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Los carcomidos
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Libro electrónico232 páginas3 horas

Los carcomidos

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Los seres de carne putrefacta y una brea negra que sale de las heridas abiertas, los que ya no viven, pero tampoco están muertos, ésos a los que llaman los carcomidos, son los que están acabando con el pueblo entero. Allí viven Cristina, Esteban y Arturo, quienes sobrevivieron a esta epidemia después de que sus padres murieran, pues esta enfermedad, por alguna razón, no afecta a los niños ni a los adolescentes. Para colmo, un día desaparece Natalia, la hermana de Cristina, sin dejar rastro alguno. Con el tiempo, el aislamiento del pueblo, la comida que escasea y los ataques cada vez más frecuentes de los carcomidos obligan a los tres amigos a tomar la difícil decisión de quedarse a resistir en su hogar o emprender la huida a "la isla" un lugar del que se rumora, puede ser un refugio para los sobrevivientes de la carcoma.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 may 2021
ISBN9786071670557
Los carcomidos

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    Los carcomidos - Agustín Cadena

    ROMANCE

    1

    Antes de subir a la avioneta, Rodolfo Montoya tiene el presentimiento de que algo malo está pasando. No lo relaciona con nadie ni con nada; es sólo un vacío súbito en el estómago. Siente que un golpe de brisa le seca el sudor del cuello y del pecho. A su alrededor, las montañas se levantan formando un cerco de vegetación. Todo es verde: los platanares, los huertos de mango, la hierba que ha sido cortada para improvisar la pista. Una libélula pasa cerca de sus oídos con un zumbido metálico, hace algunos giros de una pericia envidiable y va a posarse en la puerta abierta del aparato. Montoya se queda contemplando las alas finísimas y tornasoladas y en un momento olvida la sensación ominosa de antes.

    Por primera vez se ha animado a dejarle a su sobrino el control de la avioneta. Lleva ya varios meses enseñándole a pilotear. Cierto que, a sus catorce años, Arturo está muy chico para eso y se ve todavía más chico porque es bajito y liviano. Pero aquello es una cuestión de supervivencia. El gobierno ya ordenó desconectar de la red celular a todas las poblaciones de la selva para que no puedan informar al resto del país de lo que está pasando. Y también por eso han empezado a dejar la carretera sin mantenimiento: cada vez hay más baches y tramos bloqueados por el lodo o las rocas que vienen de los deslaves. Los están aislando. La avioneta es ya prácticamente el único medio de comunicación con el exterior, la única manera de traer medicamentos y víveres.

    —¿Crees que ya puedas tú solo?

    —Sí —le responde el muchacho, seguro.

    —A ver.

    Bajo la supervisión de su tío, Arturo dispone en orden numérico las cartas de navegación y abre la llave del tanque. Empuja hasta el fondo la perilla de mezcla del combustible y mueve hacia adelante la palanca de aceleración. Cuidadosamente, gira el yugo hacia la dirección del viento. El ruido, tan fuerte, tan familiar, lo hace sentirse aún más confiado en que podrá hacerlo. Observa una vez más el dial de la presión del aceite y ve que la aguja sube como debe ser. Los indicadores marcan correctamente y los flaps tienen el ángulo adecuado.

    —Acelera —le dice su tío.

    Arturo acelera a fondo y, cuando siente que las ruedas del aparato abandonan la pista, el mundo de fuera desaparece: los recuerdos, la tristeza que aún siente por sus padres, el miedo ante aquella epidemia que nadie comprende… todo eso se desploma. Cuando el entorno verde se ve sustituido por un espacio azul, Arturo vuelve a colocar los flaps y el tren de aterrizaje en posición neutral, sintiéndose seguro y orgulloso de sí mismo. La sonrisa de su tío tiene el significado de una felicitación. Las curvas irregulares de los cerros, la maraña de la selva y, a lo lejos, las montañas perpetuamente verdes que separan de la costa toda esa región, quedan abajo. ¿Quién diría que toda esa belleza oculta una pesadilla? Ya no suda y en cambio siente frío.

