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Información de este libro electrónico
Para John Cleaver los cadáveres con cosa de todos los días. Es más, le gustan: los muertos no necesitan esa empatía que él es incapaz de sentir. Pero eso no es todo, además está obsesionado con los asesinos seriales, así que, por su bien y por la seguridad de las personas que lo rodean, su vida se rige por reglas que él mismo se impone. Tal vez así pueda evitar que su monstruo interno salga a la luz. Sin embargo, cuando comienzan a aparecer cuerpos desgarrados, John es el único que sabe que hay alguien, o algo extraño, detrás de esas muertes.
Ahora tendrá que enfrentar un peligro que no puede controlar y que pone en riesgo a todas las
personas que quiere.
Dan Wells
Dan Wells is the author of the Mirador series (Bluescreen, Ones and Zeroes, and Active Memory), as well as the New York Times bestselling Partials Sequence and the John Cleaver series—the first book of which, I Am Not a Serial Killer, has been made into a major motion picture. He has been nominated for the Campbell Award and has won a Hugo Award and three Parsec Awards for his podcast Writing Excuses. He plays a lot of games, reads a lot of books, and eats a lot of food, which is pretty much the ideal life he imagined for himself as a child. You can find out more online at www.thedanwells.com.
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Comentarios para No soy un serial killer
10 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
May 4, 2024
En realidad es una puntuación de 4. 5 estrellas. ♡
Vista previa del libro
No soy un serial killer - Dan Wells
La señora Anderson estaba muerta.
Nada aparatoso, murió de vieja: se fue a la cama una noche y nunca despertó. Dicen que fue una muerte pacífica y digna, lo que supongo que técnicamente es cierto, pero los tres días que pasaron antes de que alguien se diera cuenta de que llevaban un rato sin verla le quitaron la mayor parte de la dignidad a la situación. Su hija finalmente apareció para ver cómo estaba y encontró su cadáver de tres días podrido y hediondo como el de un animal atropellado. Y lo peor no fue la putrefacción, sino los tres días –tres días enteros– antes de que a alguien le importara lo suficiente para decir: Esperen, ¿dónde está la anciana que vive por el canal?
. No hay mucha dignidad en eso.
¿Pero pacíficamente? Seguro. Murió tranquilamente mientras dormía el 30 de agosto, según el forense, lo que significa que murió dos días antes de que el demonio desgarrara las entrañas de Jeb Jolley y lo dejara en un charco detrás de la lavandería. No lo sabíamos en ese momento, pero eso convirtió a la señora Anderson en la última persona en el condado de Clayton en morir de causas naturales durante casi seis meses. El demonio se llevó al resto.
Bueno, a la mayoría. A todos menos a uno.
Nos dieron el cuerpo de la señora Anderson el sábado 2 de septiembre, después de que el forense lo liberara. Bueno, más bien se lo dieron a mamá y a tía Margaret, no a mí. Ellas son las que manejan la funeraria, yo solo tengo quince años. Había estado en el pueblo la mayor parte del día, viendo cómo la policía limpiaba el desastre de Jeb y regresé justo cuando el sol comenzaba a ponerse. Me escabullí por detrás por si acaso mi mamá estuviera en la parte de adelante; realmente no tenía ganas de verla.
No había nadie en la habitación trasera, solo el cadáver de la señora Anderson y yo. Yacía inmóvil sobre la plancha metálica, debajo de una sábana azul. Olía a carne podrida y a repelente para insectos, y el ruidoso zumbido del solitario ventilador no estaba ayudando mucho. Me lavé las manos en silencio en el lavabo, preguntándome cuánto tiempo tenía, y toqué suavemente el cuerpo. La piel vieja era mi favorita, seca y arrugada, con textura como de papel antiguo. El forense no había hecho mucho para limpiar el cuerpo, probablemente porque estaba ocupado con Jeb, pero el olor me dijo que por lo menos habían pensado en matar a los insectos. Después de tres días en el calor de fines del verano, probablemente había muchos de ellos.
