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La vida es un chiste brutal, mal narrado, que solo puede hacer reír a aquel que no esté implicado en él.

Un obrero no cualificado cumple veinticinco años de vida entre fábricas, el culto de sus padres y el ostracismo social. Con un plan que conlleva cambiar de trabajo, dejar la religión y la virginidad en la que lo ha sumido, el personaje disecciona diferentes puntos de la realidad en la que creemos, apostamos y hasta damos la vida. Como una ciudad Lego, la geopolítica del diario del lunes, el barro de la historia, la cultura occidentalizada, la ética para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, el humanismo onanista, entre otros inventos del hombre, se ven sustraídos, pieza por pieza, para lograr husmear entre coyuntura y su tuétano de la podrida estructura, para encontrarle algún sentido a esto que llamamos vida... si es que lo tiene.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 feb 2021
ISBN9788418548192
Ordinario
Autor

Fernando Herrera

Fernando Herrera (Montevideo, 1987) es un escritor uruguayo, autor de Ordinario, escrita en 2018. También ha escrito cuentos, relatos y dos novelas aún sin publicar. Estudió locución y periodismo, y actualmente cursa licenciatura en Psicología en UDELAR. Se ha desempeñado en diferentes tareas y ámbitos laborales, lo que le ha llevado a conocer diferentes sectores de la sociedad, con sus costumbres, ideologías y contextos. Ávido lector, sus referentes literarios son Huysmans, Céline, y Houellebecq.

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    Ordinario - Fernando Herrera

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    En el principio fueron las voces: de murmullos pasaron a ser modulaciones claras, pero aun así no se entendía el idioma. Idiomas, son varios, y se entremezclan en una jerga que se interrumpe la una a la otra, cada cual con la tonalidad de su dialecto, invadiendo el lugar en un parloteo variopinto, incesante.

    Todos son hombres que visten trajes, pero, paradójicamente, dan la sensación de desalineados. Solo uno tiene el torso desnudo, y con la mejilla apoyada en la palma de la mano mira desinteresado, sin emitir palabra. La habitación es grande, parece ser una sala de reuniones de alguna empresa. Está decorada con grandes cuadros que parecen ser de Pollock. Miro el largo ventanal que tengo a mi derecha y veo, entre las nubes, una ciudad difusa. Me parece que no es una ciudad real, que es solo una pared pintada en grandes paneles de madera compensada. Quizá estoy equivocado y no hay tal ciudad y solo son otras pinturas. Miro nuevamente los Pollock y pienso que tal vez esas sean las ventanas, que ese es realmente el paisaje. Pero puede ser que todo sean pinturas, pinturas sobrepuestas. «Pinturas sobre pinturas. ¿Es posible eso?».

    La mesa es larga, parece de buena madera, pero también puede ser otra farsa. Los sujetos toman en pocillos cicuta. No sé cómo, pero lo sé. Y a raíz de ello, supongo que todos ellos son filósofos. Me cuesta verles las expresiones porque intento que no dirijan su atención a mí, quien no solo no tiene nada que hacer allí, sino que tampoco tiene nada para decir, y eso sumado a que estoy seguro de que soy un intruso allí.

    Me concentro en la discusión. Estoy entendiendo que trata sobre la inmortalidad del alma, cuando me asusta el portazo. Es Jesucristo, con un puñado de viudas sosteniendo candelabros de aceite: lleva el manto púrpura ensangrentado, y la corona de espinas en la cabeza. Mira en derredor de la mesa buscando a alguien, y al fijarse en mí, con labios temblando de ira me señala, sin modular en palabras su cólera. Tomo conciencia, entonces, de la gravedad del asunto. Entiendo todo a cabalidad y tengo miedo, mucho miedo. Con un escalofrío que me cruza todo mi ser tengo la certeza, irrefutable, de que el alma es inmortal.

    Y sé que tendré que volver, a repetirlo todo, otra vez, desde el principio, hasta el final.

