Acelerando en rojo
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Asher Vega, estrella de la Fórmula 1, está al borde del abismo: un pasado que lo atormenta, patrocinadores que amenazan con abandonarlo y un equipo al límite de la paciencia. Para salvar su carrera, tendrá que aceptar lo que más detesta: ceder el control.
Chiara Roux no huyó para salvar a nadie. Dejó atrás una vida que no la llenaba y vio en Altrossa la oportunidad de empezar de nuevo. Lo que no esperaba era enfrentarse al piloto más insufrible del circuito… ni que él hiciera de su trabajo un auténtico desafío.
Entre enfrentamientos constantes y secretos que ninguno quiere confesar, Chiara y Asher descubrirán que no basta con huir para escapar de uno mismo. Porque cuando dos almas rotas colisionan, el resultado puede ser tan caótico como inevitable.
Una temporada para jugarse todo. Dos corazones que intentan recomponerse. Y una línea que nunca deberían haber cruzado.
Iryna Zubkova. irzu
Iryna Zubkova (Bielorrusia, 2001). Le encanta viajar, el deporte y las buenas historias románticas. Compagina su dedicación a las redes sociales, donde comparte su pasión por la lectura y contenido lifestyle, con la carrera de Marketing. Aunque ya publicó en Crossbooks su Cuaderno de lecturas, Acelerando en rojo, un adictivo sports romance enemies to lovers ambientado en la Fórmula 1, es su novela debut.
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Acelerando en rojo - Iryna Zubkova. irzu
2
Chiara
Mónaco, Montecarlo
El silencio de la cocina solo lo rompe el burbujeo de la cafetera. Hace poco que la compré; no porque me encante el café, sino porque últimamente Dean pasa tanto tiempo aquí que hacía falta. Preparo su café: negro, fuerte, tal como le gusta. Coloco la taza sobre la isla, el golpe suave de la cerámica contra la madera resuena en el aire.
—¿Seguro que no quieres algo más? —alzo la voz hacia el pasillo.
Dean aparece en la puerta. Su camisa sigue medio desabotonada, y su sonrisa cansada no logra ocultar las ojeras.
—No, está bien.
Se sienta frente a la isla y abre su agenda con un suspiro pesado. Mientras revisa fechas y toma notas, su café sigue intacto, humeando y olvidado a un lado.
—Este fin de semana está lleno. Hoy tenemos un cóctel organizado por mi padre; será una buena oportunidad para que los socios se relacionen.
Toma un sorbo de café antes de continuar:
—Y el domingo, la gala benéfica. Es el evento más importante del año.
Mientras habla, preparo un bol de muesli. Escucho lo que me dice, pero mi atención se queda atrapada en la palabra «gala». Conozco demasiado bien lo que implica: largas conversaciones de compromiso, sonrisas ensayadas, y nada de tiempo para nosotros.
—Sé que puede parecer aburrido, pero son importantes, Chiara. Estos eventos no son solo sociales; son esenciales para mantener relaciones y asegurar el futuro de todo esto.
Asiento lentamente, mientras muevo la cuchara en mi bol.
—Lo entiendo, de verdad. Pero... —respiro hondo, intentando no sonar quejumbrosa—. Solo me hubiera gustado tener un poco de tiempo para nosotros este fin de semana.
Dean cierra la agenda, se recuesta en la silla y me observa con un cansancio que va más allá del físico.
—Yo también lo desearía. Pero sabes lo que significan estos eventos. No es solo por la empresa, es por lo que representamos juntos en este mundo.
Su mirada busca la mía, como si quisiera que entendiera algo más profundo.
—Sí, claro —murmuro, trato de sonreír, aunque mi voz suena más débil de lo que quisiera.
Mastico una cucharada de muesli, dejando que la frustración se mezcle con la leche fría y el sabor de la fruta. Dean suspira y me mira con esa mezcla de preocupación y cansancio que últimamente parece formar parte de él.
—Estás demasiado callada. ¿Seguro que estás bien?
Asiento con la cabeza, sin atreverme a confesar cuánto me afecta todo esto.
—Estoy bien, solo... un poco cansada. —Es una verdad a medias. Cansada sí, pero sobre todo desilusionada.
—Te compensaré, lo prometo. Pero necesito que vengas, Chiara, mis padres cuentan contigo para esto.
Sus palabras buscan tranquilizarme, y quiero creerle, de verdad que sí. Pero mientras recojo mi bol y lo llevo al fregadero, una pequeña voz en mi cabeza se pregunta cuánto más podremos mantener este equilibrio sin que algo —o alguien— termine cediendo.
Con un suspiro, me giro hacia él.
—Está bien. —Intento sonar más segura de lo que me siento—. Sé lo importantes que son estos eventos para ti... para nosotros. Allí estaré, como siempre.
Dean sonríe, visiblemente aliviado, y añade con entusiasmo:
—Esta mañana pasará un mensajero con la ropa para la gala. Todo está preparado.
Empleo todas mis fuerzas para no poner los ojos en blanco.
—No me digas que es otra de esas galas espantosas donde tengo que llevar un vestido encargado por tu madre y fingir que me interesa lo que hablan los posibles clientes mientras me están mirando todo menos a los ojos...
—No seas exagerada. Esos vestidos te quedan increíbles. No sabes la de dinero que se gastan en la estilista solo para ti.
—Venga ya, Dean. Nadie me ha preguntado nunca mi opinión sobre ellos.
—Sabes cómo es mi madre, Chiara. Quiere que todo sea perfecto, y yo no soy precisamente quien puede decirle que no. Pero te prometo que esta vez te va a gustar.
Lo miro con desconfianza, dudo un momento antes de soltar una leve sonrisa.
—Sorpréndeme, entonces.
Me cruzo de brazos, esperando que me salga con alguna típica excusa del estilo: «¡Sorpresa! Una comida en el restaurante más caro de Mónaco».
—Llevarás ropa de montar, porque vamos a un club ecuestre.
Eso sí que no me lo esperaba. Sus palabras me golpean con fuerza y, de golpe, un torrente de recuerdos invade mi mente. Las colinas toscanas, los paseos a caballo con mi madre, el sol bañándolo todo mientras el olor a cuero y a musgo se mezclaba con la brisa. Eran días sencillos, llenos de calma y conexión.
