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Al final, las palabras
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Al final, las palabras

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"Lo que importa es la historia dentro de la Historia", asegura uno de los personajes de esta novela histórica con tintes románticos que Toño Malpica desarrolla en tres diferentes épocas y que sobrevive gracias a un manuscrito que ha pasado de mano en mano, manuscrito que narra la amistad y las andanzas de un grupo de chicos que está dejando atrás la infancia en la Ciudad de México de los inicios del siglo XX, la vida pintoresca de la capital y el descubrimiento del amor que experimentan el Pegote y Ofelia. Esta historia de amor se ve frustrada por la partida de Ofelia, quien se muda con su familia a París, y quien después de mucho tiempo, a mediados de los setenta, decide contratar a Jesús Rivera para que indague el paradero de su antiguo novio.

Así, la historia sobre el Pegote, un chico que es tan bueno para los albures y la baraja como lo es para los trancazos y las patadas, se va completando a través del manuscrito recuperado por Rivera y de los testimonios que le brindan distintos personajes que lo conocieron. Finalmente, en los años recientes, el manuscrito y la investigación de Rivera llegan a las manos de José Álvez, un escritor que descubre en la historia de Ofelia y Pegote una razón para volver la mirada hacia atrás, a su propia historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jul 2018
ISBN9786071655868
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    Al final, las palabras - Toño Malpica

    mayo

    CAPÍTULO 1

    Te digo, Pita, que nadie sabía mejor que nosotros que el Pegote no ayudaba al padre Raña por gusto, sino por los cinco centavos que éste le pagaba cada domingo. Había que verlo, en esos faldones que le venían cortos, en el modo de aguantar la risa y de persignarse a la carrera, para darse cuenta de que se le hacía tarde para terminar con sus tres servicios e irse a gastar la paga en golosinas o cigarros. Nadie lo sabía mejor que nosotros, que también ansiábamos el final de la misa de una para juntarnos con él a la salida y comentar cualquier incidente, fuese importante o no. Por eso nos pareció tan extraño que ese domingo, al terminar el oficio, no nos alcanzara en la plaza sino que se preparara para la misa de dos. Nos asomamos al interior de la iglesia pero ni una mirada nos regaló; se le veía entre triste y avergonzado, aún con el disfraz de acólito puesto y la decepción de no poder marcharse temprano a hacer con su domingo lo que le viniera en gana. El Flaco fue el primero en enfilarse para su casa, convencido de que el Pegote no saldría pronto; luego fue el Gijo. Al final yo también me desengañé, cuando las campanas dieron la tercera llamada y el padre Raña inició el último servicio de la moribunda mañana, ya hecha tarde.

    Nos tuvimos que enterar hasta el otro día, a las cinco de la tarde, hora en que nos reuníamos en la plaza de Regina después de la doctrina, y oír de sus propios labios por qué se había echado una cuarta misa a regañadientes.

    Tuvo que prender un cigarro para verse mayor, menos indefenso. El Pegote siempre tenía ese tipo de desplantes, Pita, como cuando de un golpe de cabeza se quitaba el mechón que le cubría la frente. O como cuando metía los pulgares en las bolsas de su pantalón y abría las piernas. Él no se daba cuenta de tales manías, creo que las hacía de manera inconsciente, pero yo sí que me daba cuenta.

    —El padre Roña habló con don Julián para que me echara del Dos de Oros —dijo.

    —¿Y eso qué quiere decir? —preguntó el Flaco.

    —Pues qué va a ser. Que ya no va a trabajar ahí —apuntó el Gijo.

    —Ojalá sólo fuera eso —escupió el Pegote—. Lo malo es que ahora el padre Roña dice que me va a cuidar, que se va a encargar de mí.

    Raro. Si alguien no necesitaba que lo cuidaran ése era el Pegote. No iba al colegio, fumaba como gente grande, sabía todo tipo de trucos con la baraja. Manejaba con cierta pericia el taco en el billar y era el único que conocía el Cinco Negro por dentro. También circulaba la leyenda de que ya había estado alguna vez con una mujer.

