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Todos vosotros bajo el cielo: Nudos
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Todos vosotros bajo el cielo: Nudos
Libro electrónico223 páginas3 horas

Todos vosotros bajo el cielo: Nudos

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Un mismo nudo puede hacerlo: atarnos y liberarnos.

Valentina pronto descubre que rebelarse más que una opción es una condición. La suya propia. Que hay que apretar los dientes y seguir adelante incluso con las heridas abiertas. Y que las buenas intenciones pueden acabar contigo, aunque las abandere tu propia familia.

Asumir su identidad y mantenerse fiel a sí misma será la forma en que comprenda que el arma realmente poderosa que marca la diferencia en el curso de los acontecimientos es el amor.

¿Estará dispuesta también a asumir las consecuencias?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 oct 2018
ISBN9788417587031
Todos vosotros bajo el cielo: Nudos
Autor

Micaela G.C.

Micaela Gómez Colón nace en 1975 en Vilches (Jaén). Obtiene la licenciatura en Historia del Arte en la Universidad de Granada, ciudad a la que debe el atreverse a creer. 2013 es la fecha de referencia. El cambio vital que llega con la pérdida de su padre hace que, definitivamente, escribir se convierta en una decisión. Tras la publicación de su poemario No me espera Sofía Loren en 2014, Todos vosotros bajo el cielo (Nudos) es su primera novela. En la actualidad reside en Bargas (Toledo).

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    Todos vosotros bajo el cielo - Micaela G.C.

    Prólogo

    En lo único en lo que puede centrarse mi mirada es en la estrella. La estrella que indica la fecha de su nacimiento. Me parece el único elemento liviano sobre la tumba de mi padre. Y es extraño que también su nombre haya cobrado una belleza que no he sido capaz de ver antes. La piedra arde.

    Desde la entrada y mientras caminábamos hasta aquí por la calle central del cementerio he agarrado el dedo de mi madre porque, a veces, sigo siendo una niña de cinco o seis años que combate los miedos llevada de su tacto.

    Luego volvemos a casa con el trozo de corazón resultante de nuestra batalla con la enfermedad y la muerte, menguado pero mucho más fuerte, para dar por cerrado el domingo y encarar una semana más.

    De regreso en el coche pienso en el viaje proyectado para las vacaciones y en lo que él me habría dicho, en su sonrisa, en el tono de su voz, en su opinión acerca de las cosas siempre propia con el distintivo de su sensibilidad. Y me digo que quizá sea el momento de dejar de darle vueltas y escribir. Hacerlo de una vez. Todo eso que viene conmigo como una piel, lo bueno y lo malo, lo que me libera y lo que me mortifica, me seduce o me ataca, ha encontrado ya su tiempo — creo — de decir adiós. Porque yo ya no soy yo. Al menos la de antes de. De un tiempo a esta parte estoy administrando muchos finales y encontrándome con más principios de los que esperaba. El socorrido «esperar a que se me pase» ya no es una opción.

    Respiro y recuerdo con claridad la expresión de hombre contento de mi padre cuando algo le gustaba. Y no me cabe el amor en ningún sitio.

    Todos hicimos guardia a su lado las últimas noches de su vida. Después velamos un cuerpo del que él ya se había desprendido y lo dejamos bajar a una tierra imposible de ver como seno de nada en un momento así.

    Vivir la muerte tan de cerca conmociona. Sobrecoge. Se deja de ver el mundo tal y como lo veías horas, minutos o días antes. Pero para ser más precisa, esa indefensión me atacó una mañana o quizá dos antes. Salía del hospital ahora no recuerdo para qué a la calle, hacía frio aunque el sol estaba. Cuando sentí el aire en la cara y me vi fuera del edificio, todo parecía estar envuelto en un silencio como el que tenemos cuando vemos fragmentos de cine mudo. Fuerzas más los sentidos porque sabes que falta algo esencial. Pero dejas de hacerlo cuando asumes que el sonido no llegará porque eso es lo que define lo que ves, lo que sientes. Yo salí a un mundo esa mañana que era otro para mí. Un mundo sin él.

