Nunca juegues con una bruja
Por Manuel L. Alonso y Manuel Uhía
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Gran Angular
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Comentarios para Nunca juegues con una bruja
4 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Les recomiendo no lerles a sus hijos estos cuentos de terror dicen groserías?♂️. Adiós ?
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Nunca juegues con una bruja - Manuel L. Alonso
Nunca juegues con una bruja
Manuel L. Alonso
La casa en el bosque
–ADELANTE –invitó el viejo–, puedes explorarla si quieres.
Antonio dio un paso atrás. No había oído acercarse al viejo y no tenía idea de quién podía ser. En realidad, no conocía a nadie allí.
–Eres nuevo en el pueblo –dijo el hombre viejo, sin preguntar.
–Sí.
–De la familia que llegó hace poco al chalet de arriba –continuó el viejo.
–Sí.
–Yo me llamo Nicolás. ¿Cuántos años tienes?
–Diez –respondió Antonio, preguntándose por qué el hombre se interesaba por él.
–Es mía –le aclaró Nicolás señalando la casa en ruinas.
Antonio se volvió a mirarla como si no la hubiera visto antes. Era una casa de piedra, con la puerta y las ventanas en mal estado, pero conservaba todos los muros. En realidad hacía ya un tiempo, casi desde el día mismo en que habían llegado al pueblo, que Antonio estaba pensando en entrar a explorarla.
–Puedes hacerlo, si quieres –dijo el viejo llamado Nicolás como si pudiera leer sus pensamientos.
–¿El qué?
–Entrar a explorar. ¿No era eso lo que ibas a hacer?
–Bueno... yo...
Antonio no tenía facilidad para relacionarse con los extraños, y menos con adultos. Además, desde pequeño le habían advertido...
–Tus padres te dijeron que no hablases con extraños –adivinó Nicolás como si realmente estuviese leyendo sus pensamientos.
–Pues, ya que lo dice..., sí, me lo advirtieron.
–Este es un pueblo pequeño –se rió Nicolás, asomando unos dientes amarillos y asombrosamente grandes, como los de un caballo, por entre la barba blanca–. Nos conocemos todos. A decir verdad, el extraño eres tú. Pero no importa, yo no tengo nada contra los forasteros, Antonio.
Al oír su nombre, Antonio sintió un principio de escalofrío y miró alrededor como buscando la mejor dirección para el caso de que tuviera que salir corriendo.
–¿Cómo sabe mi nombre? Yo no se lo he dicho.
–¿No?
Se hallaban en la linde del bosque. Antonio creía que aquellos árboles eran álamos, pero no estaba seguro. Era un chico de ciudad. Se imaginó corriendo por entre los álamos con el viejo pisándole los talones. Sentía la boca seca, como le había ocurrido las dos o tres veces en su vida que había tenido que pelearse con alguien.
–Supongo que oí a tus padres que te llamaban por tu nombre –se justificó el viejo–. Cuando estáis en el jardín, allá arriba, las voces pueden llegar a oírse desde lejos.
Aquello tenía lógica. Podía ser que el hombre estuviera diciendo la verdad. Al fin y al cabo, tampoco había que desconfiar de todo el mundo. Antonio comprendió que estaban en un punto muerto y que le correspondía a él dar el siguiente paso.
–La verdad es que pensaba echar un vistazo al interior de la casa, aunque no creo que contenga nada de interés.
–No lo sabrás si no entras –dijo Nicolás amablemente–. En fin, tengo que irme. Hasta otro día, Antonio.
El chico se quedó observándolo mientras este se internaba en el bosque y se perdía de vista. Luego aguardó aún, escuchando el sonido del viento entre los álamos. Finalmente se volvió y estudió la casa. No parecía que fuera peligroso entrar. Si hubiese habido peligro de derrumbamiento del tejado, Nicolás se lo habría advertido.
Empujó las tablas podridas que eran todo lo que quedaba de la puerta, y entró. El calor de la mañana de junio quedó afuera. El interior de la casa estaba oscuro y frío como...
… «como una tumba», pensó Antonio.
Olía a cerrado, a humedad, a polvo y a ratas. El sol se