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Más que su alumna
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Libro electrónico574 páginas7 horas

Más que su alumna

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No te enamores de lo que parece ser bueno, pues la oscuridad siempre se disfraza para los ingenuos.
Después de cinco años, Violet Hill se reencuentra en la universidad con el profesor del que se enamoró en el instituto. Liam Larsson sigue viéndose como el dios nórdico que siempre fue y la atracción de Violet por él se reaviva. Las chispas saltan incluso más cuando él le empieza a dar señales de que ahora, por fin, quiere que ella se convierta en algo más que su alumna
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 jul 2022
ISBN9786287642614
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    Más que su alumna - Dariagne de Gracia

    CAPÍTULO 1

    VIOLET

    El celular me vibra en el bolsillo. Lo saco al instante, observo la pantalla y dejo escapar un suspiro corto. Es Janice, mi coordinadora de asignaciones, una mujer dulce y que siempre está feliz, aunque no comprendo la razón. Nunca se enoja ante nada. Una vez vi que un pájaro defecó en su cabello perfectamente peinado y ella no soltó ninguna queja. Dijo que esas cosas pasaban y no quería perder tiempo maldiciendo, pues prefería invertirlo pensando en que tendría que arreglarse de nuevo el cabello. En otra ocasión la atropelló un ciclista que desvió su mirada hacia una chica bonita justo cuando Janice ponía un pie en la calle para cruzar. Sufrió un par de cortes menores, nada grave, pero ni siquiera dejó que el tipo le comprara las medicinas a pesar de que su seguro médico no se las cubría. Según ella, había sido su culpa por precipitarse a la calle y no hubo fuerza humana que la hiciera cambiar de opinión. Si me hubiera pasado a mí, el tipo habría tenido que comprarme incluso una bicicleta nueva. En definitiva, mi coordinadora es muy buena y permisiva.

    —Hola, Violet, ¿cómo has estado? —me saluda con ese entusiasmo que a veces me pone la piel de gallina. Es raro estar siempre así, escupiendo arcoíris y flores. Me perturba… al menos a mí, que suelo ser una amargada profesional.

    Ojalá pudiera tener un poco de su actitud positiva.

    —Todo tranquilo, disfrutando de mis vacaciones, ¿qué tal estás tú?

    —Muy bien, Violet. Te llamo porque te salió un trabajo nuevo. El dueño de un golden retriever quiere que vayas a su apartamento a cuidarlo al tiempo que él está de viaje.

    —¿En serio? ¡Eso es genial! —exclamo. Adoro mi trabajo. Pero ¿quién no lo haría si se dedicara a cuidar animalitos cada semana?

    Porque, sí, esa es mi ocupación durante las vacaciones de la universidad. Me contratan para que vigile perros, gatos, aves o lo que sea que una familia tenga como mascota, exceptuando arañas y reptiles, porque les tengo fobia, mientras se van de viaje a alguna isla exótica o un paraje no apto para pobres.

    —Violet, no me gusta hacer estas cosas, pero Karen me pidió que te recordara que está prohibido tomarse fotos con la ropa de los dueños de las casas… o con lo que sea que se te ocurra tocar.

    —Está bien, sabes que lo que pasó aquella vez no fue realmente mi culpa. La señora de la casa me autorizó a tomar algunos refrescos y me confundí con las botellas de licor. Y… bueno, la cosa no terminó bien.

    —Sabes que te creo, pero me ordenaron despedirte después de lo que ocurrió. Yo les pedí una nueva oportunidad para ti y recuerda que dijeron que si volvías a fallar no habría marcha atrás.

    Todo ocurrió un día en el que decidí tomar prestados unos vestidos Carolina Herrera de una de las casas en las que estuve. Luego me saqué un par de fotitos para mis redes. Fue una movida casual, solo eso. Una ya no puede darse unos lujitos porque la gente se pone sensible. Acompañé mi atuendo ostentoso con un par de botellas de champaña, nada que los dueños de la casa extrañaran demasiado. De todas maneras no les falta el dinero. El punto es que, al parecer, me pasé de copas y vestí a los perros dóberman con las carísimas bufandas de la señora. Creo que incluso intenté maquillarlos y a ellos no les hizo mucha gracia, así que destrozaron las prendas.

    Al día siguiente desperté con una resaca de mil demonios y el alma se me salió del cuerpo cuando vi lo que había pasado. Unos retazos de cachemir verde y gris estaban desperdigados por el suelo. Un gran recordatorio de que, si eres pobre, es mejor no meterte con cosas que valen más que tu sueldo de varios meses. Traté de ocultarlo todo, borré todas las fotos de Instagram, guardé los trozos de tela en mi bolsa y salí de allí sin decirle a la señora lo que había pasado. Cuando llegué a mi departamento quemé la evidencia, pero luego los dueños me acusaron de haberles robado.