Esos momentos, que antes parecían tan cotidianos, se volvieron lejanos cuando mi vida empezó a girar alrededor del trabajo. Las largas jornadas en la oficina, las reuniones interminables, y esos fines de semana que antes eran un refugio de aventuras ecuestres ahora están cargados de compromisos y eventos sociales. Poco a poco, lo que tanto significaba para mí se fue desvaneciendo.
—¿Un club ecuestre? —repito, como si necesitara confirmar que lo he escuchado bien.
—Sí, el evento benéfico será en el Monte-Carlo Polo Club. Lo han remodelado especialmente para la ocasión —responde Dean, que nota mi creciente entusiasmo—. Han preparado todo: zonas de competición, campos para montar... Será algo espectacular.
Mis labios dibujan una sonrisa sincera, la primera en mucho tiempo. Quizá, por una vez, este compromiso no sea solo otro evento más.
La idea de subirme a un caballo, aunque sea solo por un día, en un evento tan exclusivo me emociona más de lo que habría imaginado. No es solo nostalgia, es una oportunidad para reconectar con una parte de mí que creía olvidada.
—¡Madre mía, me encanta! —grito, incapaz de contenerme, y me aferro a Dean como si fuera un koala—. ¡No sabes lo increíble que es esto! ¿A quién se le ha ocurrido la idea? Tenéis que subirle el sueldo, es un genio.
Dean, al principio sorprendido por la intensidad de mi reacción, se relaja poco a poco y me abraza.
—Podré montar, ¿verdad? Por favor, dime que sí. —Mi entusiasmo es el de una niña en Navidad.
Dean suelta una risa ligera, de esas que hacen que mi pecho se sienta cálido. Es un sonido que no escuchaba desde hacía demasiado tiempo.
—Me encanta verte así de emocionada, pero recuerda que detrás de este evento hay mucho trabajo para que todo salga perfecto. No olvides por qué estamos ahí, ¿vale? —dice con la voz suave y sus labios rozando mi oído—. Espero que este fin de semana sea tan especial para ti como estoy seguro de que lo será para mí.
Antes de que pueda decir nada, me planta un beso en la oreja y me deja con suavidad en el suelo.
—No me malinterpretes, este es con toda probabilidad el evento al que más ganas he tenido de asistir en años. Pero... ¿qué tiene de especial? Aparte de lo obvio, claro. —Lo miro fijamente, buscando respuestas en su expresión.
Dean intenta soltar mis brazos de su cuello, con una sonrisa torcida y un aire un tanto incómodo, como si tratara de esquivar mi insistencia mientras se acomoda en su silla.
—Bueno, ya sabes cómo son mis padres. Han invertido muchísimo en este proyecto y querían llevarlo ellos directamente —dice Dean, procurando utilizar un tono informal.
Pero algo en su forma de hablar me hace fruncir el ceño. No parece tan simple. Mi emoción comienza a desvanecerse mientras pensamientos incómodos se instalan en mi cabeza.
—Dean, dime la verdad. ¿He hecho algo para que duden de mí? Nunca me habían dejado al margen de un proyecto.
Dean suspira, y su expresión tensa me dice que está midiendo sus palabras.
—Chiara, mis padres confían plenamente en ti. Créeme, te hemos quitado un montón de problemas de encima porque organizar esto ha sido una odisea. —Su voz no tiene el convencimiento que pretende, y sé que él también lo nota.
Antes de que pueda responder, el timbre del apartamento suena, y corta el aire cargado de nuestra conversación. Dean parece aliviado por la interrupción y se limita a levantar una ceja, señalando hacia la puerta.
—Debe de ser el mensajero con tu ropa para el evento.
Asiento, aunque sigo con mil preguntas en la cabeza, y me dirijo hacia la puerta.
Cuando miro por la mirilla, solo alcanzo a ver la parte superior de una cabeza. No puedo evitar soltar una risa suave antes de abrir.
Allí está Gael, con una sonrisa tan amplia que podría derretir el Polo Norte, sosteniendo un ramo de rosas tan imponente que parece estar a punto de eclipsarlo.
Gael, el conserje del edificio, es un punto de luz en mi ajetreada vida: una mezcla entre hada madrina y caballero leal, con un encanto tan entrañable que lo considero casi como un abuelo adoptivo.
—¡Buenos días, señorita! —exclama con su voz rasposa, que suena como si estuviera hecha de whisky y caramelos. Me extiende el ramo con una solemnidad casi teatral, como si me entregara un premio.
—¿Esto es para mí? —pregunto, sorprendida, mientras tomo las flores con cuidado, intentando procesar su tamaño.
Gael se ríe bajo, un sonido que tiene algo de arrullo nostálgico.
—Parece que tienes un admirador secreto, alguien con muy buen gusto, diría yo.
Insisto en que pase para charlar un momento, pero se disculpa diciendo que tiene que seguir con sus tareas. Se despide con un gesto amable antes de desaparecer por el pasillo, y me deja con el ramo en las manos.
Cuando me giro, Dean está esperándome en el salón. Su expresión, una mezcla de expectación y cautela, me hace sonreír.
—¿Esto es cosa tuya? —pregunto, mientras alzo las flores ligeramente.
Dean se encoge de hombros, algo incómodo bajo mi mirada.
—¿Es ironía, o de verdad no pensabas que podría tener un detalle así contigo?
—No, no es eso —me apresuro a corregir—. Es solo que... no es algo muy típico de ti, y me ha sorprendido, pero para bien.
Llevo las flores a mi nariz y aspiro su aroma dulce, que inunda el aire con un perfume cálido y reconfortante.
—Quizá no lo haga mucho, pero quería que supieras que pienso en ti, incluso cuando estoy tan... desconectado. Las compré en tu floristería favorita —dice, con un tono más suave que al principio.
Una sonrisa sincera se apodera de mí mientras los pétalos acarician mi rostro. Hacía siglos que no me regalaba flores... pero no es eso lo que hace que el corazón dé una voltereta en mi interior.
