La marta negra
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La marta negra - Claudia Sánchez Rod
En estas cinco historias protagonizadas por mujeres nos sumergiremos en el particular universo de las complejas y desconcertantes emociones femeninas. Narradas con una maestría y poética que nos recuerda a ciertos pasajes de Margueritte Duras, Claudia Sánchez Rod nos radiografía el alma de cinco mujeres confusas, contradictorias y apasionadas que buscan su lugar en el mundo, al menos en su propio mundo, en el interior de unas vidas que a veces se les escapan de las manos. Mujeres que huyen de lo que las atrae, que se abocan al destino que les marcan relaciones estigmatizadas por el fracaso, mujeres que humillan y se dejan humillar, que alternan roles con el fin de hallarle un sentido a su existencia.
La marta negra
Claudia Sánchez Rod
www.edicionesoblicuas.com
La marta negra
© 2014, Claudia Sánchez Rod
© 2014, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-15824-96-1
ISBN edición papel: 978-84-15824-95-4
Primera edición: abril de 2014
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Violeta Begara
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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Mírame, Miriam
No es posible mirar a la luz de frente.
Hiere. Su límite es tu propia sombra. No la ofusques.
Permítele tachonar de primavera a las glicinas y,
como ellas, sé fugaz.
Esther Seligson
Eran las cinco de la mañana cuando sonó el teléfono. Tardé en contestar, estaba profundamente dormida. Me avisaron que Rubén había tenido un accidente en su moto y estaba en el hospital gravemente herido. Colgué. El sueño se me quitó de golpe. Tenía que salir de la cama en el acto, pero no acababa de decidirme, estaba aturdida.
Me fui a vivir con Rubén al mes de conocerlo, ahora ya no sé por qué la prisa, pero me parece recordar que él me dijo que en su vida no había tiempo para el mañana. Se mudó a mi departamento con apenas una pequeña valija, su Honda CBR 600 y su beretta.
Dejé correr el agua. Todavía estaba oscuro. El vapor me abrió de pronto un recuerdo de la infancia: aquella helada mañana de colegio, cuando mi madre nos dejó en la puerta de la escuela y nos dijo de mala gana que papá se había ido de la casa y ya no volvería más; luego se alejó como si se acabara de deshacer de una bolsa de basura.
Me duché con lentitud. No quería dejar el calor del agua. El jabón olía a orquídea negra, era de jazmines pero olía a orquídea negra, voluptuosa, tenaz, colgada de una rama inalcanzable. Me rasuré las piernas. Encendí la radio para no escuchar el silencio de la casa. No sabía qué ponerme. ¿Qué se lleva para ir a los hospitales?
Al segundo día de conocerlo, Rubén me regaló una cámara fotográfica —era una Pentax k1000— y me llevó de paseo en su moto. Se veía muy atractivo con su barba de candado, sus ojos selváticos y su pañuelo de seda cruda revoloteándole en el cuello. Aquella tarde le tomé una foto en una ladera del camino. Con su aire de viajero perdido, tenía la cara ligeramente inclinada y su recio mentón rozaba apenas el cuero negro de su chaqueta; en su mirada algo había de cenizas de pájaro descuartizado. La inercia de esos días de marzo nos fue llevando.
Me miré en el espejo, tenía ojeras. Coloqué sobre la cama un vestido de lana muy delgada, casi transparente, que tenía una hilera de botones que iban del cuello a las rodillas, unas