Pedro el galileo: La vida y los tiempos del apóstol Pedro
Por César Vidal
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En esta obra, dividida en cuatro partes, el autor explica el mundo en el que vivió Pedro, incluyendo sus aspectos políticos, económicos y sociales. Vidal está convencido de que estas páginas son enormemente útiles, y que al igual que sus otras obras, la integridad de la investigación histórica honrará el legado y la vida del apóstol Pedro.
The apostle Peter is, perhaps, one of the most complex characters in the New Testament. The journey of Peter the fisherman constitutes the third installment of the tetralogy that the author has dedicated to recounting the history of primitive christianity. This book deals with a character that has attracted much less attention from historians: Simon the son of Jonas, the fisherman who left everything to follow Jesus to the shore of the Sea of Galilee.
In this work, divided into four parts, the author explains the world Peter lived in, including its political, economic, and social aspects. Vidal is convinced that these pages are enormously useful, and that like his other works, the integrity of the historical research will honor the legacy and life of the apostle Peter.
César Vidal
César Vidal has authored over fifty books, works of historical fiction and nonfiction. Among his award-winning books are Pablo: El Judio del Tarso, on the life of the apostle Paul which won the Algabo Prize for Biography (2006); El Testamento del Pescador (The Fisherman’s Testament), which won the Martinez Roca Premio Espiritualidad (2004); and Los Hijos de la Luz (Children of the Light), which won the Novela Ciudad Torrevieja Prize (2005). A devout Christian, Vidal lives in Madrid, Spain.
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Comentarios para Pedro el galileo
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5saludos encontre muy buena investigacion historica de parte de cesar vidal
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Pedro el galileo - César Vidal
PRIMERA PARTE:
EL MUNDO DE PEDRO
CAPÍTULO I
EL MUNDO DE PEDRO (I): la tierra y los poderes
Junto al Mar de Galilea
La vida de Pedro resulta incomprensible sin referirnos a un contexto cuyo primer aspecto es el medio geográfico, un medio que se identifica con Galilea. La estructura geográfica de Galilea era, fundamentalmente, de terreno rocoso y alturas moderadas entre los 500 y los 700 metros. La región, tal y como señala Flavio Josefo, estaba dividida en dos zonas: la Galilea superior y la inferior. Se extendía desde la llanura costera de Israel, situada frente al Mar Mediterráneo en occidente hasta el valle del Jordán al oriente y desde los altos del Golán, al norte, hasta el monte Carmelo al sur. Dentro de esos límites, están accidentes geográficos como diferentes valles entre los que destacan los de Jezreel y del mar o lago de Galilea. Ese Mar de Galilea también conocido como Kinneret —de kinnor, arpa en hebreo, por su forma— Genesaret o de Tiberíades será un referente en la vida de Pedro.
Originalmente, Galilea fue la tierra de las tribus de Neftalí y Dan aunque la permanencia de este territorio dentro de Israel pasó diversas peripecias. Ya en la época de Salomón, el monarca israelita entregó veinte ciudades a Hiram, el rey de Tiro (1 Reyes 9). Al dividirse el reino de Israel, entre el norteño Israel y el sureño Judá, Galilea quedó en el territorio de Israel, un territorio que acabaría sometido al Imperio asirio, con una población israelita deportada y una repoblación llevada a cabo por gentiles. El propio profeta Isaías ya la definió como Galilea de los gentiles (Isa. 8:23–9:1).
A finales del siglo ii a. C., con la dinastía judía de los hasmoneos, Galilea fue conquistada y anexionada por Aristóbulo. Sin embargo, las autoridades judías no consiguieron judaizar el territorio. De los dos centenares de ciudades de Galilea, según Josefo, buena parte estaba concentrada en torno al Mar de Galilea, fecundo banco piscícola que no solo suplía las necesidades alimenticias de la región, sino que también, salado, permitía la exportación. Esa mezcla de poblaciones tan cercanas y, a la vez, tan diferentes, de judíos conscientes de su amargo sometimiento a poderes extranjeros y de paganos, explica la tensión periódica que tuvo lugar en Galilea y a la que nos vamos a referir ahora.