Dean, con todos los recursos del mundo a su disposición, podría haberme inundado con mil ramos como este a diario, solo tenía que ordenárselo a su secretaria y esta se hubiera encargado de que fuera así. Pero lo que realmente valoro, lo que hace que mi corazón se sienta henchido, son el tiempo y la atención que él le ha dedicado.
Levanto la vista, todavía con las flores en las manos, y por un instante me siento como la protagonista de una de esas películas románticas que me hacen llorar abrazada a una caja de pañuelos. El tiempo parece ralentizarse, y todo se reduce a Dean, a mí y al eco de su inesperado gesto. Juro que casi puedo oír una banda sonora sonando de fondo.
Entonces lo veo arrodillarse delante de mí. De repente, todo pasa a cámara lenta.
—¿Qué estás...? —Las palabras salen atropelladas de mi boca, y se cortan antes de completar la frase mientras mi mente procesa lo que está pasando.
Un torbellino de emociones me invade: sorpresa, confusión, y una anticipación que me acelera el corazón. Mis ojos se abren como platos mientras intento leer cada detalle de esta escena que parece salida de un guion de cine.
Me vuelvo hiperconsciente de todo: la luz que se filtra por la ventana, creando un halo casi mágico alrededor de Dean, y cómo mi corazón late tan fuerte que amenaza con escapar de mi pecho. Y entonces llega el pensamiento más alarmante de todos: ¿va a pedirme matrimonio?
Mientras mi mente corre desbocada en esta telenovela interna, Dean, ajeno a mi caos emocional, se levanta con tranquilidad y se sacude el polvo de las rodillas.
—Anda, mira, aquí estaba el traicionero —dice de manera informal.
Lo miro, todavía paralizada, mientras él sostiene el gemelo que perdió de su traje la noche anterior. Una sonrisa satisfecha ilumina su cara, orgulloso de su hallazgo.
El aire contenido en mis pulmones sale de golpe, y una sensación fría me recorre el cuerpo como si me hubieran echado un cubo de agua helada. Mi realidad regresa con fuerza, y la banda sonora imaginaria se corta en seco.
Mi cara debe de ser un poema, porque me mira extrañado por un instante. Entonces, se acerca lentamente. Sus ojos brillan con una mezcla de confusión y ternura mientras coloca una mano en mi hombro.
—Dime la verdad... no te han gustado —me dice con una voz que destila una preocupación que casi me hace sentir culpable.
Trago saliva, intento recuperar la compostura. Asiento con la cabeza, aunque las palabras parecen atascarse en mi garganta.
—Eh, no... o sea, sí, me han encantado, yo... —Las palabras salen de manera atropellada—. Es solo que... no me lo esperaba —consigo articular, pintando una sonrisa que espero que se interprete como agradecida.
Dean me observa con atención, como si tratara de leer mis pensamientos. Siento una repentina vergüenza por haberme montado semejante película en la cabeza y rezo para que no sea tan listo como es siempre y no se dé cuenta de la situación.
—Quizá es una forma torpe de expresar las cosas, pero simplemente quería compensarte por todo mi estrés, por todas las noches que he llegado tarde y por todas las veces que no he estado presente cuando más me necesitabas. Estoy haciendo lo mejor para los dos —murmura, mientras su mano asciende con delicadeza hacia mi mejilla.
Lo miro, y evalúo la sinceridad de sus palabras en sus ojos. Aunque por fuera pueda parecer que simplemente estoy sorprendida por este inesperado detalle, por dentro es como si mil planetas colisionaran al unísono. Después de una larga pausa, al comprender su mensaje, logro responderle.
—No necesitas compensarme, Dean. Me ha tomado tan de improviso que... Lo siento... me he despertado algo rara y con mil cosas en la cabeza... y ahora esto...
Dean coloca un dedo sobre mis labios para interrumpirme, corta el flujo de mis pensamientos como si presionara el botón de pausa en el mando a distancia de mi cerebro. Su gesto me silencia de inmediato, y todo lo que quería expresar se detiene en la punta de mi lengua. Noto un atisbo de impaciencia.
—Escúchame. Sé que tienes un montón de cosas en esa cabecita tuya, lo entiendo, yo también. Pero lo último que quiero es que nuestras preocupaciones se interpongan entre nosotros. —Sus ojos me miran con tanta intensidad que, por un momento, todo lo demás parece desaparecer—. No te quiero agobiar más, tienes la mañana libre, aprovéchala, ¿vale?
Permanezco en silencio, procesando la maraña de emociones que me embargan mientras siento el roce de sus labios contra mi mejilla, que me dejan una huella cálida.
—Llego tarde a la oficina. Necesito que estés lista para las seis.
Lo observo mientras se pone la americana y camina hacia la puerta con una energía que desentona por completo con la calma de un perezoso sábado por la mañana.
La puerta se cierra tras él. Me dirijo al sofá y me desplomo sobre él con el corazón todavía galopando a ritmo frenético. La realidad me golpea de sopetón.
La quietud del apartamento resuena en mis oídos, demasiado amplia, demasiado silenciosa. Y entonces, la pregunta que había sido apenas un susurro dentro de mí se transforma en un rugido ensordecedor:
¿Qué habría respondido si Dean, en lugar de rescatar un gemelo perdido de su traje, me hubiera propuesto matrimonio?
3
Chiara
Mónaco, Montecarlo
La velada se despliega con esa elegancia casual típica de los cócteles exclusivos, en la exageradamente espaciosa terraza de la mansión Harrington. A pesar de ser invierno, el lugar resulta cálido y confortable gracias a las estufas distribuidas por todo el espacio, y el techo de cristal que lo cubre y permite la visión de un cielo que comienza a teñirse con los colores del crepúsculo protege a los comensales del frío exterior e infunde al ambiente un toque mágico.
El evento, meticulosamente organizado por Thomas, el padre de Dean, es un escaparate de sofisticación y poder que reúne a la crema y nata de la sociedad.
El aire transporta una mezcla de olores: el perfume fresco y algo ácido de los cítricos de las bebidas artesanales, el aroma dulce de las flores que adornan las mesas y la fragancia de los caros perfumes de los asistentes.