Una mujer abrió la puerta de la parte delantera de la funeraria y entró, verde como un cirujano con su bata y su mascarilla. Me quedé inmóvil, pensando que era mi madre, pero la mujer solo me miró y se dirigió a una mesada.
–Hola, John –dijo mientras tomaba algunas gasas estériles. No era mi madre en absoluto, sino su hermana Margaret (eran gemelas, y cuando tenían cubierta la cara apenas podía distinguirlas). La voz de Margaret era un poco más suave, aunque también un poco más vigorosa. Supongo que es porque nunca se casó.
–Hola, Margaret –retrocedí un paso.
–Ron se está volviendo más descuidado –dijo, recogiendo una botella de spray embalsamador–. Ni siquiera la limpió, solo declaró que murió por causas naturales y la envió para acá. La señora Anderson se merecía algo mejor que esto. ¿Vas a quedarte ahí parado o vas a ayudar? –preguntó después de voltear para mirarme.
–Lo siento.
–Lávate.
Me arremangué con impaciencia y regresé al lavabo.
–Honestamente –continuó–, no sé ni lo que hacen allá en la oficina forense. No están muy ocupados; apenas si logramos mantener este negocio.
–Jeb Jolley murió –le dije mientras me secaba las manos–. Lo encontraron esta mañana detrás de la lavandería.
–¿El mecánico? –preguntó Margaret, con un tono de voz más bajo–. Eso es terrible. Era más joven que yo. ¿Qué pasó?
–Lo asesinaron –dije y tomé una mascarilla y un delantal que colgaban de la pared.
El demonio se lo había llevado, pero eso todavía no lo sabía. Ni siquiera sabía que había un demonio hasta casi tres meses después. En agosto –que parece haber sido hace una eternidad– aún nadie, en el condado de Clayton, tenía idea del horror que se avecinaba.
–Pensaron que tal vez había sido un perro salvaje –le dije a Margaret–, pero sus entrañas estaban como apiladas.
–Eso es terrible –repitió.
–Bueno, tú eres la que está preocupada de que tengamos que cerrar el negocio– le dije–. Dos cuerpos en un fin de semana significan dinero en el banco.
–Ni siquiera bromees con eso, John –me dijo con mirada severa–. La muerte es algo triste, incluso cuando ayuda a pagar tu hipoteca. ¿Estás listo?
–Sí.
–Extiéndele el brazo.
Le tomé el brazo derecho y lo enderecé; el rigor mortis hace que el cuerpo se ponga tan rígido que apenas si lo puedes mover, pero solo dura un día y medio. Este lleva tanto tiempo muerto que sus músculos se han vuelto a relajar. Aunque su piel parecía de papel, la carne debajo era suave como una masa. Margaret le roció el brazo con desinfectante y empezó a limpiarla suavemente con un paño.
Incluso cuando el forense hace su trabajo y limpia el cuerpo, siempre lo lavamos nosotros mismos antes de empezar. El embalsamamiento es un proceso largo que requiere un trabajo muy preciso, y se necesita empezar de cero.
–Esto huele bastante mal –dije.
–Ella.
–Ella huele bastante mal –me corregí. Mi mamá y Margaret eran muy insistentes con eso de ser respetuosos con los difuntos, pero parecía un poco tarde a estas alturas. Ya no era una persona, ya era solo un cuerpo. Una cosa.
–Sí, huele mal –coincidió Margaret–. Pobre mujer. Desearía que alguien la hubiera encontrado antes.
Levantó la mirada hacia el ventilador que zumbaba detrás de la rejilla en el techo.
–Esperemos que el ventilador no nos falle esta noche.
Margaret siempre decía eso antes de cada embalsamamiento, como un canto sagrado. El ventilador siguió chirriando encima de nosotros.
–La pierna –dijo. Me moví hacia los pies del cuerpo y le enderecé la pierna para que Margaret la rociara.