    Al final la señora de la casa no pudo probar que sus bufandas no se le habían perdido en el viaje porque no recordaba si las había dejado en su casa o se las había llevado, así que me salvé por muy poco. Sin embargo, hasta el sol de hoy, Karen me sigue regañando por eso. Yo siempre me declaré inocente de todas las acusaciones. Y ante la justicia no divina sigo siéndolo.

    —No haré tonterías esta vez, ya aprendí la lección. No tocaré cosas caras, no jugaré con las consolas Play Station de los chicos, no me probaré los perfumes de la señora y no usaré los zapatos de las millonarias que, aunque tengan montones de ellos, seguirán comprando más para acrecentar el poder del consumismo. Tampoco intentaré robarme los artículos de colección para venderlos en subastas de internet. No intentaré vender el riñón de la señora en la deep web. ¿Tengo que jurar sobre alguna Biblia o algo así? —respondo con cinismo.

    —Confío en tu palabra —dice Janice sin una pizca de desconfianza en su voz. A veces pienso que solo se hace la desentendida—. Pero es mi obligación acatar lo que la jefe dice.

    Pongo los ojos en blanco.

    Karen, la jefe de recursos humanos, es un verdadero dolor de cabeza. Lo de las bufandas ocurrió hace dos años. Ya pasó, no he vuelto a hacer tonterías, ya debería superarlo. Yo lo hice y no entiendo por qué ella no puede hacer lo mismo.

    Sospecho que disfruta mucho el molestarnos a todos. Si derramaste un vaso de agua en su pupitre hace cuatro mil años, ella te llamará la atención por eso hasta el fin de sus días. No, miento. Te lo echará en cara hasta que Cristo venga. Me la imagino tratando de escapar del infierno para ir a regañarme en mi nube junto a los angelitos del cielo. ¿Ni siquiera en el paraíso podré escapar de ella?

    —Violet, ¿sigues allí? —insiste.

    —Prometo portarme bien y no arruinar el prestigio de la empresa —musito mi mantra de cada semana para que Janice se quede tranquila y duerma sin tener pesadillas en las que incendio las casas de las personas que me contratan.

    —Sé que así será y que harás las cosas como se debe.

    —¿Cuál es la dirección?

    —Es Kingdom Tower, departamento 139. El dueño es Liam Larsson y estará esperándote a las cuatro de la tarde para que cuides a su golden durante tres días.

    Se me acelera el corazón al escuchar el nombre y de repente siento que unas mariposas me bailan, alegres, en el estómago. Se me escapa un jadeo rápido. Entrecierro los ojos y sonrío como una tonta que no ha podido superar el enamoramiento que sintió por un antiguo profesor cuyo nombre era Liam. Rememoro la imagen de su cuerpo marcado y duro, su rostro de dios nórdico, su mandíbula recta y masculina y esa nariz afilada que se le arrugaba cuando sonreía.

    Oh, Dios.

    ¿Será posible que el sujeto que me contrató para que cuide a su mascota sea el mismo que hace cinco años me dio clases?

    El Liam Larsson que conocí poseía una mirada grisácea que brillaba con matices azulados que te dejaban sin aliento. Su acento europeo y paralizante, acompañado de una voz grave, era una delicia para quien le escuchara.

    —¿Violet? —Oigo a lo lejos la voz de Janice, pero la ignoro por estar inmersa en mis agradables recuerdos.

    Liam Larsson es lo más cercano a la perfección que alguna vez pude contemplar. En aquel entonces yo tenía dieciocho y él era un ingeniero civil de veintiocho años, recién graduado, que daba clases de física avanzada en el Instituto Mckinley. Todas las chicas desarrollamos hacia él una atracción instantánea… y, al menos en mi caso, no ha muerto.

    Solía llegar a las seis de la mañana al instituto porque Liam aparcaba muy temprano para checar que todo en sus lecciones del día estuviera en orden. Mis padres achacaron mi repentino cambio de actitud a que pronto ingresaría a la universidad y estaba empezando a madurar.

    Me sentaba bajo un enorme árbol y fingía estudiar mientras veía a Liam revisar los apuntes del día en una caseta a lo lejos. Me gustaba la dedicación que le imprimía a sus labores como profesor. Disfrutaba cuando le veía fruncir el ceño y garabatear cosas que para él parecían ser lo más interesante del mundo. En cambio, para mí, lo más atrayente del mundo era él. Mi dios nórdico, mi profesor favorito y mi amor platónico desde la primera vez que lo vi.

    Liam siempre iba a saludarme, me felicitaba por mi dedicación a las clases y sonreía sin miramientos de una forma tan genuina que me hacía babear. Evidentemente él no sabía que solo me interesaba madrugar porque así podía verlo más tiempo.

    —¿Hola? —Janice sigue intentando captar mi atención—. Tierra llamando a Violet Hill.

