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Celebración
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Libro electrónico231 páginas3 horas

Celebración

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En el centro silencioso de esta novela pulsa la figura impenetrable del padre, Efraín Vaz, como un faro en la niebla. Es el misterio de esa ausencia el que lleva a Ezequiel, el hijo de Efraín, a contarse a sí mismo un relato que adquiere la forma de una pesquisa en la que el muchacho pone todo lo que cabe en su corazón, toda su imaginación, deseos, temores, sobre el telón de fondo de sus lecturas juveniles, tan ingenuas como luminosas.
La novela se convierte entonces en una exploración emotiva, pues la ficción que Ezequiel construye viene a sustituir el vacío inexplicable con una calidez que a todos los personajes de esta historia, de un modo u otro, se les ha negado. Es esa construcción la que hace surgir un sentido donde no había nada; la que se niega a inclinarse, mansa, ante el silencio, y celebra así la potencia de la vida.
Celebración, publicada por primera vez en 2005, es la muestra más acabada del singular talento de Guillermo Álvarez Castro, uno de los mejores narradores de su generación.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 jul 2023
ISBN9789915956886
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    Celebración - Guillermo Álvarez Castro

    Ilustración de portada

    Eliana

    In memoriam

    Agradecimientos

    A Jack London, a Horacio Quiroga y a sus hermanos mayores y menores, muchos de cuyos textos releí o recordé para escribir partes de esta novela y a quienes he imitado, intentado recrear, e, inevitablemente, plagiado.

    Porque tanto han tenido que ver con mi vida.

    A mis propios hermanos, Hugo Fontana y Julio Varela, y a Óscar Brando y a Mauricio Rosencof, lectores implacables y generosos.

    A mi primo hermano Pablo Prato, que me ayudó a encontrar los caminos perdidos en la infancia. A mi yegua Lola, que me llevó por ellos.

    A Cecilia y a Verónica, mis hijas, sin cuyo amor pocas cosas serían.

    A Graciela, mi mujer, con quien todo comenzó y en quien todo recomienza.

    GUILLERMO ÁLVAREZ CASTRO

    Celebración

    Ilustraciones: Agustina Fernández Raggio

    Logo de alter ediciones

    CUANDO MI MAMÁ MURIÓ durante la noche que siguió a mi nacimiento, Efraín Vaz, mi padre, solo se tomó el tiempo necesario para soltar a su caballo, advirtiendo que nadie debería volver a montarlo jamás, y para dejarme en brazos de mi tía Sandra, antes de desaparecer —así lo creyeron todos— para siempre. Yo me preguntaba, mirando su foto, cuánto habría sido su dolor. En la fotografía, que guardaba junto a otros tesoros personales en una vieja y desvencijada caja de cigarros Partagás, aparecía de pie, delgado y alto, con la espalda apoyada contra el tronco de un árbol y con la cabeza cubierta por un viejo sombrero de fieltro. Usaba botas de caña larga por fuera de los pantalones y de su cintura colgaba un inmenso machete Collins. Tal vez a causa del clima intolerable o del escorbuto que había padecido o de la pipa permanentemente encendida, sus dientes se habían ido oscureciendo hasta que su sonrisa se convirtió en una línea opaca, que él trataba de disimular bajo un espeso bigote. Pero aquel era su único rasgo desagradable. Conservaba su pelo entrecano y la mirada profunda y bondadosa que había enamorado a mi madre, se movía con agilidad y era muy fuerte. Eso yo lo sabía, aunque no apareciera en la foto. Tenía la piel mucho más oscura en las partes del cuerpo constantemente expuestas al sol: la cara, el cuello, los antebrazos y un triángulo claramente delineado que bajaba de su cuello hacia el pecho, ya que usaba siempre el primer botón de la camisa desabrochado. Yo miraba la foto y muchas veces sentía una congoja triangular que bajaba de mi cuello hacia el pecho.