Las risas y conversaciones se entrelazan con el ruido ambiente: el chocar de las copas y el murmullo constante de las conversaciones que albergan chismes y negociaciones discretas se suman al exquisito sonido de una banda de jazz en vivo que infunde al evento un ritmo suave y envolvente.
Mientras los invitados disfrutan de la deliciosa selección de canapés y bebidas, yo permanezco apartada, observando el espectáculo desde un discreto rincón de la terraza.
Este es el mundo de Dean. A pesar de estar más que acostumbrada a acudir a este tipo de actos, hoy me siento como un pájaro enjaulado y no entiendo por qué. Es casi un mandamiento asistir a estas galas de corbatas y sonrisas forzadas, pero mi habitual extroversión, normalmente mi mejor aliada en estos mares sociales, hoy parece haberse tomado el día libre sin avisar.
Dean suele recordarme que tengo un don que debo aprovechar. Con ese don, dice que soy capaz de atraer a los peces gordos como las sirenas a los marineros. No quiero quitarle la ilusión, pero en el fondo sé que no es así.
En un mundo que adora juzgar el libro por su portada, o por el apellido en este caso, mi nombre parece ser solo otra guinda del pastel. Si ya es difícil para mí al ser mujer y además joven, el agregar el apellido Roux al mix solo añade una capa extra de prejuicio con el que lidiar. A veces, siento como si estuviera navegando por un mar tempestuoso en un bote hecho de expectativas y estereotipos, intentando no volcar mientras demuestro mi valía.
Casi puedo oír los murmullos en las reuniones, el subtexto en las felicitaciones ante un ascenso, que insinúan que mi camino estaba allanado no por mis logros, sino por «ser la novia de» y, por supuesto, por mi apellido. Es un recordatorio constante de que, para algunos, estas son las razones de mi éxito, no las largas horas de dedicación y la pasión que pongo en el trabajo.
Por lo general, intentaba recordarme a mí misma que mi éxito se debía a la habilidad para entender qué necesitaban los clientes y cómo nuestra empresa podía proporcionárselo mejor que nadie. De todos modos, si mi apellido me facilitaba la entrada a mostrarles lo que realmente podía hacer, estaba dispuesta a jugar esa carta, al menos al principio.
Hoy, sin embargo, he optado por pasar desapercibida y he escogido la comodidad como armadura. Mi atuendo, un vestido de corte midi en tonos de blanco marfil, juega con la luz de una forma casi mágica y se ciñe con gracia en el escote en V. Estoy decidida a no sufrir en la prisión de tela que mi suegra considera alta moda; esos vestidos que, aunque griten lujo, me hacen sentir más maniquí que persona.
Pero este pequeño acto de rebeldía no parece bastar para aliviar la sensación de agobio que me invade. Está claro que no es mi día. Y cualquier cosa que normalmente habría considerado lógica y normal en este tipo de acontecimientos hoy me resulta molesta.
Como, por ejemplo, el gesto de Dean de pasar a recogerme en su coche, que sé que nada tiene que ver con su caballerosidad. He escuchado las reprimendas de su familia cuando llegaba más de una vez por mi propia cuenta. Como si ser una dama y presentarme sola a eventos de esta magnitud fuera una tragedia. Y su hijo, siempre ansioso por complacerlos, hace lo que sea para evitar conflictos.
Por supuesto, estoy enamorada de Dean, pero no puedo ignorar cómo a menudo su familia lo trata más como a un empleado que como a uno de sus miembros.
No pretendo ser una experta en las complejidades de las empresas familiares, pero sé reconocer cuándo los asuntos de familia comienzan a invadir nuestro terreno personal. Cada comentario velado, cada mirada cargada de juicio, cada vez que Dean se encoge bajo el peso de las expectativas de sus padres, siento que me alejo un poco más de él. A pesar de ello, nunca lo he juzgado. Para él, su familia es un pilar fundamental, y comprendo su deseo de responder a sus exigencias y devolverles todo lo que le han proporcionado desde la infancia.
Absorta en mis cavilaciones y jugueteando con la copa de champán sin realmente degustarla, casi paso por alto el vibrar del móvil en el interior de mi clutch.
Al ver el nombre de Alessandra en la pantalla, un rayo de entusiasmo cruza mi expresión sombría. Esta mujer no sabe el poder que tiene en mí.
¿Dónde está la chica más sexi
de Mónaco?
Su mensaje me provoca una sonrisa inmediata. Ale es la típica amiga que puede alegrarte hasta en un funeral. Metafóricamente hablando, claro. Le respondo casi al instante.
Secuestrada por el chico más sexi de todo Mónaco
Ay..., qué ñoña eres.
Me río para mis adentros. A pesar de que ella es todo lo contrario a mí, sé que alberga una parte muy romántica que esconde con sus bromitas ácidas. Alessandra puede pretender ser una escéptica en lo que al amor se refiere, pero me he dado cuenta de que lo desea por la forma en que su mirada se suaviza cuando ve una pareja de ancianos tomados de la mano. O por cómo se queda absorta frente a las vitrinas de las librerías a las que me acompaña, hojeando novelas románticas que luego critica por ser clichés.
En realidad, siempre he pensado que todos en algún momento de nuestra vida anhelamos encontrar ese amor de película, incluso los que se ocultan tras una fachada de crítica, sarcasmo, desinterés o frialdad.
Me han dejado plantada. Necesito refuerzos.
No es la primera vez, y probablemente tampoco sea la última, que Ale tiene una cita a través de una de esas apps para ligar. Podríamos decir que es reticente al amor, pero no a la idea de pasar una noche divertida con un desconocido.
Tiene un largo número de ligues e historias bastante impactantes que contar, como aquel tío que tenía un fetiche raro con los disfraces de época. Cada vez que lo recuerda, no sabe si reír o llorar.
El tipo en cuestión era un respetable banquero que, de noche, se transformaba en un aristócrata de época, peluca incluida. Para Ale, estas experiencias son material de primera para nuestras sesiones de cotilleo.
Tengo una reserva en Les Ambassadeurs.
¿QUÉ? Llevo meses queriendo tener una cena romántica con Dean en ese maldito restaurante, un lugar con una lista de espera interminable. Pero el frenético ritmo de vida de mi novio, siempre ocupado con reuniones y compromisos, hace imposible coordinar nuestros tiempos.
