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La última gran dinastía americana
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Libro electrónico239 páginas3 horas

La última gran dinastía americana

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Información de este libro electrónico

Lenny es un joven gay afroamericano nacido y criado en la ciudad de Los Ángeles, en el seno de una familia desestructurada, que de repente se ve obligado a usar su coche como vivienda. Con su trabajo de enfermero como única tabla de salvación y después de un breve tiempo de búsqueda, Lenny descubre un parking lot seguro donde pernoctar. Desde ese momento, el L.A. Parking Lot se convierte en su refugio. Allí conocerá a una interesante pléyade de personajes que, como él y por diferentes razones, también se han visto forzados a vivir en sus vehículos.
En el marco de una sociedad asediada por la exposición a la pobreza sistemática, Lenny va relatando aspectos de su presente y descubriendo detalles de su pasado, mientras a su alrededor la vida va tejiendo los mimbres de su destino.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 nov 2023
ISBN9788411816632
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    La última gran dinastía americana - José Giménez

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © José Giménez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño Cubierta: José Manuel Giménez

    Esta novela no contiene trazas de inteligencia artificial

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-663-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mis padres, a mis héroes caídos y

    a los amigos que han cruzado la laguna,

    Juanje, Pablo y Sergi.

    .

    Natural de Yecla (Murcia), donde vivió hasta los diecisiete años para después mudarse a Valencia, ciudad donde cursó sus estudios de Diseño e Ilustración. José (Manuel) Giménez lleva prácticamente toda su vida desarrollando actividades creativas relacionadas con diferentes disciplinas artísticas. Bien sea dentro del mundo de las artes plásticas como pintor, ilustrador, diseñador gráfico o fotógrafo. Además, José Giménez posee una clara vocación por la música y la letra escrita, por lo que hace algunos años se atrevió a autoeditar un poemario donde recopiló los poemas escritos durante un lustro de trabajo poético. Después llegaría la edición de su trabajo como compositor y letrista, bajo el nombre artístico de Manuel Veleta, con el que publicó tres álbumes musicales amén de otras interesantes colaboraciones como cantante o letrista. Ahora, y tras la publicación de su primera novela Brumas sobre el volcán. Siete historias para ocho islas, obra seleccionada como finalista en la sección de relatos en la segunda edición de los premios que otorga la editorial Letrame; José Giménez nos entrega su segunda novela La última gran dinastía americana, esperando que su impulso creativo y su pasión por escribir continúe en el tiempo.

    «En la literatura encuentro el mejor modo de abordar la realidad y sus matices, así como el vehículo perfecto para compartir mi creatividad, expresando a su vez mi compromiso con la vida y con el tiempo que me ha tocado vivir. Mi objetivo es ofrecer un trabajo de calidad, personal y repleto de sentidos, a la vez que contar historias libres que a menudo exploran temas de sexualidad, raza y los lazos que unen a personas dispares, envueltos en un halo de magia y realidad».

    .

    Quiero agradecer de corazón a todos mis lectores beta. Todos ellos han colaborado en mejorar esta obra. Gracias a Esther Martínez, por aventurarse a leer el texto cuando todavía estaba en pañales. Gracias en especial a Meli Riquelme y Begoña Aguado, por leer el manuscrito y compartir vuestra mirada y basto conocimiento sobre la ciudad de Los Ángeles. Gracias a Ester Quirós, María Palmero, Javier Miró y a Letrame Editorial por ayudarme a mejorar la novela. Gracias a mis lectores, a mi familia y a los amigos y amores que me animan a seguir escribiendo.

    .

    «Hay veces que el vivir se convierte en un acto de valentía»

    Séneca

    If a flower bloomed in a dark room, would you trust it

    Kendrick Lamar

    1.º_

    Fuego amigo

    Desde siempre, el miedo me ha salvado. Ha estado ahí protegiéndome y apuntándome como una alarma encendida detrás de mi cuello. Digamos que, durante toda mi vida, el miedo me ha estado señalando líneas rojas y potenciales peligros con una precisión matemática. Esta noche, la frecuencia de dichas alarmas ha rebasado todos los niveles de mi percepción. Ahora, estoy aterrorizado y asediado por un fuego amigo que hace que me tiemblen los dedos y me rechinen los dientes. Siento que estoy sobrepasado, llevo dos semanas durmiendo en mi coche y la situación me ha desbordado por completo.

    Desde aquí percibo el hedor de los calcetines que he usado durante casi cuatro días y, pese haberlos guardado dentro de una bolsa de plástico, han dejado un olor espeso en el coche al que no consigo acostumbrarme. Si no me organizo pronto me voy a derrumbar.

