La Sospecha
Por Laura Vizcay
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La Sospecha - Laura Vizcay
Copyright © 2010 por Laura Vizcay.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso: 2010932946
ISBN: Tapa Blanda 978-1-6176-4045-2
ISBN: Libro Electrónico 978-1-6176-4046-9
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.
Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.
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203450
el mundo es una red, las cosas se filtran poco a poco
.
John Updike
A mis hijos, Máximo, Natacha y Bárbara,
que me dan su tiempo, su paciencia y su extraordinario amor.
CONTENTS
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPITULO V
CAPÍTULO VI
CAPITULO VII
CAPITULO VIII
CAPITULO IX
CAPITULO X
CAPITULO XI
CAPITULO XII
CAPITULO XIII
CAPITULO XIV
CAPITULO XV
CAPITULO XVI
CAPITULO XVII
CAPITULO XVIII
CAPITULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPITULO XXI
CAPITULO XXII
CAPITULO XXIII
CAPITULO XXIV
CAPÍTULO I
"Amar, es estar en contradicción permanente
con todas las ideas comunes"
Balzac
Aquel día, lo había invitado a comer. No estaba segura de que vendría. El Toro, así lo llamábamos, andaba de reunión en reunión con la banda del Turco y el Vaca. Yo sabía que esas andanzas lo trasnochaban. Siempre había sentido cierta envidia por Lola, la novia del Vaca, que era de la partida. Y antes, mucho antes de lo que sucediera después, también había envidiado a Estela, la novia del Toro. La había envidiado hasta el mismo día en que la encontraron estrangulada en su departamento de la calle Brigadier López.
En esta mañana de Domingo, yo esperaba al Toro con la mesa tendida y unas cazuelas de langostinos que había comprado el día anterior en el mercado central, no sin antes, dos días antes, rogarle a don Manuel Bazuco que me los guardara porque tenía una ocasión especial y que no importaba que él tuviera que sacarlos de esa partida que reservaba todos los días para Las Delicias.
-Tal vez la lleve a Lola—me había comentado el Toro, por teléfono, la noche de la víspera. Y una risita se coló por la línea
Él, por algún extraordinario sexto (o el más superficial) sentido, había captado que Lola no tendría la bienvenida en mi casa. Pero, le gustaba jugar de esa manera. Algo que me crispaba lo suficiente como para, la mayoría de las veces, odiar un poco a todos los hombres. Con ese tono íntimo y a la vez socarrón de tal vez la lleve a Lola
sentí el típico calor en el rostro que me producía la indignación. Es que Lola era y había sido la preferida de los muchachos, y parecía que, últimamente o desde siempre, vaya uno a saber con Lola, lo era también, del Toro. Pensé que la ironía podía asistirme esta vez y respondí al juego:
—Está bien, pero tratá de perderlo al Vaca en alguna esquina. ¿O se les terminó el romance a esos dos?-
Estaba realmente indignada. ¿Cómo se atrevía? Esperé su respuesta mientras rogaba que me dijera que no, que Lola aún le pertenecía al Vaca y que estaban en el mejor momento y . . . .
-No te preocupés, tontita, con los muchachos compartimos todo. Y otra vez la risita.
No respondí inmediatamente, me quedé pensando en Estela. ¿También la habrían compartido? Me odié por el sólo hecho de pensarlo. Odié que él me llevara a esos pensamientos, el Toro lograba sacar de mí, lo peor.
-Hacé lo que quieras Toro. Pero si no venís, llamame. Tengo cosas que hacer.
Otra risita completó mi mal humor. Corté la comunicación y, casi ineludiblemente, pensé en la bella Lola. Pelirroja, con esos senos entusiastas que inquietaban a cualquiera. ¿Estaría delgada y, a la vez, redondeada como siempre?
Traté de serenarme y me dije que yo debería estar sexi para cuando el Toro golpeara la puerta de mi departamento del 5to piso, el A, sobre la avenida Freyre. Miré a mi alrededor y me dije: demasiado blanco. Demasiado vacío. Demasiado frío. Tuve un escalofrío que se interrumpió cuando me surgió la duda:. Ay, Dios, ¿le habría dicho bien, el número de piso? ¿La altura de la avenida? Siempre yo, tan lenta . . . tontita, tontita, eran las palabras frecuentes del Toro ante mis torpezas, ahora . . . me parecía escuchar otra vez su voz . . . ¿este tipo me sacaba de toda lucidez posible? Flotando en una nube fui hasta los guardarropas y me cambié la remera blanca. Elegí una camisa roja de seda y desprendí los botones desde el cuello hasta el inicio de mis pequeños pechos. Me miré al espejo y me tuve lástima. Busqué una remera negra que se asentaba sobre mi pecho y me daba un cierto estilo. Me dije: a falta de pan, buenas son las tortas.
Sonó el teléfono, corrí hasta el inalámbrico tirado ahora sobre mi cama, pero no llegué a tiempo. Pensé que sería la inevitable llamada de mi madre. Claro, era Domingo.
Me extendí de espaldas sobre la cama y pensé: pobre vieja, de alguna manera intenta sobrevivir viviendo a través de mí. ¿Y yo, qué le daba?