    Rodolfo Montoya tiene fama de ser un excelente piloto. Ninguno, ni siquiera los del ejército, es capaz como él de aterrizar en cualquier claro de la selva; ninguno conoce como él las rutas de los carcomidos, sus escondrijos, sus torpes estratagemas. Por eso decidió quedarse cuando tantos otros se van muertos de miedo: por los viejos y los huérfanos que no tienen opción. Ayuda transportando víveres, medicamentos, a veces personas… además, los pocos finqueros que quedan en la región siguen contratándolo para que fumigue insecticidas y plaguicidas.

    Después de varios minutos de vuelo, Arturo distingue a lo lejos —azul verde entre el verde brillante de la vegetación— la ancha curva del río. Parece inmóvil, como un espejo de esos que se ponen sobre el musgo de los nacimientos navideños para simular agua. Algunas casas se amontonan en torno a los muelles de tablones. De una de ellas sale humo.

    —Esa casa se está quemando —comenta el chico con un dejo de interrogación, como si esperara que su tío le dijera si hay que hacer algo al respecto.

    —Le prendieron fuego a propósito. Ya lo han hecho antes.

    —¿A propósito?

    —Sí. Para quemar a algún carcomido. Les gusta matarlos así: los atraen a alguna casa abandonada, los encierran y los queman.

    Arturo no pregunta nada más, concentrado en los números que marcan los distintos diales del tablero. El paisaje ondula, baja y sube como el agua del río cuando la riza el viento.

    —Suficiente —dice Rodolfo después de unos minutos—. Ya vi que sí sabes. Vámonos de regreso.

    —¿Me vas a dejar aterrizar?

    —Claro que no. Eso es lo más difícil.

    El chico no protesta. Él nunca protesta. No habla mucho. Ya nadie habla mucho en el pueblo.

    Una corriente de aire descendente sacude el aparato por unos instantes. De pronto todo se anima: embarcaciones pequeñas y medianas, abandonadas casi todas, balancean su inutilidad en las orillas del espejo; manchas de petróleo y diésel, que desde lo alto no eran visibles, comienzan a desplazarse como si hubieran despertado. Piloto y copiloto casi pueden oír el zumbido de algún motor fuera de borda y sentir en su nariz el olor del pueblo: un olor a enfermedad y a muerte, que antes era a fruta madura, a pescado fresco, a redes y a aceite de barcos, a pantano, a café recién tostado…

    Sí, alguna vez fue distinto. Había vida en el pueblo. Las tiendas se abrían y la gente entraba a comprar. En las calles circulaban coches y peatones. Los días eran ajetreados y en las tardes los jóvenes salían a tomar el fresco al malecón del río. Y el río no traía venenos. Pero un día llegó a la montaña la compañía minera, y el agua empezó a arrastrar una espuma parda que olía a huevos podridos. Los primeros infectados fueron los trabajadores de la mina. Rápidamente se propagó aquello. La mina se convirtió en un lugar fantasma y eso fue lo único bueno: abandonaron todo porque no hubo manera de traer más empleados. En el pueblo, la gente pensó que aquello iba a quedarse por allá, en la selva, río arriba. Sólo cuando vieron bajar la horda de mineros carcomidos, todavía con sus cascos de lámpara pero con la carne del cuerpo desprendiéndose en pedazos, y cuando una señora del pueblo dijo que la había atacado uno de ellos y al poco tiempo mostró los primeros síntomas, los primeros sarcomas, sólo entonces la gente del pueblo comprendió lo que le esperaba. Aun así creían que las autoridades sanitarias resolverían el problema. Se desengañaron y entonces comenzó el éxodo. Y sigue. Familias enteras abandonan sus cosas, empacan en sus vehículos todo lo que pueden y se van. Por algún motivo que los científicos no han explicado, los niños y los adolescentes son más resistentes que los adultos. Así que muchos se han quedado sin padres.

    ¿Por qué no se han ido todos? Los viejos, porque ya les parece más complicado empezar de nuevo en otra parte que quedarse a esperar la muerte en el lugar que aman. Y los huérfanos, porque no tienen medios para irse ni saben adónde ir. O porque a esa edad todavía es manejable el miedo. Otros se han quedado por motivos distintos: para ayudar o porque tienen confianza en que aquello pasará o, simplemente, para apropiarse de los despojos. El gobierno ni siquiera intenta evacuarlos. Temen que la enfermedad salga de ahí y se extienda a otras regiones.