–Voltéate –dejé mis manos enguantadas en el pie y volteé hacia la pared mientras Margaret levantaba la sábana para lavarle los muslos–. Si algo bueno dejó esto –agregó–, es que puedes apostar que todas las viudas del condado recibieron una visita hoy, o la recibirán mañana. Todos los que escuchen lo que pasó con la señora Anderson van a ir directo a casa de su madre, solo para estar seguros. La otra pierna.
Quería decir algo acerca de cómo todos los que escucharon acerca de Jeb irían directamente con su mecánico, pero Margaret nunca ha apreciado esa clase de chistes.
Estuvimos manipulando el cuerpo, de pierna a brazo, de brazo a torso, de torso a cabeza, hasta que ya estaba todo restregado y desinfectado. La habitación olía a muerte y a jabón. Margaret arrojó los trapos en el bote de la ropa sucia y empezó a recolectar los suministros del embalsamamiento.
He ayudado a mamá y a Margaret en la funeraria desde que era pequeño, desde antes de que papá se fuera. Mi primer trabajo fue limpiar la capilla: recoger los programas, vaciar los ceniceros, aspirar el piso, y otros trabajos ocasionales que un niño de seis años podía hacer sin ayuda. Conforme fui creciendo me dieron trabajos más grandes, pero no pude ayudar con lo verdaderamente genial –embalsamar– hasta que cumplí doce años. Embalsamar era como... no sé cómo describirlo. Era como jugar con un muñeco gigante, vestirlo y bañarlo y abrirlo para ver lo que había dentro. Una vez, cuando tenía ocho años, espié a mi mamá desde la puerta para ver cuál era el gran secreto. A la semana siguiente abrí en dos a mi oso de peluche, pero creo que ella no hizo la conexión.
Margaret me pasó un trozo de algodón, y lo sostuve mientras ella rellenaba cuidadosamente los párpados del cadáver con pequeñas bolas de algodón comprimido. Los ojos empezaban a hundirse, desinflándose a medida que perdían humedad, así que el algodón servía para que conservaran la forma adecuada a simple vista. También ayudaba a mantener los párpados cerrados, aunque de cualquier forma Margaret siempre agregaba un poco de crema por si acaso, lo que mantenía la humedad y el ojo cerrado.
–¿Me pasarías la pistola de agujas, John? –preguntó, y rápidamente dejé el algodón para tomar la pistola de una mesa de metal que estaba junto a la pared. Era un tubo largo de metal con dos ojos para pasar los dedos, uno a cada lado, como una jeringa hipodérmica.
–¿Puedo hacerlo yo esta vez?
–Claro –dijo ella y levantó hacia atrás la mejilla y el labio superior del cadáver–. Aquí.
Coloqué la pistola suavemente contra las encías y apreté, clavando una pequeña aguja en el hueso. Sus dientes eran grandes y amarillos. Le colocamos otra aguja en la mandíbula inferior, pasamos un alambre entre las dos agujas y luego lo retorcimos con fuerza para que la boca se mantuviera cerrada. Margaret untó crema para sellar en un pequeño soporte de plástico, que parecía la cáscara de un gajo de naranja, y lo colocó dentro de la boca para garantizar que todo quedara cerrado.
Después de ocuparnos del rostro, arreglamos el cuerpo cautelosamente, enderezando las piernas y cruzándole los brazos sobre el pecho en la clásica postura de estoy muerto
. Una vez que el formaldehído entra en los músculos, los inmoviliza y los vuelve rígidos, así que primero hay que acomodar el cuerpo para que la familia no tenga que ver un cadáver deforme.