    Ni la lluvia me detenía y siempre llegaba puntual a esperar a Liam. Me ponía ansiosa cuando él aparecía tarde, pues me preocupaba que estuviese enfermo o que alguna complicación le impidiera llegar a nuestra cita con el amanecer. Sí, así bauticé nuestras reuniones matutinas. El profesor de física era como esa joya que se admira por ser inalcanzable y perfecta.

    Liam, anticipando de alguna manera que yo iba a estar en el instituto a la hora que llegara, solía llevar abrigos extras o algún paraguas para mí. Siempre dedicaba unos minutos de cada mañana para preguntar cómo estaba, qué tal llevaba el resto de las materias y me ofrecía su ayuda para explicarme todo aquello que no entendiera. Les mandaba saludos a mis padres e incluso llevaba algo de desayuno por si tenía hambre. Ese gesto era lo mejor de mis días. Tener una pizca adicional del Liam que el resto del mundo no tenía, ahí en medio del césped, con la luz matinal realzando el dorado en su cabello, afilando su perfil y posándose en rincones que yo deseaba tocar, era indescriptible. Era como tener un Edén privado en el que podía mirarle a mis anchas y captar cada uno de los detalles físicos que adoraba en él, cada arista en su anatomía, cada soplo de la perfección con la que había sido creado. Era como observar una obra de arte que podía respirar, que podía sentir y endulzarme con solo mirarme. Él fue mi primer amor, uno tan dulce e inefable que, a pesar de los años, sigue danzando en mi interior, negándose a extinguirse.

    —¿Te pasó algo, Violet? Empiezo a preocuparme. Estás muy callada.

    Cuando Liam se despedía de mí para entrar a clases, yo me preguntaba qué descubriría sobre él al día siguiente. Me inscribí en su club académico y fui la capitana del equipo que representó al Instituto Mckinley en las olimpiadas estadounidenses de matemáticas y física. Logramos una honrosa medalla de bronce en el campeonato nacional. Ese día fue uno de los mejores de mi vida ya que Liam me abrazó, emocionado, al ver que habíamos quedado en una posición tan buena. Todo en mí se descontroló al sentir su tacto, su aroma adictivo, su esencia.

    Pero todo se fue por un despeñadero cuando una estudiante dijo que estaba embarazada de Liam, lo cual acabó con la confianza de todos y, de paso, también me rompió el corazón. Recuerdo que estuve triste, escuchando canciones dedicadas a un amor inalcanzable, hasta que se comprobó que Dayane mentía y que aquella era la típica treta de una estudiante ardida que había sido rechazada por su profesor.

    A pesar de que se comprobó que lo habían calumniado, Liam decidió marcharse para evitar futuros conflictos.

    Ese día perdimos demasiado. El instituto se quedó sin su mejor profesor y yo perdí a mi adoración de cada día. Dayane fue apartada por casi todos los estudiantes y se marchó en noviembre. No volví a ver a Liam sino hasta el día de mi graduación, pues, por alguna razón bendita, la directora lo había invitado para que entregara los diplomas. Poder verlo fue mi regalo favorito. Sentí ganas de correr hacia él y abrazarlo. Decirle que lo habíamos extrañado, pero que yo lo había hecho más que todos.

    Pero la decepción me embargó al ver que llegó con Abigail, una hermosa chica cuyo cabello castaño oscuro y ojos marrones eran idénticos a los míos. La mujer era alta, curvilínea y tenía el rostro ligeramente alargado. Mis amigas dijeron que se parecía muchísimo a mí. Me resultó una cruel coincidencia. Traté con todas mis fuerzas de eliminar el nudo en la garganta que me asfixiaba cada vez que lo veía sonriéndole. Eventualmente mi espíritu se animó cuando Liam se acercó a mí al final del acto y me felicitó por haber obtenido las mejores calificaciones de mi generación. Ahí le conté, orgullosa, que planeaba seguir la carrera de Ingeniería Civil y la sonrisa genuina que cubrió su hermoso rostro fue todo lo que necesité para sentirme mejor.

    —Violet Hill, ¿de verdad estás bien? —preguntó Janice de nuevo—. Parece que te hubieses sumergido en un viaje astral o algo así. ¿Te sientes bien? ¿Necesitas hablar sobre algo que te afecta?

    Pero qué mujer tan intensa.

    CAPÍTULO 2

    VIOLET

    La magia de los recuerdos se apaga y me doy cuenta de que es improbable que el Liam que quiere que cuide a su golden sea la misma persona que me dio clases en el instituto.

    Los colores de la vida vibraban cuando Liam Larsson me miraba con sus ojos sensuales. Pero no era solo su físico lo que me atraía, eran su paciencia y vocación para enseñar. No le importaba asistir los sábados y, de ser necesario, los domingos para explicarnos las cosas que no entendíamos. También nos daba tutorías de química a pesar de que no era su asignatura. Él sabía que los grupos de último año estaban teniendo bajas calificaciones en la materia, por lo cual se ofreció a ayudarnos. Al final, gracias a su apoyo, la mayoría de nosotros aprobamos. Yo tenía buenas notas en química, pero fingía no entender para acudir a las tutorías. Lo importante era ver a Liam aunque tuviese que asistir a clases extras para ello. Él lo valía.