Por una parte, quiero levantarme e irme. Total, me he pasado la última media hora pasando desapercibida en este rincón. Pero por otra, sé que no sería bien visto que abandonara un evento organizado por mi suegro. Me lo reprocharían durante el resto de mi existencia.
Alzo la vista para poder buscar a Dean. Lo encuentro sumergido en una animada charla, rodeado de lo que parecen clientes o socios potenciales. Todos ellos con las mejillas algo rojizas, fruto del consumo de alcohol. Dean sujeta una copa de champán en la mano, da pequeños sorbos muy espaciados, sé que es una estrategia. Nunca bebe demasiado. Solo finge hacerlo para que el resto se sienta más cómodo, se relaje y sea más receptivo a sus propuestas de negocio.
Vacilo un instante; sé que interrumpir sería imprudente, además de que no me apetece lidiar con ellos. Dean tampoco parece necesitar mi apoyo; después de todo, ni siquiera se ha dado cuenta de mi ausencia.
Diviso también a sus padres al fondo de la sala, están conversando con un grupo de inversores influyentes. Su madre, Isobel, con su postura erguida y vestimenta impecable, guarda un porte casi real. No asoma ni un cabello de su perfectísimo moño, y su expresión irradia serenidad y control. Por su parte, Thomas, mi suegro, muestra esa sonrisa inquietante tan característica suya cuyo mensaje es «sé más de lo que digo».
Es evidente que todos están aquí con un propósito, y ese propósito no incluye disfrutar de una cena en el nuevo restaurante más chic de la ciudad. Me revuelvo en mi sitio algo frustrada. Estoy perdiendo el tiempo.
Así que tomo una decisión. Si Dean está ocupado en sus asuntos de negocios, yo también puedo aprovechar el momento. Quizá no para cerrar tratos, pero sí para tener una cita con mi mejor amiga y «psicóloga» favorita: Alessandra Di Marco. Nuestra amistad había tomado forma el día que coincidimos en la cola de la cafetería de la empresa donde hacíamos las prácticas. Ambas nos quejamos sobre el minúsculo catálogo de bebidas. ¿Desde cuándo todos daban por hecho que la gente solo tomaba café? Así que ingeniamos un plan para implementar una pequeña revolución de té verde.
Desde entonces nos convertimos en una dupla y no había quien nos separara. Bueno, hasta que me mudé a Mónaco, conocí a Dean y mis fines de semana empezaron a ser menos míos. Aunque mi camino haya sido otro, Ale ha ido escalando puestos en esa empresa, PR Forward Agency, y actualmente es la directora de Marketing.
Y no me extraña, tiene un increíble lado creativo que, a diferencia de mí, siempre saca a relucir. Además, proviene de una familia que tiene un fuerte vínculo con el arte y las comunicaciones, así que conoce el sector de primera mano.
No recuerdo la última vez que nos vimos. Le debo esta noche, me necesita, me digo. Intento convencerme de que lo hago más por ella que por mí.
En quince minutos estoy allí.
Antes de arrepentirme de mi decisión, me dirijo en busca de la salida de este ambiente que, aun al aire libre, me resulta asfixiante. Esquivo con gracia a los invitados mientras recorro las terrazas laberínticas.
Situada en una de las zonas más exclusivas de Mónaco, la mansión siempre ha sido un desafío, pero después de tres años de asistir a eventos aquí, he aprendido a orientarme entre sus opulentos salones y extensos jardines.
Justo cuando estoy a punto de alcanzar la salida, siento que alguien tira de mi muñeca. Me giro y me pego un susto de muerte al encontrarme con esos grandes ojos azules que parecen perforarme y a los que acompaña una sonrisa torcida que recuerda a la de las muñecas diabólicas de las películas de terror. Es como mirar a Dean en una versión femenina: ambos comparten también el mismo cabello rubio y lacio que en ella cae hasta la cintura y capta el brillo de las luces de la terraza.
—¿Ya te retiras? —sisea Claudine. Todavía siento cómo su mano me aprieta con más fuerza de la necesaria.
Me aclaro la garganta recuperándome del susto.
—Me encuentro algo cansada y me duele la cabeza, creo que es mejor que me vaya a casa... —Me zafo suavemente de su agarre.
La manera en la que sus ojos recorren mi cuerpo de arriba abajo me incomoda. Como si necesitara ver algún síntoma físico para comprobar que digo la verdad. Me pongo algo nerviosa porque claramente le estoy mintiendo, y soy malísima haciéndolo. Mamá siempre me dice que soy como un libro abierto.
—Si no te importa... —Vuelvo a girarme para salir escopeteada de este lugar.
—¿Ni siquiera vas a despedirte? —Su tono muestra un fingido interés.
Me estoy empezando a impacientar, pero simulo una sonrisa y vuelvo a mirarla. He tratado con mucha gente importante en este tiempo trabajando para los Harrington, no entiendo cómo esta cría puede intimidarme tanto.
—No quería interrumpirlos, tratándose de negocios...
—Vaya, tan humilde como siempre. —Me dedica una sonrisa cargada de burla—. No te preocupes, me encargaré de decirle a Dean y a mis padres que lamentablemente has tenido que irte. No todo el mundo está hecho para esto.
—Haz lo que creas conveniente, Claudine. —Corto cualquier opción de prolongar la conversación.
Me doy la vuelta, acelero el paso y atravieso la última puerta que da al exterior. Un escalofrío recorre mi cuerpo, así que aprieto más el abrigo contra mí. No sé si es la helada temperatura del invierno monegasco o la sensación de tener sus ojos clavados en mi espalda.
Doy por hecho que su actitud es consecuencia de la juventud, los lujos a los que está acostumbrada y las responsabilidades a las que ya está sometida; sé que debe de ser difícil para ella manejarlo. Pero eso no excusa su comportamiento condescendiente y, a veces, francamente hostil hacia mí.
Puede que sea mi relación con su hermano lo que quizá la impulse a verme como a una rival, pero yo no tengo ninguna intención de competir. Y mi relación con sus padres, aunque en algunos aspectos pueda parecer cercana, dista mucho de ello. La considero formal. A pesar de mis esfuerzos, en realidad nunca he sentido que encajara.