Galilea bajo Roma
En el año 63 a. C., el general romano Pompeyo, un brillante militar que limpiaría el Mediterráneo de piratas y acercaría Egipto al poder de la república de Roma, sometió Galilea y, acto seguido, entró en Jerusalén. Pompeyo tuvo la osadía de entrar en el lugar santísimo del templo al que solo podía pasar una vez al año el sumo sacerdote y quedó sorprendido al encontrarse con un recinto donde no había imágenes, como era común en los santuarios paganos. La acción de Pompeyo significó el final de la dinastía de los hasmoneos y, a partir del año 47 a. C., el inicio del gobierno de Herodes sobre Galilea. Herodes gobernó con mano de hierro, pero, a su muerte, estalló el malestar social y Judas el galileo se alzó en armas contra el poder romano¹. La respuesta del gobernador romano de Siria, Publio Quintilio Varo, fue saquear Séforis, una ciudad cercana a la Nazaret donde creció Jesús, construida durante su juventud y en la que cabe al menos la posibilidad de que pudieran trabajar José y Jesús. La revuelta galilea fue sofocada, pero, al cabo de unas décadas, se convertiría en la primera de una cadena de sublevaciones antirromanas cuya chispa se encendió en este territorio y que ganaría a los galileos fama de levantiscos. Semejante circunstancia se ve con facilidad cuando se recuerda que Pilato convirtió en objetivo de una de sus acciones sangrientas a un grupo de galileos (Luc. 13:1 ss.) o que los enemigos de Jesús señalaron Su origen galileo como argumento en Su contra, argumento que Pilato no consideró de relevancia (Luc. 23:6).
Ese mundo controlado por Roma en el que vivió un pescador galileo llamado Simón y más conocido posteriormente como Pedro aparece descrito de manera magistral muy pocas décadas después en el capítulo tercero del Evangelio de Lucas. El texto en cuestión dice lo siguiente:
En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo gobernador de Judea Poncio Pilato, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Felipe tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconite, y Lisanias tetrarca de Abilinia, y siendo sumos sacerdotes Anás y Caifás, vino palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. (Luc. 3:1-2)
La descripción de Lucas difícilmente hubiera podido ser más breve y, a la vez, más exacta. El mundo de Pedro presentaba, en términos políticos e internacionales, una estructura claramente piramidal. En la cima de esa pirámide se encontraba, desde hacía casi un siglo, el poder romano y, más concretamente, Tiberio César. En el año 14 d. C., Tiberio se había convertido en emperador —lo sería hasta el año 37— pero ya había desempeñado funciones imperiales como corregente desde el año 11-12. Su trayectoria personal resulta enormemente interesante no solo desde una perspectiva política sino también moral. Hijo de Tiberio Claudio Nerón y de Livia Drusila, Tiberio vivió el divorcio de su madre y su ulterior matrimonio con el emperador Octaviano. Gracias a su madre Livia —un personaje tortuoso y enormemente inteligente— Tiberio se convirtió, primero, en hijastro del emperador, se casó después —contra su voluntad—- con su hija Julia y, finalmente, fue adoptado por Octaviano y convertido en corregente y de esa manera en heredero del trono imperial. Tiberio dio muestras de una notable competencia militar al conquistar regiones de Europa como Panonia, Dalmacia, Retia e incluso partes de Germania. Igualmente estaba dotado de una notable capacidad administrativa, lo que quedó de manifiesto en su habilidad para tratar con el senado o para conseguir que la tranquilidad reinara en calles y caminos. Sin embargo, sería absurdo considerar que esos aspectos pueden darnos un cuadro completo de su personalidad. Por ejemplo, resulta indispensable tener en cuenta que Tiberio aborrecía las religiones orientales y, en especial, la egipcia y la judía² y, por añadidura, sufría un temperamento depresivo y una mentalidad pervertida. En el año 26 d. C., decidió abandonar Roma y, tras dejar el poder en manos de los prefectos pretorianos Elio Sejano y Quinto Nevio Sutorio Macrón, se marchó a Capri. Allí se entregó a una verdadera cascada de lujuria. A la vez que recopilaba una colección extraordinaria de libros ilustrados con imágenes pornográficas, disfrutaba reuniendo a jóvenes para que se entregaran ante su mirada a la fornicación³. Por añadidura, mantenía todo tipo de relaciones sexuales —incluida la violación— con mujeres y hombres⁴ y, no satisfecho con esa conducta, se entregó a prácticas que el mismo Suetonio relata con repugnancia:
Incluso se cubrió con una infamia tan grande y vergonzosa que apenas se puede narrar o escuchar —mucho menos creerse— como que acostumbraba a niños de muy corta edad, a los que llamaba sus «pececillos» a que, mientras él nadaba, se colocaran entre sus muslos y, jugando, lo excitaran con la lengua y con mordiscos, e incluso, siendo ya mayores, pero sin dejar de ser niños, se los acercaba a la ingle como si fuera una teta.⁵
En los últimos años, se ha convertido en tema común las referencias a paidófilos que abusan sexualmente de niños. Semejante conducta fue una realidad en el hombre más poderoso de la época en que Simón el pescador conoció a Jesús. Como en tantas épocas de la historia, una potencia concreta, en este caso imperial, ostentaba la hegemonía y, al frente de la misma se hallaba un amo absoluto. En el caso de Roma, la cúspide de esa pirámide la ocupaba un pervertido sexual que no tenía el menor escrúpulo a la hora de violar a hombres y a mujeres, o de abusar de niños.