    Vacío;

    hijo de la resignación,

    hijo de la angustia,

    hijo de la esperanza,

    hijo del reproche,

    hijo del odio,

    hijo del rencor,

    hijo de la desolación,

    hijo del pecado,

    hijo del aburrimiento,

    padre de todos los males.

    1

    Nací aburrido.

    Todos los intentos o esfuerzos de las personas por entretenerme fueron infructíferos. No sabría decir si lo intentaron o se esforzaron en demasía. Aun así, no deja de ser una metáfora, pues no hay registro, que sepa yo, de alumbramientos de bebés bostezantes. Sí algunos pasmados, que enmudecen al percibirse en otra realidad. Pero nada como un azote para que griten fuerte y den muestras de que están vivos. Es tan útil dicha práctica que funciona, y de hecho se utiliza con adultos.

    Uno de los recuerdos más tempranos que poseo es el de estar viendo una obra de títeres. Todos reían, niños y adultos al unísono. Yo me preguntaba, acerca de los titiriteros: «¿Cómo lo hacen?». O al menos esa sería la transliteración de mi pensamiento infantil en palabras. Extrañamente, el recuerdo me incluye: ceñudo, sentado en el piso con las piernas cruzadas, inclinado hacia adelante, con ojos atentos, tratando de captar el truco.

    Esto último me hace pensar, la mayoría de las veces, que me inventé el recuerdo, o que es una distorsión de quién sabe qué. La mente nos juega malas pasadas, sentimos propio lo ajeno, como cuando se llora por una película que no está basada en hechos reales ni protagonizada por humanos fingiendo ser otros humanos; como los dibujos animados, por ejemplo. Nos regodeamos en nuestras prosopopeyas bien dibujadas, al mismo tiempo que nos desentendemos de los fetiches arcaicos.

    Pero el recuerdo más incisivo que poseo, el más temprano, es justamente el de recordar. No podría precisar la edad, pero las sensaciones, retocadas o no por los años, son bastante frescas. Esto aconteció en un cuarto, en mi primer cuarto, es decir, en nuestro primer cuarto, pues allí también dormía mi hermano. Paredes de bloques y piso de cemento sin revestir. Un ropero destartalado y algunos juguetes esparcidos en una pequeña alfombra colorida y polvorienta. Me despierto. Debe ser invierno, el cuarto es frío, estoy tapado con un acolchado. El sueño que me despierta me paraliza. Es un sueño oscuro, sin sustancia. Solo mi esencia y la oscuridad, no puedo percibir otra cosa. Al abrir los ojos, ojos extraños al escenario que se le presentan, trato, con pánico, de recordar. Y ante la desesperación, solo rescato un recuerdo de mi mente.

    Es un cumpleaños. ¿De quién? No lo sé. Los rostros están borrosos, aplaudiendo y cantando insonoros. Y las imágenes se repiten, se vuelven a reproducir una y otra vez. Pero no hay más nada. Entonces siento cierto alivio, alivio porque sé que a partir de ahora podré recordar, y recordarme.

    Y ese es mi primer recuerdo vivo: recordar cuándo empecé a recordar.

    Proveniente de generaciones invisibles, no me quedaba otra opción que ser anónimo. Mi padre era mecánico, su padre, carnicero en un frigorífico arruinado, y allí se pierde la estirpe, borrosa como la bruma cuando zarparon de Europa mis bisabuelos, huyendo del hambre y la guerra. Y allí está la metáfora, que nunca puede faltar, que se cuela solo para poetizar, para darle lustre a lo que no brilla por sí mismo. Vaya uno a saber si había bruma, polvo o si estaba el aire impoluto, cálido y despejado.

