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Crónicas del destino 16: El despertar (Volumen I): En otro lugar
Crónicas del destino 16: El despertar (Volumen I): En otro lugar
Crónicas del destino 16: El despertar (Volumen I): En otro lugar
Libro electrónico752 páginas11 horas

Crónicas del destino 16: El despertar (Volumen I): En otro lugar

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Crónicas del destino 16: El despertar (Volumen I)

¿Y si te dijese que el planeta Tierra es uno de muchos mundos que albergan vida inteligente? Puede que no me creyeses o quizás ya lo supieras. Quienes sí corroboraron esa visión fueron tres jóvenes terrícolas que, por mágicas circunstancias, terminaron en el planeta que los dioses escogieron para vivir.

¿Qué les deparará su incierto futuro? ¿Lograrán regresar a su hogar cuando descubran que en sus sueños reside la clave para salvar ese mundo e incluso a las propias deidades?

Solo tú podrás averiguarlo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 nov 2019
ISBN9788417984809
Crónicas del destino 16: El despertar (Volumen I): En otro lugar
Autor

Manuel J. Quesada

Manuel J. Quesada nació en Baeza, un pueblo de Jaén, en el año 1984. Desde muy temprana edad se dedicó a la agricultura junto a su padre, lo que de alguna forma contribuyó a que desarrollase una firme actitud de perseverancia y sacrificio. Una vez cursados los estudios correspondientes, logró hacerse con un puesto en la administración pública, situación que le obligó a viajar alrededor de España durante años. Estabilizado al fin en su tierra natal, formó su propia familia y se dedicó a su gran pasión: dar rienda suelta a la imaginación, pasos que lo motivaron para crear sus idílicas obras.

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    Crónicas del destino 16 - Manuel J. Quesada

    Crónicas del destino 16: El despertar (Volumen I)

    En otro lugar

    Segunda edición: 2019

    ISBN: 9788417984359

    ISBN eBook: 9788417984809

    © del texto:

    Manuel J. Quesada

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    En base a la promesa que os hice nada más nacer

    y como muestra de mi amor incondicional hacia vosotras,

    aquí os dejo escrito mi legado más preciado;

    guardadlo como si fuese el mayor tesoro

    que jamás pudierais tener, ya que cuando yo falte,

    entre sus páginas me volveréis a encontrar.

    Prólogo

    En la oscuridad de la noche, bajo este cielo tormentoso, me encuentro sentado frente a una hoja de papel. La luz es tenue y, con el cuerpo y la vista deteriorados por el paso de los años, comienzo a escribir las primeras líneas de aquellos sucesos maravillosos que viví antaño. Mientras, no paro de formularme la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez: «¿Seré recordado?».

    Habrá quien diga que, si tienes descendencia, sí lo serás, pero yo no pienso igual. Creo que una persona, para ser recordada, debiera contar su propia historia. De otro modo, con la acumulación de los años, los hijos de los hijos de tus hijos lo tienen todo a favor para olvidarte. En tres o cuatro generaciones, de ti solo quedará el legado biológico de algo meramente físico y superficial, un pobre rastro de los vestigios orgánicos de tu ser ligeramente relacionados con lo que alguna vez fuiste. Yo, por ejemplo, nada sé de mis tatarabuelos y aún menos de sus abuelos.

    «¿Seré recordado?». Esa pregunta siempre retorna a mi mente y a veces llega a atormentarme. Más aún porque conozco la verdadera respuesta al misterio de la vida, la razón por la que todos y cada uno estamos aquí.

    Por eso, lo tengo decidido, contaré lo que tenga que contar, aunque muchos de vosotros no me creáis por la inverosimilitud de cuanto revelaré en un futuro, pero mi conciencia sabe que es la pura y absoluta verdad.

    Resulta irónico el primer título bajo el que abriré estas palabras, «El comienzo», cuando siento que mi vida llega a su fin. En verdad, no temo a la muerte, pues esa transición no tiene secretos para mí. Dudo mucho que quien haya visitado el más allá y sepa lo agradable que es pueda tenerle miedo. También por eso, aun roído por los achaques rutinarios de la vejez, con mis noventa años y sintiendo la mente bastante joven aún, tengo la necesidad de plasmar en papel, bajo la tenue luz de la vela, todo lo vivido en aquel glorioso lugar.

    Todavía me pregunto por qué elegí volver a este planeta. La globalización insensible, los conflictos entre grandes potencias y la pobreza son lacras que deberían de haber sido superadas hace mucho tiempo, pero, en cambio, ahí siguen y, a decir verdad, me hacen replantearme la decisión que tomé.

    Quizá regresase para experimentar lo que sería formar una familia o por poder realizarme como persona en el sitio que me vio nacer o quizás fuera por recuperar la sensación de llevar una vida en la que pasara desapercibido entre la gente, yo qué sé. Lo que tengo claro es que fue una decisión irrevocable y que, precisamente, eso define el futuro de las personas, sus resoluciones y la forma de afrontarlas con base en su propia ética individual.

    Todavía invaden mi cabeza los recuerdos de aquel maravilloso lugar, recuerdos de su gente sincera y honesta, verdaderos amigos a los que tuve que dejar atrás y a los que, en lo que me quede de esta finita vida, ya jamás veré. Excelentes personas que caerán en el olvido si no llegara a contar lo que debo narrar. No necesito más razones para que, haciendo un gran esfuerzo y pidiendo a los dioses que no llegue mi fin durante el proceso, me disponga desde hoy, desde esta noche tempestuosa de frío invernal, a exponer cuanto vivimos allí. Allí. El mundo con el que solo unos pocos comenzamos a soñar y que todos nosotros alcanzamos a conocer.

    Todo empezó con un sueño. En él, unos niños muy diferentes entre sí se encontraban sentados en torno a una gigantesca hoguera de cálidas llamas multicolores. Situada en un claro, la rodeaba un inmenso campo donde se mecían grandes espigas de trigo. Un gran muro lo limitaba con su revestimiento dorado, con la multitud de grabados y peculiares inscripciones jeroglíficas en los que se representaban situaciones cotidianas con personas, animales y otras criaturas. Esa titánica barrera se extendía en horizontal y vertical hasta donde no llegaba a alcanzar la vista, la verdad es que esa titánica estructura parecía no tener fin.

    Los jóvenes allí reunidos hablaban, sintiendo en el interior de sus corazones un sentimiento de paz y amor mutuo, mientras los bañaba el cálido e infinito atardecer anaranjado.

    Ese sueño sin sentido, en donde yo era uno de esos muchachos, se solía repetir en determinados momentos de mi vida, parecía volver a representarse justo cuando estaba a punto de ser olvidado. A modo de bucle, retornaba de la misma manera que la vez anterior, esa era su especial peculiaridad.

    Recuerdo que lo experimenté por primera vez a los seis años. Volvió exactamente igual a los trece y durante una corta temporada se me representaba un día por semana. En él entablaba conversaciones muy cariñosas, fluidas y sinceras con mis acompañantes alrededor de la hoguera, pero al despertar las había olvidado. Sí recordaba, en cambio, lo bien que me sentía mientras hablaba con esos chicos tan afines a mí. Al final, no importaron las frases ni las palabras, era sencillamente el sentimiento de estar allí lo que me llenaba plenamente y deseaba con todas mis fuerzas que esos momentos se hiciesen realidad. Qué inocente era por aquel entonces. No sabía que, en un futuro no muy lejano, me embarcaría en una aventura que jamás podría olvidar. Una aventura que quiero que perdure para siempre.