    Siempre he llevado muy mal el desorden. Un cierto sentido de los volúmenes me hace sentir mejor, algo más en paz. Mi madre se pasaba la vida desordenando, y yo recuerdo ir detrás de ella intentando ordenar su entorno, como si fuera un empleado de la limpieza de algo en constante autodestrucción. A mi madre se le rompía el mundo a cada paso y yo nunca tenía suficiente pegamento para volver a unir los trozos. Ni con abrazos, ni con la fregona, ni con la lavadora, ni recogiendo la cocina o sacando la basura. Ni siquiera lo conseguía después de ordenar el salón, aunque fuera por un rato, con el objetivo de que ella, al volver de aquel curro en la prisión del Estado del que parecía que la fueran a despedir de un momento a otro, se encontrara parte de la casa envuelta en una cierta armonía. Como si fuéramos una familia normal, una familia de dos, pero una familia, al fin y al cabo. Recuerdo cada uno de los días en los que decidía limpiar el salón después de salir de clase. Colocaba nuestros dos únicos cojines, uno a cada lado del sofá de piel color moca, y sacaba brillo de un modo obsesivo a la mesita auxiliar hasta que por fin quedaba liberada de huellas y cáscaras de frutos secos amontonadas sobre el cenicero. Una vez aseada, la situaba centrada frente al sofá y los cojines color melocotón. Todo quedaba alineado con el televisor, como si aquella nimia manifestación de orden pudiera contener todo el caos que mi madre conseguía crear en aquel apartamento.

    Después de la limpieza, la esperaba recién duchado. Me sentaba en el sofá con las cortinas medio corridas. De aquel modo, podía asomarme por la ventana si escuchaba el inconfundible sonido de su coche, y no tendría la necesidad de moverlas. Nada más entrar por la puerta, mi madre nunca notaba que había recogido el salón y parte de la cocina, en la que se acumulaban tantos desechos que me era imposible desempantanarla de una sola vez. Después, mamá siempre me daba un beso y un abrazo enorme en el que percibía el olor a sudor de sus axilas; el aroma corporal de una mujer de cuarenta años que estaba rota pero que era mi madre. Al cabo de un rato, yo desaparecía casi por completo. Quedaba relegado a un segundo plano, refugiado en mi habitación y deseando, con un aura de inocencia camuflada de esperanza, que aquella noche de viernes no se presentara ninguno de sus numerosos amantes. Pronto, el sonido del timbre de la puerta aniquilaba mis esperanzas, que quedaban reducidas a cenizas. Al cabo de una hora, mi madre y su amante ya estarían poniendo la casa patas arriba, mientras fumaban, bebían y comían porciones de pizzas, cuyos restos petrificados yo debería recoger al día siguiente. Quizá sobre la encimera de la cocina, junto con las cajas aceitosas que siempre rezaban el mismo tonto slogan Pizzería Portobello. El mejor amigo del hambre.

    Con el sonido angelical de la campana de la puerta, llegaba un tipo concreto de miedo y con él se potenciaba mi sensación de alarma. El pavor se esfumaba si descubría que John llamaba a mi puerta para entregarme una pizza peperoni junto con una lata de Coca-Cola para que cenara. Al menos, de todos los amantes de mi madre, este era uno de los que mejor me caía. John me ignoraba menos que los demás y era también el más guapo. Quizá yo le veía así porque era el único hombre blanco con el que se acostaba mi madre, que gustaba más de relacionarse con varones negros y algo más conflictivos que John. Bueno, todos menos Salomón, el pastor de la iglesia de la prisión del Estado donde mamá se dedicaba a limpiar sin cesar. Él también hacía de las suyas en mi casa, y con mi madre.

    Creo recordar que yo tenía diez años y a esa corta edad ya sabía de muy buena tinta lo que era pasar miedo o más bien terror. Los primeros años de mi vida sufrí una angustia vital constante por pensar que mi padre mataría a mi madre en alguna de sus peleas, pero poco después descubrí que ella le daba veinte vueltas a él en agresividad y fortaleza, así que él se largó de un día para otro y ya no le volvimos a ver.

    Hace poco me enteré de rebote de que mi padre lideraba una famosa banda de salsa compuesta por músicos cubanos, puertorriqueños y panameños. El grupo había estado de gira en la ciudad. La información me la pasó Chamaco, un viejo amigo de mi padre que durante mi niñez se pasaba por casa de vez en cuando para tocar el bajo con él. En la actualidad, Chamaco seguía tocando el bajo en una banda que, por casualidad, acababa de actuar en una fiesta organizada en mi trabajo. Pocos días antes de verme viviendo en mi coche, «oncle Chamaco» me contó sobre el paradero de mi padre. Lo cierto es que me alegró encontrarlo después de tantos años, pero me tocó las pelotas descubrir algo sobre la vida de mi progenitor. Sobre todo, porque él no ha tenido la decencia de ponerse en contacto conmigo desde hace ya casi quince años, justo desde la fecha en la que tuvimos que enterrar a mamá. Supongo que todavía seguirá lamentándose de haber traído al mundo a un niño negro, maricón y sin talento musical.

