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Amargo legado
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Libro electrónico299 páginas4 horas

Amargo legado

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Hay huecos vitales que es necesario descubrir, aunque te revelen un amargo legado.

A Blanca Arnaldo la llevaron de la Foxaca siendo niña. Durante veinticinco años, nada supo de aquel viejo hogar familiar ni de sus moradores. Al cabo, ante la desesperada llamada de su único hermano moribundo, retorna para darse de bruces con una realidad brutal.

Su vida experimentará entonces un vuelco al salir a la luz escondidos recuerdos de infancia; pero, sobre todo, al descubrir la verdad de su historia familiar: oscura y cruel, cuyo legado deja tras de sí un poso de amargo indescriptible. Mas hay lugar para la esperanza, cuando el amor fraternal se consolida, floreciendo aún en la antesala de la muerte.

Lejos de arrepentirse de volver a sus orígenes, Blanca encontrará en este viaje las verdaderas razones que darán sentido a su vida, pasada y futura.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento21 may 2021
ISBN9788418722707
Amargo legado
Autor

Geli Rodríguez de la Torre

Geli Rodríguez de la Torre (Oviedo, 1967) se gana la vida como cartera rural en Teverga, municipio en el que vive. La escritura es una inquietud que aparece en su vida a muy temprana edad. Desde entonces, cuentos, relatos y poesía se sucedieron. También algunos entremeses teatrales, representados por el grupo de teatro Corazones Jóvenes, al que dirige y en el que también actúa. En 2015 publicó su primer libro de poesía: El alma en la palabra. En 2016 y 2017, publicó Junto al fuego y Bajo el texto, de cuentos escritos en rima. Con Amargo legado, su primera novela publicada, comienza una nueva y apasionante etapa de creación literaria que espera agrade a los lectores y sea muy fructífera.

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    Amargo legado - Geli Rodríguez de la Torre

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    Amargo legado

    Geli Rodríguez de la Torre

    Amargo legado

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418722134

    ISBN eBook: 9788418722707

    © del texto:

    Geli Rodríguez de la Torre

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Introducción

    Fue recibir la última carta de la tía Engracia y todo mi mundo se trastocó por completo. Leí y releí aquellas líneas de trazo enérgico y sesgado, en las que me informaba del mal estado de salud de mi hermano. Al parecer, y para mi sorpresa, él le había pedido que me comunicase que, encontrándose a las puertas de la muerte, deseaba verme.

    Veinticinco años habían pasado desde que me fui de La Foxaca. Un cuarto de siglo desde que mis tíos se hicieron cargo de mí y me llevaron lejos de aquel mundo primitivo y cruel en el que yo había nacido. Durante todo ese tiempo, las cartas de la tía Engracia fueron una especie de cordón umbilical, el único vínculo que se mantuvo entre mi nueva vida y circunstancias con el viejo terruño y sus gentes. Aunque bien es verdad que yo poco o nada supe de aquellas misivas en mi infancia y primera juventud, ya que mis tíos nunca vieron la necesidad de hablarme de un pasado que mi mente parecía haber olvidado completamente. Mas no estaba olvidado, sino desterrado al fondo oscuro de mi mente, donde se arracimaban los fantasmas, los miedos, las inseguridades… En fin, todo lo feo de una infancia brutal y poco feliz. El caso es que, mientras mis tíos vivieron, las cartas que llegaban a ellos nunca me fueron leídas ni mostradas de ningún modo. Ellos no vieron la necesidad de recordarme aquella vida de la cual me habían rescatado, y yo, que con ellos fui colmada de todo cuanto pude necesitar, jamás indagué sobre nada referido a mis orígenes. Fue muchos años después, cuando ellos murieron, que descubrí aquel vínculo. Al faltar ellos, cayó en mis manos la carta de la vieja tía. La leí, claro, y después me sentí en la obligación de responderle para ponerla al corriente de los acontecimientos. Pensé que no volvería a escribirme, pero me equivoqué. Dos meses después, la siguiente carta venía a mi nombre.