    ilustracion_1

    Mi padre había trabajado en las salitreras del norte de Chile, navegado en los barcos que atracaban en Puerto Montt y Valparaíso, cazado lobos de mar en las cercanías del Cabo de Hornos —donde los últimos indios onas deambulaban cada vez más al sur en un último e inútil intento por evitar su total exterminio— y vivido con los mapuches. Después partió rumbo al norte, vivió durante un tiempo en la ribera oeste del río Paraná, en el territorio de las misiones argentinas, cruzó al Brasil, llegó a las llanuras del oeste americano y más allá todavía, hasta las márgenes del río Yukón en Alaska, donde, a pesar de que ya no quedaba el menor rastro de minerales y apenas un lejano recuerdo de lo que había sido la fiebre del oro, finalmente se hizo rico. De su convivencia con los mineros del norte y con los hombres del lejano oeste surgieron sus mejores historias, que solía relatarme en las largas cartas que me escribía y que mi tía Sandra guardó, primorosamente ordenadas, hasta que aprendí a leer. A través de ellas, y con el paso de los años, llegué a sentir nostalgias por tiempos que no había vivido y por lugares que nunca había visitado.

    «Yo te quiero mucho —me decía en una de sus cartas—. Tú sos lo más importante de mi vida y desde que naciste no he hecho otra cosa que pensar si estarías bien, si no te habría pasado nada, si necesitarías de mi ayuda. Yo sabía que en manos de mi hermana Sandra estarías seguro y que ella se ocuparía de todo lo necesario. Pero, aun sabiéndolo y aunque tú no puedas creerme, te extrañaba. Tú me diste una razón para vivir, la única que conservé después de que murió tu madre. Y cuando el viento soplaba gimiendo desde el sur durante días y semanas, y parecía que era la tierra helada la que se estaba quejando, y ni siquiera hablábamos entre nosotros por escuchar el viento, yo pensaba en ti, en el hijo que había dejado, y ese recuerdo lejano me calentaba el corazón.»

    MI TÍA SIEMPRE DIJO que se llevaba mejor conmigo que con su propio marido. De modo que cuando a su criterio tuve la edad suficiente —esto fue después de cumplir mis trece años—, comenzó a contarme sus secretos. Así me enteré, mucho antes de aprender a afeitarme, de los trastornos que provoca la menstruación, ese sangrado periódico e inevitable que me resultaba tan perturbador y extraño, y de las huellas que suelen dejar en la piel de las mujeres jóvenes la soledad, la falta de hijos propios y el desamor de los esposos. Yo me esforzaba siempre para tratar de entender lo que ella me decía, pero muchas veces el significado de sus palabras se me escapaba.

    —Hoy volvió a llamarme…

    —¿Quién, tía?

    —El hombre…

    Para ese entonces ya nos habíamos mudado a Montevideo y yo había llegado hacía poco rato de la escuela y estaba tratando de terminar de tomar el café con leche, lo antes posible, para irme a jugar a la pelota a la vereda. Además, había estado mirando a mi tía Sandra mientras ella hablaba por teléfono. Al principio, cuando contestó la llamada, apoyó la mano abierta sobre su pecho como si la sorpresa la sofocara, acarició apenas la blusa que cubría la curva de sus senos —aquellos que yo amaba con particular devoción— y enseguida apartó la mano bruscamente, la dejó caer sobre el almohadón del sofá y por unos instantes la mantuvo inmóvil y rígida con el puño cerrado. Pero después, mientras seguía escuchando, deslizó distraídamente sus dedos hasta la rodilla desnuda bajo la falda y se acarició muy despacio, recorriendo la cara interior del muslo hacia la entrepierna, hasta que bastante tiempo después cortó la comunicación.

    —Y ¿qué te dijo el hombre, tía?

    —No sé…, nada. Le colgué enseguida.

    SI A ALGUIEN SE PARECÍA física­mente mi padre era a Clark Gable. Pero a mí Clark Gable no me gustaba. No me gustaba el Rhett Butler de Lo que el viento se llevó y no recuerdo haber visto ninguna otra película en la que él actuara. Por lo tanto, para mí Clark Gable era Rhett Butler. Y no me gustaba. Entonces, el problema era encontrar otro actor que se pareciera a mi papá. Encontré dos, aunque mi papá no se parecía a ninguno de ellos: Gary Cooper y Gregory Peck. O, más precisamente, el Gary Cooper de A la hora señalada y el Gregory Peck de Matar a un ruiseñor. En algún momento llegué a pensar en el Henry Fonda de Pasión de los fuertes o en el Burt Lancaster de Duelo de titanes, pero cualquiera de ellos pecaba por ser demasiado cowboy y mi papá tenía poco que ver con un cowboy. Así que me quedé con aquella mezcla de Gary Cooper y Gregory Peck. En rigor, también Gary Cooper era demasiado cowboy, aunque no era de los que ganaban siempre. En A la hora señalada se llevaba una soberana paliza, no era demasiado buen tirador ni peleaba del todo bien, pero esa última inolvidable escena de la ­película, mientras Grace Kelly lo espera para alejarse definitivamente del pueblo y él se arranca la estrella de comisario y la tira a la tierra de la calle, como diciendo: «Esta estrella, manga de cobardes, bien pueden metérsela en el culo», le calzaba como anillo al dedo a las actitudes de las que yo creía capaz a mi padre.