La presencia del poder romano ejercido por el emperador Tiberio en Galilea era ejercida por Poncio Pilato, el segundo personaje de la lista que encontramos en la fuente lucana.
Del año 9 al 26 d. C. —la etapa de infancia, adolescencia y juventud de Simón el pescador— se sucedieron tres prefectos romanos: Ambíbulo (9 al 12 d. C.), Rufo (12 al 15 d. C.) y Grato (15 al 26 d. C.). Grato llevó una política arbitraria en relación con los sumos sacerdotes, impulsado posiblemente por la codicia. Así, destituyó al sumo sacerdote Anano y nombró a Ismael, hijo de Fabo. Con posterioridad, destituiría a Eleazar y nombraría a Simón, hijo de Camit. Menos de un año después, este fue sustituido por José Caifás⁶. Sin embargo, de manera bien reveladora, no parece que la situación fuera especialmente intranquila en lo que al conjunto de la población se refiere.
A Grato lo sucedió Pilato (26-36 d. C.). Su gobierno fue de enorme tensión⁷ y tanto Josefo como Filón nos lo presentan bajo una luz desfavorable⁸ que, seguramente, se correspondió con la realidad. Desde luego, se vio enfrentado con los judíos en diversas ocasiones. Josefo narra⁹ cómo en uno de esos episodios introdujo, en contra del precepto del Decálogo que no solo prohíbe hacer imágenes sino también rendirles culto (Ex. 20:4-5), unas estatuas en Jerusalén aprovechando la noche. No está muy claro en qué consistió el episodio en sí (¿fueron quizá los estandartes militares los que entraron en la ciudad?) pero, fuera como fuese, la reacción de los judíos resultó rápida y unánime. De manera reveladoramente pacífica, marcharon hacia Cesarea, donde se encontraba a la sazón Pilato, y le suplicaron que retirara las efigies de la ciudad santa. Pilato se negó a ceder ante aquella petición y entonces los judíos permanecieron durante cinco días postrados ante la residencia del prefecto. Cuando este, irritado por aquella conducta, los amenazó con la muerte, los judíos mostraron sus cuellos indicando que preferían morir a quebrantar la ley de Dios. Finalmente, Pilato optó por retirar las imágenes. El episodio resulta de enorme relevancia porque de él se desprende que los judíos optaron por llevar a cabo una acción que podríamos denominar no violenta y que les permitió alcanzar su objetivo.
Una respuesta similar, en lo que a la ausencia de violencia se refiere, fue la que dieron también los judíos con ocasión de otro de los desaires de Pilato. Nos estamos refiriendo a la utilización de dinero sagrado de los judíos por parte del romano con la finalidad de construir un acueducto¹⁰. Para los judíos resultaba obvio que el aspecto religioso primaba sobre la consideración práctica de que Pilato hubiera traído el agua desde una distancia de 200 estadios. Sin embargo, aun así, optaron por una conducta pacífica que excluía cualquier forma de violencia. Pilato resolvió entonces disfrazar a parte de sus tropas y darles la orden de que golpearan a los que vociferaban, pero no con la espada, sino con garrotes. El número de heridos fue considerable (entre ellos, los pisoteados por sus compatriotas en el momento en que huyeron en desbandada), pero allí terminó todo el tumulto¹¹.