    Durante los tres años ya abundantes que mantuve con la vieja tía correspondencia, fui poniéndome al corriente de muchas cosas sobre La Foxaca, pero, sobre todo, sobre sus moradores. Supe que mi padre había muerto unos años atrás en circunstancias que mucho dieron de qué hablar, ya que se perdió en el monte y sus restos nunca aparecieron. Mi hermano, que ya por aquel entonces se había vuelto un ser taciturno, esquivo y hostil, casi ni se dejaba ver por nadie. Me relató mi tía que vivía en La Foxaca como un ermitaño, llevando una vida austera y extravagante. Pero que la enfermedad había hecho mella en él y le había mandado recado por un criado para que me informase de su deseo de verme antes de morir. Así me lo hacía saber en su última carta. No negaré que sentí dentro de mí un conflicto grande. Por un lado, detestaba la idea de volver a aquel lugar de tan penosos recuerdos; por otro, aun pudiendo parecer extraño, la llamada de la sangre tiraba de mí con una cuerda invisible.

    Mi hermano, el pariente más cercano que me quedaba, se moría y pedía verme una última vez. Cuando nos separaron, veinticinco años atrás, yo tenía ocho y él cuatro más. Si cerraba los ojos y me retrotraía al pasado, podía escuchar su voz llamándome mientras corría detrás del caballo, en el que mi tío me llevaba lejos de él y de La Foxaca. Su voz tenía un eco desgarrado de súplica y rabia mezclados y me siguió más allá del recodo donde le perdí de vista. Era un clamor que perforó mis oídos durante muchos, demasiados días. Después se apagó durante veinticinco largos años, hasta que volvió a resonar en mi mente con la última carta de la tía.

    Así pues, hice lo que tenía que hacer, prepararme para viajar a La Foxaca, donde los fantasmas del pasado recobrarían vida nuevamente.

    Capítulo uno

    Dejé el confort de mi casa para salir a una mañana de octubre ventosa y fría. En un tren atestado de viajeros, atravesé medio país en dirección norte y, al cabo de muchas horas, llegué, cansada y dolorida, a la vetusta capital de provincia. En aquellas horas ya crepusculares habían sido encendidas las farolas, cuya luz amarillenta apenas conseguía rasgar el sudario de niebla que amortajaba la ciudad. Un orvallo persistente mojaba los tejados tiznados de hollín, asentándose sobre los adoquines de las calles desiertas y silenciosas. Me aventuré por la principal cargada con mi equipaje: una maleta en una mano y un bolso de tela que llevaba colgado en el otro antebrazo. Busqué un lugar donde pasar la noche y no tardé en toparme con una pensión que no era ostentosa, pero parecía limpia y estaba bien de precio. Estaba cansada y al día siguiente tendría que hacer frente a un trayecto de medio centenar de kilómetros por un paisaje de ardua y penosa geografía.

    Dormí poco, aunque el colchón era mullido y mi cuerpo dolorido se relajó bastante, otra cosa fue la mente, que divagó en una espiral de recuerdos y premoniciones que me causaron vértigo. Mi sueño estuvo plagado de imágenes sueltas, de una amalgama de sucesos inconexos, poblado, en fin, de una sucesión de pesadillas que no auguraban nada bueno. Desperté cuando aún no se habían apagado las farolas y sentí la frente sudorosa y el corazón agitado. Me quedé muy quieta, solo tumbada, sin deseos de dormir, tratando únicamente de serenar la agitación que perturbaba mi cuerpo y espíritu. Poco a poco, fui siendo consciente de mi propia respiración, de las pulsaciones de la sangre en cada impulso del corazón y conseguí, si no dormirme, sí relajarme hasta la hora de ponerme en marcha.

    Bajé caminando hasta la estación, donde la tartana que me llevaría ya comenzaba a cargar pasajeros y bultos. Pagué mi billete y subí sin que nadie me ayudase con el equipaje. Ocupé un lugar en mitad del habitáculo y esperé, paciente, a que aquel desvencijado e incómodo vehículo se pusiera en movimiento. A mi lado se sentó una gruesa nodriza con su criatura envuelta en un rollo, sobre su regazo, que me estrujó totalmente contra el cristal. Aunque el día estaba encapotado, húmedo y fresco, enseguida rompí a sudar. No era extraño, pues la tartana iba atestada de gente y varias aves que portaban en cestos o asidas por las patas. Un fuerte tufo a humanidad poco aseada y a plumas me azotó de tal modo que comencé a sentirme mareada. Como pude, maniobré para sacar de mi bolso un pañuelo que impregné con unas gotas de agua de colonia y me lo acerqué a la nariz. Así conseguí disipar un poco la náusea. Decidí centrar toda mi atención en el paisaje.