    Pero dejemos de hablar de mí. Quizá sea conveniente comenzar esta historia con las vidas de quienes estuvieron siempre a mi lado y que fueron decisivos para que se cumpliera el destino marcado, el nacimiento de aquel ente superior que llegó a regirlo todo y que consiguió extender la paz, el amor y el equilibrio en la totalidad del vasto universo.

    * * *

    «Todos, alguna vez, hemos soñado con un mundo de fantasía e ilusión que nos evada de la cotidianidad de nuestras vidas. En ese justo momento, nace la chispa en el interior de cada individuo, en donde comienza a darse cuenta de su verdadera existencia, no pudiendo, por tanto, evitar, simplemente soñar, evadirse o incluso crear».

    Nota uno del Destino 16

    Capítulo 1

    El comienzo

    Si lo importante es comenzar, no importa por quién lo hagamos. Podemos centrar el principio de esta aventura en un joven llamado Antonio Jesús. Era un chico de dieciséis años, de complexión delgada y desaliñado aspecto, que no superaba el metro setenta de estatura. Su alargada cara se enmarcaba con una melena morena, ondulada, hasta sus hombros. En su blanca tez destacaban los ojos verdes con un ligero tono azul y una nariz aguileña no muy pronunciada.

    Antonio, por aquel entonces, era lo que se denominaba un incomprendido: su infancia se había desarrollado en una familia difícil que le había marcado. Le costaba mucho confiar en la gente que lo rodeaba. Desde muy niño, la única compañía que había tenido era una videoconsola Nintendo que sus padres le habían regalado para que no interrumpiera sus vidas, demasiado atareadas como para ocuparlas en el pequeño.

    Sus recuerdos siempre volvían a la vez en que lo dejaron tirado a la puerta de su colegio, quizás el momento más doloroso de su vida. Ese día, frío y lluvioso, muy parecido a este, esperó como un perro sin amo junto a la verja verde de la escuela, con la esperanza de que su padre lo recogiera con ese viejo y amplio paraguas negro que tanto le gustaba. Iba a llegar enseguida y, tras darle un reconfortante beso, podría contarle detalle a detalle cómo le había ido en clase.

    Pero fueron transcurriendo las horas y a un Antonio totalmente empapado le empezó a rondar por la cabeza la posibilidad de que a su padre le hubiese pasado algo malo. Perdida ya toda noción del tiempo y sintiendo en el estómago un hambre terrible, el desconsolado muchacho decidió marcharse con un insoportable sentimiento de abandono. Tras caminar varios metros cobijándose bajo los balcones y otros salientes de las fachadas, vio a lo lejos a su padre. Llevaba una gabardina de color oscuro, un sombrero de copa y el paraguas negro cerrado en su mano derecha. Al llegar hasta él, Antonio se percató de que traía los ojos vidriosos y enrojecidos; además, el rostro serio, casi desencajado, evidenciaba que no había pasado una buena mañana. Desprendía un fuerte olor a ginebra y, sin venir a cuento, agarró a su hijo por la pechera, abofeteándolo una y otra vez mientras le decía:

    —Pequeño despreciable, por tu culpa he tenido que irme del casino demasiado pronto y no he podido ganar mucho dinero en una apuesta. No me traes más que problemas y desgracias.

    Con la ilusión destrozada, lloró desconsoladamente. No era por el dolor de los golpes recibidos, sino por las devastadoras palabras escupidas por el adulto. Ante el fuerte llanto del niño, su padre se compadeció de él y extendió su gran paraguas para cobijarle, al tiempo que susurraba:

    —Hijo mío, en esta vida no debes fiarte de nadie porque todos intentarán hacerte daño por cualquier medio. Con el tiempo te darás cuenta de que no merece la pena luchar por un mundo que está en continuo sufrimiento y aún menos sufrir por él. Venga, límpiate esas lágrimas y vámonos a casa, te perdono por hacerme venir hasta aquí.

    Sin mediar ninguna palabra más, anduvieron juntos sobre los adoquines de las frías calles del pueblo mientras una pesarosa sensación de abandono se apoderaba de aquel joven; por suerte, aquel sentimiento fue, en cierto modo, paliado al centrar su atención en la historia acumulada en las frías y pedregosas fachadas que los cobijaban.

    Una vez que llegaron a su casa, como de costumbre, Antonio se encerró en su habitación. Tras secarse el pelo con una toalla, cambiarse de ropa y comerse un bocadillo, cogió lo único que le hacía evadirse de los problemas cotidianos, su videoconsola. Se había sentado junto un radiador de aceite para entrar en calor, la conectó y se puso los auriculares del televisor, aumentando el volumen. Intentaba olvidar todo lo que le había ocurrido, pero no podía, así que decidió apagar el juego y tumbarse bocabajo en su cama. No tenía la culpa de nada, se repetía sin convencerse, pero le explotó dentro tal sentimiento de amargura y desconsuelo que rompió a llorar desaforadamente mientras agarraba su almohada para cubrirse y evitar ser oído. Volvió a escuchar, como de costumbre, las acaloradas discusiones entre sus progenitores.

    Puede que estos hechos definieran la personalidad del Antonio adolescente, su característica introversión, pero no hay mal que por bien no venga y dicen que el tiempo lo cura todo o casi todo, así que, mientras fue creciendo, aprendía la forma de sobrellevar sus cotidianos sinsabores.

    * * *

    Varios años después, su padre contrajo una enfermedad degenerativa que lo postró en una silla de ruedas y lo obligó a quedarse en casa, compartiendo más tiempo con Antonio. En el perchero siempre estaba su característico sombrero de copa. Al principio, detestaba la situación, ya que la misma presencia de su hijo le molestaba. Antes de hacer nada con él, prefería permanecer en el salón tocando su piano de cola.

    Con el tiempo, esos sentimientos negativos amainaron y el muchacho al que el padre repudiara se convirtió al final en su mejor compañía. Alguna que otra risa pudo dibujar en la cara de su padre después del colegio, en esas largas tardes que empezaron a pasar el uno junto al otro. El enfermo incluso se propuso iniciarlo en su gran afición, tocar el piano. Esa unión creciente también propició que sus padres poco a poco se reconciliasen entre ellos, limando sus diferencias para intentar dejarlas en el olvido.

    Una tarde corriente, en un día cualquiera, el padre de Antonio le entregó una nota manuscrita dentro de un sobre cerrado, pidiéndole que la abriese y leyese justo antes de acostarse. También le rogó que jamás comentaran su contenido, ya que expresaba sus sentimientos más sinceros, que lo avergonzaban.