    Y ¿cómo olvidar el día en el que cayó un aguacero y nos tuvimos que refugiar en su auto? No pasó nada entre ambos, pues él era demasiado cuidadoso al respecto, pero me sentí dichosa por poder compartir más con él.

    Liam representó mi despertar sexual y, con dieciocho años, empecé a masturbarme pensando en él y en la jodida masculinidad que emanaba.

    —Sí, Janice todo bien, disculpa, tuve un contratiempo menor —digo, regresando a mi presente.

    —¿De verdad estás bien?

    —Sí —le aseguro.

    —Avísame cuando llegues. Tampoco olvides enviarme el informe de siempre al acabar labores. Que tengas un buen día y ve con cuidado, Violet. Estarás tres días en casa del señor Larsson.

    —Gracias por asignarme un nuevo trabajo. —Me despido y ella cuelga.

    Paseo la mirada por las paredes nacaradas de mi departamento, que es pequeño y acogedor. Tengo una salita de pocos metros con un único sofá afelpado en rojo, una televisión de pantalla plana que se daña más veces de las que quiero recordar y una habitación estrecha con una cama suave. La ventana es tan pequeña que parece una rendija, pero lo prefiero de esa forma. Después de lo que viví hace dos años con mi ex, evito el contacto excesivo con el mundo exterior a toda costa.

    Josh sigue allá afuera, merodeando como el psicópata que es, y me aterra la idea de que en cualquier momento venga por mí e intente hacerme daño de nuevo. Por su culpa tuve que mudarme de estado, pues tenía mucho miedo de que regresara y me golpeara de nuevo.

    El silencio suele acompañarme a menudo en este lugar.

    Vivo sola. Con la ayuda de mis padres y mi trabajo de verano logro pagar el alquiler de este sitio. No es caro a pesar de que es céntrico. Katherina, nuestra casera, es una mujer muy bondadosa que me recibió como a una hija. Mi madre y ella son amigas, por lo que me dio un precio especial. Para agradecérselo le cocino de vez en cuando.

    Katherina tiene una hija que solo la visita en Navidad y el resto del año se desentiende de su presencia, por lo que soy lo más cercano que tiene a la familia. A veces me entristece recordarlo. No sé qué clase de persona abandonaría a su madre así nada más, aunque… tal vez sí lo sepa. Christine, mi hermana mayor, hizo lo mismo con mis padres en cuanto le empezó a ir bien en la vida. Es modelo para una marca famosa que no vale la pena mencionar y un día le gritó a mi madre que si la gente empezaba a relacionarla con una mujer que llegó como ilegal a Estados Unidos, su prestigio sería puesto en duda. Mamá le contestó que si tanto le avergonzaba ser hija de una mexicana que había dejado su país buscando una mejor situación, entonces nada la retenía a estar cerca de ella. Ese día Christine se marchó para siempre de casa y lo único que sabemos sobre su vida es que le va bien, pues no para de salir en los canales y periódicos más importantes del país.

    Mi madre llegó como ilegal hace más de treinta años, conoció a mi padre, se enamoraron, se casaron y, tras un complicado papeleo, pasó a tener una residencia legal en Estados Unidos.

    Yo soy la hermana de en medio, Christine es la mayor y Alfred es el menor.

    Abandono los recuerdos desagradables y me dispongo a arreglar mi maleta porque duermo en la casa de los dueños cuando cuido durante más de un día a sus mascotas. Empaco tres pares de pijamas, artículos de aseo, ropa interior, cepillo de dientes, zapatillas, pantuflas, mis audífonos y la bocina a la que conecto mi celular para escuchar música.

    Miro hacia afuera por la grieta en la pared que ofrece una perspectiva directa de la calle. Está casi desierta salvo por un repartidor de pizza que aparcó en el edificio de enfrente. El cielo está repleto de nubarrones grises que lucen como algodones inflados de tinta desteñida. Parece que va a llover, por lo cual empaco un impermeable de color amarillo huevo. Me miro en el espejo y veo mis jeans oscuros y el suéter rojo de manga larga que me puse. Las dos cosas marcan mis rasgos latinos y mi cuerpo curvilíneo.

    Ceno algo ligero y salgo del departamento con mi bicicleta montañera de tubo pintarrajeada de celeste neón. Es como esa amiga fiel que me ha soportado a lo largo de los años sin abandonarme.

    Katherina está esperándome en la planta baja del edificio y veo que sostiene una vasija de plástico envuelta en papel aluminio. Lleva un vestido escarlata con mangas acampanadas. Se acomoda las gafas de pasta al verme llegar y una sonrisa maternal le alumbra el rostro redondeado.