–Sujétale la cabeza– me indicó Margaret, y yo obedientemente apoyé una mano a cada lado de la cabeza para mantenerla estable. Margaret recorrió primero la zona con los dedos, justo por encima de la clavícula derecha, y luego de calcular bien cortó una línea larga y poco profunda en el hueco del cuello de la anciana. Casi no sale sangre cuando cortas un cadáver porque el corazón no está bombeando, así que no hay presión arterial, y la gravedad hace que toda la sangre se acumule en la parte baja del cuerpo. Como esta además llevaba muerta más tiempo de lo usual, su pecho estaba blando y vacío, mientras que la espalda estaba casi morada, como un magullón gigante. Margaret introdujo un pequeño gancho de metal en el orificio y sacó dos grandes venas –bueno, técnicamente una arteria y una vena–, y amarró un hilo alrededor de cada una de ellas. Eran moradas y resbalosas, dos tubos oscuros que salían del cuerpo unos pocos centímetros y luego volvían a entrar. Margaret empezó a preparar la bomba.
La mayoría de la gente no tiene idea de cuántas sustancias químicas diferentes usan los embalsamadores, pero lo primero que llama la atención no son cuántas usamos, sino los diferentes colores que tienen. Cada frasco –el formaldehído, los anticoagulantes, los cauterizadores, los germicidas, los acondicionadores y más– tiene su propio color brillante, como los jugos de fruta, y la hilera de fluidos de embalsamamiento se parece a la de las botellas de jarabe en un puesto de refrescos granizados. Margaret elegía las sustancias con cautela, como si estuviera seleccionando los ingredientes para una sopa. No todos los cuerpos necesitaban las mismas y averiguar cuál era la receta correcta para determinado cuerpo tenía tanto de arte como de ciencia.
Mientras ella trabajaba en eso, solté la cabeza y tomé el bisturí; rara vez me dejaban hacer incisiones, pero si las hacía mientras no me estaban mirando, habitualmente me salía con la mía. Además era bueno haciéndolas, lo que ayudaba.
La arteria que Margaret había extraído iba a servir para bombear por todo el cuerpo el coctel de sustancias químicas que estaba preparando; a medida que estas llenaran el cuerpo, los viejos fluidos, como la sangre y el agua, serían expulsados por la vena expuesta hacia un tubo de drenaje, y de ahí al suelo. La primera vez que descubrí que eso se iba al sistema de drenaje me sorprendí, ¿pero a dónde más podría ir? No es peor que el resto de las cosas que están allá abajo. Sostuve la arteria con firmeza y realicé una incisión lentamente, cuidando de no cortarla por completo. Cuando el orificio estaba listo, tomé una cánula –un tubo de metal curvado– y metí la punta más estrecha en la abertura. La arteria parecía de goma, como una manguera delgada, cubierta de pequeñas fibras de músculos y vasos capilares. Apoyé el tubo de metal suavemente en el pecho e hice un corte similar en la vena, esta vez para insertar un tubo de drenaje que se conectaba con una larga manguera de plástico transparente que iba a dar a un desagüe en el suelo. Apreté el hilo que Margaret había atado alrededor de cada vena, de forma tal que quedaran selladas.
–Eso se ve muy bien –dijo Margaret, empujando la bomba hacia la mesa. La bomba tenía ruedas para poderla mover con facilidad sin que estorbara, pero ahora tomaba el lugar de honor en el centro de la habitación mientras Margaret conectaba la manguera principal a la cánula que había colocado en la arteria.
Margaret revisó brevemente el sellado, asintió con la cabeza en señal de aprobación, y vertió la primera sustancia química –un anticoagulante naranja brillante para disolver los coágulos– en el tanque de la bomba. Apretó el botón y la bomba cobró vida lentamente, sincopada como un latido real. Margaret la observó atentamente mientras manipulaba las perillas que controlan la presión y la velocidad. La presión en el cuerpo se normalizó rápidamente y pronto la sangre negra y espesa estaba desapareciendo en la cloaca.
–¿Cómo va la escuela? –preguntó Margaret, quitándose el guante de látex para rascarse la cabeza.
–Han pasado solo un par de días –respondí–. No sucede mucho en la primera semana.