    Llegada la noche y ya dentro de las sábanas, aunque deseaba conocer los pensamientos de su padre, Antonio esperó hasta llegado el conticinio; considerando ese momento el oportuno, abrió el sobre, sacó cuidadosamente la nota y la leyó:

    Hijo mío:

    Te escribo porque soy consciente de lo mal que lo he hecho como padre y de lo mal que me he portado contigo. Con estas palabras no pretendo justificarme, solo quiero que sepas que todas las personas, incluso tú, llevamos un monstruo en nuestro interior y bien, por el miedo o por la injusticia, esa abominación sale para alimentarse del desastre aprovechándose del descontrol y de la sinrazón humana, siendo su comida favorita el odio, el rencor y la amargura que nosotros mismos generamos para él, como si se tratase de una ofrenda para hacerle así más y más fuerte, y que pueda conquistar todo nuestro ser por completo. El mío creía tenerlo controlado, pero no era así y todavía escucho su alarido, sobre todo cuando la desesperanza, la frustración y el no poder perdonar el daño sufrido invade todo mi ser.

    En verdad, habiendo sentido su presencia y ese miedo en mí, me causó una gran impotencia que, gota a gota, me envenenaba y emponzoñaba la relación con a mis seres queridos. Por desgracia, tú has sido uno de los peor tratados por mi monstruo y me culpo por ello. Te ofrezco mi perdón más sincero.

    Dicen que Dios es muy justo y creo firmemente que la enfermedad me llegó por la intervención divina. No ha sido un castigo, ahora me doy cuenta, sino un gran regalo, pues gracias a ella he descubierto el mayor tesoro que podía alcanzar, una riqueza que tenía justo delante de mí, frente a mis ojos desde el principio, y que no había valorado hasta ahora: tu persona.

    Te quiero de la forma más sincera posible,

    Papá

    Ante esa inesperada confesión, Antonio lloró de alegría, esperando ansioso la llegada de un nuevo día. A la mañana siguiente, durante el desayuno, tras un primer cruce vergonzoso de miradas, Antonio se armó de valor. Sabía que estaba incumpliendo el trato, pero, aun así, le dijo a su padre lo que pensaba, siguiendo una especie de iluminación. Toda la madurez que había desarrollado para defenderse de las injusticias se volcó en su discurso, interrumpido por grandes pausas que usaba para respirar y enjugarse las lágrimas:

    —Nunca entendí por qué yo, que he intentado reclamar por todos los medios posibles algo de tu atención, no la conseguía y cada intento fallido de acercamiento parecía arrancarme un trozo de corazón. Esta sensación de olvido y de vacío, sin ningún alivio que me pudiera hacer sentir mejor conmigo mismo, hizo que todo cuanto me rodeaba se tornara gris y que apenas pudiera llegar a ver nada ni a nadie por ese estado.

    »Ha sido así hasta este preciso momento en que, viéndote sentado frente a mí, preocupado por mi bienestar y habiendo escrito esa nota, toda esa neblina ha desaparecido y todo lo gris se torna claro y en perfecta armonía. El perdón es mi mejor cualidad y, por eso, te digo que eres mi padre, estoy orgulloso de ser tu hijo y te quiero. Saldremos juntos de nuestra oscuridad para afrontar un futuro sin miedos y confiando el uno en el otro; por eso, creo justo que se inicie esta nueva etapa con una única frase: te perdono. Hoy empieza un nuevo día para los dos.

    El abrazo entre ambos no duró mucho, pero a Antonio le pareció que abarcaba toda su vida anterior. Después de este gesto, noche tras noche, su padre permaneció junto a él cuando no estaba trabajando, contándole poco a poco las razones que le habían llevado a ser de la manera que era. Lamentaba, sobre todo, haber portado tanto tiempo en su vida el estandarte de no fiarse de nadie, haberse conducido desde la más absoluta desconfianza por todos, incluso por sus seres queridos. Las razones más profundas de esta actitud nunca fueron desveladas por el joven.

    Habiendo forjado una sólida relación con su padre, Antonio no dejaba de estar con él siempre que buenamente podía y este le correspondió enseñándole su profesión como grabador de inscripciones en las joyas y minerales preciosos. Todos los días, al volver de la escuela, recibía las enseñanzas que el artesano impartía con severidad, pero dejando siempre libertad a su hijo para que poco a poco fuera perfeccionando sus técnicas, igual que habían hecho con él.

    A partir de entonces, el muchacho se sintió más vivo que nunca, aunque aún le faltaba algo que lo completase. Algo como un buen amigo, una compañía de su edad y con sus mismos gustos, un igual a él.

    Un día como otro cualquiera, conoció a esa persona. Todo comenzó durante una clase de literatura: Antonio debía realizar un trabajo resumen sobre el libro titulado El Conde Lucanor. Al no encontrarlo, por haberse agotado las existencias en las librerías locales, tuvo que pedirlo prestado. Por algún motivo, Antonio se dirigió a la clase vecina exponiendo su problema y, concretamente, un chico se ofreció a dejárselo, uno que se presentó con el nombre de Manuel. Este era su misma edad, tenía el pelo rubio y corto, delgado como él y con la piel también muy blanca. Sus rasgos más característicos eran los saltones ojos pardos y la nariz chata. En una primera impresión, parecía un muchacho de personalidad enérgica y espontánea, bastante educado y con un fuerte sentido de la responsabilidad. Manuel prestó sin vacilar el libro a Antonio, haciéndole prometer que se lo devolvería cuando acabase su resumen.

    Trascurridas dos semanas, ambos quedaron en casa del primero para cumplir el acuerdo. Tras traspasar el umbral de su hogar, un lugar bastante confortable, la verdad, Antonio empezó a mostrar cierto nerviosismo mientras Manuel lo guiaba hasta la sala de estar, en donde conoció a los padres de su nuevo amigo. Pasados unos minutos, la incomodidad pareció trasladarse a Manuel, por lo que Antonio le preguntó qué le pasaba. Este, en cierta manera avergonzado, confesó que había dejado en pausa un juego en su ordenador de sobremesa llamado Dungeon Keeper y que estaba deseando continuar la partida, ya que había llegado a un nivel muy difícil que era incapaz de superar. Antonio conocía muy bien ese juego y se ofreció a ayudarlo. En esa pequeña habitación, frente a ese viejo ordenador de sobremesa, se inició lo que sería una larga y duradera relación entre ambos.

    Los dos nuevos amigos rápidamente congeniaron gracias a unos gustos y aficiones comunes. Este afortunado cambio en Antonio fue captado enseguida por su madre, que conocía bien a los padres de Manuel. Por ello, esta conversó en secreto con ellos, y las dos familias procuraron que los chicos permaneciesen juntos el mayor tiempo posible. Muchas aventuras y desventuras, peleas y reconciliaciones se sucedieron entre Manuel y Antonio, forjando así una formidable amistad.

    * * *

    Un buen día de invierno del mes de diciembre, el padre de Manuel, tocayo de Antonio, le ofreció la posibilidad de ganar algo de dinero. Si quería, podía recolectar junto a su amigo alguno de los frutos que crecían en cultivos de su propiedad. Evidentemente, Antonio aceptó con gusto no por el dinero, sino por poder trabajar codo con codo con su gran amigo.