El representante de Roma en la zona del mundo donde vivió el pescador era un romano que sentía un profundo desprecio hacia los judíos, que carecía de escrúpulos morales, que no tenía problema alguno en recurrir a la violencia para alcanzar sus objetivos y que se manifestaba susceptible de ceder a las presiones que pudieran poner en peligro su posición.
A continuación, la fuente lucana menciona a tres personajes que representaban el poder local, a saber, Herodes, tetrarca de Galilea, y su hermano Felipe, tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconite, y Lisanias, tetrarca de Abilinia. Tan peculiar reparto estaba conectado directamente con la desintegración del reino de Herodes el Grande a manos de Roma¹² . Con el respaldo de Roma, Herodes el Grande reinó desde el año 37 a. C. al 4 a. C. dando muestras repetidas de un talento político extraordinario, aunque despiadado. Durante su primera década en el trono (37-27 a. C.), exterminó literalmente a los miembros de la familia de los hasmoneos y a buena parte de sus partidarios, y, sobre todo, supo maniobrar en medio de las guerras civiles que ensangrentaron Roma pasando de la alianza con Marco Antonio a la sumisión a su enemigo Octaviano. Precisamente fue Octaviano el que supo captar a la perfección el valor que para Roma tenía Herodes y no solo no lo castigó por sus relaciones con su enemigo Marco Antonio sino que incluso amplió los dominios de Herodes en la franja costera y Transjordania.
Durante la siguiente década y media, Herodes, ya consolidado en el poder, dio muestras de un talento político notable intentando a la vez incorporar los avances de la cultura helenística —acueductos, nudos de comunicación, etc.— y halagar a los súbditos judíos mediante la ampliación del templo de Jerusalén. Gracias a su pericia, Herodes el grande se ganó la reputación de euerguetes (bienhechor) gracias a sus muestras de generosidad hacia poblaciones no judías situadas en Fenicia, Siria, Asia Menor e incluso Grecia. De entre los grupos religiosos judíos, los saduceos —de los que hablaremos más adelante— no pasaron de ser un dócil instrumento entre sus manos, pero los fariseos lo fueron contemplando con una hostilidad creciente.
La última década de gobierno de Herodes (13-4 a. C.) estuvo envenenada por confrontaciones de carácter doméstico provocadas por el miedo de Herodes a verse desplazado del trono por sus hijos. De Mariamne la hasmonea, —a la que hizo ejecutar en el 29 a. C., en medio del proceso de liquidación de la anterior dinastía— Herodes tuvo a Alejandro y a Aristóbulo que serían enviados a Roma para recibir una educación refinada; y de Doris, una primera mujer posiblemente idumea, tuvo a Herodes Antípatro. En el 7 a. C., con el consentimiento de Roma, Herodes ordenó estrangular a Alejandro y Aristóbulo. La misma suerte —y también con el permiso de Roma— correría Herodes Antípatro, acusado de conspirar contra su padre. La ejecución tuvo lugar tan solo cinco días antes de que el propio Herodes exhalara el último aliento en Jericó (4 a. C.).
Por muy despreciable que la figura de Herodes pueda resultarnos en términos morales, no se puede negar que su legado fue realmente extraordinario y nada tuvo que envidiar, en términos territoriales, al del propio rey David. Cuando falleció, su reino abarcaba toda Palestina a excepción de Ascalón; territorios en Transjordania; y un amplio terreno en el noroeste que incluía Batanea, Traconítide y Auranítide, pero excluía la Decápolis. Por otro lado, la absorción de los beneficios de la helenización era indudable y, de hecho, los súbditos de Herodes eran, como mínimo, gentes bilingües que, pensaran lo que pensaran de la cultura griega, se aprovechaban, sin embargo, de no pocos de sus logros. Sin embargo, toda aquella herencia no tardó en verse profundamente erosionada.
