El año terrible
Por Tamar Cohen
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"Soy un alpinista que anda escalando el Everest con el equipo más ultramoderno: tenis de pie de gato, arnés, casco, barritas de proteína, agua y hasta una brújula poca madre. De pronto una avalancha, que quién sabe de dónde salió, me arrastra y me hace retroceder día y medio de caminata; pierdo todo, hasta la brújula de poca madre. Y como si eso no fuera poco, comienza a nevar, el sol desaparece, estoy a diez grados bajo cero y no tengo la menor idea de qué hacer.
Eso es una crisis.
Ahora intenta trasladar todo a mi recámara."
Un libro que trata de la depresión desde la voz misma de una joven que la experimenta.
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Comentarios para El año terrible
2 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Es un buen libro, si lo que se busca es disfrutar una lectura entretenida y ligera.
He pasado un buen rato leyéndolo. Lo recomiendo si se busca pasar un buen rato; sin grandes expectativas ni requerimientos.
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El año terrible - Tamar Cohen
Playbook
Capítulo 1
ME DETECTARON depresión el lunes 27 de febrero de 2012 a la una de la tarde. Me acuerdo del día porque no tuve clases: los diputados lo hicieron festivo para conmemorar el bicentenario de la primera vez que se juró por la bandera nacional. ¿Por qué recuerdo eso y no el nombre de la película que vi ayer? Ni idea. Y la hora no es difícil de recordar. El uno es el número más fácil del mundo.
—Mi niña, no sufras, lo que tienes es una depresión —dijo la psiquiatra después de que casi me termino su caja de kleenex.
Era medio bizca y tenía la cara flaca y alargada, como si estuviera más cerca de ser calavera que persona.
Me solté a llorar peor. Lo único que sabía de esa horrible palabra era que mi perra Delta había muerto de depresión después de que a mi otra perra, Alpha, la atropellara una camioneta. Mamá me abrazó y lloró conmigo. Olía a cítricos. El aroma me asqueó y me separé más pronto de lo que hubiera querido.
—No es la gran cosa, mi niña —siguió la doctora, quien vestía un traje sastre rojo de la época de mi abuelita—, vas a estar bien, te tomas tus medicinas y listo. Nos vemos la semana que entra.
Apuntó en una receta: una pastilla de Paxil de diez miligramos por las noches y cinco gotas de Rivotril.
Al salir de la consulta nos detuvimos en el pasillo. Por los ventanales se veía el cielo gris. No había una sola nube. Yo seguía llorando. Mamá me cubrió con los brazos. En la muñeca derecha tenía cuatro pulseras doradas que hacían ruido al chocar unas contra las otras. Recuerdo eso y su voz repitiendo como disco rayado la misma frase: Vamos a estar bien, vamos a estar bien
.
¿Vamos? Pero si la que está deprimida soy yo.
El Rivotril me supo a mierda. Al instante sentí que mi cuerpo se hundía dentro del colchón como si fuera a desaparecer. Quise gritarle a mamá para que se asegurara de que no me iba a ningún lado. Pero no me salía la voz.
Dejé que la sensación me llevara a donde fuera y me quedé dormida.
—¿No vas a pedir otra opinión? —le preguntó papá a mamá.
—No creo que sea necesario.
A papá le gustan los números, las estadísticas, las operaciones matemáticas, la exactitud. El diagnóstico de una doctora bizca le parecía de lo más surrealista.
—Pero...¿no se puede sacar un análisis de sangre, una radiografía o algo? —insistía papá.
—No hay radiografías de depresión, Aarón, mírala, se ve a leguas que está deprimida, va a tomar las medicinas y estará bien.
Mamá trabaja con las damas voluntarias del Hospital ABC. Lo ha hecho por diez años. En la casa le decimos que es la Santa Teresita de los Teller, porque gracias a ella nos iremos los cinco al cielo. Pero mamá odia ese apodo.
—El dar es responsabilidad de cada uno. —Es una de sus frases predilectas.
El jueves en la comida salió ese tema . Papá estaba en una junta de negocios. Marce, la cocinera, había hecho el espagueti verde favorito de Yoshi: tenía espárragos, chícharos y de esas hierbas verdes que nunca sé cómo se llaman.
Yoshi es el más chico de la familia. Su verdadero nombre es Yoshua, pero a mí no me gusta. Se lo dije a mamá desde el día en que nació. Su traducción en hebreo es salvador. Y mi hermano no tiene por qué venir al mundo con la misión de salvar a nadie. Suficiente tiene uno con cargar con sus propios problemas. Así que lo apodé Yoshi, como el dinosaurio verde de Mario Bross. Los dos duermen un montón, así que al menos en eso se parecen.