    La noche anterior al gran día, tras acostarse, Antonio volvió a revivir un sueño que se le venía repitiendo desde prácticamente su nacimiento, pero que, de algún modo, no terminaba de disiparse por completo de su mente. Dicho sueño, claramente reconocible, gozaba de una amarga diferencia en el giro de los acontecimientos. Todos los niños seguían alrededor de la gran hoguera multicolor rodeados por las gigantescas espigas de trigo, bajo el atardecer eterno, pero varios de ellos comenzaron a discutir y a enfadarse sin motivo aparente. Entonces, el infinito muro frente a la hoguera comenzó a desprenderse del color oro, pasando a un tono mucho más oscuro. Al parecer, ese matiz dorado lo daba una capa que comenzaba a agrietarse, mostrando bajo esta la negra materia que formaba la titánica construcción. Todo lo que estaba sucediendo se reflejó en el cielo: el atardecer comenzó a caer y apareció un meteorito, sin estela ni brillo alguno, que se dirigía a toda velocidad hacia la cúspide del gran muro para impactar de lleno con este, causando una sacudida que se trasmitió hasta los mismos cimientos.

    Sin razón aparente, todos los presentes empezaron a subir por la inmensa pared, sirviéndose de los relieves labrados como puntos de apoyo. Al poco, los escaladores empezaron a sentir que las personas, los animales y los demás seres representados cobraban vida propia, sufriendo ante el empuje y la presión de sus pies y manos, llegando a emitir lamentos de dolor. En su ascensión, algo agarró a Antonio de su brazo izquierdo. Al mirar vio que una de las tallas era idéntica a su amigo Manuel. Con su misma voz, le llamó la atención repitiéndole:

    —La cueva es el camino, la gruta es la salvación. Solo tú puedes evitar el caos.

    Antonio repentinamente despertó, empapado de sudor debido a la pesadilla; se reincorporó en su cama analizando cuanto había soñado. Reflexionando sobre su pesadilla, llegó a la conclusión de que era una tontería sin sentido y que los recientes encuentros con Manuel podían haber provocado en su subconsciente esas extrañas imágenes. Simplemente, lo dejó pasar. Además, ya eran las siete en punto de la mañana, hora de desayunar para luego vestirse y dirigirse a casa de su amigo, empezando el primer día de la campaña en donde, por supuesto, daría la talla.

    Ya por el camino, Antonio contó su sueño, y Manuel le dijo que, en el terreno a donde iban, existían unas cuevas muy antiguas, pero no accesibles en esa época, ya que estaban prácticamente inundadas. En su interior, brotaban varias fuentes de la misma roca y solo dejaban de manar durante los meses más secos del verano. No obstante, prometió a Antonio que, cuando parasen a tomar un bocado, le enseñaría alguna para matar su curiosidad.

    Durante la laboriosa jornada, Antonio no paraba de recordar la pesadilla, le aterrorizaba que pudiera presagiar algo malo para su amigo. Por otro lado, se consolaba, era un simple sueño y esas fantasías nunca se cumplían, y aún menos cuando trataban sobre mundos épicos. Solo de esa forma consiguió centrarse en lo que de verdad importaba, trabajar duro para quedar en buen lugar. Por su parte, Manuel insistía en que le diese más detalles sobre aquello por lo que Antonio repitió su relato con más profundidad por el simple hecho de tener algo de qué hablar, aunque este terminase expresándole a su camarada el miedo que sentía a que le pasase algo malo. Sin dejar de trabajar, Manuel le desveló su opinión basada en unas meditadas reflexiones:

    —Tengo la certeza de que todos llevamos un universo en nuestro interior que es infinito, eterno y que se transmite de padres a hijos mediante la herencia de nuestro ser. Esta teoría se podría argumentar con la similitud entre una galaxia y el iris del ojo humano, por ejemplo, pero ¿qué implicaría? ¿Que todos los humanos albergamos una minigalaxia que funciona de forma autónoma sin ser conscientes de ello y que en ella vivieran infinidad de seres con sus propios universos y así sucesivamente?

    »Podrían entonces existir infinitos universos dentro de otros mundos, naciendo y muriendo continuamente en virtud de un tipo de energía eterna que a la vez se contrapusiera y alimentara a la nada, estableciendo un perfecto equilibrio entre todas las cosas y todos los entes. Según esta teoría, habría diferentes fuentes de energía de distintas intensidades, eso daría explicación a las leyendas escritas sobre los héroes, semidioses, dioses, demonios y demás entidades que hoy solo viven en las fábulas e historias, pero que antaño estaban muy presentes.

    »Creo que, si todos los seres portadores de universos interiores no son conscientes de ello y no pueden intervenir en su propio conjunto de mundos, todo funcionará correctamente y el equilibrio entre el vacío y la energía nunca se vería alterado, pero ¿y si un ente muy antiguo y longevo pudiera llegar a controlar su universo interior?

    Perplejo y admirado ante la larga respuesta de su amigo, mostraba con sus gestos involuntarios que no consideraba del todo descabellada aquella teoría. Luego, con una amplia sonrisa, le señaló:

    —Si eso fuese así, pondría todo mi empeño en controlar mi propio universo, pero, teniendo en cuenta que las mentes más brillantes del mundo consiguieron alcanzar únicamente del tres al cinco por ciento de su capacidad cerebral, creo que ese hecho jamás lo veremos cumplido.

    En el mismo clima de confianza y cordialidad, Manuel le contestó:

    —Ja, ja, ja, también es verdad. En fin, son las típicas tonterías a las que suelo dar vueltas de vez en cuando. Lo que está claro es que pensamos y eso es prueba evidente de que existimos, como dijo uno más listo que nosotros.

    Esta conversación fue interrumpida por el padre de Manuel; este los avisaba para que parasen de trabajar y almorzasen. Durante el descanso, Manuel preguntó a su padre si podía ir con Antonio a enseñarle las cuevas, ya que estaban muy cerca la zona donde se encontraban. Muy a su pesar, le replicó a su hijo que sería mejor que fuese solamente Antonio mientras ellos preparaban unos aperos para el nuevo trabajo que iban a desarrollar después, solo de esa forma se optimizaba el tiempo que no tenían. A todos les pareció una buena opción, y Manuel indicó a Antonio el camino que debía seguir para no perderse.

    Caminando en línea recta, campo a través, llegó a un pequeño estanque situado bajo un nogal centenario. A la sombra de ese gran árbol, manaba agua cristalina de las entrañas de una piedra caliza. La exuberante vegetación que acompañaba al nogal y el sonido de la multitud de aves cobijadas entre el follaje embriagaron a Antonio con una maravillosa sensación de paz. No pudiendo detenerse debido al poco tiempo que tenía, continuó su camino según las indicaciones recibidas. A unos diez metros, siguiendo un pequeño camino lleno de zarzamoras bastante difícil de transitar, se topó con una roca prominente ante la que se retorcía un olivo deslustrado de dos pies; aquel árbol tapaba la entrada de lo que sería la boca de una pequeña y angosta gruta. Como dicha entrada no superaba el medio metro de altura, Antonio tuvo que gatear y arrastrarse cuesta abajo sobre la fina tierra hasta alcanzar una especie de hall en donde pudo levantarse sin problemas. La luz de la entrada bastaba para que pudiera echar un vistazo a su alrededor.