    Nadie sabía con certeza de dónde había salido el Pegote. Cuando yo lo conocí ya vivía y despachaba jicareando en el Dos de Oros. Era un año mayor que yo y los otros dos que siempre andábamos juntos, pero en estatura no sobresalía. En ese aspecto, era el Flaco el más alto, Pita, pero como si no lo fuera porque también era el más lento. El Pegote, en cambio, era como de mi estatura, y tal vez hasta de mi complexión. Tenía las manos callosas y fumaba hasta puro cuando podía. Se sabía el poema de El Ánima de Sayula completito, entre otras cosas. Solía dormir entre los barriles de pulque del Dos de Oros, que estaba en la cuarta de Bolívar, y era él quien hablaba con los borrachos a la hora de cerrar, era él quien los convencía de que ya le fueran ahuecando. Imposible imaginar al Pegote fuera de ese ambiente, que era su casa. Si nosotros conocíamos una pulquería, ésa era la del Dos de Oros y era gracias a él, que nos dejaba entrar nomás para ver según cómo jicareaba con maestría. Me acuerdo que la primera vez que entramos el Flaco se quedó como alelado al ver las pinturas de mujeres desnudas en las paredes; tuvimos que sacarlo a empujones. También me acuerdo, Pita, que el Pegote nos presumía de todo cuando nos invitaba; una vez nos contó que, en el año trece, le echaba dos pasas —dos moscas muertas— al Mata Ratas, el jefe de policía de Victoriano Huerta, cuando iba a tomar ahí, desde la puerta, sin bajarse de su carro negro.

    Esa tarde, a mitad de la plaza de Regina, nos enteramos de que el padre Raña había hablado con don Julián para llevarse al Pegote con él porque le preocupaba que el ambiente de la pulquería lo estuviera trastornando.

    —¿Y qué vas a hacer, Pegote? —pregunté.

    —¿Cómo qué? Me voy a regresar al Dos de Oros. Ahorita mismo. Ayer tuve que dormir con los curas porque el padre me llevó a la fuerza, pero de loco regreso.

    Así era el Pegote. Decía las cosas y las llevaba a la práctica. Creo que nunca lo vi alardear de algo que no estuviera dispuesto a hacer justo después de que se le ocurriera.

    El brillante sol oblicuo sobre la plazuela de Regina era una invitación. Se nos henchía el pecho cuando el Pegote arrojaba el cigarro, lo pisaba y se ponía en marcha. Un desplante como ése era idéntico al de arremangarse la camisa o de escupirse en las manos; te preparaba para trompearte con otro o para ir en busca de tu destino. Caminamos hacia el Dos de Oros codo con codo, como cuando íbamos de paseo al cine o de excursión a Balbuena, porque sabíamos que lo que fuera que estuviera a punto de ocurrir, sería digno de ser mencionado en nuestras casas a la hora del chocolate, a pesar de los reclamos de nuestras madres: Ya no quiero que te juntes con ese muchacho, el Pegote.

    Llegamos al Dos de Oros, a su ventanita y al picante aroma de la mezcla de los curados. Desde adentro, los incoherentes cánticos, el rasgueo de la guitarra, la algarabía que era como una masa amorfa, llamaban al Pegote a sumergirse en su penumbra. En cambio el Flaco, el Gijo y yo nos sentamos a observar en la banqueta de enfrente, con una sonrisota de expectación, a sabiendas de que lo que fuera que siguiese, merecía toda nuestra atención.

    No tardó en asomar de vuelta. Don Julián lo llevaba pescado del cuello de la camisa y lo empujaba como si fuera uno de tantos borrachos que se ponían impertinentes a la hora de pagar.

    —Hala, cabrón. Tú ya no vives aquí.