    Aquel día, al llegar a casa y después de haber visto tocar a Chamaco, decidí buscar alguna foto de la banda donde, al parecer, estaba tocando mi padre. Nada más teclear el nombre de «Quimbará», en la pantalla aparecieron una serie de imágenes de los componentes de esta y allí estaba él. Se le veía algo entrado en carnes, más oscuro de tez y sonriente, con cara de no haber roto un plato. En qué mala hora me dijo nada Chamaco... Habría preferido no tener noticias de papá y me habría ahorrado el dolor de su constante rechazo. Un desdén que, ya como adulto, se ha convertido en otra cosa más a la que no sé si ponerle nombre y que es como una mezcla de tristeza, decepción y rabia. Al menos la salsa me sigue gustando y gracias a su influencia puedo decir que tengo una amplia cultura musical en este sentido. También soy bilingüe, algo que en Los Ángeles es más común que en otras zonas del país. Aquí el español se usa casi tanto como el inglés, aunque todavía me rechina el hecho de que la gente se sorprenda de que lo hable con tanta perfección siendo negro. Estas cosas me hacen sentir que este país está compuesto por una ingente cantidad de personas que no saben nada y que se congratulan por ello.

    Desde que mi padre nos abandonó, mi temor empezó a tomar nuevos e inesperados matices, pero el miedo de esta noche metido en mi coche se ha convertido en algo parecido a un pánico latente que no me deja dormir. Mucho me temo que, si no puedo descansar, alguien en el trabajo notará que algo pasa con mi rendimiento o con mis ojeras. Voy a tratar de respirar hondo, voy a dejar de escarbar en mi recuerdo. Haré una relajación para ver si puedo dormirme, pero… espera, ¿he cerrado bien el coche? Apretaré de nuevo el bendito botón de cierre centralizado desde el interior, apenas hace ruido y me hace sentir más seguro.

    Cuando era pequeño, la puerta de mi habitación no tenía cerradura, pero yo conseguí instalar un pestillo por mi cuenta. Aquel fue un detalle que mi madre nunca percibió. Ella apenas pisaba mi cuarto y yo nunca interfería en el horrendo caos que reinaba en el suyo. La chapa de las puertas de aquel pequeño apartamento en el distrito de Eagle Rock parecía papel de fumar y mi puerta se habría venido abajo con suma facilidad si un adulto la golpeaba con fuerza. Yo lo sabía de buena tinta. Las puertas del baño y de la habitación de mi madre lucían sendos agujeros de patadas y puñetazos pertenecientes a antiguas o recientes batallas. Todavía recuerdo el asombro que me produjo descubrir el primero de aquella colección de orificios después de una de las mayores broncas de mis padres. Creo que esa fue la rúbrica final que mi padre nos dejó antes de irse de casa, como si fuera un Nessus Norma a la puertorriqueña: consiguió hacer una hendidura excelsa, y con una sola patada que a punto estuvo de atravesar los bajos de la puerta del baño. Cada vez que la veía, me acordaba de él, hasta que poco después pareciera que los sucesivos rollos y novios de mi madre se hubieran sentido con el derecho a participar en la destrucción del apartamento. Por lo general, era triste ver el estado de las paredes, puertas y la suciedad adherida alrededor de los marcos y de, sobre todo, los pomos medio sueltos. No sé por qué, pero nunca logré habituarme a la miseria que me rodeaba, pese a haber estado instalado en ella desde que era un bebé de teta. Quizá soy un bicho raro y, como tal, solo deseé no habituarme a aquella pesadilla del mismo modo que lo estoy haciendo ahora, metido en mi coche. Por otro lado, sé que nunca podría acostumbrarme a esto porque soy incapaz de gestionar este pánico que me invade. Quiero pensar que, de un modo u otro, este miedo me librará de convertirme en un nómada vagabundo sin casa, que, como tantos otros compatriotas, ha acabado viviendo en su coche. Así que, o me libero de esta pesadilla o pronto –y pese a mi juventud– me acabará matando un ataque cerebral.

    Vivo en el coche desde que Lucas, ese puto español, me echó de buenas a primeras de la habitación que me había subarrendado en su apartamento. Lo hizo arguyendo «diferencias irreconciliables» con su voz de presentador del parte del tiempo, como si fuéramos un matrimonio. «Será capullo». El miserable me puso de patitas en la calle con la idea de volver a alquilar mi habitación por más pasta a una pareja de españoles recién llegados a Los Ángeles, algo que supe pocos días después por un conocido común, que incluso se complació en darme la noticia mientras tomaba un café junto al hospital. Por fortuna, nadie sabe que desde entonces estoy viviendo en mi coche. «Qué panda de hijos de puta, son capaces de hacerlo todo por pasta».