    Cuando Rodolfo y Arturo empiezan a efectuar su patrón de aterrizaje, dos niños que los han visto acercarse echan a correr hacia la pista para mirarlos de cerca. Siempre hay por lo menos uno esperando la avioneta. Son los huérfanos de la carcoma: niños que conservan su casa, de algún modo, pero ya no tienen padres que los cuiden. No van a la escuela porque ya no hay escuelas. Quién sabe qué comen. Cuando Rodolfo está de buen humor, antes de descender hace alguna acrobacia o por lo menos un par de loops para divertirlos. Ellos se esconden detrás de las palmeras y, en cuanto el aparato toca tierra, comienzan a correr tras él. Ahí están ahora, esperando; sus torsos desnudos brillan al sol.

    Rodolfo y Arturo bajan cuatro cajas con medicamentos y material médico, abandonan el aparato en la pista y se van caminando en dirección al pueblo.

    —¿Vienen de muy lejos? —pregunta uno de los niños. Su voz se oye rara: como si no fuera de ahí. Es que muchos de esos chicos que se vuelven ferales ya no hablan. No quieren hablar. Es una de sus maneras de rechazar lo que pasa.

    Otro de ellos saca una honda de cuero y se agacha por una piedra para tirarle a la iguana que los observa desde la orilla del camino.

    —Del puerto —contesta Arturo.

    —¿Del mar?

    —Sí. Del mar.

    —¿Traen comida?

    —Ahora no. Traemos medicinas.

    El chico se le queda viendo a los ojos, no retándolo ni nada así. Lo observa solamente. Arturo siente por ellos la misma curiosidad. Los niños ferales son un tipo de seres humanos que no existía antes; por lo menos no en el pueblo. Son diferentes a los otros niños: más fuertes, más instintivos, y se mueven con más rapidez, más silenciosamente. Incluso en su aspecto son diferentes: tienen los ojos como de gato, mirada de gato, tal vez porque se han acostumbrado a ver en la oscuridad. Muy flacos. Entre ellos no hay gordos y eso se entiende, porque tienen que buscar su comida cada día y a veces no encuentran mucho. No sonríen. Los niños ferales nunca sonríen.

    2

    Ha llovido todo el día. Escampó un rato, hacia las diez de la mañana, y poco después de las once volvió a llover. No son aguaceros como los que caen otras veces en esta temporada; es una lluvia flaca, terca, gris.

    Esteban trabaja en el refugio, ajustando con cintas de acero los segmentos de una cerca de malla. Lo hace cuidadosa, maniáticamente, como si eso le sirviera para no pensar. Cuando termina, empieza a raspar los restos de mezcla de cemento que dejó al hacer el aplanado de una parte de la barda. Es hábil para hacer ese trabajo; por eso, ahora que la gente del pueblo vive con miedo, lo contratan para poner protecciones en las casas o reforzar las ya existentes.

    Se ha propuesto convertir la casa de las chicas en una fortaleza; refugio, lo llaman ellos. Espera terminar para el cumpleaños de Natalia, pero ya faltan pocos meses, y las lluvias que caen todos los días, a todas horas, no lo dejan avanzar mucho. El material no se seca, las paredes se reblandecen y botan el aplanado. Arturo insiste en que no es necesario hacer aplanados. Se trata de fortificar, no de embellecer. Pero Esteban no quiere dejar fea esa casa que era tan bonita.

    Otros habitantes del pueblo —los que no han querido o no han podido huir— también están fortificando sus casas. Empezaron a hacerlo hace más de un año, cuando se propagó el rumor de que los carcomidos podían unirse en grandes manadas y atacar el pueblo. Las historias más terroríficas se han extendido como un incendio; unas son inventadas, otras tienen algo de verdad que se exagera y se distorsiona. Como sucede en épocas de miedo y de odio, la gente cree todo y no verifica nada. Por eso empezaron a hacer refugios, a levantar bardas y a poner alambre de púas; también construyeron torres de vigilancia y hay calles cerradas con rejas. Como mucha gente se ha ido del pueblo o se ha vuelto carcomida, es fácil conseguir los materiales: ni siquiera hay que comprarlos, los toman simplemente de otros inmuebles ya sin dueño. También por eso se ve feo el pueblo: las autoridades no han podido impedir que arranquen puertas, ventanas, azulejos, madera, balconería, tubería… hasta las cortinas se roban. Casas que antes eran elegantes ahora parecen calaveras invadidas por la hierba y las alimañas.