    En Matar a un ruiseñor, Gregory Peck hacía el papel de un abogado al que le tocaba defender a un muchacho negro, en un pueblo del sur que más racista no podía ser. Lógicamente, perdía el juicio, pero hacía todo lo posible por evitar la injusticia que significaba la condena del muchacho. En la sala del tribunal, los negros estaban separados de los blancos. Estos ocupaban la planta baja y los negros una especie de galería alta, lo que en los cines de acá llamábamos el gallinero.

    Cuando el juicio termina, la planta baja se desaloja rápidamente, como si los blancos, pensaba yo, se hubieran ido a festejar su miserable triunfo. Gregory Peck recoge sus papeles. Sus hijos, que observaban el juicio desde la galería, se han quedado dormidos, porque el proceso ha sido muy largo. Ninguno de los negros se ha movido de su sitio hasta ese momento. Gregory Peck termina de ordenar sus cosas y se dispone a salir. En ese momento, el negro más viejo de todos, que parecía ser el negro más viejo del mundo, despierta a los niños y les dice mientras todos se paran al mismo tiempo, como un solo hombre: «Pónganse de pie, niños, que va a pasar su padre».

    Así pensaba yo que era mi padre: un hombre a cuyo paso uno sentía que debía ponerse de pie con orgullo.

    ilustracion_1

    YO ENCONTRABA NATURAL que mi tía Sandra dijera que se llevaba mejor conmigo que con su propio marido. Al fin y al cabo, a mí me había conocido antes que a él.

    Cuando José Mauro Mendonça, a quien donde había nacido llamaban Zé y por aquí Josecito, comenzó a visitar a mi tía, yo ya había cumplido cinco años, de modo que tengo muy presente tanto a la ocasión como a Zé Mendonça.

    —Este es mi sobrino Ezequiel —me presentó tía Sandra, dándome un ligero empujón en el hombro. Me adelanté apenas un paso, hacia la puerta, mientras trataba de aflojarme el nudo de la corbata, que empezaba a sofocarme.

    Vivíamos en las afueras del pueblo, en las zonas altas cercanas a la estación del ferrocarril, en una casa de dos plantas que había pertenecido a nuestra familia desde que mi bisabuelo la construyera. Cruzando las vías y hasta donde la vista alcanzaba, se extendía el pantano que, en tiempos de creciente, se confundía de tal modo con el arroyo que resultaba imposible distinguir dónde empezaba uno y dónde terminaba el otro. Cuando las aguas se retiraban, y el arroyo volvía a su cauce normal y a su transcurrir pausado y manso, las tierras abandonadas por las aguas mayores quedaban encharcadas, eternamente húmedas porque, cuando el sol del verano amenazaba con secarlas, una nueva creciente las devolvía a su estado anterior. Por ello proliferaban los cangrejales y las aves pardas del bañado, las nutrias y los carpinchos deambulaban entre los ojos de agua y no crecía otra cosa que chircas y espadillas.

    Mi mamá había muerto en la habitación de la planta alta más cercana a la escalera principal de la casa, donde ahora se alojaba una señorita muy alta y delgada, que daba clases de música en un viejo piano vertical que los niños del pueblo maltrataban todas las tardes, siempre que no encontraran un pretexto para salvarse de las aburridas clases. Como yo era demasiado chico para alcanzar las teclas, la señorita Dora, la profesora, intentó enseñarme solfeo para irme preparando, decía, para el futuro. Pero desistió al poco tiempo, ante mi absoluta imposibilidad de comprender, siquiera, lo que ella pretendía de mí.