    Avanzábamos por una carretera sinuosa, angosta, horadada en la roca entre desfiladeros que causaban pavor. De un lado, la dura piedra caliza que parecía empujarnos hacia el abismo, aquel que del otro lado se abría en caída libre hasta un lecho pedregoso donde el río se precipitaba encabritado a tanta profundidad que a trechos solo se intuía. Solo una vez más había pasado yo por allí, cuando me llevaron mis tíos, y, sinceramente, creí no volver a tener que hacer aquel camino nunca. Pero allí estaba volviendo a mis orígenes, a la cuna, al terruño que me había visto nacer.

    Cuánto había cambiado yo desde entonces. Aquella niña esmirriada, de rostro curtido por el sol y el viento, salvaje y asustadiza, era ahora una mujer madura de treinta y tres años. Mi vida había experimentado un cambio radical en todos los sentidos. Mis tíos fueron unos padres amorosos para mí que me dieron todo lo que tenían para dar, y que no era poco. En primer lugar, me dieron su amor incondicional, una educación selecta, una posición social acomodada y la oportunidad de tener una vida lo más independiente posible para la época. Tuve la suerte de instruirme, de conocer mundo, de enamorarme y casarme libremente, aunque mi matrimonio fue breve, pues quedé viuda solo un año después de la boda. La vida tiene sus propios caminos que uno no puede eludir, pero mi bagaje por ella era más positivo que negativo hasta el momento.

    Yo era ahora la nota discordante entre aquella gente humilde, embrutecida por el trabajo duro del campo, ataviados con ropas burdas, cuyos modales eran rudos por la falta de educación. Por eso me miraban con cierta perplejidad al verme viajando entre ellos con mi ropa cara y elegante, mis cuidados ademanes, que denotaban una clase social más elevada que la suya. Supuse que más de uno pasó ganas de preguntarme quién era y qué me llevaba a su valle perdido entre montañas, pero por fortuna nadie me importunó con preguntas que yo no deseaba responder.

    Llegamos al destino al cabo de tres horas. Estaba ansiosa por bajarme de la tartana y respirar a cielo abierto, pero tuve que esperar a que la rolliza nodriza desatascara su asiento para permitirme a mí salir del mío. Por fin lo conseguí, pero en cuanto puse un pie en tierra, me hundí en el lodazal hasta los tobillos. Por suerte, iba provista de botines altos y de buena calidad. A trancas y barrancas fui acercándome hasta una tienda, cuyas puertas estaban abiertas al camino y era la más próxima a mí. Me asomé y vi a dos mujeres: una subida a unas escaleras limpiando el polvo a unas estanterías y otra sentada en una silla al fondo de la tienda. Pregunté si conocían a quien pudiera subirme a La Foxaca y las dos clavaron su atención en mi persona.

    —¿A La Foxaca, dice usted? —me preguntó la de la escalera. Yo asentí—. Madre, ¿oyó usted?, quiere ir a La Foxaca —le dijo, enfatizando mucho el nombre del lugar.

    Quedé expuesta a su escrutinio como si fuese un fenómeno de feria. Parecían muy sorprendidas de que yo quisiera ir precisamente allí, y la vieja pronto lo tradujo en palabras.

    —¿Y se puede saber a qué va usted a La Foxaca? —me preguntó, como si tuviera yo la obligación de darles cuentas de mis movimientos.

    —No creo que eso sea de su incumbencia —respondí tajante. Ya me volvía cuando la más joven me detuvo.

    —Espere, mujer. —Se bajó de la escalera y salió de la tienda—. Ya aviso yo a Goyo para que la lleve. Disculpe nuestra curiosidad, es que se nos hace raro que nadie quiera ir por La Foxaca. La gente que vive allí no es muy hospitalaria, ¿sabe usted?