    No puedo dejar de sentir que él vela mi corazón cada latido para mantenerme en camino. Y viva, sobre todo viva, abandonando las renuncias, los miedos, la predisposición natural al desaliento que parecía haberse colado en casi todo lo que sentía íntimamente mío. Estoy aprendiendo a presentar batalla con él único fin de celebrar la vida, viviéndola. Presentar batalla y vivir además de parecer conceptos contradictorios, encierran un misterio. Yo voy a atreverme con el mío. Desde ya.

    Antes, mientras permanecíamos frente a su tumba le he preguntado una vez más a mi madre por su luna de miel. Inmediatamente cambia la expresión de su cara como un resorte, consiguiendo que al escucharla casi pueda tocar el amor de aquella pareja saliendo muy temprano en un tren hacia Granada. Sabía que invocando esos días felices le traía a mi madre una fuerza poderosa capaz de enfrentarlo todo, también la negrura que amenaza por momentos si bajas la guardia un segundo. Lo he lanzado como quien lanza un hechizo para devolvernos a las dos al punto de luz necesario del ritmo del día, la sonrisa y la esperanza, pase lo que pase. Me alegro tanto de que funcione que en momentos así sé que creo en Dios. También creí en la espesura de los días de hospital, sin buscarlo ni afanarme importunándolo con preguntas huecas y obvias. Y sé que no hay ningún mérito mío en esto. Todo se lo debo a las personas que me rodearon y el faro que supusieron cuando hizo falta. Providencialmente.

    Al llegar a casa me organizo un poco y me meto en la ducha con los nervios y emoción de un viaje a Grecia que todavía no acabo de creerme y una decisión recién tomada bajo el agua: escribir todos y cada uno de los días de este verano que acaba práctica y científicamente de entrar a las 18.38 horas. Cojo el primer papel que encuentro en mi desordenada mesa y anoto:

    Tienes que dejar que la luz siga su camino. Déjate atravesar por ella, eso hará que todo fluya incluso cuando te duela tan intensamente que quieras desaparecer.

    Despegar

    Imagen relacionada

    Como la opresión en la boca del estómago no se iba, no conseguía respirar y el pitido en mis oídos se hacía cada vez más grande decidí agarrar el arma que tuviera más a mano para intentar luchar, salvarme. Y fue un lápiz.

    Un imposible como otro cualquiera. Con alma de posible.

    Jesús gritó con voz fuerte:

    — Lázaro, levántate y anda

    (Juan, 11 — 1/45)

    Lo notaba otra vez. El latido en las sienes. El nudo en el estomago. O en el pecho. En alguna parte. Otra vez. Mientras pisaba la colilla del cigarro en la puerta del cementerio. Ese nudo fue lo que hizo que levantara la barbilla y mirase al frente. Porque aunque lo aturdía, ese nudo lo empujaba siempre hacia delante, le hacía reaccionar. Después de todo estaba allí. Si había accedido a hacer acto de presencia era por un asunto muy simple: saldar cuentas. Aunque le hubiera encantado reconocer que lo había hecho al sentirse conmovido por la petición de su madre. No era el caso.

    Reunión de pastores, oveja muerta. Muerto el perro... El rey a muerto, Dios salve a la reina, pensó Román en su madre con un dolor que lo atravesaba clínica y escrupulosamente. Porque sabía que su madre era la sucesora. También pensó que aunque ese hombre no fue un perro sí fue un experto inoculando rabia. De todos modos, algo en su conciencia le impedía dar por bueno el viejo refrán si lo aplicaba a aquella situación. Incluso sabiendo que ese hombre no fue un hombre bueno. No para él. Había un buen número de personas que hoy podía permitirse la crueldad y él era una de esas personas. Pero era más crudeza que crueldad. Había diferencia. En cualquier caso, si estaba siendo algo era natural. Es decir, frío.

    ¿Y en qué se traducía la frialdad? En que se sentía resucitar mientras lo enterraban. Se sentía despertar de un largo coma. De un sueño inducido, pesado, que no le había permitido vivir, de alguna manera, con plenas facultades.