Si mi modo de demostrar a una persona que me importa es siendo atenta con ella, detallista, cercana, el de los Harrington es... Es simplemente seguir dirigiéndote la palabra.
Recuerdo hace un par de meses, cuando intenté convencer a Dean de pasar las Navidades en la Toscana con mis padres, que me habían insistido en varias ocasiones.
La idea era tentadora: imaginar a Dean descubrir el encanto rústico y la calidez humana de mi cultura. Me imaginaba a mi madre recibirle con achuchones cariñosos, y a mi padre llenarle la copa de vino. A i nonni enseñándole álbumes con fotos mías de pequeña. Y Max, mi hermano, seguramente le obligaría a jugar al fútbol o a videojuegos con él durante buena parte de la tarde.
Le había explicado cómo en Montepulciano la Navidad no solo se celebra en la casa, sino en todo el pueblo. Las calles se llenan de luces, los mercados navideños bullen de gente y los olores de panettone y vin brulé se mezclan en el aire frío.
—Te va a encantar, en serio —le había dicho yo, soñando con acurrucarme junto a él frente a la chimenea, al calor de una manta.
Conocía el apego de Dean a las reuniones familiares, cada detalle de las celebraciones de los Harrington estaba imbuido de significado y memoria. Pero pensaba que, por una vez, no pasaría nada si era él quien venía.
—Suena increíble —había dicho finalmente—, pero sabes cuánto valoran mis padres nuestras tradiciones, Chiara.
No logré convencerle, y tuve que ceder ante sus súplicas de quedarme con él. Pero no descarté la posibilidad de volver a intentarlo al año siguiente.
Mientras busco un taxi, no puedo evitar sonreír al recordar mi última tentativa de llevar un poco del calor italiano a la elegante y sobria celebración navideña de los Harrington: pequeños regalos para todos, desde su hermana hasta esos lejanos parientes políticos que apenas conocía.
Aunque había elegido cada presente con especial cuidado con ayuda de Dean y esperaba que resonara en cada miembro de la familia, fueron muy reservados en sus expresiones de afecto. No hubo abrazos efusivos ni exclamaciones de sorpresa. Todos en la sala permanecieron impasibles, cada expresión y gesto orquestados al milímetro como los arreglos florales que decoraban el espacio.
El intercambio entre Dean y yo había sido totalmente diferente. Me había regalado un collar carísimo, de esos que gritan su precio desde cada ángulo brillante. Con solo mirarlo sentía que no era merecedora de él. Me lancé sobre Dean y me lo comí a besos. Y no por el valor de la joya, sino porque sabía que un regalo así, de parte de él, significaba lo que sentía por mí. Era tan perfecto y reluciente que daba hasta pena usarlo en el día a día. Por eso la mayor parte del tiempo lo tenía guardado en su caja, y solo lo sacaba en ocasiones especiales.
Cuando llegó mi turno de darle el obsequio, sentí un poco de vergüenza. Dean me había regalado ese lujoso collar y yo, delante de su familia, le di un vale para el spa Thermes Marins Monte-Carlo. Sabía que siempre estaba de trabajo hasta arriba, así que pensé en algo para que se relajara. Le expliqué que cada tratamiento, cada momento de paz, estaba pensado para que desconectara de ese ritmo tan frenético que llevaba. Pero ahí, ante todos, me sentí algo fuera de lugar, como si mi regalo fuera demasiado sencillo comparado con el suyo.
Más tarde, me aseguró que era el regalo perfecto y que sin duda lo usaría. Pero todavía podía recordar las muecas de desconcierto de su familia y la risita disimulada de Claudine de fondo.
4
Chiara
Mónaco, Montecarlo
Con un ambiente acogedor y luminoso, Les Ambassadeurs mezcla modernidad y estilo, algo que contrasta con la rigidez del evento del que acabo de escapar. La madera del suelo bajo mis pies resuena con cada paso, mientras que el tacto de la porcelana fina de las mesas habla de la elegancia del restaurante. Mis ojos buscan a Alessandra entre la gente.
Enseguida identifico su cabellera rubia. Está sentada en la barra, enfundada en un elegante vestido negro que acentúa sus curvas y deja su espalda, perfectamente tonificada gracias a las clases de pilates, a merced de las miradas ajenas.
—Parece que esa copa se está convirtiendo en tu mejor cita de la noche, ¿eh? —bromeo al acercarme.
Ella se gira de golpe, su sonrisa ampliándose al reconocerme, y se lanza a mis brazos desbordando energía y calidez.
—No me puedo creer que ese stronzo me haya dejado plantada —me confiesa entre risas mientras me aprieta fuerte—. Le dije que ya estaba aquí, en el restaurante, sin ropa interior, esperándolo en el baño. ¡Y aun así no se presentó!
Niego con la cabeza, intentando contener la risa. Alessandra siempre sabe cómo dejarme sin palabras. El dulce aroma de su perfume me invade y me trae una oleada de nostalgia. La abrazo más fuerte, provocando sus quejas exageradas de que la estoy ahogando.
—Bueno, hace falta tener un buen par de... bemoles para manejar a una mujer tan decidida. Y ese tipo, claramente, no los tenía.
Una voz masculina, con un marcado acento inglés, nos interrumpe desde la barra. Nos soltamos y giramos al unísono para mirar al intruso.
El barman, un hombre que no habría llamado mi atención de no ser por la energía enigmática que parece desprender, nos observa con una sonrisa cargada de intención. Alessandra, como siempre, capta la situación al vuelo y lo escanea sin ningún disimulo.
—Espiando conversaciones ajenas, ¿eh? Entonces, dime, ¿estarías a la altura o también te achicas ante una mujer «decidida»? —le suelta en inglés, inclinándose ligeramente hacia delante, justo lo suficiente para insinuar sin comprometer nada.
Ese tono seductor, tan característico de Alessandra, tiene la habilidad de desarmar incluso a los más confiados. Y, en este caso, el barman pierde toda su compostura en un abrir y cerrar de ojos.
