Caminos a Oniria
Por Vanessa López
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Once historias que ilustran la fina línea que separa la luz de la oscuridad, el punto de mira que diferencia la bondad de la maldad, el instante en que tu propia sombra se hace tu dueña. Sin duda no te dejaran indiferente.
Caminos a Oniria son once relatos sobre las fronteras de la condición humana. Una científica en el límite de la ética, un padre desesperado, un enamorado cobarde, un nieto entrometido, una venganza mal calculada, un genio maltratado o un abuelo silente son ejemplos de la fragilidad de la línea que separa lo deseable, lo bueno, lo bello, de sus contrarios.
Once historias sobre la importancia de comprender que cada perspectiva hace de la misma historia, mil.
Vanessa López
Vanessa López (Barcelona, 1977). Se crió en L'Hospitalet de Llobregat. Se licenció en Sociología en la Universidad de Barcelona y trabajó diecisiete años en una consultora de comunicación para la que cubrió diferentes puestos, hasta que la maternidad le llevó a cambiar de estilo de vida. Desde que aprendió a leer, la literatura siempre ha sido su refugio. Ha leído y creado historias desde que tiene consciencia de su memoria, así que no puede concretar cuándo empezó a escribir. Actualmente, además de escribir relatos en diferentes plataformas, lleva un círculo literario en Cubelles, donde reside, y colabora en un programa de la radio local, desde donde transmite su pasión por la literatura. Para ella escribir es un fin en sí mismo, una necesidad básica, como beber agua cuando se tiene sed. Que la estés leyendo hoy es para ella un reconocimiento, un regalo, una recompensa. Y lo que sientas mientras lees, y después, es el premio más prestigioso que jamás puedarecoger.
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Caminos a Oniria - Vanessa López
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.
Caminos a Oniria
Primera edición: abril 2018
ISBN: 9788417335915
ISBN eBook: 9788417382636
© del texto:
Vanessa López
© de esta edición:
, 2018
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Antes de empezar, quiero dedicar un momento a dar las gracias, un gesto tan importante como en desuso.
Quiero dar las gracias a mi amor Óscar, por existir, básicamente. Y por apoyarme incansable e incondicionalmente en todo lo que hago, especialmente en esto de escribir.
Gracias a Ona y a Eloi, mis hijos, por ofrecerme un espejo sabio donde mirar mi luz y mi sombra, por ser mis maestros. Gracias, hijos, por quererme así como soy, entera.
Gracias a Brenda, mi sobrina, por estar a mi lado en todas, con lluvia o con sol. Siempre. Gracias por ser y estar a mi lado y ser tanto.
Gracias a Cris, mi Anam Cara, por permanecer SIEI.
Y gracias a mi club de primeras lectoras: Anabel, Marta y Ana, por su amistad, su tiempo y su paciencia. Porque me han ofrecido y me ofrecen el soporte y la fuerza que todo escritor necesita para seguir adelante. Gracias.
No toques
Me llamo David Salmerón García y soy deficiente mental moderado. Mi coeficiente intelectual es de cuarenta y dos, porque por algún misterioso motivo puedo pensar con notable coherencia y hablo conmigo mismo utilizando un lenguaje rico y extenso, pero soy incapaz de comunicarme con los demás mediante lenguaje oral o escrito. Es decir, escucho, proceso y siento perfectamente, aunque los demás me hablen y traten como si no fuera capaz de hacerlo.
Es cierto que mi desarrollo motor es algo deficiente, y como no puedo hablar correctamente, ni comunicarme, doy lugar a ese razonamiento. Pero la verdad es que muchas personas de mi alrededor, que se creen superiores a mí y a muchos más, son auténticos idiotas. Ellos, no yo.
Crecí en una familia adinerada, en un pueblo del norte de Portugal. Vivía en una mansión muy lujosa con mi madre y mis tres tías, una de ellas con título nobiliario incluso. Yo fui fruto de un escarceo amoroso sin ninguna transcendencia para mi padre, casado, y encima nací tonto, así que me ocultaron al mundo desde el día que nací.
La villa era de ensueño, y el servicio escaso, pero de total confianza: se les pagaba muy bien y a cambio debían guardar los secretos que escondían las verjas de la mansión (básicamente yo). De facto, ellos fueron realmente mi familia, porque ellos fueron los únicos que me dieron amor y dedicación más allá de su obligación laboral. Sobre todo Andrés, el mayordomo. Para todos, él me enseñó a contar, los colores y las partes del cuerpo, entre otras chiquilladas; pero en realidad me enseñó a ser la persona que soy, me trató siempre como un igual y, ante todo, me empujó a ir más allá de los límites que se me imponían por mi condición de retrasado mental.
Recuerdo perfectamente la primera vez que oí la melodía del gran piano del salón de verano. Aquel sonido me embriagó absolutamente y me transportó hasta su origen. Mi tía Vera estaba tocando mazurcas de Chopin, y, aunque algunas notas me chirriaron los oídos, me quedé completamente absorto con aquel aparato maravilloso. Recuerdo que fue la primera vez que quise tocarlo, pero recibí un tremendo manotazo por parte de mi tía, acompañado de un «niño, no toques», que se repetiría una y otra vez durante meses.