    La mano pintaba mal por parte de padre. Una mezcla de miseria e ignorancia, y cuando estas se juntan no se sale entero. Y fue así, cada cual por su lado: mi abuelo se llevó la libertad a cuestas, y a mi abuela le tocó en suerte hacerse responsable de la prole generada. No hubiera sido de extrañar que nadie lo quisiera. Pero era todo lo contrario: fue una de las personas más queridas que he conocido. La vida sí que es ingrata y sin sentido del deber, si uno analiza esta historia de amor salida de la pincelada más acérrima del hiperrealismo. Los errores morales de mi abuelo no lo llevaron a la desgracia ni al cambio, y me arriesgaría a decir que ni siquiera hubo un aprendizaje. Ni hablemos de culpa.

    Por su parte, mi abuela tuvo que soportar un segundo matrimonio peor que el anterior, tortuoso y oscuro, cargado de un secretismo doloroso. Y, a fin de cuentas, todo para llevar una vida amansada por la religión, con un discurso insulso, justificando todo flagelo en cada oración, en cada lectura bíblica. Es típico de los cristianos esto de gozar del sufrimiento y sufrir por aquello que nos da el goce, y le buscan la gracia haciendo gratis aquello que otros sufren por un sueldo: seguro que el sadomasoquismo tiene sus raíces en el cristianismo.

    Santa María de Jesús, el prototipo de mujer estúpida, dócil, casta y devota, promovida por la Iglesia, es un claro ejemplo de ello. En su libro, que no se puede leer sin sentir unas ganas irrefrenables de hacer origamis con sus páginas para darles algún propósito real, no se cansa de esa prédica empalagosa, que es una especie de mamada espiritual, antinatural, obstinada, que exhorta a los jóvenes a servir a ese Jesús que «tanto hizo por nosotros». ¿Por qué no hacer algo por él? ¡Pero si nadie le ha pedido nada! ¿Cómo seguirle el hilo a una mujer que nos muestra como camino a Dios el dolor, la enfermedad y la muerte, a tal punto que le pide a este que la enferme? Y todo ello con la vista en un galardón invisible, abstracto, intangible.

    Pero todo ha cambiado. La mayoría de los pobres ya no quieren el cielo, ni comida, ni abrigo. Ahora quieren dinero contante y sonante. Nada de caridades, «yo me lo merezco», y son, gracias al Robin Hood descontrolado, los primeros en cobrar.

    Eso era por parte de padre, por parte de madre; como decía el degenerado de Salomón: «Nada nuevo bajo el sol, amigo». Bisabuelos italianos muertos, con o sin bruma, y un abuelo que amasó un poco de fortuna. Trabajando para el Estado, escaló a fuerza de romperse la crisma estudiando frente a un primus que todavía le funcionaba. Aquella jubilación la tenía para él solito, pues mi abuela había muerto y mi tía, con la que vivía, como quien dice, había muerto también, pero en vida. Aun así, aquello caía en saco roto, pues este abuelo no gastaba más que las alpargatas en su discurrir, y los dedos en las páginas de los diarios que se tragaba junto al desayuno.

    A mi tía aún la recuerdo hablando con los angelitos bajo un árbol de pitanga, sentada en una reposera oxidada a la que se le había roto una tira, falla por la cual una parte de una nalga se le desfondaba. Fumando y asintiendo con su cabeza rapada a aquellas palabras que eran accesibles solo a ella y al realismo mágico. Movía la cabeza hacia atrás y hacia adelante, como esos perros que se pegan en los tableros de los autos, y reía. Mi abuela, a su vez, en una especie de dicotomía de gestos, negaba con la cabeza; mientras devolvía las hojas a los pies de los árboles con una escoba, despotricaba remarcando su condición de loca. Mi abuelo le decía que no jodiera, que no molestaba a nadie, y que al menos era la única que reía en la casa. Desde que mi abuela murió, le hizo los mandados, y a la lista, caligrafiada minuciosamente por su padre, le agregaba paquetes de papel higiénico, que luego se amontonaban cada vez más en el piso del espacioso baño.

    —Como si cagáramos más de lo que comemos —refunfuñaba mi abuelo, agarrando el vuelto y sacudiendo la cabeza.