    —A mí me recibirán, descuide.

    Esas palabras mías no hicieron sino acicatear más si cabe su curiosidad, pero partió en busca del hombre sin atreverse a preguntarme nada. Yo me arrimé a la pared de la casa, fuera del campo de visión de la vieja de dentro. Mientras esperaba, algunos lugareños que pasaban me miraban, sin duda sorprendidos de ver una forastera en el pueblo. No debían estar acostumbrados a que llegaran, y mucho menos tratándose de una mujer que viajaba sola. Me despreocupé de ellos y me entretuve con la observación del lugar.

    San Roque no había cambiado mucho en aquellos años, esa era la verdad. A ambos lados del camino principal se sucedían las casas de piedra, la mayoría constaba de dos alturas. La planta baja solía ser de piedra vista y en la superior se abrían al camino los corredores de madera o los balcones o, en otros casos, galerías. De niña, recordaba que corredores y balcones estaban engalanados con vistosos geranios floridos, y también recordaba las ristras de maíz colgando en las barandas, poniendo una nota de color en las fachadas adustas. Todavía ahora colgaba maíz en algunas, pero de los geranios ya no quedaba rastro por lo avanzado del otoño. Tras la primera hilera de casas del lado derecho de donde yo estaba, unas callejuelas estrechas y empinadas discurrían entre más viviendas, hasta subir a lo cimero, donde se hallaban el ayuntamiento, la escuela y las casonas solariegas. En una de ellas vivía la tía Engracia, pero no quise parar a visitarla porque deseaba antes que nada encontrarme con mi hermano. Estaba yo en aquellas observaciones cuando, acompañada de un hombre que traía consigo a una mula, llegó la mujer más joven de la tienda.

    —Este es Goyo —me dijo, señalando al hombre—. Él la subirá a La Foxaca. Es sordomudo, así que no espere que le dé conversación. Páguele veinticinco céntimos y arreglado.

    Le di las gracias a la mujer mientras el hombre se hacía cargo de mi maleta y la ataba en la montura. Después me ayudó a montar. Me acomodé lo mejor que pude y sin más nos pusimos en marcha. Él llevaba del ramal al animal y yo solo tuve que preocuparme de sujetarme y disfrutar del paisaje. Tomamos el camino que subía valle arriba hacia la parroquia de Vilania, que comprendía cuatro aldeas y el lugar de La Foxaca. Aquellos eran los paisajes de mi infancia, los que se habían quedado encerrados en la trastienda de mis recuerdos más remotos. El valle angosto, lleno de prados que se tendían a ambos lados como alfombras verdes, invitando a retozar en su mullido lecho. Ahora no, por la estación, pero en primavera resplandecían bajo el sol de abril y mayo, cuajados de flores de cientos de colores, donde un sinfín de insectos revoloteaban en el incansable afán de libar su néctar delicioso. Había árboles frutales aquí y allá, que generosamente ofrecían su fruto a las gentes del lugar. Grandes masas de castaños y rebollos trepaban por las laderas más sombrías del valle. Abedules, hayas, tejos, serbales y acebos medraban en lo más alto, allí donde ya la arboleda da paso al monte bajo y a las cumbres desnudas. Más abajo, por los prados y aldeas, los tilos, fresnos, espinos, álamos, avellanos, nogales y otros que ni alcanzaba a identificar. Bordeando el río: los alisos o umeros, como los llamaban las gentes por allí. Era aquella una tierra fértil a la que costaba arrancar el fruto, pues solo a base de esforzado trabajo conseguía el hombre domeñar a la naturaleza.