Mi tía dio orden al servicio de que yo no tocara su piano bajo ningún concepto, seguro que lo estropearía con mis manazas de niño tonto, lo desafinaría seguro con mi torpeza de bruto, así que no podía tocarlo nunca.
Me obsesioné con él. Mi único objetivo durante el día, y después también durante la noche, era llegar hasta el piano y tocarlo.
Llegaron a encerrarme bajo llave.
Aquello casi acaba de verdad con mi integridad mental. Me sentía enloquecer, hasta que un día Andrés, aprovechando nuestra soledad, me sacó de mi cautiverio y me llevó hasta el piano. Me dijo que tocara. Que me dejara llevar por lo que fuera que estaba sintiendo. Y toqué. Toqué la Sonata para piano en sí menor, de Liszt; Luz de luna, de Bethoven; Polonesa heroica, de Chopin, un Preludio de Rachmaninof; y Claro de luna, de Debussy.
Andrés lloraba de emoción. Decía que lo sabía, que sabía que yo era especial, que siempre lo había sabido. Tocaba a los virtuosos del piano solo de oído. Hizo mi maleta y la suya todo lo rápido que le permitió su estado de nervios, y me cogió de la mano para sacarme de aquella casa donde yo no era más que un mueble feo que había que esconder a los invitados, como poco. Yo estaba entusiasmado, feliz por su promesa de llevarme al conservatorio a que me escucharan los entendidos, pero sobre todo porque me iba a sacar de aquella casa-prisión. Salimos casi corriendo por la puerta de atrás, y al girar la esquina: mi madre y mis tías volviendo de misa. Nos pillaron in fraganti.
Andrés fue despedido fulminantemente, y amenazado con el despido de su esposa Ana y sus dos hijas Claudia y Sara, si contaba a alguien que yo existía y esa inverosímil historia del piano. Yo volví a mi encierro hasta que, años después, me quedé completamente solo, abandonado a mi suerte en aquella fría habitación del ala sur. Nadie sabía de mi existencia: mi madre y mis tías habían muerto sin ocuparse de lo que le pasaría al niño deficiente, y el servicio había sido despedido por crisis económica hacía años. Al tercer día sin agua ni comida derribé la puerta, llegué hasta la cocina y bebí. Tenía provisiones para uno o dos días, y agua hasta que la cortaran.
No aguantaría mucho. Pero no me importaba, porque iba a morir tocando.
Toqué y toqué, día y noche. Hasta que llegó Andrés no me había levantado de la banqueta ni para hacer mis necesidades. Pero a pesar de mis pésimas condiciones él me abrazó, llorando, y me dijo que había llegado mi hora. Que por fin cumpliría su promesa de sacarme de allí.
Hoy me consideran un virtuoso del piano. Comparable a Liszt, dicen. A mí me da igual lo que digan, solo me importan tres cosas: tocar el piano, Andrés, y no volver jamás a la mansión donde nací, la que iba a ser mi tumba y que hoy me pertenece. Ni yo ni nadie pisará nunca más aquella odiosa prisión, hasta que se caiga a pedazos fruto del abandono y el olvido al que me habían destinado.
Así sea.
Tainus
Sus ojos empezaron un leve parpadeo. Lentamente ladeó la cabeza hacia un costado. Le costaba mucho. Su cuerpo pesaba. Intentaba hablar. Se oía a sí misma emitir una especie de gruñido ronco en lugar de su voz. Con un esfuerzo titánico consiguió abrir los ojos. La luz le hería las retinas. Los entrecerró de nuevo. Un hospital. Estaba en un hospital. De pronto recordó. Habían tenido un accidente de coche. Necesitaba saber cómo estaban sus hijos. Intentaba incorporarse, pero no podía tirar de su cuerpo: sentía como si la gravedad hubiera sido duplicada. Estaba mareada. Buscaba un timbre para avisar a alguien de que había despertado. Se preguntaba por qué estaba sola. Emilio. Se angustiaba por momentos. Necesitaba que alguien le dijera cómo estaba su familia.
Al cabo de unos minutos, que le parecieron horas, entró en la habitación un chico con guantes y una fregona. Iba a limpiarle la habitación. Quería decirle que estaba consciente, quería pedirle que avisara a alguien, que la ayudara. Él estaba enfrascado en seguir el ritmo que salía de sus auriculares. Ella se ahogaba. Su corazón se aceleraba por segundos. Ayuda, imploró.
Por fin entraron a la habitación un grupo de personas con bata. Debió alertarles la máquina que controlaba su corazón. Alguien increpó al chico bailarín que friega hospitales, le recriminaban su falta de ética.
—Hola Sofía, bienvenida. Dime, ¿cómo te encuentras? —Un hombre de unos sesenta años, de pelo cano, ojos de miel y aroma a madera de sándalo y limón, le hablaba con voz dulce y sonrisa serena.
—Mmm... mi fammmm... mi familia. —Su voz sonaba sorda, como rasgada a cuchilla.
—Sofía, querida, has tenido mucha suerte. Tuvisteis un accidente muy grave. Has estado inconsciente once días. Eres una mujer