La muerte de Herodes fue, prácticamente, la señal de salida para que estallaran los disturbios contra su sucesor, Arquelao, y contra Roma. En la Pascua del año 4 a. C. se produjo una sublevación de los judíos porque Arquelao se negó a destituir a Joazar, el nuevo sumo sacerdote de dudosa legitimidad. Pese a que el disturbio quedó sofocado con la muerte de 3000 judíos, apenas unas semanas después, durante la festividad de Pentecostés, el romano Sabino tuvo que hacer frente a un nuevo levantamiento judío que solo pudo conjurar tras recibir ayuda de Varo, el gobernador romano de Siria¹³ . Para colmo, el problema no concluyó.
En poco tiempo, la rebelión se extendió, como una mancha de aceite, por todo el país. Como ya señalamos, un rebelde llamado Judas se apoderó de Séforis. Otro, de nombre Simón, se sublevó en Perea. Atrongues y sus cuatro hermanos comenzaron a campear por Judea. Sin embargo, la descoordinación era obvia, ya que lo único que los unía era el odio contra Roma y el deseo de ser reyes¹⁴. La respuesta de Roma fue rápida y contundente. Séforis fue arrasada y sus habitantes vendidos como esclavos. Safo y Emaús fueron destruidas. Jerusalén fue respetada, aunque se llevó a cabo la crucifixión de dos mil rebeldes.
Ante la incapacidad de Arquelao para reinar, Roma dividió el antiguo reino de Herodes entre tres de sus hijos: Arquelao recibió Judea, Samaria e Idumea; Herodes Antipas, Galilea y Perea, con el título de tetrarca; y Filipo, la Batanea, la Traconítide, la Auranítide y parte del territorio que había pertenecido a Zenodoro. Por su parte, Salomé, la hermana de Herodes, recibió Jamnia, Azoto y Fáselis, mientras que algunas ciudades griegas fueron declaradas libres.
Los sucesores de Herodes no fueron, ni de lejos, mejores moralmente que el monarca idumeo, pero sí demostraron ser más torpes e incompetentes. Si al deterioro moral y la opresión que significaba Roma le sumamos la corrupción y la incompetencia locales, poca duda puede haber de que el panorama en que se desenvolvieron las primeras décadas de la vida de Pedro no fue precisamente halagüeño. En el próximo capítulo —siguiendo la exposición de Lucas— vamos a adentrarnos en el ámbito espiritual en el que se movía Pedro. Sin embargo, antes debemos detenernos en cómo era la sociedad en la que vivía y que gobernaba Roma y sus terminales políticas en la zona.
La sociedad en el mundo de Pedro
Suele ser habitual repetir de manera insistente, casi como si fuera un dogma de fe, que la sociedad judía en el Israel del siglo i d. C., estaba dividida fundamentalmente en dos clases: los ricos y los pobres. A partir de ahí trazar paralelos con ciertas sociedades contemporáneas resulta muy sencillo. Sin embargo, la realidad que vivió Pedro fue mucho más matizada, más amplia y más plural que la descripción simplista a la que nos hemos referido¹⁵.
De entrada, la sociedad contaba con unas características oligárquicas imposibles de negar. Entre los más acomodados se encontraba en primer lugar, la corte. Tanto Herodes el Grande como sus sucesores ansiaron desarrollar una forma de vida fastuosa cuyo coste no fueron capaces de sufragar. Sin embargo, el que no equilibraran el presupuesto no quiere decir que no se esforzaran en ello y que, precisamente, para conseguirlo se valieran de personajes tan justamente odiosos y odiados como los publicanos, los recaudadores de impuestos. Si Pedro y sus contemporáneos miraban en torno suyo contemplaban de manera dolorosamente innegable cómo tanto el opresor pagano como el monarca nacional pretendían privarles lo más que pudieran del fruto de su trabajo. Como en otras etapas de la historia, ese latrocinio institucionalizado era justificado con referencias a la restauración del templo o a la construcción de obras públicas. La realidad es que buena parte de la asfixiante carga impositiva era canalizada a la vida escandalosamente lujosa de la corte herodiana, a llenar los cofres del poder imperial y a satisfacer a los funcionarios que se ocupaban de extraer esos recursos.