    Unos cuervos levantaron el vuelo a nuestro paso desde el ramaje de un fresno. Graznaron con estrépito, como centinelas dando la voz de alerta por la incursión de una forastera. Y de pronto se oyó otra voz más fuerte y metálica, una voz que con su tañer llegaba a todos los rincones del valle. Busqué su origen, pero los árboles me impedían verlo, hasta que, al salvar un recodo del camino, se perfiló a lo lejos el campanario de la iglesia. Otro toque rebotó contra la mole pétrea de Paxina, que lo proyectó en dirección opuesta. No pude admirar los contornos de aquellas peñas oscuras que se asentaban a la cabecera del valle, pues jirones de niebla se enroscaban en ellas desdibujando horizontes. Pasamos cerca de la iglesia bordeando el pueblo de Vilania, conformado por unas sesenta casas que se arracimaban en torno a la iglesia parroquial y el cementerio. Más allá nos salió al paso Quintás, una mísera aldea de aspecto primitivo que no tendría más de una decena de casuchas pobremente construidas. Escuché reñir a unas mujeres, pero no alcancé a verlas, solo unas gallinas picoteando por el camino y un pollino de aspecto famélico mordiendo unos hierbajos en una vera. Ya poco quedaba para llegar a La Foxaca, un repecho entre tierras de labor, un trecho entre añejos y fantasmales castaños que trenzaban sus ramas como espeso dosel, manteniendo en ese punto una perpetua penumbra. Después, una pronunciada hondonada siempre húmeda por las aguas de una fuente que brotaba entre unas piedras allí mismo, al margen del camino. Superada aquella depresión, ya se veía La Foxaca, con sus muros de piedra gris, los tejados de la casa, panera y cuadras, parte de lo que conformaba la casería y sus terrenos.

    Abrí bien los ojos para no perder detalle. Lo primero que llamó poderosamente mi atención fueron las estacas que, plantadas a intervalos sobre el muro que cerraba la propiedad contra el camino, sostenían en lo alto cráneos de diferentes animales. Reconocí varios de vacas con sus cuernos blanquecinos, algún cerdo, unos de venados cuyas cornamentas daban fe de su envergadura en vida, de perros o lobos no los distinguía, y otros que no identifiqué. Aquella visión me causó una gran repulsión por grotesca y siniestra a la vez. Dada la descripción que había hecho la tía Engracia de mi hermano, supuse que era para amedrentar a los intrusos o visitas indeseadas. Viendo aquello, hasta yo, que había sido en cierta forma convocada a venir, me sentí renuente a entrar. Llegamos ante los portones de madera y Goyo me ayudó a desmontar. Le pagué por sus servicios, dejó mi maleta junto a mí y se fue a caballo por donde habíamos venido. Yo me atusé un poco, coloqué bien el sombrero, me alisé las arrugas de la falda, me erguí sobre los botines cuan alta era y llamé con el aldabón de hierro. Escuché de inmediato el ladrido de unos perros que corrían hacia los portones en el interior. Esperé lo que me pareció un tiempo razonable y, al no escuchar a persona alguna, volví a llamar con más fuerza.

    —¡Va, va! —me dijo una voz lejana y oí pasos recios de madreñas acercándose.

    Se abrió ante mí el portón, pero solo una rendija por donde asomó el hombre la cabeza cubierta por una raída boina, bajo la cual su rostro feo y desaseado me echó instintivamente hacia atrás, quizá como consecuencia del pestilente aliento que desprendía su boca negra.

    —¿Quién llama y qué quiere? Aquí no compramos nada —dijo de mala manera, mirando mi maleta.

    —Yo no vengo vendiendo nada. Soy Blanca Arnaldo, la hermana del amo de esta casa.

    —Ah, ese es otro cantar. Vino pronto pa estar tan lejos —me dijo con cierto fastidio al tiempo que me franqueaba el paso.

    —Haga el favor de meter mi maleta.

    Vinieron hacia mí tres perros peludos y famélicos en cuanto accedí al corral. Temí que me mordieran, pero el hombre les soltó unos palos con su cayado y vociferó unas hoscas amenazas que no entendí, así que los canes partieron con el rabo entre las patas. Reparé entonces en el cerdo flaco de grandes y caídas orejas, que, ajeno a nosotros, hociqueaba entre un montón de estiércol y otras inmundicias. Las gallinas iban y venían por el corral, escarbando con sus patas y picoteando lombrices o cualquier otro bicho que llevarse al pico.