    Pero, como dicen, lo que se hereda no se roba, que el viejo también tenía lo suyo. Se bañaba con creolina en una palangana deslucida que tenía en su cuarto, donde además acumulaba revistas y diarios, y entre la ropa, su taza, el té y la azúcar negra.

    Todo esto lo sé, obviamente, no por la gracia del Espíritu Santo que dicta a los narradores omniscientes, sino más bien porque, al ser mudo, la gente que entra y sale de mi vida, inexorablemente, termina contándome algún cotilleo y yo lo atesoro, por más ínfimo que sea. Y lo escribía, en la cabeza, por aquel entonces. Lo escribía todo, por las dudas, y hoy lo plasmo aquí, también por las dudas, para que dure lo que tenga que durar, y llegue a quien tenga que llegar.

    Quizá nadie se interese jamás por algo así, y no los culpo. Pero la responsabilidad no es solo mía, también es de los narradores, quienes me cuentan, desde el tiempo en que les puedo recordar, anécdotas insulsas, inconexas y sin moraleja. Y así, en vez de estar escribiendo Los Buddenbrook 2.0, escribo anoréxicos relatos, reunidos en una especie de compendio de entremeses posmodernista. Y a todo esto hay que sumarle que ese Thomas Mann, al que si se le notaban por lo voluminoso de sus obras las ganas de escribir que tenía, sí contaba con su todopoderoso narrador omnisciente, que nos lleva hasta lo más íntimo de los personajes, como en una especie de reality show filmado con una nanotecnología intestinal.

    Me daba una punzada en la incertidumbre toda aquella trama familiar. Me refiero a la mía. Todos ellos hicieron el agujero, sudorosos, y la historia se encargará de sepultarlos. Esta sangre, que corre dolorosa, sufrida, tiene esa peste, esa amargura adherida a los genes con rabia, con el anhelo humano de no querer ser olvidada. Es por esto que nosotros, imbéciles por herencia, venimos a repetirlo todo.

    Ni una foto sobrevivió más allá de los bisabuelos. Y quizá sea que nos plantamos como jugadores nuevos en este laberinto sin mapa, con los mismos rasgos o personalidades de esos muertos borroneados por la historia, cometiendo los mismos errores, apostando a los mismos números, perpetrándonos, sin más esperanzas que la de no saberlo jamás.

    Mis padres fueron buenos padres. Por lo menos hasta donde se les fue permitido. Me refiero a su naturaleza, no tanto a la cultura, de la cual de jóvenes supieron ser buenos actores. Pero, tras entregarse en cuerpo y alma a la religión para ser moralmente reprogramados, ahora huían de ella como de la peste. Yo trataba de huir sin suerte, de las dos. De la cultura era imposible escapar, como en esas películas de terror en las que la chica corre, huyendo de una cámara en mano que la sigue con un puñal en una de las aristas de la pantalla.

    Y de la religión, qué decir. «Ponte detrás de mí, Satanás, ¡y vámonos!».

    Nunca fueron personas ambiciosas, mis padres. En ningún aspecto de sus vidas. La mediocridad era la regla en casa. Todo lo contrario de lo que intentaba enseñarme Disney a través de sus animales parlantes y alfombras mágicas, que, retorciendo cuentos para adultos, nos daban esperanzas de poder construir y habitar un mundo ideal. Pero ellos no tenían forma de notarlo. No pudieron evitar transferir esa apatía a sus hijos. Creo que ni siquiera lo intentaron. Y en ese caldero insustancial nos cocíamos, mi hermano y yo, a fuego lento.

    No supieron invertir ni ahorrar su dinero en tiempos de bonanza. Así, la economía familiar subía y bajaba igual que las estadísticas que mostraban en la televisión. Todavía me recorren escalofríos de incertidumbre cuando pasan alguna gráfica, y me viene a la mente el rostro de mi padre: impasible, desentendido de todos aquellos números, esperando reclinado en el sillón la película de después del noticiero. Tener la tranquilidad de la ignorancia, como una anestesia emocional, es una condición realmente envidiable.