—Eh... bueno, yo... —balbucea, claramente sobrepasado.
—Davvero, ¿así es como ligan i uomini aquí? —remata ella, sacando a relucir su italiano cuando se siente decepcionada o molesta.
Aunque la escena es digna de un espectáculo, decido que es momento de intervenir antes de que el pobre barman sea víctima de otro ataque verbal de Alessandra.
No puedo evitar sonreír mientras tomo su mano, interrumpiendo su «caza».
—Ven aquí, Casanova femenina. Nuestra mesa nos espera, y yo tengo hambre de algo más que flirteos.
—Está bien, está bien, pero como dicen... la notte è giovane —responde en un tono cantarín, lanzando una última mirada coqueta hacia el barman antes de ceder.
Finalmente, me sigue a la mesa con ese aire despreocupado suyo que siempre parece envolverla. Alessandra es un alma libre, un huracán de energía y desenfreno. A veces me pregunto si debería aprender algo de ella, dejarme llevar más.
Nos sentamos y, nada más acomodarnos, sé que viene algo serio. Hace demasiado tiempo que no nos vemos, y aunque somos de esas amigas que pueden pasar meses separadas, cada reencuentro es como si el tiempo no hubiera pasado.
Alessandra se cruza de brazos y me lanza una mirada que no deja espacio para escapatorias.
—Bueno, bella, desembucha.
Intento evitar su mirada mientras jugueteo con los bordes de mi servilleta.
—No sé de qué hablas —respondo con un tono que intenta sonar inocente, aunque no lo consigo.
Ella se inclina hacia delante, su expresión deja claro que no va a soltarme tan fácilmente.
—Oh, por favor. No me pongas esa cara de ángel. Has estado más esquiva que un político en pleno escándalo.
—He estado ocupada, eso es todo.
—¿Ocupada? ¿Con qué o con quién? Porque conmigo no has tenido ni cinco míseros minutos para quedar. Y ya me he aburrido de los tíos de las apps, necesito una presencia femenina en mi vida.
—Alessandra, tienes más amigas con las que quedar.
—¿Qué? ¡Cómo te atreves! Nunca te engañaría de esa manera. ¿Acaso tú tienes... a otra? —Se inclina hacia mí, exagerando cada palabra con un gesto teatral.
—No. No se me da bien hacer amigas, Ale, lo sabes. De hecho, no sé ni cómo seguimos siendo amigas tú y yo.
Es cierto. Somos tan diferentes que a veces me pregunto si nuestra amistad tiene fecha de caducidad. Pero no puedo imaginar mi vida sin esa cabeza loca a mi lado, así que dejo la idea a un lado.
—No cambies de tema. ¿En qué has estado metida?
—Nada, solo he tenido mucho lío últimamente y... he estado algo introspectiva.
—Introspectiva, ¿eh? —dice mientras arquea las cejas y sus ojos brillan de pura diversión.
—Sí, «introspectiva». Ya sabes, pensando en la vida, el universo... y el precio desorbitado de los aguacates. Cosas profundas.
Alessandra suelta una carcajada de esas que llenan el aire de alegría. Todavía riendo, me mira con una mezcla de burla y ternura.
—Claro, porque nada grita más «tengo una crisis existencial» que el precio de los aguacates. Venga, Chiara, ¿esperas que me trague eso?
Y ahí está, esa habilidad suya de leerme como si tuviera un manual de instrucciones en las manos. Sé que no importa cuánto intente esquivar sus preguntas, Alessandra siempre logra ver más allá. Suspiro, sé que he perdido la batalla.
—No sé, Ale... creo que estoy hecha un lío.
—Ajá... ¿Estamos hablando de una crisis del tipo «qué hago con mi vida» o algo más como «he probado el crossfit y ahora estoy atrapada en una secta de la que no puedo salir»?
Tomo aire, y me armo de valor debido a su persistente curiosidad.
—Es sobre mí..., sobre Dean. Yo... no lo sé, ¿vale? De repente todo ha cambiado y ni siquiera me he dado cuenta.
—¿Qué ha hecho ahora el «duque británico»? —pregunta, alzando una ceja con su habitual sarcasmo—. ¿Se perdió en su propia casa creyendo que era un castillo o se puso a debatir sobre la superioridad del té Earl Grey?
Su tono es tan punzante que, por un momento, casi me olvido de por qué estoy preocupada. Casi. Respiro hondo y dejo que las palabras que me pesan en la lengua salgan finalmente.
—No ha hecho nada —digo la verdad intentando aligerar la atmósfera.
Alessandra sigue mirándome expectante. Es la verdad. Realmente Dean no ha hecho nada fuera de lo normal. Soy yo.
—Es solo que... esta mañana se arrodilló y, por un microsegundo, pensé que iba a pedirme matrimonio.
Las palabras salen en un susurro, pero se quedan suspendidas en el aire entre nosotras.
Alessandra ladea la cabeza, como un cachorro confundido.
—¿Dean? ¿Pedirte matrimonio sin montar un gran espectáculo? —dice, con una mezcla de incredulidad y humor.
No puedo evitar soltar una risa, que alivia la tensión por un momento. Ale siempre tiene ese toque; hace que todo parezca menos dramático. Ella es quien me recuerda que la vida no es para tomársela tan en serio. Si hasta ella bromea con un cambio en Dean, tal vez algo estaba empezando a cambiar de verdad.
—Exactamente, y eso es lo que lo hace todo más confuso —admito, y entonces la ansiedad crece dentro de mí—. Nunca hemos hablado de matrimonio. Pero por un momento, su tono, su mirada... fueron diferentes.
Alessandra suelta una risa suave, relajada, como si no entendiera del todo mi preocupación.
—Quizá nuestro querido «duque británico» esté ya listo para dar el gran paso. Quién sabe.
Su comentario me inquieta, y una parte de mí se niega a aceptar esa posibilidad.
—Bueno... al final no pasó, ni creo que pase. Pero, Ale, me asusté. Me hizo cuestionarme todo.
Ella suspira, con la barbilla apoyada en una mano, y me mira con esa mezcla de paciencia y sinceridad que pocas veces muestra.