    —Preparé quesadillas para ti, mi niña. Tu madre me dijo que son tus favoritas y quiero que te las lleves por si te da hambre —comenta con alegría.

    —Muchas gracias, Katherina, de verdad son mis favoritas —respondo y la abrazo.

    Entonces ella saca una bolsa de hilo blanca, mete el envase allí y la ata al manillar de mi bicicleta.

    —¿A dónde irás esta vez?

    —Kingdom Tower.

    Abre mucho sus ojos verdes, sorprendida.

    —¡Oh! El edificio más caro de la ciudad. Que tengas suerte en todo, mi niña. ¿Y qué tal que conquistes a algún millonario sensual?

    Katherina es la típica tía que siempre te pregunta por algún novio o trata de emparejarte con alguien. Josh me quitó las ganas de enamorarme, así que de verdad dudo que las palabras de mi casera sean proféticas.

    —Ya me voy, Katherina, gracias por todo —sentencio y sonrío.

    —El amor no le hace mal a nadie, mi niña, ya lo verás.

    Me guiña un ojo y es como si supiera algo que yo no. Katherina suele leer las cartas… o eso dice ella. Y aunque en más de una ocasión ha querido leerme el destino, la verdad es que no creo mucho en eso y me invento cualquier excusa para que no lo haga.

    Me pongo el abrigo azul y emprendo el camino en mi bicicleta mientras el aire frío me zarandea el cabello, produciendo un murmullo rasgado en el ambiente. La calle sigue vacía, los autobuses hacen su recorrido habitual y algunos pasan a mi lado para romper la monotonía casi silente de mi viaje. El aspecto pintoresco del sitio en el que vivo siempre le resulta atractivo a los visitantes. Unos edificios de piedra dura resguardan la calle, acompañadas por grandes ventanales y un césped tupido que crece en los lugares que el concreto no ha cubierto. Algunos le llaman a este sitio Old Europe y estoy de acuerdo. Es como transportarse a la parte más alejada e invernal del viejo continente, con farolas iluminando las calles y colores discretos que lo impregnan todo de sobriedad.

    Cuarenta minutos después llego a mi destino. La imponente estructura piramidal de Kingdom Tower resulta hipnótica e inalcanzable, como un gran monstruo que no desea moverse. Unas ventanas de vidrio polarizado ascienden con majestuosidad hasta la cima, desde donde un ostentoso pent-house me da la bienvenida a lo lejos.

    Durante el trayecto hice todo lo posible para abandonar la idea de que mi exprofesor, Liam Larsson, estaría esperándome en su apartamento. Lo he buscado en redes sociales y nunca encontré nada sobre él. Tras dejar el instituto pareció como si se lo hubiera tragado la tierra. Aunque, después de lo que pasó, es más que entendible que quisiera desaparecer por un tiempo. Cualquiera en sus zapatos lo habría hecho.

    Dejo mi austera bicicleta en el estacionamiento entre un Audi plateado y un Lamborghini rojo. Mi barato modo de transporte se ve como una diadema hecha de cartón al lado de las coronas de la reina de Inglaterra.

    Me cuelgo la mochila en la espalda, le echo un vistazo a la enorme estructura y me pregunto si, después de cinco años, lograré reencontrarme con mi exprofesor.

    Doy un último respiro del aire helado y entro al edificio. Una recepcionista mayor y de rostro amable me recibe con una sonrisa efímera y un tanto desalineada.

    —Bienvenida a Kingdom Tower. Soy Anria —saluda con profesionalismo—. ¿En qué puedo ayudarla?

    —Soy Violet Hill, el señor Liam Larsson me contrató para cuidar a su perro en el departamento 139.

    —Ah, el dueño del pent-house.

    Según las novelas de romance que suelo leer, las recepcionistas en este tipo de lugares son rubias despampanantes que te miran como si pensaran que estás mal vestida, pero esta señora es todo menos desagradable.

    —Querida, ¿me permites tu identificación?

    —Por supuesto.

    Busco en mi cartera, tratando de parecer tranquila, pero lo cierto es que la ansiedad que me genera la posibilidad de que el dios nórdico que conozco sea la persona que me contrató me está carcomiendo como una llama que consume la débil madera que recubre mi autocontrol.

    Al cabo de un rato innecesariamente largo le paso mi identificación. Ella la mira a través del aumento excesivo de sus lentes y sonríe de nuevo. La mujer, de unos sesenta años, lleva el pelo corto y oscuro a la altura del cuello. Me recuerda a alguien que conozco, pero no logro concretar a quién.

    Anria toma el teléfono para anunciarme a quien supongo que es Liam. Luego asiente y se despide con cortesía.

    —Puede pasar, señorita Hill. El señor Larsson la espera. —Me tiende la insignia de visitante y me pide que me la ubique en el pecho. La tarjeta dice: visitante de tiempo extendido.

    Qué modernos.

    —Muchas gracias —le digo, regalándole una risita nerviosa.