    Nada como llegar a casa, poner los pies sobre una mesita de madera compensada y ver en el noticiero cómo el mundo se cae a pedazos. Partiendo de que toda vida perece, ¿cuál es el sentido de perpetuarla? Nos desgarramos las vestiduras por gentes y animales que de todas formas van a morir.

    Con este razonamiento, bastante nihilista, por cierto, ¿vale la pena vivir?

    Si nos detenemos a pensar en todo lo malo que debe estar pasando en este preciso momento…, renunciaríamos a todo. Por eso elegimos renunciar a pensar. Mejor ocupar el tiempo, rellenar el almanaque con cumpleaños y festividades, narcotizar la realidad.

    En lo que refiere al éxito laboral o intelectual…, nos criaron para ser empleados o, en el peor de los casos, mano de obra no cualificada. Antes de ser operario en la fábrica de plásticos en la que me desempeñaba en esos tiempos, anduve haciendo lo propio en una de acolchados, por dos eternos años. Cargaba la cinta de una enorme cardadora con lana de ovejas de plástico. Estaban orgullosos de mí por ello. Llegaba tarde a casa, después de viajar parado una hora en autobús pensando en todo lo que hacía por un sueldo miserable. Nada de extrañarse, era parte de seguir alabando el sufrimiento: «Con el sudor de tu frente comerás pan, y con el del culo pagarás impuestos».

    Mi madre casi siempre me esperaba con un plato de comida casera recalentada, la cual devoraba vestido aún con el juego acartonado de pantalón y camisa de la empresa, y con las volutas de fibra pegadas a él. Mi padre seguía mirando el noticiero en el sillón de la sala, pero con el volumen tan alto que parecía que las noticias me perforaban el cerebro. No eran viejos, pero se comportaban como tales.

    Cuando empecé a manifestar mis aspiraciones, unos meses después de retomar mis estudios en un liceo nocturno, parecieron escucharme atentamente, pero sin alarmarse. Me recordaron que, para no dar tumbos entre fracasos y decepciones, uno tiene que «ponerse metas realistas». Y, obviamente, «el ojo sencillo», «la humildad» y todo aquello que interpretaban que Cristo quiso decirle al mundo cuando ni siquiera se habían inventado las corbatas.

    A veces me imagino al Mesías viviendo en el siglo xxi. Lo veo trabajando en el taller de autos de su padre, engrasado hasta el culo, tratando de disuadir a José para que no golpee a su madre, de convencerlo de que todo es culpa de Satanás: «Cuando mi padre me entronice —le explica a un José fastidiado por los cuernos divinos, mirando con un ojo las muescas de un rulemán— todo irá bien. Piensa que son solo tres años de predicación, un día de martirio, tres días entre los muertos y ¡zas! co-ro-na-do».

    En fin, el revisionismo teológico quizá no sea lo mío.

    Cuando les conté que me habían llamado para entrevistarme, impostaron una sonrisa poco creíble. Se paseaban nerviosamente cuando me estaba haciendo el nudo de una corbata que no era para los servicios de mi congregación. La cosa tenía su gracia, al menos para mí.

    Para ellos, lo peor fue cuando conseguí el empleo y empecé a avanzar en secundaria; comenzaron a mirarme como si fuese la viva representación del prisionero que vuelve a la caverna. Creo que temían profundamente que un día llegase a casa en un auto nuevo, vestido con ropas compuestas cien por ciento de algodón y zapatos de cuero lustrado.

    De hecho, eso pasó.

    2

    Febrero.

    El peor mes de todos, si es que puede calificarse así a un período que ni siquiera alcanza los treinta días. Quien nace en febrero nace para el olvido. Yo nací en febrero. Ronald Reagan, también. Llovía. Mi madre tardó sus buenas horas en darme a luz, quizá porque yo no quería nacer, o porque ella no me quería parir. Dios sabrá, si es que existe. Debía estarme pudriendo en aquella placenta cuando me sacaron, literalmente hablando. Nací diez días después de lo previsto. Y todo en mi vida vendría así:

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