—Mira, Cici, sabes que Dean y yo nunca vamos a ser mejores amigos, pero si él te hace feliz...
El uso de mi apodo es su manera de decir que está aquí para mí, que puedo confiar en ella. Pero la verdad es que no estoy segura de cómo expresarlo.
—Es solo que... siento que todo en su vida está perfectamente planificado, y eso... me asusta. Él parece feliz, enfocado en sus metas, pero yo... ya no siento que sea parte de ellas. No me lo ha propuesto, pero ¿y si lo hubiera hecho?
Dejo escapar un largo suspiro y me hundo en la silla, con la mente dando vueltas. ¿Cuándo mi vida se convirtió en una lista interminable de compromisos y eventos, sin espacio para la improvisación?
Mientras reflexiono, me doy cuenta de una cosa que me deja intranquila: no recuerdo la última vez que Dean y yo hablamos de algo significativo. No sobre qué ropa llevar a la próxima gala, ni sobre qué cliente coordinar en el siguiente evento, ni sobre cómo estructurar la presentación del proyecto del trimestre. Me refiero a una conversación real, sobre nuestras aspiraciones, nuestros miedos, sobre algo tan existencial como si creemos que hay vida después de la muerte.
¿Será que Dean también siente este abismo creciente entre nosotros? ¿O está tan atrapado en su papel de primogénito perfecto que no ha notado que la trama ha cambiado por completo?
—Cara, te voy a ser sincera. No es que seáis la pareja que más shippeo del mundo. De hecho, nunca superaréis a Edward y a Bella en su época dorada. Pero, mira, que no te veas casada con él no tiene por qué preocuparte ahora. Ni siquiera vivís juntos. Dudo que el «duque británico» esté pensando en comprometerse con algo que no sea su trabajo.
Su tono ligero no consigue calmar la tormenta en mi cabeza.
—Pero va a querer comprometerse, ¿no? —pregunto, con un nudo en la garganta—. ¿El compromiso no significa querer tanto a alguien que deseas pasar toda la vida con esa persona?
Quizá estoy equivocada, o idealizando. No es que tenga mucha experiencia en relaciones. Mi adolescencia estuvo marcada por la obsesión con Mr. Darcy, y descartaba a cualquier chico que no cumpliera con unos estándares mínimos imposibles. Con los años, entendí que los hombres perfectos que protagonizan las novelas románticas no existen fuera de las páginas escritas por mujeres.
Alessandra se ríe con suavidad, negando con la cabeza.
—Me da a mí que estás hablando de compromiso con la persona equivocada.
La miro con incredulidad y arqueo una ceja.
—No te lo crees ni tú. Si pudieras casarte con alguien ahora mismo, sería con Ian Somerhalder, por mucho que jures que jamás vestirás de blanco.
Ella me lanza una sonrisa traviesa y se encoge de hombros.
—Eso no cuenta. ¿Quién no querría casarse con ese milagro de la naturaleza?
—Ese no es el quid. El tema es que siento que Dean y yo estamos en punto muerto, como si nada fuera como antes. Sé que dicen que las relaciones se apagan con el tiempo y blablablá, pero nunca creí en eso. —Hago una pausa—. Al menos, no lo creía hasta ahora.
—¿Y cómo era antes, Cici? —Ale no lo pregunta solo por seguirme el rollo; realmente le interesa. Tiene ese don para escuchar y hacerte sentir escuchada.
Me quedo pensativa, y vuelvo a los primeros meses de nuestra relación. Recuerdo cómo él hizo que mi vida fuera más fácil en un país nuevo. Me ayudó a instalarme, a sentirme cómoda, a conectar con su círculo.
—Suena a cliché, pero era mágico. La conexión que tuvimos fue instantánea. Me sentí incluida, apoyada... Pero ahora no sé en qué punto estamos. Quizá sea yo. Últimamente no tengo ganas de nada y... bueno, con él tampoco es que mejore mucho la cosa en... ya sabes.
—Vamos, que ya no te pone.
—¡Baja la voz! —siseo alterada, mientras miro a mi alrededor para asegurarme de que nadie nos ha escuchado.
Ale suelta una carcajada, completamente despreocupada.
—Es natural, bella. Con las guarradas que lees, nadie pensaría que eres tan mojigata en persona.
—Uf, eres insufrible. —Me cubro la cara con las manos, siento cómo me arden las mejillas de la vergüenza.
—Vale, ya está. He cubierto la cuota diaria de meterme contigo por ignorarme estas semanas. Ahora cuéntame de verdad qué te pasa. —Toma mi mano y la acaricia con suavidad, animándome a sincerarme—. No se trata solo de Dean, y lo sabes. Te he visto apagarte poco a poco estos últimos meses.
—Eso no es... —empiezo a objetar, pero las palabras se quedan atrapadas en mi garganta. Porque, en el fondo, sé que tiene razón.
—Incluso tu madre me ha preguntado por ti.
—¿Has estado hablando con mi madre sobre mí? —pregunto, sorprendida.
—Ya que mi mejor amiga ha estado evitándome, he tenido que recurrir a otras opciones.
Le dedico una mirada que espero que haya interpretado como «eres una traidora».
—Y hablando de tus padres, qué locura lo que ha estado viajando tu padre últimamente, ¿no? ¿No estuvo en Singapur el mes pasado por una de esas reuniones de accionistas de la Fórmula 1? Tu madre me contó que ha sido un año de no parar con todas las inversiones y los cambios en los equipos.
—Sí, bueno, siempre está atareado, pero no entiendo qué tiene que ver eso conmigo... —respondo, un poco confundida, pues no comprendo la conexión con nuestra conversación anterior.
—¿Cuándo los viste por última vez? —me lanza esa pregunta con tal rapidez que parece que la llevara preparada.
—Pues hará casi... seis meses —respondo. Me doy cuenta de lo alejada que he estado de la familia—. Madre mía, ¡soy un completo desastre!
—No eres un desastre. Solo que creo que te estás dejando atrás con tanto trabajo y eventos. Hay mucho más ahí fuera, Cici.
Mientras medito sobre sus palabras, el camarero se acerca con el menú y una sonrisa cálida. Aún distraída, elijo la especialidad del día sin