—Dar es una de las mejores bendiciones que existen en el mundo —dijo mamá mientras le daba vueltas a su anillo de brillantes.
—¿Entonces por qué no regalas tu anillo? —preguntó Rubén sin quitar la mirada de su iPhone.
—Porque no se trata de eso. —Mamá descansó las manos en los muslos.
—¿De qué se trata? —el tono de Rubén entraba a terreno peligroso.
—Hay cosas más valiosas que un anillo... donar tu tiempo, por ejemplo.
—¿Sabes la cantidad de bocas que podrías alimentar si lo vendieras?
Rubén seguía sin levantar la cara. Mamá se había puesto entre roja y morada. Parecía berenjena. Se levantó de la mesa y le arrebató el iPhone.
—Te he dicho mil veces que cuando hables veas a la gente a los ojos.
A mamá le temblaban las manos.
Rubén se le quedó mirando fijo, sin parpadear. Yoshi y yo nos encogimos, no queríamos perdernos por nada del mundo el final de la pelea.
—No mereces que gaste saliva en ti —dijo al fin mamá con la voz entrecortada—. Vete a tu cuarto, mañana te regreso tu mugroso aparato.
Eran apenas las cuatro. Yo sabía lo que hastamañanasiniPhone significaba para mi hermano.
—Lo necesito para hacer la tarea —se quejó mientras pegaba con los puños en la mesa. Los vasos hicieron tanto ruido que Tomasa se puso a ladrar.
Mamá negó con la cabeza.
Mi hermano aventó la silla y se fue al cuarto.
Rubén es un adolescente en proceso y un completo imbécil, que es lo mismo. Le cambió el carácter desde que le salió el primer barro en la punta de la nariz. Ahora tiene la cara repleta de puntos negros y barros; se pone un montón de cremas pero nada funciona. Antes me gustaba pasar el rato con él, ver CSI o Los Simpson, pero se ha vuelto un gruñón. Ahora cena en su cama con la luz apagada y la laptop en sus piernas. Mamá dice que está hibernando, como buen adolescente; yo más bien creo que se echa sus buenas pelis pornos, también como buen adolescente.
Al final sucedió lo de siempre: papá volvió del trabajo, se encerró en el cuarto con mi hermano y le devolvió el iPhone. Me gustaría saber qué mentiras le suelta mi hermano para que papá se ablande de esa manera. Conmigo no es así. Dice que por ser la mayor tengo que poner el ejemplo.
Papá es todo lo contrario a mamá: no siente culpa de nada. Es director de una empresa internacional de juguetes; importa, exporta, fabrica, es consejero en varios bancos y pertenece a un grupo de analistas muy reconocido en el ámbito de las finanzas.
Cada peso que gano me lo merezco
, dice cuando el tema del dinero sale a relucir en la mesa. Mamá en seguida se muerde el labio y se levanta para llevar los platos sucios a la cocina. Mis hermanos y yo también recogemos los nuestros. Papá no. Él es un burgués orgulloso.
Capítulo 2
EN CUANTO empecé con las medicinas, un ejército de pesadillas me invadió. Minisoldados de plástico verde militar tipo Toy Story se meten a mi cerebro cuando estoy dormida y el Comandante en Jefe comienza a dar órdenes: ¡Disparen al lóbulo lateral derecho! ¡Al piso! ¡Ahora! ¡Cúbranse! ¡Granadas al lóbulo frontal! ¡Mascarillas! ¡Gas lacrimógeno! ¡Regresen a la base!
.
La semana pasada soñé que tenía un chango de mascota. Lo cargaba en brazos mientras me lo comía, LITERAL me lo comía: le daba una mordida en el cráneo; sabía algo dulce y tenía una consistencia crujiente como una galleta María. Le alcanzaba a ver el cerebro.
Intenté contárselo a Rubén.
—Espero que no sea muy largo porque me estoy cagando —fue su respuesta.
Que se vaya al diablo. Yoshi seguro que lo escucha y hasta se ríe conmigo.
Y así fue, escuchó mi sueño mientras se atascaba de uvas verdes. Cuando llegué a la parte del cerebro, se tapó la boca para no vomitar y corrió a escupir en el lavabo de la cocina.
La semana pasada sufrí una crisis.
Soy un alpinista que anda escalando el Everest con el equipo más ultramoderno: tenis de pie de gato, arnés integral, mosquetón, casco, cuerda dinámica de sesenta metros, cintas para anclajes, barritas de proteína, agua y hasta una brújula poca madre. De pronto una avalancha, que quién sabe de dónde salió, me arrastra y me hace retroceder día y medio de caminata; pierdo todo, hasta la brújula de poca madre.