Tras los miembros de la corte y dentro de las clases más acomodadas, se hallaba situada una clase a la que podríamos denominar ricos en un sentido general. Sus ingresos, en buena medida, procedían de ser terratenientes propietarios de unos fundos que sufrían, no pocas veces, un absentismo total¹⁶. Dentro de este sector de la población, era fácil contemplar tanto la pompa relacionada con la celebración de fiestas (Lam. Rab. sobre 4:2) como la práctica de la poligamia¹⁷. Es cierto que la poligamia fue limitada, pero todo hace pensar que no fue por razones morales sino, muy posiblemente, porque las exigencias económicas de las mujeres de la clase alta resultaban fabulosas. Así, sabemos, por ejemplo, que había un canon establecido, el diezmo de la dote (Ket 66b), destinado a gastos de tipo suntuario como los perfumes (Yoma 39b), los aderezos (Yoma 25), las dentaduras postizas cuyo refuerzo consistía en hilos de oro y plata (Shab 6, 5), etc. Hasta qué punto esto era considerado como un derecho y no como un lujo, lo podemos ver en casos como el de la hija de Naqdemón —seguramente, el Nicodemo del cuarto Evangelio— que maldijo a los doctores porque, cuando fijaron su pensión de viudedad, solo destinaron cuatrocientos denarios de oro a gastos de este tipo (Ket 66b; Lam. Rab. 1, 51 sobre 1, 16). En otras palabras, los gastos para este tipo de lujos superaban a los ingresos anuales de una familia de trabajadores.
En esta clase superior estaban también los grandes hombres de negocios, los grandes recaudadores de impuestos, los rentistas y —dato muy importante— la nobleza sacerdotal. El oficio de sumo sacerdote, por ejemplo, ya exigía contar de por sí con un caudal considerable. En no pocas ocasiones, el puesto se obtenía simoníacamente (2 Mac. 4:7-10, 24, 32; Yeb. 61a), pero, en cualquier caso, algunas de sus obligaciones, como la de pagar las víctimas del Yom Kippur, resultaban considerablemente caras (Ant. III, 10, 3; Lev. 16:3). No debería sorprender que, por ejemplo, un ministerio que debería haber sido espiritual acabara convirtiéndose en un lucrativo negocio familiar. Así, fue habitual que se aprovecharan de ser administradores del tesoro del templo para cubrir las plazas de tesoreros con parientes (Pes 57a bar; Tos Men 13, 21). Era común asimismo que contaran con propiedades (bar.Yoma 35b; Lam R. 2, 5). Capítulo especial en esta cadena de corruptelas era el constituido por la venta de animales para los sacrificios en el templo de Jerusalén. Por si fuera poco, llegado el caso de engrosar sus beneficios, tampoco se echaron atrás en la utilización de la violencia más repulsiva (Pes 57a bar; Josefo, Vida XXXIX; Ant. XX, 8, 8).
De la opulencia, no pocas veces escandalosa, de los ricos, la sociedad no descendía inmediatamente a los pobres. A decir verdad, la sociedad en la que vivió Pedro conoció distintas clases medias que no eran, ciertamente, acaudaladas, pero que tampoco pueden describirse como pobres aunque, como pasa tantas veces con los miembros de las clases medias, sus miembros pudieran sufrir el riesgo de empobrecimiento. La composición de esas clases medias era muy variada. En ellas estaban los pequeños comerciantes, los poseedores de alguna tienda en un bazar; los artesanos que, a la vez, eran propietarios de sus talleres; las personas dedicadas al hospedaje en posadas o relacionadas con el mismo; los empleados y obreros del templo —que, en términos generales y partiendo de un nivel comparativo, estaban bien remunerados— y los sacerdotes no pertenecientes a las clases altas. También conocemos ejemplos de rabinos que trabajaban para ganarse el sustento pudiendo encuadrarse en estas clases medias. Es el caso de figuras como Shammay (Shab 31a), Hillel (Yoma 35b bar), Yojanan ben Zakkay (Sanh 41 a; Sifré Deut. 34:7; Gn. Rab 100, 11 sobre 50, 14), R. Eleazar ben Sadoc (Tos. Besa 3, 8), Abbá Shaul ben Batnit (Tos. Besa 3, 8; Besa 29a bar) o, más tarde, Pablo (Hech. 18:3). Lamentablemente, también es cierto que sabemos que algunos fariseos —de los que hablaremos más adelante— aceptaron sobornos (Guerra I, 29, 2) o que fueron acusados ocasionalmente de avaricia (Luc. 16:14) e incluso de rapacidad (Mar. 12:40; Luc. 20:47).