    Entró. Se acercó silenciosamente al grupo congregado alrededor de una tumba que él no podía ver desde donde se acercaba. Se mantuvo detrás. Esas personas que le daban la espalda eran su familia. Una familia hecha al antojo del hombre que ahora ya no diría nada, ni decidiría nada, ni sería juez ni señor de nada. Oyendo de fondo algunos sollozos, lo único que Román podía recordar es el día en que se vio obligado a abandonar su casa. Una casa que más que su casa era la de él. Él era el amo y señor de todo. Se veía otra vez bajando las escaleras arrastrando su mochila, aguantándose las ganas de llorar y sintiendo una fuerte opresión en el pecho. Fue el día en que apareció el nudo. Su nudo. Sólo tenía 14 años. Estaba asustado. Y furioso. Se sintió abandonado. Repudiado. Pero ya no era aquél niño. El tiempo y el respeto — y él había sido educado en el respeto — conjugaban muy bien. De hecho, el respeto era lo que hacía que pudiera comprender aquellos lloros apagados. Y el tiempo, aunque casi siempre nos impacientemos y dudemos de que con algunas cosas haga justicia, se encarga de todo lo demás. Como ahora.

    Hacía calor. Estaba incómodo y sudaba debajo del traje de rigor que marcaba el protocolo. El nudo de la corbata estaba perfectamente en su sitio pero el otro campaba a sus anchas, ilocalizable. Seguía recordando — ahora el tono burlón con el que el gran hombre lo atacaba — y pensaba que la vida siempre nos da la bofetada que tengamos pendiente. Secamente. Su abuelo ya la había recibido.

    Román miró a su madre — de pie junto a sus tías y tíos al otro lado de la tumba — de la que recibió un gesto de aprobación cuando sus miradas se encontraron. Ese asomo de sonrisa desgastada y sin fuerzas le estaba dando la bienvenida y le agradecía su presencia. Se sintió aliviado.

    Pensó que los hombres pueden caer fulminados por un rayo, él cayó siendo un niño todavía. Y también que los caídos, pueden ponerse en pie por su descarga. Sí. Sin duda ahora era su caso.

    La Casa ya no era la misma y sólo habían pasado unas horas desde que él no estaba. Ni rastro de la impronta que amenazaba con ser perpetúa. Sólo le ha bastado cruzar la verja para sentirlo. Había más aire, como si hasta el aire hubiera encontrado también vía libre y hubiera corrido para ventilarla. Román está clavado en la gravilla de la entrada con el ceño fruncido, mirando la fachada de la que fue su casa. Le cuesta unos segundos volver a la realidad. Sin darse cuenta ha repetido el ritual de la infancia que lo hacía detenerse antes de entrar, porque el miedo que sentía había que intentar domarlo antes de hacerle frente a él, al gran hombre. Destensó el rostro y le dedicó una sonrisa a la cara que lo saludaba desde una de las ventanas del primer piso. Matilde no envejecía.

    Le pidió a Dios — también de niño lo hacía antes de entrar en la casa, como si por arte de magia y en virtud del terror que soportaba, fueran a ser escuchadas y concedidas sus súplicas inmediatamente — que por una vez Él y el Diablo pactaran e hicieran posible que esas personas maravillosas como Matilde se quedaran para siempre. Personas como Matilde alumbraban en las sombras, abrían espacios en lugares donde la asfixia era lo común logrando hacer del respeto que mostraba a cada cual, lo más natural. Esas personas que siembran como un impulso natural y confían en que habrá frutos antes o después.

    Matilde pertenecía a esa especie. Todos en la casa la respetaban porque eran conscientes del valor de su presencia. Todos tenían con ella una relación que crían más especial que con el resto porque así era como les hacía sentir con su trato. Matilde les dedicaba la atención que necesitaban y que ninguno obtenía de quien debiera estar ahí para dársela. Cuidaba los detalles, jamás olvidaba un cumpleaños, aniversario, examen, reunión o fecha importante. Román recibió sus paquetes, cartas y llamadas desde el día siguiente a su salida de la Casa. Nunca se olvidaría de eso. Oyó antes la voz de Matilde al otro lado del auricular que la de su propia madre. Y también había sido así ahora, con el anuncio de la muerte del abuelo.