    Lo que más rabia me ha dado es que me haya tratado así un puto español emigrado a California. Un tonto que se piensa que es «alguien» porque trabaja de manager en un conocido estudio de la ciudad; cuando yo he nacido y vivido en California desde que mis padres se mudaron aquí en busca de oportunidades.

    No deja de sorprenderme el desamparo inmediato que esta ciudad ofrece a todos aquellos ciudadanos que forman parte de los eslabones más frágiles de la sociedad y que no disponen de unos cuantos miles ahorrados en el banco o metidos en una caja. Al menos yo soy pobre, pero tengo trabajo, y las únicas deudas que he de cubrir no van más allá de las letras del coche que todavía estoy pagando, o eso quiero pensar.

    «La comunidad latina de Los Ángeles les da la bienvenida», rezaba un letrero en el club de béisbol donde mi padre se empeñó en apuntarme cuando mi madre todavía le soportaba. «Puto béisbol de los cojones», pensaba yo mientras mi padre me decía:

    —El béisbol es una religión en Puerto Rico y aunque seas una nenaza, por mis santos huevos que vas a jugar.

    Una nenaza… y tan nenaza. Mi padre, también por sus santos genitales, parecía tenerlo muy claro desde el principio y no le culpo por ello. Yo siempre preferí mirar por la ventana o salir a jugar con un trozo de cualquier cosa antes que liarme a pegar porrazos con un bate de béisbol o enfundarme uno de esos guantes de cuero ortopédicos que me regalaba conforme mi mano iba creciendo. «Seré tonto, creo que tengo uno de esos guatanes junto a uno de los viejos bates de béisbol en el maletero del coche».

    Al final conseguí aprender a batear y me convertí en uno de los jugadores más rápidos del equipo, pero en realidad nunca mostré gran interés por ningún deporte. Además, el póster de Michael Jordan vestido con el uniforme de los Chicago White Sox, que colgaba en la puerta de mi habitación, no tenía otro objeto que el de hacerme disfrutar de ver la cara de Jordan. Para mí, él siempre ha sido uno de los hombres más guapos del planeta Tierra.

    Mi buena mano con el béisbol no alteró un ápice la guerra que mi padre, un mulato puertorriqueño rebosante de testosterona, me había prometido por el simple hecho de no compartir sus gustos y por el castigo de que su único hijo varón le hubiera salido maricón y oscurito de tez. Lo del color era una obviedad porque mi madre, natural de Norfolk, Virginia, no era lo que se dice un copito de nieve. Así que mi padre ya tenía dos razones de peso para odiarse por haberse casado con una mujer negra siendo él un mulato puertorriqueño y por haber tenido a un hijo que era de todo menos lo que él hubiera querido que fuera. Creo que todos estos factores incrementaron el consumo de alcohol por parte de mi madre… y, al final, la cosa acabó como acabó. Cada uno marchó por su lado, mientras yo, que todavía era un niño, acabé metido en casa con una mujer destrozada.

    Mi vida dio una voltereta sin igual cuando las adicciones de mamá acabaron convirtiéndola en una sombra. La misma noche de su arresto por posesión de drogas, yo caí como un gato en la guarida de mi tía. Quizá, gracias a Fifí y a su inquina militar, mi agudeza para vadear peligros inminentes cobró nuevos sentidos y, desde la cautela, mi necesidad de cuidarme para después cuidar me ha convertido en el enfermero que soy ahora.

    El solo hecho de pensar en refugiarme ahora en casa de mi tía Fifí me da una vergüenza terrible. En este estado de ansiedad que me asedia, me sería imposible capear sus reproches. Además, siento que no anda demasiado bien de salud. Solo faltaría que yo acabara convirtiéndome de nuevo en un problema para ella… Casi prefiero llamarla de vez en cuando y fingir que todo va bien mientras trato de poner un poco de orden en este desastre vital del que preferiría salir solo y alejado de mi escasísimo contexto social.

    2.º_

    L.A. Parking Lot

    Me cuesta Dios y ayuda quedarme dormido, pero dentro de lo malo me encuentro algo mejor refugiado en este aparcamiento seguro llamado L.A. Parking Lot; un nombre, por cierto, bastante carente de creatividad, teniendo en cuenta que el lugar está en los suburbios del norte de la ciudad. Ahora estoy de puta madre, mucho mejor que las primeras noches que pasé vagabundeando por ahí

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