Pedro y su hermano —al igual que los hijos de Zebedeo— formaban parte, en su calidad de pescadores con medios propios, de esa clase media. De hecho, los hijos de Zebedeo contaban, según las fuentes, con asalariados (Mar. 1:19-20 y par.) y Pedro tenía un negocio de pesca que explotaba a medias con su hermano y que le permitía tener una casa (Mar. 1:16 ss.; 1:29-31).
Por debajo de esas clases medias, se encontraba buena parte de la población de Israel y, por supuesto, de la Galilea donde vivía Pedro. En primer lugar, en este grupo, estaban los jornaleros. Su salario venía a rondar el denario diario (Mat. 20:2 y 9; Tob. 5:15) comida incluida (B. M, 7, 1). Carentes de cualquier tipo de protección social y al constituir el soporte económico de la familia, el hecho de que no encontraran trabajo implicaba un drama humano de dimensiones incalculables como podemos ver, por ejemplo, en pasajes del Talmud (Yoma 35b bar.). El sector que vivía de los demás de manera más dramática fue el formado por los mendigos. No faltaban los casos de personas que se fingían inválidas para obtener limosna (Pea 8, 9; Ket 67b-68a). Sin embargo, los enfermos auténticos —por ejemplo, leprosos o ciegos— que mendigaban en sus inmediaciones o en la misma ciudad eran considerablemente numerosos (Pes 85b; San 98a). Incluso no era poco habitual que algunos se mantuvieran de colarse en las bodas y las circuncisiones (Sem 12; Tos Meg 4, 15).
Finalmente, en el segmento más pobre de la sociedad, nos encontramos con los esclavos, aunque desempeñaran escaso papel, por ejemplo, en las áreas rurales y, por debajo de ellos, los endemoniados y los leprosos a los que se obligaba a vivir fuera de la sociedad. En cuanto a los esclavos hay que señalar que eran mejor tratados que sus compañeros del mundo no judío y que su origen podía ser judío o gentil (B.M. 1, 5; M. Sh 4, 4). No era desacostumbrado que estos últimos fueran circuncidados, tras un año de reflexión, convirtiéndose así en judíos¹⁸. Por esta razón era muy común que los libertos fueran generalmente prosélitos salvo quizá en el caso de la corte.
En un mundo donde el panorama político era, como mínimo, desasosegante y la situación económica y social incluso entre las clases medias a las que pertenecía Pedro resultaba insegura por el peso de los impuestos y las circunstancias de trabajo, la religión implicaba un recurso relevante para poder sortear o, al menos, intentar sortear las dificultades de la vida. En ese panorama religioso, nos vamos a detener en el siguiente capítulo.
¹ Una discusión sobre el tema en H. Guevara, Ambiente político del pueblo judío en tiempos de Jesús, (Madrid: ES, Ediciones Cristiandad S. A., 1985), págs. 56 ss. y 85.
² Suetonio, Tiberio, XXXVI.
³ Ibid., XLIII
⁴ Ibid., XLV, XLII y XLIV
⁵ Ibid., XLIV
⁶ Ant. XVII, 34-5.
⁷ En el mismo sentido, M. Smallwood, The Jews under the Roman Rule, Leiden, 1976, pág. 172.
⁸ Una crítica de diversas opiniones en los especialistas en M. Stern, The Jewish People, I, Assen, 1974, pág. 350.
⁹ Guerra 2, 169-174; Ant. 18, 55-59.
¹⁰ Guerra 2, 175-77; Ant. 18, 60-62.
¹¹ Pilato, como tendremos ocasión de ver, representó un papel esencial en los últimos días de la vida de Jesús. En el año 36 d. C., como consecuencia de unas protestas presentadas ante Vitelio, gobernador de Siria, por los samaritanos, a los que Pilato había reprimido duramente con las armas, fue destituido.