    Pasadas las dos de la tarde, Esteban interrumpe el trabajo, se sienta en el suelo en el umbral de la puerta y saca de una bolsa de plástico una botella de agua y dos naranjas. Podría ir a la cocina a ver qué hay, pero no le gusta detenerse. Come yendo y viniendo de sus pensamientos, observando sin mucha atención un pájaro que picotea algo en lo alto de la barda. Se repite que las labores de fortificación deben estar concluidas para el cumpleaños de Natalia.

    Cuando termina de comer, sube a la azotea a ver si el cemento ya se secó en el parapeto recién levantado y si éste es lo suficientemente fuerte. No es que tema que los carcomidos suban hasta allá —de hecho, las azoteas son los espacios más seguros—, pero nunca se sabe qué pueda pasar en una situación de sitio.

    Satisfecho, Esteban da por terminado su día laboral y baja hacia el pequeño jardín trasero. Nota que algo se mueve en el porche. Es la perra amarilla que tienen como mascota.

    —Hola, Barbie.

    Le pusieron ese nombre porque es güera y estaba en los puros huesos cuando llegó. Esteban le estrecha la mano como si fuera una persona, le hace una caricia en la frente y sin darle más atención, va a revisar que todo esté bien cerrado. Luego entra a la casa. Se siente fresco y oscuro en contraste con el sol de fuera. Huele a plátanos fritos y a café.

    —¿Y Natalia? —le pregunta Esteban a Cristina.

    —No está ahorita.

    Sobre la mesa de la sala descansa una guitarra.

    —¿Estabas tocando, Cris?

    —Un poco. Tal vez podamos volver a armar la banda cuando se normalicen las cosas, ¿no crees?

    Cristina trata de conservar esa costumbre de los días de paz. Es una cuestión de supervivencia, por lo menos para ella: la música tiene el poder de ahuyentar sus miedos y sus tristezas.

    Esteban prefiere contestar con otra pregunta:

    —¿Crees que tarde mucho?

    —¿Natalia? No sé. Yo fui con Marianito a cortar mangos y luego a entregar un pan que me encargaron.

    —No ha de tardar, ¿verdad?

    —No. No ha de tardar —repite Cristina—. ¿Ya comiste?

    —No. Bueno, me comí dos naranjas.

    —Hice arroz con plátanos, ¿no quieres?

    —No, gracias. Mejor espero a Natalia.

    —¿Y si tarda?

    —La espero.

    Cristina toma la guitarra y empieza otra vez a rasgarla. A Esteban le entristece oírla, le da un sentimiento de amargura. Antes él también tocaba, junto con ella y otros dos muchachos. Tenían una banda. Él era la segunda guitarra y a veces cantaba; llegó a componer un par de canciones que no tuvieron éxito. Pero eso fue antes. Antes, antes, como dice la gente del pueblo para referirse al tiempo en que no había carcoma. Tenían poco de haber empezado cuando vino la enfermedad; el bajista y el baterista huyeron con su familia. Esteban no ha querido volver a tocar, por eso y por otras cosas: la tristeza de haber perdido a su madre… todo.

    Necesita hablar con Natalia, comentarle que ya terminó la extensión de la barda de enfrente y pedir su opinión sobre cómo reforzar una de las puertas. Por eso está impaciente porque llegue; piensa que no tardará.

    Se dirige al pequeño estudio donde se halla la computadora, la enciende y, ya sólo por costumbre, intenta conectarse a internet. Quisiera buscar noticias sobre los refugios que la gente está construyendo en el puerto. Allá todavía no llega la carcoma o por lo menos han logrado controlarla: tienen mejores condiciones sanitarias y además están más lejos de las minas.

    Como no puede conectarse, trata de distraerse jugando Solitario. No funciona, no tiene cabeza para ello. Incapaz de concentrarse en nada, apaga la computadora, regresa a la sala, se prepara café y se sienta a esperar a Natalia. La música le da la calma que no consiguió con el Solitario. Se pone a observar a Cristina: con sus jeans rotos, su camiseta negra

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