    Inspecciono el lugar antes de dirigirme al ascensor. Las paredes son de un color magenta pálido y el alfombrado consiste en hiladas de flores negras y doradas. Hay unos candelabros que cuelgan del techo abovedado, aumentando la exquisitez que se asoma por los rincones.

    Un par de mujeres vestidas de forma elegante se paran junto al ascensor y me observan por encima del hombro. Llevan trajes de cóctel en colores ocre y azul. Una de ellas luce un collar de perlas y camina como si acabara de ser nombrada presidenta de Estados Unidos. Arrogante y empoderada.

    Paso a un lado, fingiendo que no me interesa su presencia. Ambas me observan con desagrado y examinan mi aspecto sencillo con desaprobación. Reconozco esa forma de mirar a las personas, pues es la misma que Christine solía usar con mi familia. Es la misma que las personas usan cuando son vanidosas y creen que merecen recibir un trato especial solo porque su cartera está llena.

    El ascensor se mueve como un bólido y en menos de nada estoy en el último piso. Un par de guardias de seguridad morenos me esperan al salir y los miro con recelo.

    —Bienvenida —enuncian, observando detenidamente mi insignia. Uno de ellos saca una tableta y teclea algo en ella—. ¿Cuál es su nombre y a qué debemos su visita? —preguntan en coro.

    —Soy Violet Hill, estoy aquí para ver al señor Liam Larsson —repito. Al paso que voy, tendré que preparar una preparación en Power Point para reproducírsela a todo el que me pregunte quién soy y por qué estoy aquí. Este lugar tiene más protocolo que la Casa Blanca.

    Repetimos el procedimiento de verificación de datos y me indican qué pasillo debo tomar para llegar al departamento de Liam.

    Me paro frente a la puerta, estática. Trago en seco e inspiro aire como si llevara horas sin respirar. Sacudo la cabeza y me llevo los dedos a mis sienes para masajearlas. Me arrepiento al instante, pues si los guardias de seguridad me ven tan nerviosa, podrían malinterpretarlo y crearme problemas adicionales. Podrían pensar que oculto una bomba y me preparo para el atentado o algo así.

    Sí, exagero un poquito de vez en cuando… sobre todo cuando estoy tan nerviosa.

    Me quito el abrigo en un intento débil para distraerme y relajarme. Vamos, Violet, solo tienes que tocar la puerta. Será rápido y sin dolor. No es tan difícil.

    Alzo la mano para golpear la puerta y entonces se abre de repente. Los latidos de mi corazón se descontrolan, las manos empiezan a sudarme, me tiemblan los brazos y siento que he sido absorbida por alguna alucinación de cuento de hadas.

    No puedo creerlo. Es él, realmente se trata del Liam Larsson que conocí. Toda su magnificencia eclipsa mis parpadeos y respiraciones. Abro la boca y me quedo mirándolo como si fuera agua en medio del desierto. Ahogo un par de jadeos.

    Oh, Dios, el rey en mi lista de obsesiones está aquí.

    Debo estar soñando.

    CAPÍTULO 3

    VIOLET

    Sus labios de dios nórdico liberan una sonrisa pulcra. Me lo quedo mirando como una estúpida que nunca ha visto un hombre en toda su vida. Es como si mis ojos no pudieran mirar algo que no fueran los suyos. Luce más abrazable que nunca y los años que ha ganado lo han vuelto aún más atractivo. Esos ojos grises e hipnóticos centellean más que todas las estrellas del cielo juntas.

    Se me acelera el corazón y las manos me palpitan, temblorosas, cuando contemplo al impresionante semental que tengo enfrente. Siento la respiración agitada, estoy algo mareada y mi cerebro entra en cortocircuito. No consigo articular palabra, he quedado en shock y debo lucir como una estúpida que no puede dejar de pestañear con la boca abierta.

    Liam me observa como si lo divirtiera mi estado atontado. Está usando una camisa blanca de lino que se le pega a su figura de casi dos metros, marcando la dureza de sus músculos poderosos. Me obligo a romper el hechizo y me muerdo los labios para cerrar la boca. No quiero babear frente a él.

    —¿Alumna Hill?

    ¿Quién es esa?

    Tú, estúpida, responde mi subconsciente.

    —Eh… Holi.

    Y el premio al peor saludo es para…

    Él sonríe ante mi penosa forma de hablar. Dios, sigue siendo guapo, candente, ardiente, divino e impresionante. Un verdadero deleite para la vista.

    Su rostro es una maravilla: masculino, atrayente, jodidamente espectacular. Liam es mi fantasía más platónica, esa que daría lo que fuera por transformar en una realidad erótica.

    Estoy mojándome con el simple hecho de mirarlo.

    Se desordena el cabello rubio oscuro y me mira a los ojos de nuevo. Los suyos son de un gris limpio, durmiente, con ligeras motas celestes. Todo en él me hace suspirar.