–Pero es tu primera semana en la secundaria –dijo Margaret–. Eso es muy emocionante, ¿no?
–No especialmente –respondí.
El anticoagulante casi se había acabado, así que Margaret vertió un acondicionador azul brillante en la bomba, para preparar los vasos sanguíneos para el formaldehído.
–¿Has hecho nuevos amigos?
–Sí –contesté–. Una escuela entera llegó al pueblo durante el verano, así que milagrosamente ya no estoy atrapado con las mismas personas que conozco desde el kínder. Y, por supuesto, todos querían ser amigos del chico raro. Estuvo genial.
–No deberías burlarte de ti mismo de esa manera –dijo.
–En realidad me estaba burlando de ti.
–Tampoco deberías hacer eso –acotó Margaret, sonriendo ligeramente.
Se puso de pie para añadir más sustancias químicas a la mezcladora. Ahora que las dos primeras sustancias estaban recorriendo el cuerpo, empezó a mezclar el verdadero líquido para embalsamar: crema hidratante y suavizador de agua para evitar que los tejidos se hincharan, conservadores y germicidas para mantener el cuerpo en buenas condiciones (bueno, tanto como era posible en esas condiciones) y tintura para darle un brillo natural de tono rosado.
La clave de todo esto, por supuesto, es el formaldehído, un fuerte veneno que mata todo en el cuerpo, endurece los músculos, encurte los órganos y realiza el verdadero embalsamamiento
. Margaret agregó una fuerte dosis de formaldehído, seguido de un espeso perfume verde para cubrir el aroma acre. El tanque de la bomba era un recipiente en espiral con una sustancia viscosa de color brillante, como la máquina de refrescos granizados de una gasolinera.
Margaret selló la tapa y me hizo salir por la puerta trasera; el ventilador no era lo suficientemente poderoso para arriesgarse a estar en la habitación con tal cantidad de formaldehído. Ya había oscurecido, y el pueblo estaba casi en completo silencio.
Me senté en el escalón de atrás mientras Margaret se apoyaba contra la pared, supervisando a través de la puerta abierta por si algo salía mal.
–¿Ya te dejaron tarea? –me preguntó.
–Tengo que leer las introducciones de la mayoría de mis libros de texto para el fin de semana, lo que evidentemente todo el mundo hace, y tengo que escribir un ensayo para mi clase de Historia.
Margaret volteó para mirarme, intentando mostrarse despreocupada, pero estaba apretando los labios y empezó a parpadear. Supe entonces, por años de deducirlo, que eso significaba que algo le había molestado.
–¿Te asignan el tema? –preguntó.
Mantuve el rostro inexpresivo.
–Las principales figuras de la historia de Estados Unidos.
–Así que... ¿George Washington? O tal vez Lincoln.
–Ya lo escribí.
–Qué bueno –dijo sin el menor convencimiento. Se quedó un momento en silencio y luego dejó de fingir–: ¿Y tendré que adivinar, o vas a decirme de cuál de tus psicópatas escribiste?
–No son psicópatas.
–John...
–Dennis Rader –respondí, mientras miraba hacia la calle–. Lo atraparon hace apenas unos años, así que me pareció que tenía un lindo enfoque de últimos acontecimientos
.
–John, Dennis Rader es el asesino serial que ataba, torturaba y mataba a sus víctimas. Te pidieron que escribieras sobre una gran figura, no un...
–El profesor dijo que fuera una figura importante, no una destacada, así que los tipos malos cuentan –respondí–. Incluso él sugirió a John Wilkes Booth como una de las opciones.
–Hay una gran diferencia entre un asesino político y un asesino serial.
–Lo sé –contesté mirándola también–, por eso lo escribí.
–Eres un chico muy listo –admitió Margaret– y lo digo en serio. Probablemente eres el único estudiante que ya escribió el ensayo. Pero no puedes... no es normal, John. Realmente esperaba que superaras tu obsesión con los asesinos.
–No simples asesinos –corregí–, asesinos seriales.