    Y diciendo esto lo arrojó sin violencia lejos de la puerta, limpiándose las palmas de las manos contra el mandil en un claro afán de desprecio. Luego, se apostó en la puerta con las manos en las caderas, obstruyendo el paso.

    Era un buen hombre don Julián, con unos brazos velludos y enormes, cada uno del tamaño de un tronco. Solía darnos caramelos cuando íbamos a buscar al Pegote para ir a jugar canicas o para ir al cine. Él fue quien le había puesto así, Pegote, porque según le había caído de quién sabe dónde y no se lo pudo despegar nunca. No era de extrañarse que tuviera que arrojarlo de su vida así. Jamás sabríamos lo mucho o lo poco que le costaría echar de ese modo al Pegote de su lado.

    —Sí vivo aquí. El Dos de Oros es mi única casa. Usted lo sabe, Don.

    —Que no. Aquí te vas a echar a perder, ya te lo dije ayer. Y por eso te vas con el cura o te llevo a rastras, lo mismo que ayer.

    —No voy. Prefiero dormir en la calle que volver con el cura.

    —Pues entonces hazle como quieras, pero aquí no vuelves.

    Antes de meterse, escupió sobre la tierra. El Pegote todavía hizo dos intentos más por escabullirse, mismos que presenciamos con un poco de vergüenza, porque en ambos el Pegote salió disparado de la pulquería, cada vez con más fuerza, siempre perdiendo la boina, casi alcanzando el sitio en el que nos encontrábamos sentados. Hasta que salió don Julián con una vara fue que el Pegote le mostró el dedo medio y se echó a correr a lo largo de la calle, y nosotros tras él.

    —Algún día me lo has de agradecer, cabrón —gritó el calvo y fortachón dueño del Dos de Oros.

    Pero no era cosa de risa. Nunca habíamos visto llorar al Pegote. Y cuando le dimos alcance, recargado contra la pared de una casa, se estaba limpiando la cara con el dorso de la mano. El pecho se le convulsionaba. Claro, nadie sería tan tonto como para mencionarlo.

    Terminamos sentándonos a su lado sobre la piedra desnuda de la calle, forzando la mirada y procurando no romper el frágil silencio. El Flaco, seguramente sintiéndose responsable del funesto ambiente, compró unas naranjas con chile y las repartió entre los cuatro. Por un momento podría decirse que sólo se escuchaban nuestras asíncronas chupadas a la fruta. Ni el ir y venir de la gente o el claquetear de las pezuñas de los caballos o las ruedas de las carretelas sobre el pavimento se metían con nuestro pesar. Sabíamos que tenía que ser el Pegote quien hablara primero y si esto no ocurría en lo que quedaba de tarde, ya tendríamos que esperar varios días a que se decidiera, si era necesario. Afortunadamente, al Pegote no le duraban tanto los malos ratos.

    —Gijo, di arañas —fue con lo que rompió el silencio.

    Le decíamos así porque su familia era de Gijón, una ciudad del norte de España, Pita. Cuando el Gijo llegó a la ciudad, a sus cinco años, hablaba más asturiano que español. Con el tiempo fue olvidando uno y reafirmando el otro. Pero, por inexplicable que te parezca, no podía decir arañas.

    —Vete a la chingada —protestó el Gijo.

    —Que digas arañas.

    —No, pinche Pegote.

    —Gijo, di arañas.

    —Que no, no me sobes los cojones.

    —Anda, Gijo. Sé bueno.

    El Flaco y yo nos unimos a la súplica hasta que al Gijo no le quedó otra que darnos gusto.

    —Carajo. Arañes.

    —¡Arañas! —corrigió el Pegote.

    —Arañes.

    —Arañas, Gijo de la mañana. Arañas.

    —Arañes.