    —¿Cómo has estado? —Me estrecha entre sus enormes brazos, ignorando mi actitud de supremo embobamiento. Respiro entrecortadamente y dejo que me acune, pues ni siquiera soy capaz de responderle el gesto. Me quedo así, en el aire, suspendida en una nube en la que él me repite que lleva años esperando para poder concretar lo nuestro porque me ama profundamente.

    Siento que voy a sufrir un infarto vaginal.

    Cada vez,

    cada vez que lo veo pasar

    mi corazón se enloquece

    y me empieza a palpitar.

    Bidi bidi bom bom .

    Siempre que veo a Liam, alguna canción de Selena Quintanilla se reproduce al instante en mis pensamientos. Hablo perfectamente el español, pues mamá nos enseñó su lengua natal para que no perdiéramos nuestras raíces mexicanas. La reina Selena es la artista favorita de mi madre y crecí con ella. Me declaro fan de su voz, sus movimientos y su carisma. Es una jodida lástima que haya muerto de una forma tan horrible… asesinada por quien se autoproclamaba su mayor admiradora. A veces canto su música a todo pulmón. Y aunque mi mejor amiga dice que canto como un perico con bronquitis crónica, la verdad es que no dejo de hacerlo. La música es para disfrutarse sin importar si suenas como una hiena maltratada. Tú sigue haciéndolo porque, total, si llueve por tu culpa, estás ayudando a evitar las sequías gracias a tu poco melodiosa voz.

    —Violet, es un placer volver a verte —murmura cerca de mi oído. Su voz es un susurro ronco y lento que me alborota el clítoris. Me da un beso en la mejilla y siento que estoy a punto de desmayarme porque su aroma de playboy irresistible emborracha las pocas neuronas que me quedan en pie después de habernos reencontrado. Mi corazón de pollo no resistirá esto. Que alguien llame a la ambulancia porque pronto me infartaré. Y también a los bomberos para que me echen agua porque el fuego que Liam me provoca será duro de aplacar.

    El placer de verle es todo mío, pienso.

    Es como si Santa Claus hubiera adelantado mi Navidad. Este hombre acaba de posar sus labios en mi mejilla. Me permitió disfrutar de su aroma a madera, mentol y pecado.

    Si estoy soñando, por favor, Diosito, al menos déjame meterle mano a Liam. Casi nunca te pido nada, soy de esas que no se la pasa acosándote todo el tiempo como mis tías y mi abuelita, rezo mentalmente.

    —Profesor Liam, estoy encantada de verle. Qué sorpresa encontrarlo.

    Más que encantada, fascinada, me corrijo.

    —Ya no soy tu profesor, llámame Liam —dice, guiñándome un ojo.

    Ay, virgencita, este hombre me quiere matar.

    —Ahora es mi jefe —comento con valentía.

    —Un jefe que dicen que da malas propinas —bromea.

    No importa si no quieres pagarme. Para mí es suficiente con verte.

    —Entonces me temo que tendré que reportarlo con la asociación de trabajadores de Norteamérica —digo, siguiéndole la corriente.

    —Pues tendré que sobornar al jurado —rebate, pagado de sí mismo.

    —¿Cree tener los recursos suficientes para eso?

    —Soy un hombre de muchos recursos —responde con picardía.

    Demonios, es tan sexy.

    Ay, yo quiero que me entierres esos recursos, pienso.

    —Pasa, por favor —dice, extendiendo sus brazos hacia el departamento.

    Por ti iría al fin del mundo, bebé.

    Un hermoso golden retriever baja de su camita acolchada y corre hacia mí con mucha alegría. Me agacho para acariciarle la cabeza y el perrito me lame el rostro. No puedo evitar envolverlo en un abrazo y besar su pelaje, que es suave, resplandeciente y oloroso.

    —¿Cómo te llamas, cosita bonita? —pregunto. El animal gira la cabeza y me da una segunda tanda de lamidas. Su mirada pura e inocente es adorable. Es precioso.

    —Se llama Romeo —responde Liam, mostrando esa sonrisa patentada por la perfección. Siento que está disfrutando de alguna broma privada que no quiere compartir.

    Levanto la cabeza y lo veo ahí parado, observándonos con una ternura que me derrite.

    —Parece que a Romeo le gustas. Y tal vez no sea el único que se siente de esa manera —expresa con un brillo de fascinación en sus ojos.

    Seguro estoy soñando y él no dijo eso. Ya estoy alucinando por tanta emoción.

    No me voy a ilusionar…

    No me voy a…

    No me voy…

    No me…

    No…

    ¿Qué estaba diciendo?

    Me pierdo en sus ojos, en su sonrisa perfecta y en esos labios finos.

    —Estoy muy contento de que seas tú la persona que va a cuidar a Romeo.

    Se agacha para acariciar al perrito y él le responde con la felicidad más sincera del mundo. Nuestros hombros se rozan cuando lo hace y un hormigueo delicioso me recorre al instante como si una chispa mística se hubiese encendido. Él resopla y se aparta con discreción.

