LOS HERMANOS PERDIDOS DE JESÚS
Hay personas que, por alguna razón, se sienten muy atraídas por la cultura y espiritualidad de la India y el Tíbet; otras encuentran en el cauce del Nilo un lugar para soñar con tiempos remotos, mientras que también las hay que sucumben a los infinitos encantos del continente sudamericano… No podemos saber si esa misteriosa atracción se debe a alguna conexión kármica que llevamos arrastrando con nosotros vida tras vida o a nuestra herencia genética, la cual, de alguna manera, nos hace suspirar con los mundos que nuestros ancestros plantaron en nuestro interior. En mi caso, ya sea por los resistentes vínculos de la religión en la que me criaron o por mi herencia hebrea, a la que no pienso renunciar, lo cierto es que el lugar al que viajo para sentirme como en casa es Israel. Únicamente caminando por las calles de Jerusalén, contemplando el Lago Tiberíades, perdiéndome en Acre o buscando las huellas del Santo Grial, me siento completo y en paz. No en balde, Israel es el escenario de la mayoría de mis libros. La mitad de mi novela Juicio a Dios (Almuzara, 2017) transcurre entre Judea y Galilea; Jesús no era cristiano (Guante Blanco, 2018) es el compendio de una noche donde me dedico a recorrer los santos lugares de Jerusa- lén; y El Grial de la Alianza (Almuzara, 2018) es el diario de campo de más de quince años siguiendo los pasos el Arca de la Alianza a través de medio mundo.
LAS PRIMERAS PISTAS
Desde que por primera vez visitara Tierra Santa, allá por el año 2002, no he dejado de buscar excusas para poder regresar; y es precisamente una de esas excusas la semilla que planté para que brotara este artículo. Como tantos otros lugares de Israel, Nazaret resuena en mi interior con la promesa
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