    Al entrar comprobó que en efecto, la casa era otra. Era increíble como una persona transforma las cosas. Y como la falta de una persona las transforma de igual modo. En este caso para bien. Le pareció que había más luz en el recibidor. Sintió ganas de recorrerla palmo a palmo, recuperar lo que de alguna forma perdió con su marcha. Se había hecho un hombre fuera de esos muros pero sabía que le debía mucho al niño que había sido allí. Matilde interrumpió sus pensamientos cuando apareció en la escalera.

    Román la esperó quieto como cuando era niño. Ella se acercó con paso decidido levantando sus brazos para alcanzar a rodearle el cuello y abrazarlo con fuerza. Esos abrazos que te recolocan los huesos, las entrañas y todo lo que no ande en su sitio. Lo besó apretándolo muy fuerte haciendo que el sonido de los besos retumbara dentro de su cabeza, lo apretaba como si temiera que fuera a escaparse, exactamente igual que cuando era un niño. Luego hizo que se diera media vuelta para pasarle revista. Román se dejaba hacer porque sabía que en mejores manos no estaría nunca.

    Cuando ella hubo terminado con su protocolo de bienvenida, él la besó en la frente y retuvo un momento su cara entre las manos para tener de lleno la mirada de esos ojos verdosos, casi líquidos de Matilde y a los que nunca pudo ocultar nada.

    — Eres el sol de esta casa, Matilde. La salvación de todos nosotros.

    — Anda, calla, que tienes mucho cuento.

    — Creo que si un día voy al cielo, será porque te he querido y he prestado atención viéndote querer a los demás.

    — Tú lo que eres es un canalla — Matilde se ponía nerviosa cuando le mostraban afecto, sobre todo sus niños, los que un día lo fueron.

    Lo cogió de la mano y se lo llevó a la cocina. Había preparado bizcocho de limón con extra de azúcar como a él y a sus hermanos les gustaba. Román se sentó en el tocón de madera que hacía las veces de taburete junto al fuego y que siempre fue su sitio preferido. Matilde le acercó su porción y se sentó a su lado después de mirar por la ventana esperando la llegada de los demás en cualquier momento. Él había sido el primero en hacerlo. Se había quedado lo justo en el cementerio. Ya era demasiado con haber ido. Matilde suspiró como sólo lo hacía ella, como si tuviera que encargarse de poner orden en el mundo y necesitara coger aire antes de ponerse a ello.

    Pero había algo mas, estaba disgustada y Román sabía por qué. Su hermana no había venido. Su mirada buscaba una explicación en Román, pero no le preguntaría. Una de las cosas más asombrosas que adornaban el enorme ser humano que era Matilde es que nunca hacía preguntas. Nunca. Tenía una sensibilidad natural, el conocimiento de que cada cosa necesita su fuego y su tiempo. Y tenía además una delicadeza exquisita para desenvolverse con la inquietud y la preocupación sin importunar a los demás. Román admiraba esto en ella más que ninguna otra cosa. Era una virtud que nadie más tenía. En un mundo en el que todos preguntan, es más, en el que casi todos se sienten con el derecho a exigir respuestas, en el que quien más quien menos — todos, para ser exactos — se mueve midiendo las preguntas y sopesando muy mucho las respuestas porque el acierto en ellas condiciona todo lo que suceda después, encontrarse con una persona haciendo gala de esa maravillosa muestra de respeto y confianza era como encontrar un unicornio.

    Matilde no preguntaría. Román hizo un guiño que sabía le haría reír . Quería alegrarla un poco y lo consiguió. Y era difícil porque su hermana era su ojito derecho por más que ella lo negara con embarazo, asegurando que los quería a los tres por igual. Ya no eran unos niños y les divertía esa defensa férrea que hacía de sí misma y sus predilecciones para evitar hacerles sentir menos importantes. No lo eran. Marcelo y Román lo sabían. No competían por su amor porque se encontraban tan saciados que no se había despertado en ellos ese instinto infantil. Era sólo una luz pequeñita de brillo intenso en el fondo de la mirada de Matilde cuando ésta se dirigía a su hermana, lo que había de distinto. Y esa luz no dañaba en absoluto lo que tenía con ellos. A su manera, desde pequeños lo comprendieron con naturalidad. Quizá porque ellos también adoraban a su hermana. Era, por tanto, una pasión

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