    Inhala y exhala como si estuviese intentando controlar algo. Finjo que no noto lo que ocurre a pesar de que la curiosidad me está matando.

    Miro alrededor para distraerme y veo que el pent-house de Liam posee paredes azules alternadas con mallas de madera. Unos sillones caros de cuero curtido cetrino y pinturas con marcos de plata se presentan perfectamente ordenados en la sala. Un enorme televisor de plasma cuelga de la pared central y advierto otro televisor en lo que creo que es la cocina. Seguramente hay otro más en la habitación principal.

    Hay una poderosa chimenea industrial bajo el plasma de la sala, aunque parece más un artilugio decorativo que algo que realmente se use con el propósito de calentar. Como si Liam necesitara ayuda adicional para calentar al mundo… Su presencia por sí misma es tan poderosa y resplandeciente como el mismo sol.

    —¿Cómo va la universidad? —pregunta después de un silencio interesante.

    —Todo marcha muy bien, la carrera es genial. Me va mejor de lo que esperaba —expreso con un brillo en los ojos. Ambos coincidimos en la pasión por las construcciones—. La habilidad de poder crear algo sólido, basado en un boceto, y convertirlo en algo que cobija a una familia, que permite la comunicación terrestre entre naciones, que le brinda a comunidades apartadas la posibilidad de tener agua potable y una mejor vida es gratificante.

    Me mira maravillado. Es como si mis palabras fuesen una bendición para sus oídos.

    —Sigues siendo exactamente como te recuerdo. Apasionada y dedicada con todo lo que emprendes, imprimiéndole una pizca poética al mundo que te rodea. Me da mucho gusto el haber podido reencontrarme contigo.

    Mis mejillas se calientan y es posible que esté completamente sonrojada. Su voz resuena con suavidad y agradecimiento, como una caricia indebida.

    —Aprendí del mejor. Recuerdo que siempre nos instaba a imprimirle el máximo a todo aquello que nos gustara.

    —Oh, ¿y qué más te gusta, Violet?

    Tú.

    —Me gustan demasiadas cosas, profesor.

    Él aprieta los labios ligeramente. Trago, nerviosa, ante lo que su gesto me produce. De pronto camina lento hacia mí, como un lobo a punto de devorar a la (no tan inocente) ovejita.

    —A mí, por ejemplo, no me gusta que me digas «profesor».

    —«Profesor» le queda bien. Va acorde a sus arrugas.

    Sonríe.

    —Primero te niegas a llamarme por mi nombre y ahora me dices viejo. ¿Hacerme bullying también es parte de tu trabajo? —Resopla con falsa indignación.

    —Oh, no, el bullying lo hago gratis.

    Agita la cabeza y se une a mis risas.

    —Señorita testaruda, en serio, dime Liam. No me hagas sentir más viejo de lo que soy. —El buen humor en su semblante de Adonis es visible.

    —Está bien, pero avíseme si necesita alguna crema antiarrugas porque tengo una vecina que las vende.

    —Ay, Violet, ¿y cómo está tu madre? —pregunta, atento como siempre.

    —Ella está bien, tratando de que el cabezadura de mi hermano, Alfred, termine el instituto.

    —Puedo imaginarlo.

    Aprieto los labios y luego me los humedezco. Liam sigue mi gesto atentamente y puedo advertir que luce un poco embobado ante lo que acabo de hacer. Un segundo después recobra la compostura y adopta una pose casual.

    —Tengo vagos recuerdos de tu hermano. En ese entonces era muy pequeño y no le gustaba mucho que se te acercaran.

    Pongo los ojos en blanco.

    —Sí, era en exceso celoso y nunca entendí por qué. —Río.

    —Oh, pequeña Violet, espero que pronto lo entiendas. Tal vez pueda ayudarte con eso… —Se acerca más a mí y se me paraliza la mente por la aprehensión y el entusiasmo que siento ante la idea de que algo pueda darse entre ambos. La tensión eléctrica que cubre el entorno es evidente, vigorosa, incontrolable, como un rayo que no se detendrá ante nada.

    Entonces el perrito sale corriendo, distrayéndonos a ambos. Un par de minutos después regresa con un platito azul en la boca, lo coloca frente a mí y emite un par de ladridos. Liam sonríe al verlo.

    —Eres un sinvergüenza —le dice, agachándose. Luego le susurra algo que no escucho al animalito. Romeo agita la cola con felicidad ante su amo—. No puedes resistirte a una chica bonita, ¿eh?

    La idea me hace feliz, pero también me resulta incómoda. Si el perro no puede resistirse a chicas bonitas, significa que muchas de ellas han pasado por este lugar.

    Se me oscurece el semblante. No me gusta pensar en él con otras chicas. Recuerdo lo que sentí al verlo con otra en la graduación. Fue como si un tornado me arrastrara a su centro y se negara a soltarme

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