    Aparentemente toda la zona que había franqueado estaba seca, por lo que el muchacho pensó que, ya dentro, no pasaría nada si exploraba alguna de las bifurcaciones que se abrían delante. Sin tomar en cuenta las advertencias de Manuel y de su padre sobre no internarse demasiado, anduvo por el camino de la izquierda. Mientras avanzaba, la luz iba disminuyendo hasta el punto de tener que encender su mechero para poder continuar. La creciente humedad del interior le atravesaba la ropa y se le iba pegando a la piel. Este hecho también dificultaba el encendido de su mechero, agravando los innumerables intentos de encenderlo el dichoso soplo de aire que continuamente apagaba la llama que conseguía prender.

    Recorridos unos cien metros, los últimos ya sin luz, palpó con sus manos lo que pudiera ser el final de la galería, un muro frío que resudaba agua prácticamente congelada. Intrigado, intentó usar nuevamente su encendedor, pero este no prendía. A oscuras, quiso volver sobre sus propios pasos. Retrocedió torpemente, temeroso de no encontrar la salida o de que alguna alimaña se le echase encima. Durante el trayecto, a Antonio le asaltaron, sin venir a cuento, recuerdos de sus seres queridos. La mirada de su padre sentado en su silla de ruedas, pensamiento que lo llevó a pensar cuánto tardaría en volver a las andadas junto con sus falsos amigos del juego. También se preguntó sobre el tiempo que duraría la relación con Manuel hasta que, por cuestiones del destino, uno de los dos diera el primer paso para desligarse del otro y seguir su propio camino en la vida. Se entristeció muchísimo ante la posibilidad de que perdieran el contacto. Estas inseguridades le daban aún más miedo que la oscuridad que lo envolvía, haciendo que se desesperase y caminara demasiado deprisa. Desorientado, comenzó a tropezar una y otra vez. Temía no saber por dónde iba y no localizaba por ningún lado la boca de la gruta. Debería haberla encontrado ya o, al menos, la luz que provenía de ella.

    De repente, algo se abalanzó sobre él. Agarrándole fuertemente del torso, lo levantó más de un palmo del suelo y lo empujó violentamente en dirección contraria a su marcha. Antonio alcanzó a posar los pies en el suelo, pero fue trastabillando hacia atrás hasta dar sus espaldas con lo que debía de ser la helada pared del final. Cayó a tierra por la brusquedad del impacto. Aterrorizado, magullado y confuso, cuando recobró la respiración gritó una y otra vez, pidiendo ayuda con la esperanza de que alguien lo escuchase. Al no recibir respuesta, se levantó e intentó avanzar hacia delante. Sin saber cómo ni por qué, frente a él había un muro de tacto duro y mojado, similar al del final de la cueva. Extrañado, pensó que, tras el duro choque, su cuerpo podía habérsele girado y, por esa razón, se hallaba mirando hacia esa pared.

    Temeroso de encontrarse nuevamente con la fuerte bestia que lo había tratado igual que a un pelele, palpó con sus manos las otras paredes de la gruta. Con la mínima ayuda que podía ofrecerle su mojado mechero, intentó buscar algún lugar, cualquier grieta donde poder esconderse. Esperaba que Manuel y su padre, al ver que no regresaba, acudieran a la cueva y probasen a buscarlo dentro con la ayuda de los bomberos o de la Policía.

    Durante su exploración, se dio cuenta de que en la parte inferior de la pared de la derecha existía un agujero de reducido tamaño en el que quizás cupiera. Se tumbó, reptó un poco y, a duras penas, entró. Asustado, cerró los ojos, con su cuerpo en posición fetal y de espaldas a la grieta por la que había entrado. De esa forma, se sentía algo más seguro; por lo menos, no iba a extraviarse más de lo que ya estaba.

    Cuando tuvo el valor de explorar de nuevo a su alrededor, creyó ver al fondo, en alguna dirección, un leve resplandor. Pensando que pudiera ser fruto de su imaginación, se concentró en enfocar la vista y verificar si su mente le estaba jugando una mala pasada. La tenue luz seguía allí. Por ese motivo, con la esperanza de que fuera otra salida, decidió arrastrarse hacia ella; mientras avanzaba, con su mano apretó el mechero mojado esperanzado de poder utilizarlo.

    Arrastrándose por el fango, llegó a un punto donde el techo alcanzaba mayor altura. A partir de allí, pudo incorporarse y avanzar mucho más rápido, ya erguido, hacia un resplandor que parecía agrandarse con sus pasos. Sin duda, era una salida, pero, para cuando Antonio la alcanzó, este quedó paralizado. Al parecer, se encontraba frente a una densa cortina de agua cristalina que caía cubriendo todo el hueco abierto en la pared. El ruido que emitía era muy leve, casi armonioso. Con precaución, primero probó a traspasarla con una mano, luego, con el brazo y, finalmente, con la cabeza. Entonces alcanzó a ver la maravilla de una grandiosa e imponente luna llena fija en el nocturno cielo despejado.

    Retrocedió un paso, muy sorprendido, mientras cavilaba cómo podía haber anochecido tan rápido. Era del todo imposible que hubiese permanecido dentro de la cueva tanto tiempo. A Antonio le dio por pensar en que esa senda oscura, ese camino de inseguridad, le había llevado hasta un lugar nuevo, aún sin explorar, igual que en Viaje al centro de la Tierra, que recientemente había visto en la televisión. Sonrió, le estaba invadiendo un sentimiento eufórico de ponerse a explorarlo todo, soñaba despierto con la posibilidad de que todo fuese igual que en esa película. También pensó que salir a ese mundo sería como nacer de nuevo. Al cruzar por entero la cascada, su piel sintió un suave y agradable clima templado, propio de la estación primaveral o del primer verano.

    Un saliente y una especie de peldaños situados a la izquierda de la salida lo llevaron al mirador natural, desde donde divisó una tupida masa vegetal que se extendía por todos lados. Una amalgama de olores, entre los que se podía diferenciar el jazmín, la hierba buena y otras innumerables plantas frescas y varios musgos que crecían en esa zona húmeda embriagó su olfato, no siendo consciente de por dónde caminaba, vertiente abajo.

    Al mirar a su alrededor, había llegado al final de su descenso, a un claro tapizado de hierba cruzado por un plácido manantial. Vertían en él cuatro pequeñas cataratas que ocultaban sendas entradas a grutas similares a la que él había franqueado. El curso de agua transparente se abría en el centro por una enorme roca. Sobre ella se encontraba sentado un hombre de avanzada edad, complexión atlética y un metro setenta de altura. En su cara alargada brillaban unos ojos azules claros casi pegados a la chata nariz. Blanca era su cabellera larga y lisa, y blanca su imponente barba dividida en dos trenzas perfectamente simétricas la una de la otra. Vestía unos pantalones claros abombados de tela fina. Su pecho se protegía con una coraza de acero lisa sin mangas que dejaba ver muchos símbolos rúnicos de color morado tatuados en los brazos. Por su aspecto, el hombre pudiera haber sido un gran guerrero en su juventud, un luchador temible a quien en ocasiones no le hubiese hecho falta pelear para ganar un enfrentamiento. Al descubrir al muchacho, lo miró fijamente con una sonrisa afable y le dijo:

    —Te he estado esperando, Antonio, ¿por qué has tardado tanto?

