llamar Cabeciduro en vez de Mario Lázaro… ¡Y cómo te gusta que te digan «El Pillo»! Mejor te quedaría «El Comebolas», ¡eso es lo que eres!
―Pero, mamá, lo pasado no tiene remedio. ―El Pillo bajó la cabeza, contrito. La presencia de su madre y esos regaños solían devolverlo a su lejana infancia―. Dale, mamita, no me digas esas cosas que me hieres…
―Mamita, nada. Bien sabes que las mujeres, una vez que se creen dueñas de casa, no aguantan tarros. Mientras andabas en saliditas con los amigos y llegabas tarde al lugarcito alquilado, podías hacerte el loco, pero como siempre, te da por la cana al aire justo cuando la haces propietaria, y lo haces de modo tal que el mundo se entera. ¡La vecina de al lado tenía que ser! ¡A un metro escaso de distancia de tu puerta, no una calle por medio, o un kilómetro más allá! ―Tomó aliento para seguir, se llevó una mano a la frente y se abanicó con la otra―. ¡Me va a subir la presión, ay, los hijos, los hijos! De esta me da una isquemia y paso para el otro lado.
―Mami, ¿te sientes mal de verdad o es para asustarme? ―El Pillo palideció, pero ante la recuperación instantánea de su madre, quien levantó un índice amenazador apuntando a su frente, volvió a bajar la cabeza.
―Como si fuera poco, te hago una tercera recomendación: No te apures en tener otro hijo. Olvídate del tema si ella lo pide, dale largas que tienes bastantes para terminar de criar, deja que pase el tiempo y sea una cosa segura. O no los tengas, no será la primera ni la última que se queda con ganas. Y allá vas, directo a preñarla antes del año de casado, porque tienes manía de semental, como si coleccionar hijos te hiciera más hombre. Justo con un bebé en brazos, cuando las hormonas andan volando por todas partes, ¡le pones los tarros con la vecina, so idiota! ―No fue el índice, sino la mano entera, la que cayó sobre su coronilla―. Solo espero ver ese certificado de divorcio bien pronto, a ver qué te dejó la muy bicha luego de todo esto, con las espuelas que tiene… A mí nunca me engañó. Si a la larga el cuerno se lo tenía merecido, pero ¡no con la de al lado!
―No voy a reclamar nada más que mi carrito, soy un caballero, y no hables mal de ella, estoy consciente de que la culpa esta vez fue mía ―Se sobó la cabeza―. Oye, pasarán los años, que la pegada no la pierdes.
―Te la buscaste. ―La madre esbozó una sonrisa que duró dos segundos―. Y la culpa ha sido tuya todas las veces, no te hagas ahora el dolido. Da igual, esta noche estoy llamando al abogado de siempre, para que, por lo menos, te ajuste una pensión mínima, ya que te quedas de nuevo en cero. Y con una banda de vejigos a cuestas. Vamos a ver a qué otra cometrapo vuelves a embaucar, si con ese lastre no te va a recoger ni la muerte cuando llegue tu hora.
―Solavaya, Alicia, que soy tu hijo, y esa banda son tus nietos, no les digas lastre, ni vejigos como nos decía abuela Matilde, que en gloria esté… Pase lo que pase, soy buen padre ―dijo el Pillo.
―No fueran tantos nietos si me hubieras hecho caso, y que conste que los quiero, si no me dejas otro remedio, so aura tiñosa. Buen padre tienes que