¹² Acerca del período, véase: M. Grant, Herod the Great, Londres, 1971; S. Perowne, The Life and Times of Herod the Great, Londres, 1957; P. Richardson, Herod, King of the Jews and Friend of the Romans, Minneapolis, 1999; A. Schalit, König Herodes: der Mann und sein Werk, Berlín, 1969.
¹³ Guerra II, 39-54; Ant. XVII, 250-268.
¹⁴ Guerra II, 55-65; Ant. XVII, 269-285.
¹⁵ Sobre este aspecto, ver: J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús (Madrid, 1985), págs. 105 ss; H. Guevara, Ambiente…, págs. 251 ss.; F. J. Murphy, The Religious World…, pág. 277 ss.; C. Vidal, El Documento Q, parte I (Barcelona, 2005).
¹⁶ Un ejemplo de este tipo lo constituiría Ptolomeo, el ministro de finanzas de Herodes (Ant. XVII, 10, 9).
¹⁷ J. Leipoldt, Jesus und die Frauen (Leipzig, 1921), págs. 44-49.
¹⁸ Generalmente en caso de negarse, eran vendidos a amos gentiles. Al respecto, ver: E. Riehm, Handworterbuch des biblischen Altertums, v. II (Leipzig, 1894), pág. 1524 a.
CAPÍTULO II
EL MUNDO DE PEDRO (II): el panorama espiritual
El panorama espiritual (I): La Torá
El panorama social, económico y político descrito en las páginas anteriores resultaría incompleto para entender el mundo de Pedro si no se contemplara también el trasfondo religioso. Si bien la presencia pagana era indudable en Galilea e incluso había zonas enteras más relacionadas con las religiones orientales o con el mundo grecorromano, no es menos cierto que la población judía era muy importante. Su vida giraba en torno de la Torá, la ley que el único Dios verdadero había entregado a Moisés casi milenio y medio atrás. La Torá proporcionaba una guía para toda la vida, aunque la interpretación de cuestiones concretas difiriera según los diferentes grupos de este período histórico que, convencionalmente, se denomina judaísmo del segundo templo.
Los varones eran circuncidados al octavo día, la totalidad de la familia se sometía a una dieta alimenticia concreta que determinaba qué alimentos eran puros y cuáles impuros; era sabedora de cómo debía desarrollarse su existencia y seguían el desarrollo del año sobre la base de un calendario totalmente religioso. De hecho, eran seis las fiestas¹⁹ que los judíos celebraban de manera especial. La primera del año era la de Purim (suertes) celebrada en torno a nuestro primero de marzo en conmemoración de la liberación de los judíos de manos de Amán, según narra el libro bíblico de Ester. Era una fiesta especialmente alegre donde se conmemoraba cómo el pueblo de Israel podía haber sido víctima mortal de Amán y cómo, sin embargo, la cercanía de Ester a su marido, el rey persa, salvó a los judíos.
La segunda fiesta era la Pascua o Pésaj. Se celebraba el 14 de Nisán (cerca de nuestro inicio de abril) en memoria de la liberación de los israelitas de la esclavitud que habían sufrido en Egipto. Su importancia era tal que los romanos solían liberar un preso en esa fecha, de acuerdo con la voluntad del pueblo. Durante la misma, la familia se reunía a cenar un cordero que recordaba el ya sacrificado durante el éxodo y cuya sangre había sido colocada en los dinteles de las puertas para que el ángel no matara a los primogénitos como sí sucedió con los de los egipcios.
A continuación de la Pascua, y, en asociación con ella, tenía lugar la fiesta de los panes sin levadura durante siete días. De manera bien reveladora, la idea predominante de esta fiesta era la de la limpieza. Los panes estaban exentos de levadura como las acciones del pueblo de Dios debían verse libres de cualquier elemento de corrupción.
En tercer lugar, los judíos celebraban la festividad de Pentecostés, que tenía lugar cincuenta días después de Pascua, cerca del final de mayo. Se conmemoraba en ella la entrega de la Torá a Moisés, así como la siega del grano del que se ofrecían en el templo dos de los llamados «panes de agua». En esa fiesta se fortalecía la esperanza de una buena cosecha.
Venía después el Día de la Expiación o Yom Kippur que, en realidad, consistía más en un ayuno que en una fiesta. Era el único día en que el sumo sacerdote podía entrar