    El joven lo observaba minuciosamente, descubriendo extrañas familiaridades en su aspecto. Sin duda alguna, lo había visto antes, pero no sabía dónde. Se dirigió a él con una voz más titubeante de lo esperado, preguntándole:

    —¿De qué me conoce, señor, y qué es este lugar?

    Mostrando una gran agilidad, el anciano se levantó y saltó hasta la orilla del manantial con una facilidad prodigiosa. Sin dejar de sonreír, avanzó hacia él mientras le respondía:

    —Todas tus preguntas serán contestadas más tarde. Lo único que puedo adelantarte ahora es que necesito tu ayuda. Solo tú puedes guiarme en el camino para salvar a la humanidad, espero y deseo que lo hagas.

    Desconcertado, Antonio resolvió preguntarle si este paraíso de grandes plantas era o no era su propio mundo. Aquel sujeto cerró sus ojos para remarcar que la respuesta era obvia:

    —Lo sabes, este no es el lugar donde naciste. Has sido reclamado por el gran árbol para una importante misión.

    Queriendo creerle, decidió acompañarlo y juntos se adentraron en el oscuro y espeso bosque. Durante su trayecto a Antonio le llamó la atención la exuberante flora de aquel término; por otro lado, una gran amalgama de sonidos dimanantes de la fauna salvaje ensordecía cualquier diálogo que pudieran llegar a mantener. Era extraño cómo ese hombre atravesaba la maleza y enlazaba sendas como si caminase por su propia casa. Antonio se esforzó por no perderlo de vista. Mientras lo hacía, pensó qué le preguntaría cuando tuviese oportunidad.

    Turbado por el incómodo estruendo animal que lo rodeaba, el ansia por saber más le pudo y terminó por armarse de valor para intentar iniciar diálogo con su acompañante. Casualmente, en el momento que se dispuso a llamarle la atención, su guía se giró hacia él y declaró:

    —¡Hemos llegado!

    La penumbra y el nerviosismo del momento habían provocado que Antonio no se percatase ni de dónde se encontraba. Frente él se alzaba un gigantesco y viejísimo árbol de tortuoso tronco que presentaba una puerta de madera incrustada en lo que pudiera ser una ancha grieta ubicada en su parte central.

    Su acompañante no dudó en franquearla, invitándolo a seguirlo. Una vez dentro, el muchacho preguntó cuántos años tendría ese majestuoso árbol, a lo que su acompañante le respondió que se hallaba allí desde hacía miles de años. Bajando a través de unas tortuosas y estrechas escaleras de madera fueron a parar a una pequeña habitación que, al parecer, le servía al anciano de comedor. Evidentemente, el hombre había utilizado los huecos entre el tronco y las raíces de ese gigantesco árbol para crear allí su hogar.

    Continuaron hasta llegar a una gran estancia iluminada por una docena de candiles antiguos de cerámica. Entonces, el viejo se sentó e invitó a su huésped a que hiciera lo mismo. Mientras se miraban, un incómodo silencio se apoderó de la sala hasta que finalmente Antonio tomó la iniciativa:

    —Pues este sitio parece bastante acogedor, intuyo que es tu casa. Ojalá pudiera tener yo una así, de donde vengo queda poca gente que viva en el campo.

    Sonriente, su anfitrión le respondió mientras se frotaba sus manos:

    —Aquí tampoco es usual vivir en los bosques. De hecho, caminar por las noches en uno como este te puede costar la vida si no te andas con mucho ojo.

    Sorprendido a la vez que preocupado, pensó: «¿Dónde he acabado? Espero que por la mañana pueda ayudar a este hombre a hacer lo que tenga que hacer. Con suerte me llevará de regreso».

    Al verle cara de inquietud, su acompañante expresó:

    —Tranquilo, tengo que ponerte al día de lo que ocurre. Sé tu nombre porque, aunque sea difícil de creer, he estado conectado contigo y he visto tus sueños. Yo me llamo Marik, una antigua servidumbre de relaciones y promesas me ata a este lugar en el que llevo viviendo mucho tiempo. —El viejo sonrió, llevaba mucho tiempo sin conversar con nadie, pero comprendió que, si ahora hablaba demasiado, atosigaría al muchacho; por eso, mostrando la mejor de sus sonrisas, alegó—: Pero dejémonos de historias, debes de estar hambriento, traeré algo para comer. Luego intentaremos descansar y mañana ya podré desvelarte todo cuanto es preciso que conozcas.

    Agarró un candil y se marchó dejando a Antonio solo en aquella habitación. Trascurridos unos quince minutos, regresó con una suculenta comida compuesta por gran cantidad de carne bien cocinada al fuego y un gran barril de madera del que dijo que se encontraba lleno de la mejor cerveza. Compartir aquellos alimentos rompió la incomodidad entre ambos. Toda la noche la pasaron hablando, bebiendo y riendo, contando anécdotas, describiendo historias y cosas por el estilo.

    Faltando poco para amanecer, Marik condujo a su invitado hasta una estancia contigua indicándole que ese sería el cuarto donde podría descansar. Una vez acostado, no tardó mucho en dormirse. Tras alcanzar el sueño profundo, este comenzó a sufrir la pesadilla derivada del hermoso sueño que desde hace tiempo le sobrevenía de vez en cuando. Al despertarse exaltado, coincidiendo con la colisión del meteorito contra el gran muro de revestimiento dorado, pudo ver a Marik frente a él con sus brazos entrecruzados. Daba la impresión de que estaba muy preocupado. Mirándolo con atención, se dio cuenta que su observador llevaba puesto en uno de sus dedos un anillo con una piedrecita engarzada que refulgía intensamente en una tonalidad marrón. Mientras la brillantez del raro anillo amainaba, su anfitrión lo miró fijamente y afirmó:

    —Acabas de presagiar el futuro que tenemos que evitar, creo que ya vas comprendiendo tu sino en este mundo. —Hizo una larga pausa, abrumado por la gravedad de lo que acababa de revelar, pero siguió en un tono más optimista—: ¡Levántate, ya amaneció! Demos un paseo por el bosque y te lo contaré todo en su justa medida.

    «En el justo momento en que las decrépitas sociedades te engañen para dejar de tener ilusión en lo que honestamente deseas, caerás en la cuenta de que todo a tu alrededor carece de sentido y voluntad».

    Nota dos del Destino 16

    Capítulo 2

    Realidad o ficción

    Ocurrió un sábado por la noche, a las cuatro y media, cerca de una pequeña localidad situada al norte de la provincia de Jaén. Por una carretera comarcal mal iluminada, el Opel Astra de color negro circulaba a toda velocidad. Lo conducía un joven de dieciocho años, delgado, de un metro ochenta, con pelo moreno, corto y liso, y peinado hacia arriba. En la cara alargada destacaban sus ojos verdes y sus fuertes rasgos: cejas gruesas, nariz aguileña y labios carnosos. Miguel no era consciente de la rapidez a la que viajaba, ya que su mente se encontraba en un momento muy distinto, en la traición de quienes había considerado sus buenos amigos. Totalmente decepcionado por cuanto le había pasado, no tenía esperanza de encontrar en este mundo alguien que realmente mereciera la pena. Elevó el volumen de la música del radio-CD para que sonase una de sus canciones favoritas, lo único que le había acompañado en sus solitarias noches cuando todos parecían darle la espalda.

