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El pacto
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Libro electrónico145 páginas5 horas

El pacto

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Ernesto, un estudiante universitario que oculta su sensibilidad tras una apariencia pragmática y hedonista, establece una compleja y profunda amistad con Alejandro, un joven enfermero que vive la cómoda monotonía de una vida sin grandes expectativas. Narrada a través de los ojos de estos dos protagonistas y ambientada en La Habana de nuestros días, El Pacto es una reflexión sobre la tolerancia, la culpa, el deseo, la pérdida y la omnipresente necesidad de ser libre para amar.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento21 sept 2016
ISBN9788416877782
El pacto
Autor

Manuel Alejandro Guerrero Cruz

Manuel Alejandro Guerrero Cruz (Pinar del Río, Cuba, 1991). Graduado del Instituto Superior de Relaciones Internacionales "Raúl Roa García", de La Habana, es diplomático de formación y escritor por vocación. Sus mayores influencias son Gabriel García Márquez, Jane Austen y Jorge Luis Borges. Es un gran aficionado a la literatura fantástica y de ciencia ficción, el cine, la pintura del Renacimiento, la comida italiana y las cenas familiares. El Pacto, su primera novela, escrita durante sus años universitarios, surgió a raíz de la petición de una amiga íntima. Habla con soltura inglés y francés.

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    El pacto - Manuel Alejandro Guerrero Cruz

    fin.

    1

    Un hombre consciente cree en el destino; un inconsciente cree en la casualidad.

    Benjamin Disraeli

    Frida. No sé por qué, cuando pienso en nosotros, pienso en Frida. No tengo ninguna razón particular, porque su paso por este mundo fue intenso y corto, porque el tiempo que nos separa es bastante y poco tenemos en común… Supongo que es porque me gustaría vivir con el mismo ímpetu, con la valentía para ser rebelde, mandar al mundo pal carajo y no preocuparme por nada. Pero yo tengo los pies puestos en la tierra, Alejandro, desde mucho antes de que tú aparecieras en mi vida. Y ya desde entonces aprendí a fingir ser normal o, al menos, todo lo normal que la gente suele aceptar, aun cuando eso equivalía a sacrificar mis principios en el altar del falso espíritu práctico. Desde antes de que tú llegaras, ya yo sabía lo que era el placer, como mismo sabía lo que era el rechazo. Existía sin ti de la misma forma en que podía existir contigo. Y sigo existiendo contigo o sin ti, como reza el poema.

    Pero existir no significa no sentir tu ausencia.

    Cuando por fin me decidí a escribir, dividido entre la vergüenza de mi inadmisible cursilería y la casi seguridad de que me faltaba la fuerza de voluntad para eliminar sin miramientos aquellas trece líneas, terminé por admitir que mi estilo no sería como mis ídolos de la Generación Beat, simples y diáfanos, cortos de palabras y de explicaciones, precisos en la prosa y carentes de eufemismos. Entonces renuncié a darle forma a mis pensamientos, apagué la computadora sin más ceremonias y comencé a recordar, inspirado por esas brasas sentimentales que suelen quedar al final de las relaciones largas, todo lo que sucedió entre Alejandro y yo, y de las circunstancias que llevaron infaliblemente a que sucediera.

    Mucho antes, en realidad, de la tarde caliginosa en que me despedí de mi adolescencia, tuve una enamorada que me quería con la desesperación del primer amor. Era la clase de muchacha sin atractivo que terminaba por enamorarse fatal e inmerecidamente de mí, por más que yo ni remotamente le correspondiera y solo aceptara sus arrumacos por vergüenza. Cuando al fin se dio cuenta de la ficción que era su noviazgo conmigo, me gritó en la cara una frase que no he olvidado nunca:

    ―¡Aprende a tener los cojones de hablarle claro a la gente!