    Era imposible para el Pegote seguir malhumorado después de algo como eso. Se levantó y volvió a recargarse contra el edificio, las manos en los bolsillos. Dio un gran suspiro de resignación. Nosotros también nos pusimos de pie, nuestras sombras largas copiando el movimiento. Encendió el Pegote un cigarro y nos ofreció. Sólo el Flaco aceptó uno, nomás para estarlo tosiendo todo el rato. El frío comenzaba a apretar. Ya se encendían las farolas, chaparras y redondas. Entoces me atreví a preguntar:

    —¿Qué vas a hacer?

    —No sé. Me voy a largar p’al norte.

    Eso era lo único sobre lo que el Pegote fanfarroneaba, Pita. Siempre decía que se iba a unir a Francisco Villa en el norte. Y siempre lo decía de ese modo, tan cargado de una inapropiada melancolía infantil. Por eso nadie le creía. Ni siquiera el Flaco. Además, todos suponíamos que Pancho Villa ya estaba bien muerto porque, desde que los gringos lo habían correteado por todo Chihuahua, no se sabía nada de él.

    —O quién sabe. No sé —añadió, de todos modos.

    Así en corrillo dirigimos nuestras miradas hacia el centro del círculo, los ojos sobre los zapatos de los otros, buscando alguna respuesta solidaria que no iba a surgir —eso era seguro— de nuestro calzado. Los ojos sobre los zapatos y el frío apretando más. Sólo los zapatos del Flaco tenían menos de dos meses; los del Gijo y los míos ya estaban todo lo traqueteados que se pueden llevar a esa edad. El Pegote, en cambio, siempre traía unos singulares e inacabables botines que don Julián le conseguía de segunda mano en el Colegio Militar. Don Julián, que era como su padre; pero ya no más. Ahora, a saber qué calzado o qué ropas le compraría el padre Raña. Pensé en preguntarle si entraría al Seminario Conciliar o algo así, porque ya me lo estaba imaginando de sotana cuando, como si me leyera la mente, te lo juro Pita, levantó los ojos, los apartó del suelo y de nuestros zapatos; luego, me miró, esculcándome el alma.

    —Oye, Cepillo…, ¿y si me quedo en tu casa?

    Sentí que una ventisca helada me recorría la espalda, una ventisca que seguramente nadie más sintió. Todos voltearon a mirarme. Si no me había atrevido a aceptar un cigarro por miedo a llegar a mi casa con el aliento apestoso a tabaco y que mi madre me diera una paliza por eso, ¿cómo atreverme entonces a llegar a la casa cargando con todo y Pegote? Me tardé tanto en responder que creí que lo mejor sería fingir que no había escuchado la pregunta. Pero el Pegote hizo una mueca de decepción, aspiró su cigarro y se encogió de hombros.

    —No. Ya lo pensé bien. Voy a dormir en la calle, como dije. Ni hace tanto frío.

    Ninguno se atrevió a desmentirlo, incapaces de tomar una decisión que sólo nos atraería problemas en nuestras casas. Sólo el Gijo propuso aventarle una cobija desde el balcón de su casa. Y ahí murió el asunto. Al menos por esa tarde que ya había cuajado en ve tú a saber qué cosa, Pita, porque nos despedimos apesadumbrados y cada quien jaló para su rumbo. Ni cómo decirte que aunque el Flaco y yo íbamos en la misma dirección, también nos despedimos en esa esquina de Bolívar y seguimos caminando, lo menos juntos que podíamos y, naturalmente, en silencio. Lo cierto es que ninguno comentó nada en su casa a la hora de la merienda, a la mitad del chocolate. De eso estoy seguro.

    El Pegote siguió al Gijo a su casa, en la tercera de Mesones. Y ahí, en la puerta del edificio, se despidieron. Aguantándose el frío y terminando con sus cigarros —probablemente los últimos de su vida porque, fuera de la pulquería y encerrado con el padre Raña, ni cómo imaginarse que podría hacerse de más Superiores, que eran sus favoritos—, el Pegote se sentó en la musgosa banqueta a esperar la cobija que había de caerle del cielo en cualquier momento, cosa que nunca ocurrió porque al Gijo lo descubrieron despojando a su cama de un cobertor de lana gruesa y éste no se supo inventar nada que no sonara a disparate. Y como dormía en la misma habitación que su abuela, no tuvo modo ni de avisarle al Pegote que el plan se había frustrado.