–Eso es lo que te distingue del resto del mundo, John. Para nosotros no hay diferencia.
Margaret volvió a entrar para empezar a trabajar en la cavidad corporal y succionar toda la bilis y el veneno hasta que el cuerpo quedara purificado y limpio. Yo me quedé afuera, en la oscuridad, mirando al cielo y esperando. No sé exactamente qué estaba esperando.
Esa noche no llegó el cuerpo de Jeb Jolley, ni siquiera poco después. Pasé toda la semana en un estado de expectación constante, corriendo a casa desde la escuela cada tarde para ver si ya había llegado. Parecía que fuera Navidad. El forense estaba reteniendo el cuerpo mucho más tiempo del habitual mientras le hacían una autopsia completa. El periódico local sacaba artículos a diario sobre la muerte de Jeb, y finalmente el martes confirmaron que la policía sospechaba que había sido homicidio. Al principio creyeron que lo habían asesinado animales salvajes, pero aparentemente había pistas que sugerían que se trataba de algo más deliberado. La naturaleza de esas pistas, por supuesto, no había sido revelada. Era la cosa más sensacional que había pasado en el condado de Clayton en toda mi vida.
El jueves nos regresaron nuestros ensayos de Historia. Obtuve una buena calificación y la nota ¡Interesante selección!
escrita en el margen. Al chico con el que suelo pasar el tiempo, Maxwell, le quitaron dos puntos por extensión y dos más por ortografía; escribió media página sobre Albert Einstein y deletreó Einstein de forma diferente cada vez.
–En realidad, no hay mucho que decir sobre Einstein –comentó Max, sentado a la mesa de la esquina en la cafetería de la escuela–. Descubrió el E = mc², las bombas nucleares y ya. Tuve suerte de completar media página.
Realmente no me caía bien Max, una de las pocas cosas que me convertían en alguien normal socialmente: a nadie le caía bien Max. Era de baja estatura y medio gordo, con lentes, un inhalador y el armario lleno de ropa de segunda mano. Pero más allá de eso, tenía una actitud descarada e irritante, hablando siempre autoritariamente y en voz muy alta sobre temas de los que no tenía realmente idea. En otras palabras, actuaba como un bully, pero sin ninguna clase de fuerza o carisma que lo respaldara. Todo eso a mí me venía muy bien, porque él tenía la cualidad que yo más buscaba en un conocido de la escuela: le gustaba hablar, y poco le importaba si le prestaba o no atención. Era parte de mi plan de pasar desapercibido: en soledad éramos un chico raro que hablaba consigo mismo y un chico raro que nunca hablaba con nadie; juntos éramos dos chicos raros simulando tener una conversación. No era mucho, pero nos hacía parecer aunque sea un poco más normales. Dos errores hacen un acierto.
La secundaria Clayton era vieja y se estaba cayendo a pedazos, como todo lo demás en el pueblo. Traían a los niños de todo el condado, y calculo que un tercio de los estudiantes venían de granjas y municipios fuera de los límites del pueblo. Había unos cuantos niños que no conocía, pues algunas de las familias más alejadas educaban a sus hijos en casa hasta antes de la secundaria, pero la gran mayoría era la misma gente con la que había crecido desde el kínder. Nunca llegaba gente nueva a Clayton; las personas solo... solo lo atravesaban por la carretera interestatal y apenas lo miraban al pasar. El pueblo se pudría junto a la carretera, al igual que un animal muerto.
–¿Sobre quién escribiste tú? –preguntó Max.
–¿Qué? –No estaba poniendo atención.
–Te pregunté sobre quién escribiste el ensayo –repitió Max–. Yo creo que escribiste sobre John Wayne.
–¿Por qué escribiría sobre John Wayne?
–Porque por él te llamas así.
Tenía razón: me llamo John Wayne Cleaver. Mi hermana se llama Lauren Bacall Cleaver. Mi papá era fanático de las