    El resto de las habitaciones de la planta alta, seis en total, las ocupaban esporádicamente viajantes de comercio, inspectores del ferrocarril o gente de paso. En épocas normales, por lo menos la mitad de las habitaciones permanecían ocupadas por alguno de nuestros huéspedes habituales. Con sus aportes y algunas otras rentas, podíamos vivir con cierta comodidad y sin sobresaltos económicos.

    Todas las ventanas de la planta baja, donde mi tía y yo vivíamos, daban a una galería elevada que rodeaba el perímetro de la casa. Para acceder había que subir tres escalones que enfrentaban la puerta de entrada. Aquella tarde, cuando mi tía me presentó, Mendonça tenía el pie derecho apoyado en el primer escalón.

    —¿Sobrino? —dijo Zé Mendonça, lanzando una sonora carcajada.

    —…

    —¿Sobrino? —insistió con tono burlón—. Me da risa.

    —Sí, sobrino, señor José Mauro Mendonça —replicó furiosa la tía Sandra, al ver cuestionada su reputación tan celosamente preservada hasta entonces, mientras le cerraba la puerta en la cara.

    El portazo fue tan violento que, a pesar de la incomodidad provocada por el traje dominguero que la tía me había obligado a usar, sentí una especie de alegría salvaje, porque pensé que nos habíamos librado para siempre de Zé Mendonça. Me equivoqué de cabo a rabo. Volvió a los tres días detrás de un exagerado ramo de rosas rojas, pidiendo acongojadas disculpas y con una propuesta formal de casamiento, que mi tía, ya cumplidos sus veinticinco años, no quiso o no se atrevió a rechazar.

    Cuando mi tía Sandra nació, su padre quiso bautizarla con el nombre de Casandra, pensando —o imaginando— que con el correr de los años aquella niñita que tenía entre sus brazos desarrollaría poderes singulares, como el don de la clarividencia. Pero se arrepintió a último momento, posiblemente para evitarle una carga tan pesada como la que debió soportar la Casandra original: el triste destino de ver lo que otros no podían ver y no conseguir que nadie le creyera. Finalmente decidió bautizarla con el nombre de Sandra, que, si bien era apenas una variante del que había deseado, le anticipaba a la niña un destino mucho más vulgar.

    Una mañana, durante el verano en que cumplió quince años, mi tía Sandra se despertó con un extraño desasosiego, pensando que su padre había envejecido demasiado pronto. Cuando él murió repentinamente, durante las primeras horas de la tarde de ese mismo día, ella lo interpretó como una señal y nunca pudo dejar de vincular los dos hechos, como si existiera entre ellos una relación de causalidad. La razón le decía que era absurdo, pero un confuso sentimiento de culpa la abrumaba y se negaba a abandonarla. Yo creo que fue a causa de aquel episodio que se volvió tan supersticiosa.

    Todos los miembros de su familia, excepto su hermano, habían pensado siempre que era una niña rara. Mientras velaban a su padre, desapareció y no pudieron encontrarla hasta después del entierro. Estaba arrodillada entre los árboles del huerto, con la mirada fija en el cielo, completamente desnuda, inmóvil y con los brazos en cruz.

    Pero mi tía era demasiado inteligente para que su vida fuera condicionada por el solo hecho de pasar bajo una escalera o cruzarse con un gato negro, o para aceptar que los malos sueños, si no se cuentan de inmediato, suceden. Ese tipo de supersticiones vulgares la hacía sonreír. Lo suyo era mucho más elaborado y, por lo tanto, imperceptible: iba a decir algo y callaba, iba a pensar algo y no lo hacía por miedo a desatar el horror. Tampoco logró, desde entonces, liberarse del miedo y cualquier señal —el canto de un pájaro negro cerca de la casa, un aullido solitario en la noche— le hacía sospechar desgracias inminentes y de naturaleza aterradora, la mayor parte de las cuales nunca llegaron a suceder.

    Mucho tiempo después, cuando me convertí en un adolescente, ella solía despertarse unos instantes antes de que yo llegara a la casa, como si presintiera mi regreso, a tiempo para oír el ruido que hacía mi llave al abrir la puerta de calle. Aunque alguien me dijo que eso les pasaba a todas las madres.

    Por todo esto, creo que ella debió haber sospechado lo que le iba a pasar cuando aceptó la propuesta de José Mauro Mendonça. Nunca pude entender, ni aun de adulto, por qué mi tía eligió

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