    Concentrado en su desgracia, una mirada de furia llenaba sus ojos fijos en el horizonte nocturno. Pisó a fondo el acelerador mientras se perdía en un laberinto de pensamientos negativos, desde que sus padres lo abandonaron siendo un niño hasta la reciente muerte de su gran presa canario, Riddick, que parecía ser el único ser vivo que había confiado en él al cien por cien hasta llegado su último aliento.

    Nada era como en sus sueños de pequeño, en los que se sentía totalmente arropado por buenos amigos alrededor de una gran hoguera. La imposibilidad de que esas imágenes casi olvidadas se hicieran realidad arrancó lágrimas que nublaron su visión. Aun con el enfoque distorsionado, continuó acelerando todo lo que podía como un desbocado kamikaze.

    De repente, tras secarse los ojos con una de sus mangas, fue sorprendido por alguien que se interponía en su camino. Dio un volantazo a fin de evitarlo y se salió de la calzada, sufriendo un terrible impacto contra un gran árbol cercano.

    En el interior del turismo, rodeado por los airbags y con el cinturón de seguridad bloqueado, pensó que llegaba su fin, ya que era consciente de las graves heridas que sufría. Aun así, se preguntó quién podría ser la persona que caminaba a esas horas por la carretera, entonces pudo recordar la fracción de segundo en la que habían ocurrido los hechos. La túnica colorada que vestía el individuo y la impresión de que había conseguido esquivarle. Feliz de que su imprudencia no hubiera matado a nadie, cerró los ojos y aceptó lo que le viniera.

    Volvió a la consciencia pasados unos veinte minutos, la pérdida de sangre le había dejado aún más débil. Fuera trabajaba un gran número de personas para sacarlo del vehículo. Iluminados por las luces de colores intermitentes, bomberos y paramédicos se afanaban en aparente desorden y el sonido de las sirenas se mezclaba con las conversaciones de quienes trataban de salvarlo. Miguel, casi inconsciente de puro dolor, se centró en la voz que decía a sus compañeros que era muy probable que no saliera con vida de esta y que el accidente era fruto de una adolescencia alocada. El perjudicado pensó que ese hombre no iba mal encaminado. De todas formas, prefería morir así que seguir amargado toda la vida. Sabiendo que no le quedaba mucho tiempo, saboreó cómo la vida se le escapaba de su cuerpo. Habiéndose ya rendido, no tardó en perder la consciencia.

    * * *

    Al despertar, se hallaba en el claro de un bosque y no tenía ni un solo rasguño. Todo el caos de ruidos, luces y atareados uniformes había desaparecido. Aparentemente sereno, se levantó y observó su entorno quedando sorprendido de lo que estaba viendo. La altura de los árboles era inaudita y sus copas se confundían con las nubes. Especuló que ese sitio muy probablemente sería el cielo. Fue feliz un minuto, sintiéndose totalmente desnudo, mientras miraba hacia el imponente atardecer que se filtraba entre los troncos, pero, con una leve sonrisa, caviló que igual estaba alucinando debido a los fuertes medicamentos administrados para calmarle el dolor.

    Tranquilamente, se adentró en el hipotético bosque que tenía delante llegando hasta otro pequeño claro. Una gran roca afloraba del suelo como la proa de un submarino de piedra, con húmedo musgo en las zonas de umbría. Al girarse descubrió que lo habían seguido unas criaturas muy extrañas parecidas a los dragones de Komodo, salidos de ninguna parte. Esos reptiles verdosos, de unos treinta centímetros de altura y con bastante envergadura, tenían la cabeza redonda a la vez que maciza y caminaban a cuatro patas. La manada sumaba cinco miembros.

    Reafirmándose en que todo era producto de su imaginación, se paró e intentó tocarlos. No tuvo ningún problema en acariciar a uno de ellos, dándose cuenta de que eran totalmente dóciles ante su presencia. De improviso, sintió un fuerte rugido. Como es lógico, el joven buscó refugio detrás de la roca. Allí esperó agazapado para ver qué ocurría, preguntándose qué sería ese nuevo bramido que parecía venir justo del primer claro de donde él mismo había partido. En un instante contempló cómo los árboles se movían de un lado a otro, desplazados por lo que parecía ser un gran vendaval, incluso algunos salían despedidos por los aires, arrancados de raíz.

    De repente, como si de un doble eclipse se tratase, el cielo se oscureció y los aires amainaron. Miguel dedujo que viento y oscuridad tenían la misma causa, un gigantesco dragón alado de color azul celeste que se interponía entre él y el sol poniente. La enfurecida criatura parecía buscar algo entre los arbustos de aquella área.

    Aun dudando de si lo que contemplaba era realidad o ficción, estaba aterrorizado. No sabiendo qué hacer, decidió permanecer escondido en principio, pero la espalda y la cola del dragón cada vez estaban más cercanas. Pensó en retroceder para encontrar un nuevo escondite y al primer paso pisó sin querer un montón de ramas secas, llamando la atención de la monstruosa criatura. Lleno de ira, con el cuerno traslúcido del centro de su frente, embistió contra la roca haciéndola añicos. Los grandes fragmentos que saltaron por los aires y los restos hundidos en el suelo quedaron totalmente congelados.

    Para salvar su nueva y extraña vida, huyó despavorido. Los cinco raros reptiles que antes le habían seguido, al verlo correr, salieron de sus escondrijos tras él. El pánico que sentía no impidió que, muy confuso, se preguntara por qué lo hacían y por qué ellos no tenían miedo al gran dragón. Mientras escapaba, miró hacia atrás, observando cómo el bosque se hacía de hielo al paso del monstruo.

    Decidido a darle caza, el mágico ser fue ganando terreno en su persecución. Solo su gran tamaño y la necesidad de abrirse camino entre los innumerables árboles habían dado cierta ventaja al joven, pero Miguel se encontraba ya exhausto de tanto correr y decidió detenerse, no podía dar un paso más.

    Entonces entró en escena un individuo provisto de una larga caperuza roja semejante a la de los magos de ficción. Con un rápido movimiento de manos, frenó en seco el avance de la criatura creando una suerte de infranqueable muro invisible. Nada más hacerlo, se dirigió a él:

    —Ponte detrás de mí y mantente firme, cree que quieres hacerles daño a sus crías.

    Este obedeció y luego, medio tapado por la capa, pudo ver cómo las cinco criaturas que le habían seguido estaban jugando bajo las patas del monstruoso ser. Fue entonces cuando comprendió y corroboró las manifestaciones de su salvador. Mirándolo fijamente, el encapuchado le habló al dragón con actitud imponente:

    —¡Ya tienes lo que querías, ahora vete! Estás rompiendo todos los equilibrios, ¿no te das cuenta? El humano no quería hacer ningún daño.