"y el hijo está triste, se pregunta cómo sentirán sus padres que todo se modifica . . . los hechos y las actitudes han adquirido otros significados que cuando ellos eran jóvenes, qué sentirán al notar la lenta y suave destrucción de todo lo que creyeron infinito y verdadero . . . . debe ser desolador encontrarse con ese borde que desaparece como la luz al avanzar el día . . ." ¿alguna vez había leído estas palabras y se grabaron tan nítidamente en mi memoria?¿ . . . que inútil sentido las justificaba en mi triste y miserable historia de hija responsable? Estas palabras eran casi una rutina en mi mente.
Respiré profundamente. Pensé en Buda: Programa del día: inspirar, espirar, inspirar, espirar . . . . sonreí un poco. Últimamente (casi siempre), cuando se trataba de mi madre, todo se diluía en el mar de las contradicciones, donde tanta cosa irresuelta se confabulaba para paralizar ese cambio que yo esperaba, que yo deseaba que me asaltara inesperadamente y me convirtiera en esa hija amante y agradecida que muy pocas veces había alcanzado a visualizar con mi extraordinaria imaginación.
Sonó, otra vez el timbre del teléfono.
Sí, era mi madre. Con paciencia oí su saludo tierno y sus preguntas: ¿estás bien hija? ¿No querés que vaya a estar contigo unos días? Así se iniciaba su charla hasta que llegaba, directa, al motivo de la llamada.
-No mamá, te agradezco la invitación, tengo gente invitada. Saludalo al Tío Iván. Decile que yo los invito el próximo domingo. Sí, te prometo que no voy a cambiar de idea. Sí. Te dije que sí. ¡Mamá . . . . ! Yo era muy proclive a cambiar de ideas sobre todo en lo relacionado a los asuntos familiares. Cada minuto que pasaba mi vida era una revolución interna, como un thumbaround, es decir 360 grados en dirección contraria.
Corté la comunicación y pensé en el plan que había diseñado para este domingo, la visita del Toro, su cercanía y la situación que se daría en el preciso instante en que yo develara mi hipótesis. No pude dejar de escucharme con mi voz tenue y entrecortada por la respiración agitada: Sí mamá, te lo prometo, si es que estoy viva, todavía.
La imagen del Toro, se hizo gigantesca y cayó como un cíclope hambriento, sobre mí. Grité. Y fue un alarido raro. Como si una mano de fuerza increíble se cerrara sobre mi cuello. La voz se asfixió, fue casi un llanto desgarrador. Me levanté de la cama. Mi cuerpo pesaba como un cuerpo sin vida. Casi me arrastré hasta el baño, abrí la canilla y lavé mi rostro. Me miré en el espejo del botiquín. Mis ojos no podían contener las lágrimas. ¿Qué estaba haciendo? Mientras con manos temblorosas secaba mi rostro, recordé que estaría completamente sola en el edificio. Así sucedía cada domingo. Comencé a preocuparme. Caminé hasta la cocina. Allí la luz del sol entraba como un rayo sobre la mesada. Vi a la paloma blanca posarse sobre el borde del balcón, me miraba, sonreí. Me sentí una vez más como una reverenda estúpida. ¡¿Qué estaba pensando?!
-Sólo estás haciendo tu trabajo,—me dije en voz alta—y no te salgas del plan porque todo se caerá a pedazos . . . —¿me estaba volviendo sensible? Debía pensar, recomponer la situación, pero mi mente no se detenía.
Ahora, ella, frente a la ventana, frente a esa calle vacía, era como que la luz disipaba la sangre de las cosas heridas, era como que la luz como una alucinación le imponía vida y borraba todo ese unánime miedo a las sombras, a la duda. A la terrible duda que le hacía tenerlo en casa.
Así pensé que debía comenzar el primer capítulo de la novela que, desesperadamente, mi editoriucho francés me había encargado y que en esta mañana de domingo, esperaba resolver. Un respiro profundo intentó calmarme.
—Ay, Toro, tenerte conmigo para hablar arbitrariamente de un secreto, tal vez la peor de las traiciones, un quebranto que ni Dios puede amortiguar su terrible existencia . . . .
CAPÍTULO II
Un hombre que no comparte el sentido
común no debe vivir de acuerdo a las
reglas del sentido común
George Sand, 1.869
-Sos una pacata, me había dicho el Toro aquella tarde, cuando quedamos los dos a solas.
-¿Qué querés decir?-lo increpé mientras me sonrojaba . . .
-Eso, que sos una pacata.
Yo me levanté y me marché, nunca más lo vi. Hasta nuestro reencuentro en el Baviera de 25 de Mayo.
Me había tratado de mojigata, en el mejor de los casos de insignificante.
Nunca se lo perdoné.
Pensé que revivir mi historia con el Toro, permitiría que fluyera mi creatividad, ya que era una especie de historia no reconocida en mi vida. Como uno de esos tramos capaces de soslayarse y jamás tener nombre propio. Tal vez por eso, inesperadamente, había acudido a mi mente como motivo de salvación para mi perentorio trabajo de escribir sobre amor, sospechas e impunidades.
Lo raro es que se aparecía su recuerdo como una asignatura pendiente. Pues, hasta lo que yo sabía, el Toro no me debía nada y yo nada le debía a él.
Nos habíamos conocido en la escuela secundaria, circunstancialmente, había sido mi profesor, sin embargo pudimos acercarnos amistosamente ya en la facultad, cuando ambos dictábamos clases, él como titular en Derecho y yo como adjunta en una cátedra de Literatura Contemporánea. Así compartíamos amigos comunes. Pero en esos años que trabajaba como mi profesor, tanto los alumnos como otros profesores y hasta podría decir que, también, los porteros del colegio, lo adoraban.
Sin