    La visión de toda la quintana me causó congoja. Estaba sucia y descuidada, como yo no la había visto nunca en mi infancia. Pero si me llevé mala impresión al ver la antojana, el aspecto de la casa en sí me dejó boquiabierta. La galería orientada al sol de la tarde era un boquete ajado de maderas resquebrajadas con cristales rotos o inexistentes, por donde el aire se colaba sin contención alguna. Las paredes estaban desconchadas. Arriba, al borde del alero ancho, muchas tejas corridas amenazaban con venirse abajo con el peligro de romperle a uno la crisma. Las escaleras de piedra colorada, ricamente labrada, apenas se distinguían por la mugre y el moho que las cubría. Aquella visión exterior me previno de la decadencia del solar y me estremecí solo de pensar en lo que me esperaba en el interior. Subí la escalera y me preparé para lo peor. La puerta de la casa estaba entreabierta y vi salir a dos gatos. Justo cuando yo llegué a la puerta, salía una mujer con un cesto a rebosar de ceniza, chocó conmigo y se le cayó el cesto. Las dos nos vimos envueltas en una nube de ceniza. Tosí porque el polvo se me metió por nariz y boca y toda yo quedé tiznada.

    —¡Guasús, no la vi! —exclamó con sorpresa la mujer, mirándome entre la polvareda que ya se disipaba.

    Yo me sacudí como pude sin decir una palabra, pero mi cara hablaba por sí sola. La de ella era redonda, de un color rojo violáceo, algo que me causó rechazo al instante.

    —Ponga más cuidado, mujer, mire cómo me ha puesto —le reproché de mal humor.

    —No contaba con usté. Deje, deje que la ayude. —Hizo ademán de sacudirme con sus manos regordetas y sucias, pero la aparté antes de que me tocara.

    —Quite, ya me las arreglo. ¿Quién es usted? —imprimí a mi voz severa autoridad para no dar impresión de debilidad alguna.

    —Metria, señora, ¿y usté?

    —Blanca, hermana del amo de esta casa.

    —¡Vaya si llega usté pronto! —cacareó—. No contábamos con usté tan de sopetón. Tenía que haber dado aviso de que venía.

    —¿Para qué? No me gusta perder el tiempo y a mi hermano, según fui informada, no le queda mucho. ¿Dónde está, por cierto? —le pregunté sin más explicaciones. No me gustaba aquella mujer, y mucho menos su aspecto sucio y desaliñado.

    —En el cuarto de atrás, allí lo topará, postrado en cama —me respondió sin el más mínimo atisbo de sutileza.

    —Eh, usted. —Me volví hacia el hombre que, como un pasmarote, se había quedado en el fondo de la escalera con mi maleta, observándonos a ambas—. Haga el favor de meter la maleta en casa.

    —¿Dónde la dejo?

    —De momento, suba a la galería y déjela allí.

    Sin más, me adentré en la casa. Aunque hacía muchos años que me había ido, aún recordaba su distribución y, después de ver el lamentable estado de afuera, mucho me temía que por dentro no se hubiera hecho ninguna mejora. El amplio zaguán seguía igual; sus coloridas baldosas que tanto me gustaban de niña estaban resquebrajadas y sucias por el poco o nulo cuidado. Las escaleras de castaño que en otro tiempo brillaban de limpias y enceradas estaban ahora renegridas, cubiertas de una gruesa capa de polvo. Al subir, noté cómo crujía la madera bajo mis pies. Había telarañas entre los barrotes de la baranda y no quise apoyarme en el pasamanos por temor a que mis dedos quedasen pegados en él. Olía a sucio, a cerrado y a carcoma, amén de otros olores que no quise descifrar, pero que eran desagradables a más no poder. Noté enseguida corrientes de aire frío al ir acercándome a la planta superior. No me extrañó después de haber visto el penoso estado de la galería. El aire se colaba por las grietas y rendijas para andar como Pedro por su casa, metiéndose en los huecos y hasta en los huesos. Noté por primera vez frío y me estremecí. No vacilé cuando desemboqué en el pasillo que se abría a la galería, directamente me encaminé al cuarto de atrás. Había en aquella planta cuatro dormitorios, uno principal al que se accedía directamente desde la galería, otros dos que daban al camino y el de atrás, que daba a la huerta. Además, en el lado opuesto a la galería, al fondo del pasillo, había un cuarto retrete y unas escaleras secundarias que conducían al desván.

    Me paré solo un instante ante la puerta del cuarto donde estaba mi

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