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Historias para sentir
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Libro electrónico199 páginas2 horas

Historias para sentir

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En "Historias para sentir" los cinco sentidos son los protagonistas. Déjate saturar por los olores, visiones, sonidos, sabores y sensaciones que desfilan en ellas; renueva la manera en la que percibes el mundo, quizá te ayuda a afinar los sentidos para percibir con mayor agudeza o para desarrollar aquellos más abandonados por tu conciencia. Conoce los otros sentidos a los que nunca damos importancia: el sentido del pésame, el sentido de la vida, el sentido de las palabras, el sentido de pertenencia y el sentido de orientación, ésos que nos ayudan a darles la vuelta a las percepciones que recibimos con los sentidos tradicionales. Invitar a una fiesta de los sentidos es uno de los propósitos de "Historias para sentir". Otro de ellos, depurar nuestra vida sensorial para disfrutarla más. Pero seguramente el lector inquieto y perspicaz encontrará otros propósitos en esta serie de historias.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento15 sept 2015
ISBN9786072414662
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    Historias para sentir - Óscar Martínez Vélez

    Eleya siempre estaba cansada, siempre ojerosa, siempre bostezando. Por la mañana sus padres la encontraban junto a la cama matrimonial dormida en el suelo.

    Sus padres le preguntaban ¿por qué?

    —¿Por qué duermes aquí en nuestra recámara? —decía seriamente su mamá.

    —¿Por qué tienes esa cara como de escoba que ha barrido todas las calles del mundo? —inquiría en broma su papá.

    Pero Eleya no reaccionaba ni ante las interrogaciones serias ni ante las interrogaciones chuscas. No es que no quisiera hacerlo. Es que no sabía con qué palabras responder.

    ¿Cómo se aprende durante la infancia la existencia de la muerte?

    Algunos niños la conocen de la peor manera, que es enfrentarla cara a cara con el fallecimiento de la abuela, de uno de los padres o de un hermano.

    Después de ese aprendizaje, la vida ya no vuelve a ser igual.

    Algunos más llegan a la conciencia de la muerte de una manera extraña. A dos manzanas de casa de Eleya vive una niña de su edad. Se llama Estefanía. Ella tenía un conejo. Un día decidió que estaba sucio, así que fue por la tina y por un poco de jabón. Cuando su mamá volvió de la calle, pegó el grito al cielo.

    —¡¿Qué hiciste, Estefanía?!

    El conejo estaba flotando en la tina. Ella sólo lo había bañado como su mamá lavaba la ropa, tallándola en el fondo del agua.

    Desde entonces, todos los días, apenas se levanta de la cama, Estefanía baja la escalera, atraviesa la cocina y sale al jardín por la puerta de atrás. Allí se sienta en el patio a esperar a su conejo. El día en que Estefanía ya no vuelva al jardín, habrá entendido. Es uno de los peores descubrimientos de la infancia: saber que la vida se acaba.

    Eleya lo descubrió por uno de los atajos: comprender que algo va a suceder antes de que suceda, o sea anticiparlo, o sea que ella no tuvo que ver desaparecer a nadie para entender que algo parecido podría pasarle a sus papás.

    Así fue como empezó su pesadilla.

    Lo que temía Eleya era que sus padres perdieran el sonido.

    Ella había llegado a la revelación de que la vida estaba hecha de sonido. Así como los suéteres eran de lana, los dientes de hueso y los pasteles de harina, la vida estaba tejida con el sonar de las cosas. El ladrido de su perro Arcoíris, el bisbeo de las abejas, incluso el tac-tac suavecito de sus tortugas cuando caminaban sobre la mesa, eran las huellas que dejaba tras de sí la vida. Por eso todas las noches Eleya extraviaba el sueño. De pronto los ojos se le abrían a mitad de la madrugada y ya no los podía volver a cerrar. Salía de las cobijas, caminaba de puntas por el pasillo, empujaba suavemente la puerta de la recámara grande, primero rodeaba la cama por el lado donde dormía su mamá, luego por donde dormía su papá, y con ambos hacía lo mismo, se inclinaba, ponía su oreja muy cerca de las caras de sus padres hasta que los escuchaba respirar. Ella respondía al sonido con sonido: suspiraba aliviada. Cuando se recostaba en el suelo, nunca lo hacía pensando en quedarse dormida. Era para estar cerca por si su padre o su madre se callaban de pronto. Entonces podía levantarse de un brinco y sacudirlos por el hombro hasta que se acordaran de volver a respirar.

    Eleya temía al silencio porque pensaba que la muerte se contagia. Una tarde encendió el televisor, pero bajó lentamente el volumen del aparato con el control remoto. Cien naranjas menos veinticinco menos siete menos dos, le enseñaron en la escuela alguna vez y siempre resultaba que las naranjas terminaban reduciéndose. Eso hacía la muerte, se contagiaba restándole sonidos a la vida. La fogata que se exhibió en la pantalla dejó de chisporrotear cuando le sustrajo el sonido con el control remoto y entonces las flamas parecieron tornarse pálidas; en otro canal, las olas del océano se quedaron mudas y rompieron distinto en la playa, igual que cuando papá tendía las camas y las sábanas ondulaban fantasmalmente antes de extenderse en el colchón como la suave caída de las hojas en el campo; en todos los demás canales, la gente de verdad y la gente de caricatura abrieron y cerraron la boca sin producir ninguna voz semejando ser peces en una pecera y Eleya pensó que si la pecera cayera al suelo, si se estrellara, si toda la gente de verdad y toda la gente de caricatura comenzara a zangolotearse entre los pedazos de vidrio...