    Así, cuando dieron las diez de la noche, Pita, el Pegote se decepcionó tanto que ya tenía decidido irse para el norte con su general Villa. O si no, para la calle de Cuauhtemotzin, a pernoctar con alguna mala mujer, que ese proyecto también lo tenía bien metido entre ceja y ceja, me acuerdo perfectamente. Pero ve tú a saber si por nostalgia o por alguna extraña desolación, el caso es que el Pegote empezó a caminar lentamente y sin rumbo fijo, todo para terminar, inexplicablemente, otra vez en las calles de Bolívar. Así estuvo, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón oscuro apretujado a la fuerza debajo de sus botines, con la precaria luz del Dos de Oros —que no tardaría en llevarse consigo el último borracho de la noche— dándole en el rostro. Así estuvo, como uno de esos perros de rancho, Pita, que no puedes correr porque, a cada pedrada, siempre regresan meneando el rabo, tratando de figurarse en la mente qué haría cuando ese último cliente saliera dando tumbos y del interior se borrara la luz del foco, tratando de figurarse si se metería a la fuerza o subrepticiamente o qué.

    Ni siquiera le dio tiempo de decidirlo. En el Dos de Oros todavía había luces y un sinuoso cantar incomprensible cuando sintió sobre su hombro el fuerte apretón de una mano rechoncha.

    —Demonio de Pegote. Ya sabía que aquí andarías.

    No se mostró arredrado ni nada el Pegote.

    —Don Julián me mandó llamar, padre —mintió el Pegote, que para inventarse cosas era invencible—. Dice que ésta es mi casa.

    El anciano de azul mirada y redondas gafas se paseó una mano por la barbilla. Llevaba el sombrero y la sotana de ese modo misterioso que hace parecer a los curas, en las noches frías, seres fantasmales sin cuerpo y sin rostro.

    —¿Eso dijo?

    —Por ésta, padre —dijo el Pegote besándose los dedos apretados, que para blasfemar y jurar en vano también se pintaba solo.

    El padre Raña sintió el deseo, tan común en él, de levantar al Pegote de una patilla, como hacía con todos los muchachos del barrio, arrastrarlo unos cuantos metros y propinarle alguna ocurrente penitencia. Pero esta vez sus canas y una voz interior se lo impidieron.

    —¿Y qué más dijo, si se puede saber?

    —Que está muy arrepentido de haberme corrido. Hasta me dio éstos, de lo mal que se sentía.

    Sacó de sus bolsillos unos cuantos centavos, revueltos con unos oritos bien doblados y varias canicas y huesitos. Para su fortuna, los cigarros ya se le habían terminado, que si no, los habría mostrado con la misma desfachatez con que había sacado a la luz sus otros tesoros y el padre no se habría resistido de hacerle la pinza sobre la patilla. El cura se fijó en las manos sucias y callosas del Pegote y luego en sus ojos castaños y el cabello revuelto bajo la boina, volando con el viento que corría desde el norte. Debe haber pensado el padre que, para cambiar al bribón, no bastaba con sólo presentarse al Dos de Oros y arrastrarlo del greñero hasta la casa parroquial de Regina. Eso pensó, o simplemente fue que le dio sueño. La verdad es que quién sabe.

    —Bueno. Pues siendo así, ya me voy.

    Luego siguió una pausa malévola, Pita. Porque el padre dijo que se iba, pero no se iba. Y el Pegote ya empezaba a silbar y a desviar la mirada. Ya jugaba con las canicas en sus bolsillos. Ya silbaba. Ya jugaba y ya

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