    La tarde de marras en que mi adolescencia terminó, fue a mitad de noviembre de dos mil algo. No es que no recuerde el año, lo cierto es que los marcos temporales me han servido de mucho para poner en claro los elementos que vale la pena mencionar en la historia de mi vida, pero la realidad es que la historia de mi vida no es solo mía, y por tanto, para proteger mejor la intimidad de los que forman parte de ella, no expondré demasiados detalles, y aun los que exponga quedarán debidamente cubiertos por un velo de ambigüedad. Mi abuela, que aguardaba de pie junto a mí, al lado de la baranda que separa el interior y el área de espera de la terminal dos del Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana, agitó la mano por última vez y mis padres desaparecieron permanentemente en el poco discernible interior del edificio. Se iban a vivir a Miami, ciudad que no cree en lágrimas, urbe cuyo nombre resonaba en mi memoria con los contradictorios tintes del pecado mortal y el paraíso terrenal desde mi tierna infancia. Yo me quedaba, felizmente, por tener edad suficiente para decidir y aún la alternativa de cursar estudios universitarios en una carrera cuya sola mención horrorizaba a media parentela ―Periodismo―, pero que para mí significaba la consagración de mi rebeldía y de mi libre albedrío, como otro Holden Caulfield fuera de época, y tal vez una tardía vindicación del espíritu de mi bisabuelo Ramón Echeverría, vasco y comunista, llegado a La Habana en diciembre de 1939 y uno de los pocos afortunados que pudo huir a tiempo de la debacle dolorosa de la República Española. Aquí, el que se convirtió en gallego desde el mismo momento del desembarco ―los cubanos nunca entendieron nada de nacionalidades y el que llegaba de España con los bolsillos vacíos era gallego, aunque hubiese nacido bajo un olivo en Málaga― terminó enamorado y casado, padre de tres hijos y abuelo de ocho nietos, pero con sus convicciones políticas intactas, por más que una era desafortunada que él no llegó a vivir y a la que sus descendientes contemporáneos llamaron Período Especial, terminó por cagarse en ellas.

    De Ramón Echeverría quedó en la familia la costumbre poco común de la democracia. Pude escoger si irme o quedarme, por más que la única persona que quedara del lado acá fuera mi abuela y mis padres no creyeran que ella pudiera seguir cargando con mi alborotada vida de adulto joven. Felizmente, mi creciente deseo de aprovechar los años de transición entre la irresponsable rutina de la adolescencia y el metodismo protocolar de la adultez fue interpretado como juventud, inmadurez, deseos de salir, cosas normales de la gente cuando está en la universidad… ¿Ya tú te olvidaste de cómo eras tú, Maritza?, fue la respuesta de mi abuela cuando mi madre lo puso como último obstáculo para mi permanencia, y en el acto quedó decidido. Ellos se iban y yo me quedaba, al menos hasta que ellos tuvieran la seguridad de haberse establecido y estar viviendo el sueño americano. Si para ese momento yo todavía persistía en mis antojos de vivir en el subdesarrollo al sur del estrecho de la Florida, era lo que había que ver. Tiempo al tiempo, creo que dijeron, y honraron su acuerdo.

    A mí siempre me ha parecido que la gente, cuando se va, trata de replicar en su nuevo ambiente las mismas características del antiguo. Es como un vano intento, tal vez, de reconciliar los impulsos de regresar y de quedarse, siempre en lucha de contrarios, que les taladran permanentemente el alma con los recuerdos que quieren y que no quieren conservar. Al final, la mayoría de los enfermos de nostalgia vuelven, aunque sea por días, a desandar las calles que conocieron, a revisitar conocidos, amigos, parientes, llevando el don maldito de un cierto toque chic, extranjero, exótico, en su apariencia y actitudes. Yo había visto, dentro de mi familia, a los suficientes enfermos de nostalgia para saber que poco me atraía fuera de Cuba, si era en el ambiente de Miami, tan politizada como La Habana en lo que a las espinosas relaciones bilaterales se refería, igual de superabundante en apelativos y retórica, cargando a un lado y a otro el pecado de no saber si ser el nuevo hogar de los emigrados o el antro de los cantos de sirena.