    Dio la impresión de que el interpelado había comprendido aquellas palabras, ya que se dio media vuelta y se marchó. Ambos lo imitaron, dándole cautelosamente la espalda y caminando en dirección contraria, como si no hubiera pasado nada. Pasado un breve periodo de tiempo, con cuidado, Miguel miró hacia atrás. Vio que todo el bosque congelado volvía a su estado original, sin dejar agua fundida ni ningún otro resto; aquello lo asemejó a un suceso mágico. Daba la impresión de que el encapuchado estaba habituado a aquellas situaciones; descubriendo su rostro, le sonrió para luego manifestarle:

    —Muchas emociones para este día, ¿no?

    Secándose el sudor frío de su frente mientras lo miraba a la cara, le respondió:

    —Y que lo digas…

    Descubrió que se trataba de una persona adulta de unos veinte años, delgada, de casi dos metros de altura. La cara era alargada, su tez blanca, los ojos, marrones y la nariz pequeña lucía un bigote fino y cuidado, cejas finas, cabellera corta y castaña. Llevaba pantalón de cuero marrón, camisa negra de seda y una extraña capa larga con gorro en donde resaltaban sus imponentes picos. Este no tardó mucho en presentarse:

    —Me llamo Rick y te estaba esperando. Al parecer, el difícil hechizo que lancé ha funcionado. —El muchacho estaba pasmado. Su acompañante insistió, como para despertarle de la incredulidad que lo paralizaba—, pero no hay tiempo que perder. Acompáñame, la noche caerá en minutos y este bosque no es seguro, como ya has podido comprobar. Refugiémonos en una cueva donde podrás comer, vestirte y descansar.

    Desde luego, esto no era el cielo. El joven reflexionó que, se tratara o no de un producto de su imaginación, no era razonable seguir solo en ese lugar tan peligroso. Así, sin rechistar, hizo lo que le había dicho su protector, ya que parecía lo más acertado. Juntos anduvieron unos quinientos metros hasta llegar a la boca de una gran caverna. Una vez en su interior, Rick juntó una brazada de ramas y, acercando las manos, consiguió que prendiese sin usar ningún tipo de encendedor. Después, le indicó a Miguel que aguardase unos instantes hasta que él volviera. Otra vez asombrado con lo que acababa de presenciar, hizo un esfuerzo por permanecer callado y se limitó a acercar su cuerpo desnudo a la hoguera mientras su acompañante caminaba cueva adentro. Mientras esperaba, especuló que era sorprendente lo que su mente podía llegar a imaginar, ya que, haciendo uso de su sentido común, era totalmente imposible que todo lo que le ocurría fuese real. Para comprobarlo, puso su mano sobre la llama y se quemó, coincidiendo con la llegada de Rick.

    Este le preguntó cuál era la razón por la que había hecho semejante tontería. Y no le gustó la respuesta de que lo único que deseaba era despertarse de una vez, ya que no podía creer lo que estaba sucediendo. Arrojándole unas prendas de vestir bien elaboradas con pieles de ganado, su anfitrión afirmó que se equivocaba y alegó que él había sido el causante de abducirlo hasta ese nuevo mundo.

    Tras vestirse y después de pensarlo unas cuantas veces, se sentó al fuego. Fue entonces cuando deseó que le explicase con pelos y señales qué era lo que había provocado su aparición allí. Sonriente, ese sujeto se levantó y convenció a Miguel de que, antes de hablarlo, sería conveniente salir a por más de leña; la necesitaban si querían pasar toda la noche cobijados en ese sitio. Unos treinta minutos después, regresaron a la cueva cargados de ramas secas. Además, Rick, conocedor del arte de la caza, había atrapado dos conejos mediante una serie de trampas bien colocadas entre los matorrales del bosque. Sentado junto a la recién avivada hoguera, Miguel ayudó a desollarlos y, mientras las presas se asaban, volvió a insistirle en que le explicase qué había pasado. Por su parte, Rick, mostrándose serio, empezó:

    —Si te das cuenta, no estás destrozado después del terrible accidente que sufriste.

    Ensimismado, el joven notó que empezaban a borrársele las imágenes de su propia agonía. No le importaban ya. Lo que quería saber era la razón por la que se encontraba en ese término; empero, mientras pensaba aquello, continuó escuchando la explicación que le estaban dando:

    —Te he traído aquí porque eres el único que puede ayudarme. Aunque no lo creas, eres muy especial, y gente como tú no se encuentra tan fácilmente. Una vez que me ayudes, no tengas dudas de que te devolveré a tu mundo y te recompensaré debidamente concediéndote el deseo que quieras.

    Miguel seguía desconcertado, pero, luchando contra su natural escepticismo, tuvo que aceptar la posibilidad de encontrarse frente a un grandioso mago, ya que no se le ocurría otra explicación a las demostraciones de poder que estaba presenciando. Así tendría lógica que anduviera en la carretera por la que circulaba. No tardó mucho en cavilar que esa sería una oportunidad perfecta y única para tener todo lo que siempre había soñado, por aquella razón volvió a preguntarle:

    —¿Que te pida un deseo, como si fueras un genio de la lámpara?

    Considerando que esa aparición fue la causa de su accidente, pensó que como mínimo sería justo que Rick asumiese el pago con creces de su vehículo siniestrado más una indemnización sustanciosa por la traumática experiencia. Calculó mentalmente una cifra y la multiplicó por cien, teniendo en cuenta las habilidades que su acompañante habían demostrado, y le dijo sin titubear:

    —Creo que la recompensa por arrastrarme hasta aquí y por el trabajo tan especial que me pides supondría una elevadísima cantidad de dinero.

    Esbozando una gran sonrisa, no quiso saber a cuánto ascendería aquello; le extendió la mano para cerrar el trato y concluyó:

    —Si lo deseas, te haré inmensamente rico. ¿Ves? Es fácil, sencillo y todos salimos ganando, ¿te parece bien?

    Ilusionado, no dudó en estrecharle su mano para cerrar un acuerdo que consideraba muy ventajoso, pero, aun así, una parte de su cerebro seguía dudando de que todo no fuese producto de su imaginación. Volvieron a sentarse junto a la fogata, momento en que Miguel quiso hilar fino respecto a los trabajos que tendría que hacer para su socio:

    —Este acuerdo significa que te ayudaré en lo que quieras mientras no sea matar a nadie, pero recuérdalo, luego no te eches atrás.

    Rick miraba cómo las llamas doraban las piezas de caza cuando le respondió:

    —Tranquilo, no le quitarás la vida a nadie. Espero poder confiar en ti, el trato está cerrado, como tú mismo has dicho. Nunca olvides que tu misión es algo muy importante para mí.

    Asintió, para de inmediato, responderle:

    —En ese caso no tienes por qué preocuparte. Eso sí, cuanto antes lo hagamos, mejor. No quiero pasar mucho tiempo en este extraño lugar. Yo cumpliré mi parte y espero que tú también cumplas la tuya.

    Ya con el estómago lleno, Miguel se interesó sobre las características del mundo en donde se encontraban. Sin entrar mucho en detalles, Rick explicó que ese mundo era uno más entre los otros planetas propicios para albergar vida. Puntualizó que

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