Como pollos ¿y gatos?
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Como pollos ¿y gatos? - Alejandro Sandoval Ávila
historia
El primero
ARTURO se levantó preguntando por el Negro. No lo había despertado con su canto al amanecer y, extrañado, sintió la necesidad de verlo antes de ir a la escuela esa mañana. Sus papás intercambiaron una mirada y lo vieron con cierta extrañeza. Desayunó y fue al gallinero a buscar al Negro. Estuvo allí los minutos previos a que fuera preciso salir para no llegar tarde y no lo encontró entre el resto de pollos y gallinas ni oculto en algún rincón.
Se colgó su mochila al hombro, salió de la casa y apresurado caminó las pocas cuadras que lo distanciaban de su escuela. No podía dejar de pensar en el Negro.
La mañana en la escuela le pareció que transcurrió con más lentitud que las otras.
A la hora de la salida, no se quedó a jugar a las canicas. En eso era muy bueno y tenía un costalito repleto de ellas, por lo que él era siempre un rival a vencer para el resto de los niños. En ese costalito había todo tipo de canicas codiciables: desde algunos gigantescos bolones transparentes, esferas de vidrio translúcido que pesaban el triple que los demás, pasando por las ágatas, bolitas del material que su nombre indica, que generalmente eran azules y se decía que atraían la buena suerte, por eso eran tan codiciadas; luego estaban los mosaicos, los mejores para jugar porque estaban hechos de cerámica muy sólida y su peso era ideal; también había algún balín, pero como estaban hechos de metal pesaban demasiado —por lo que eran lo mejor si se quería romper las canicas de los adversarios—, hasta llegar a los humildes colorines y caicos, que estaban hechos a partir de una posta que se recubría con varias capas de barro cocido.
Era prácticamente invencible cuando jugaban a las choyas
, ese reto que consistía en meter, con el menor número posible de tiradas, una misma canica en cinco agujeritos excavados en círculo en la tierra, distantes uno de otro como un metro. El ganador se quedaba con las piezas de los demás participantes. Un jugador podía utilizar su turno para tratar de alejar la canica de otro si estaba próximo a meterla en una choya
o, en el mejor de los casos, romperla. El truco estaba en la forma de apuntar el disparo: había que colocar el dedo índice enrollando la canica y empujarla con fuerza con el pulgar, pero usando la coyuntura de esos dedos como mirilla. Antes de cada partida, veía con cuidado sus canicas, las estudiaba casi, y escogía la que consideraba más apropiada para ese día. Le gustaba la emoción que sentía cuando lograba que una de ellas cayera en el hoyito, para tomar ventaja sobre sus compañeros. Pero, más que el triunfo, se trataba de disfrutar un rato de diversión al concluir las clases y regresar a su casa con canicas de nuevos colores y tamaños, y hasta alguna que, por su rareza, los chicos consideraban de gran valor.
En casa tenía un buen número, todas en un pequeño costal que estaba en un rincón del ropero, pero ese año empezó llevando a la escuela solo un par: una que, para comenzar a jugar, era como su boleto de entrada, y otra por si el jugador contrario le llegaba a romper de un buen golpe la suya. Arturo tenía muy buen pulso y una vista certera. Así logró acumular su costalito de canicas de ese año.
Pero ese día casi ni se despidió de sus compañeros y regresó con rapidez a su casa; bajo el sol del mediodía recorrió las calles resecas y polvorientas, sin prestar atención a las breves tolvaneras que se formaban en alguna esquina; en otra ocasión se hubiese entretenido en ver cómo de la nada se formaban esos pequeños remolinos de tierra y, tras unos