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Buenas noches, Laika
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Libro electrónico105 páginas1 hora

Buenas noches, Laika

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Desde la tarde en que Marina irrumpió en la fiesta de Iker con su vestido y lápiz labial rojos, Sebastián no ha vuelto a verla. Su banca vacía lo ha inquietado durante una semana, hasta ese lunes en que el director solucionó el misterio. A partir de este momento, Sebastián buscará completar la imagen borrosa que tiene de ella.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2014
ISBN9786071624451
Buenas noches, Laika

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    Una historia dolorosa que te atrapa para que no la sueltes hasta el final

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Buenas noches, Laika - Martha Riva Palacio Obón

Un último lengüetazo de agua y vuelven a sellar la cabina. El mundo se encoge al tamaño de una mirilla. Afuera, continúa la cuenta regresiva:

10 десять,

9 девять,

8 восемь,

7 семь,

6 шесть,

5 пять,

4 четыре,

3 три,

2 два,

1 один,

0 ноль,

el cohete ruge a mil ladridos por hora. Una explosión cilíndrica de hidrógeno ilumina el Cosmódromo. Con el corazón palpitando bajo el peso de cinco fuerzas g, la pequeña cosmonauta asciende más allá de la estratósfera. Ahí se extiende el vacío repleto de estrellas. Pero el cosmos aún no significa nada. No es como casa, que significa todo. Porque casa es hundir el hocico en la tierra húmeda y seguir el rastro de otro perro entre una constelación de patas.

1

Mucho de lo que recuerdo no es como fue. En mi cabeza, la ciudad y los años se mezclan. Son ectoplasma que fluye desbordándose. Digo una calle pero puede ser otra. Confundo nombres y a veces digo que pasaron cosas en octubre cuando en realidad sucedieron en marzo. Sin embargo, hay momentos que han quedado tan marcados en mi cabeza, que irrumpen en el presente fracturando el espacio-tiempo. Instantes indigestos que se niegan a ser procesados y a transformarse en pasado. No queda más que regurgitarlos una y otra vez, esperando ahora sí poder digerirlos. Tal vez por eso no me gusta que me tomen fotografías. Siempre terminan siendo un desastre. Y de todos los desastres provocados por el ser humano el peor ha sido la foto de grupo que nos tomaron en segundo de secundaria. Salimos en fila, tiesos, borrosos, con la mirada perdida. Prisioneros en esa réplica en miniatura de cárcel llamada escuela. Somos los sobrevivientes de un cataclismo. Y ella en la orilla, de pie, lo más lejos posible de la maestra, es la más borrosa de todos. Casi como un fantasma. Tiene sentido que sólo aparezca su sombra. Era imposible que el obturador de la cámara —cientos de veces más lento que ella— pudiera capturarla. Siempre fue volátil. En ocasiones orbitaba alrededor tuyo generando tanto ruido que no podías pensar en otra cosa más que en ella. Otras veces ni te acordabas de que estaba ahí, y cuando volteabas te sorprendía descubrirla sentada en su banca en la esquina del salón. Era como verla por primera vez. Después de cincuenta y siete años me sigue sorprendiendo que existiera. A veces pienso que sólo fue una alucinación colectiva que terminó ahogándose en el estruendo supersónico de la era espacial.

Marina de 1957.

A principios de noviembre de ese año, su banca vacía había sido parte de mis pesadillas durante casi una semana y a Darwin le había tocado ser el invitado de honor a la ofrenda de mi abuelo Jaime. Ese viernes, mientras colocábamos las calaveritas de azúcar, terminamos hablando inevitablemente sobre la evolución. Le pregunté a mi abuelo si él creía que los marcianos descendían de los changos, como nosotros. Él me respondió que mientras esperáramos que la vida en otros planetas fuera como aquí, no íbamos a encontrar nada. Tal vez tenía razón. Pero en ese momento, habiendo visto con el telescopio lo que parecía ser una sofisticada red marciana de canales, yo estaba seguro de que los marcianos eran muy parecidos a los terrícolas. Incluso pasé muchas noches esperando ese momento terrorífico en que alguno de ellos se aparecería por la colonia Del Valle.

Sigue sin llegar.

A mi papá —que le daba lo mismo que los marcianos descendieran de los changos o del chicozapote— no le hizo nada de gracia que Darwin estuviera en la ofrenda junto a mi abuela Elisa. Y es que ella siempre dijo que la evolución sólo era una sugerencia y que lo único que íbamos a encontrar en el cielo eran ángeles. Mi abuelo y ella pasaban horas discutiendo porque no lograban ponerse de acuerdo sobre quién era el responsable de que los humanos tuviéramos un pulgar oponible.

¡Por Dios, Elisa! ¡Al rato vas a decir que la Tierra es plana!, gritaba al final mi abuelo, exasperado porque no lograba convencer a su esposa. Yo creo que ella era algo maligna y le encantaba provocarlo. Más de una vez, en medio de sus peleas, caché a mi abuela con la cara tiesa intentando no sonreír. A veces me pregunto en qué creería realmente y lamento no haber podido conocerla mejor. Mi papá dijo que mi abuelo se estaba burlando abiertamente de mi abuela y que no lo iba a permitir. Aun así, Darwin continuó en la ofrenda. Lo cual me dio mucho gusto porque yo creo que mi abuelo no lo hacía por molestar sino porque extrañaba debatir con su esposa.

Mis papás, en cambio, no discutían nunca. Siempre formaban —al menos contra mí— un frente común. Más de una vez los imaginé encerrados en su cuarto llevando a cabo un cónclave sobre cómo educarme. Tal vez les preocupaba que yo, hijo único, resultara ser demasiado consentido e intentaban equilibrar las cosas. Yo hubiera preferido que equilibraran menos y mejor me dieran más espacio, pero nunca preguntaron mi opinión. El punto es que mientras en el mundo estábamos en medio de la Guerra Fría, en mi casa se llevaba a cabo otra en menor escala aunque igual de letal. Dos contra uno. El bloque de hierro comenzaba a resultarme tan asfixiante que la única forma de soportarlo era escuchando una y otra vez a Elvis. Para mí, el rock‘n roll era oxígeno puro. Me acostaba junto a mi tocadiscos portátil y ponía en volumen bajo los pocos álbumes que había logrado meter de contrabando a mi casa. Rock en susurros para soportar

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