    Fueron tantos los cambios en tan poco tiempo, que no pude sentir demasiado la partida de mis padres hasta que ya hacía tiempo que se habían ido. Ellos fueron para mí lo que muchos esperan, a veces en vano, de sus progenitores: cariño, apoyo, familiaridad, confianza y muchísima tolerancia. Por lo pronto, mi futuro lucía repleto de proyectos. Mis tres grandes metas en la vida ―terminar una carrera universitaria, ser escritor y no casarme nunca― parecían tener más sentido que nunca en el ambiente hedonista y libérrimo de la universidad, al calor de mis diecinueve años desesperados, feliz edad esa en la que parece que el mundo es muy grande y el tiempo muy poco para hacer todas las cosas que se quieren. Para mayor felicidad, viviría la universidad bajo el ala indulgente de mi abuela, a quién me unía desde siempre una estrecha complicidad.

    Si hubiera sabido lo que la vida me reservaba, tal vez yo habría decidido volver la espalda al país de mis primeros recuerdos en el mismo segundo en que mis padres tomaron la decisión de irse para no volver. Pero, como suele suceder, ni yo era adivino ni la realidad es algo que pueda preverse, y en este momento, cuando miro hacia atrás, recuerdo primero el momento en que conocí a Alejandro, y luego, en un bochornoso segundo lugar, el día en que despedí a mis padres tras las puertas automáticas de la terminal dos. Creo que está de más decir cuál de los dos acontecimientos influyó más en mi vida.

    Creer en el Destino me ha parecido siempre más o menos una forma de ser fatalista, pero no hay forma de no ser fatalista cuando se empiezan a considerar los millones de pequeñas casualidades, de imperceptibles coincidencias, que se siguen como los días, una detrás de otra, hasta que acaban por definir vidas y rumbos. La primera vez que lo vi, yo había acabado la rutina de cargar con los bultos, recién concluida mi mudanza, a las dos de la tarde de un viernes. Estaba exhausto y lo único que quería era pasarme la tarde tirado en la cama, pero, desde una casa cercana, la discusión a todo volumen de dos vecinos me impedía dormir. Por momentos se imponía una voz de hombre, o más bien de adolescente malcriado, a la voz de una mujer que obviamente era su madre. Aunque me mantuvieran despierto, no pude menos que sonreír. Discutían acerca de una perra a la cual el muchacho se negaba a sacar de la casa, mientras la madre trataba de imponer a toda costa un ultimátum: o la perra duerme en el garaje, o te mando a ti a dormir con ella. Mientras mi curiosidad quedaba parcialmente satisfecha con una exploración por la ventana hacia la casa de donde venían las voces, el muchacho salió con cara de resignación, llevando a la perra amarrada al extremo de una cadena. El animal casi brincaba de la alegría, pero el dueño la calmó de un grito:

    ―¡Estate quieta, chica, coño!

    Dicen que las miradas pesan. Yo no sé qué creer. Lo cierto es que, cuando mi vecino ya había soltado a la perra, de algún modo sintió que lo espiaban, y sus ojos se dirigieron de inmediato hacia mi ventana. Tuve esa vaga sensación de incomodidad que sentimos todos cuando el objeto de nuestra mirada nota que está bajo escrutinio, herencia sin duda de infinitas generaciones de seres humanos anteriores a mí: una especie de vergüenza, como el niño al que los padres atrapan en una travesura y no encuentra una excusa convincente. Fingí mirar con muchísima atención el entramado de cables eléctricos que se alzaba unos diez metros más allá, y antes de poder mirar otra vez, el animal y su dueño habían desaparecido. Entonces contemplé, con más calma, la panorámica del barrio: un edificio de apartamentos en la esquina, al lado de tres contenedores de basura; muchas casas de familia de uno y dos pisos, algunas con terraza… La calle era la de un barrio bien cuidado, sin vertederos en cualquier rincón ni aceras rajadas por árboles sembrados sin previsión, y me gustó. Entonces mi vecino regresó, y aunque no lo miré directamente, sé que volvió a mirarme por un rato, antes de entrar.

    En esta parte de la historia, quisiera poder decir que tuve una corazonada, que supe, por obra de alguna clarividencia, que él pasaría a formar parte de mi vida, pero sería mentira, y prefiero escapar a esa tentación. Como es natural entre la gente natural, en lo último que pensé fue en que mi vecino pasaría a protagonizar mi propia historia. Realmente, me sentí un poco molesto porque la discusión continuó incluso después de que la bendita perra de marras ya no estuviese dentro de la casa. Recuerdo incluso haberme remitido a todos los antepasados femeninos de aquella familia, y no

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