    Eleya apagó rápidamente el televisor.

    La madre de Eleya era violinista. A Eleya le gustaba meterse en el hueco dejado entre la pared y el biombo, junto al piano, para espiar las lecciones que daba su madre a los alumnos. Su madre se paraba frente al ventanal, toda ella larga como violín: vestido largo, su pelo negro largo, pero sobre todo largas largas, las palabras que les decía a sus alumnos porque aunque ella pronunciaba las palabras a media tarde, Eleya las seguía escuchando por la noche y al otro día, y a veces una semana después.

    —Cada sentido tiene un alcance diferente —dijo esa vez—. El gusto y el tacto son los sentidos más íntimos del ser humano, son nuestros espacios privados, las recámaras de nuestro cuerpo. Tú no llevas cualquier cosa a tu recámara. Eliges con mucho cuidado lo que tocas o lo que besas, ¿no es cierto?, para no espinarte o para no amargarte. El olfato, la vista y el oído son diferentes. No son tan vulnerables. Imagina que la vista es nuestra ventana. Sólo capta lo que tiene enfrente, es un sentido extenso, pero en ocasiones se deja engañar por falsas montañas en el horizonte. Los sentidos que no tienen adelante y atrás, que no tienen espalda ni frente, son el olfato y el oído; tampoco tienen párpados o labios para cerrarse cuando no quieres oler o no quieres escuchar algo.

    Digamos que son las puertas siempre abiertas de nuestra casa. Bienvenidos o no, todos los olores y todos los sonidos pasan a través de nosotros y siguen de largo.

    Esa noche, Eleya despertó al vecindario entero. Eran las tres de la madrugada cuando pareció que estallaba cada vidrio de cada casa del mundo. El papá y la mamá de Eleya saltaron del lecho y bajaron corriendo a la planta baja cubriéndose las orejas. Eleya había encendido el estéreo a todo volumen. La castigaron. Ella no pudo explicarles por qué hizo lo que hizo. No encontró palabras para expresarlo. Semanas atrás, su madre había dicho una de esas frases que se quedaban a vivir en su cabeza por mucho tiempo. La madre dijo que así como la suma de todos los colores daba como resultado el blanco, la suma de todos los sonidos producía el sonido que llamamos ruido. Para Eleya lo importante era impedir el contagio de silencio; por eso puso el estéro a todo volumen. Una armadura de sonido, pensó, y un escándalo a niveles de tortura inundó la casa y la noche, el ruido cubrió y destruyó todos los territorios del silencio y los habría ahogado por completo si su papá no hubiera llegado a la sala. Su mamá tenía razón. Los oídos lo dejan pasar todo; lo malo es que las personas tienen manos para cubrirse las orejas y desconectar los aparatos.

    Eleya tres días estuvo castigada porque sus papás no pudieron adivinar lo que ella no supo decirles: que estaba combatiendo a la muerte.

    Cuando en la escuela le explicaron el sistema circulatorio del ser humano, Eleya descubrió que no estaba sola. La maestra explicó que el corazón bombeaba sangre a todo el cuerpo. Lo que no dijo, a pesar de sus muchos estudios y sus muchos libros leídos, es que, con la sangre, el corazón también bombeaba sonidos, o sea que era el tambor de la vida que enviaba su mensaje a todas las partes bajo la piel para que el interior de nosotros no se convirtiera en algo afónico como el fondo del océano.

    Sin el corazón —pensó Eleya— seríamos como un mar muerto.

    —Ba-bum, ba-bum, ba-bum— volvió a casa repitiendo esta cantilena. Ba-bum, ba-bum, sonaban sus pasos en la acera al mismo ritmo de su corazón. En su recámara se puso a aplaudir y a chocar los dientes entre sí (ba-bum, ba-bum, ba-bum) para acompañar al tambor de su pecho.

    Luego, de pronto, toda ella dejó de sonar.

    Con la boca abierta y con las manos inmóviles, se quedó pensando. Había topado con una verdad y muchas veces las verdades te dejan así, petrificado, como si te volvieras de piedra, quizá para que ningún movimiento venga a estorbar el nacimiento de una idea. La idea que nació en la cabeza, pero también en el estómago de Eleya fue ésta: el peor temor de todas las personas del mundo es el mismo y ese miedo se llama el silencio del corazón de quien amamos.

    Lo bueno es que esa tarde su mamá dijo otra de esas larguísimas palabras que la ayudaron a comprender lo que ella misma estaba haciendo por el corazón de sus papás.

    —La música es el perfume de los oídos —oyó decir a su madre desde el otro lado del biombo—. Escuchamos las palabras y las entendemos, pero cuando oyes la música...

    Y la música atravesó la tela del biombo. Eleya pudo imaginar a su mamá sosteniendo el violín y moviendo el arco tiernamente sobre las cuerdas, pero en realidad lo que sintió fue un baño de calidez, como si de algún lado hubieran salido pétalos y estuvieran lloviéndole encima.

    —... cuando oyes la música, vives —continuó diciendo su madre—. El placer comienza en la nuca, ¿sientes?, cruza el cuero cabelludo, se desliza por la cara, baja hasta los hombros, cosquillea en los brazos y al fin provoca un estremecimiento en la espina dorsal. No es extraño que toda emoción intensa nos llene de escalofrío. Por eso la música es más natural que

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