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La fábula de los días
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Libro electrónico244 páginas3 horas

La fábula de los días

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Información de este libro electrónico

Después de vivir el desplazamiento, la muerte y el desarraigo, Angélica solo tiene un cometido: cumplirles la promesa a los abuelos de ser una doctora que evita las tragedias que matan gente. Sin embargo, haber nacido en el país donde el fango oculta los gritos de la tierra y silencia las voces de los desaparecidos, le enseñará muy pronto que,
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 oct 2021
ISBN9789585162778
La fábula de los días
Autor

Osmen Ospino Zárate

Osmen Wiston Ospino Zárate nació en Barrancas, Guajira, pero vive desde hace mucho tiempo en Valledupar, una ciudad llena de matices culturales y ataviada de una música cosida a mano por acordeones y añoranzas. Es docente de Lengua castellana y lectura crítica, catedrático universitario, ensayista, poeta y columnista. Autor de los libros «Tejiendo esperanzas» (1995), «La excusa de los confines» (1997), «Manual para vigilar los sueños» (2005), «Manual de términos básicos para abordar con éxito las pruebas de Estado» (2007), «Sin fecha de vencimiento» (2011), «Caín y Abel también “perdieron” el año» (2014) y «Confisquemos el Teorema de Pitágoras» (2018). «La fábula de los días» es su primera novela publicada con Calixta Editores. Es un viajero eterno de los relatos de Isabel allende, Gabriel García Márquez y Milan Kundera. Cree firmemente en los zarpazos emocionales que surgen de los sobresaltos humanos más recónditos como detonante de sus historias. A partir de sus múltiples peregrinajes por las letras, se siente a gusto convirtiendo una simple servilleta en una inmensa caja de Pandora, donde los relatos se ponen de pie y empiezan a viajar por cuenta propia por el territorio de los sentimientos.

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    La fábula de los días - Osmen Ospino Zárate

    portada_-_la_f_bula_de_los_d_as.png

    ©2021 Osmen Wiston Ospino Zárate

    Reservados todos los derechos

    Calixta Editores S.A.S

    Primera Edición Septiembre 2021

    Bogotá, Colombia

    Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

    E-mail: miau@calixtaeditores.com

    Teléfono: (571) 3476648

    Web: www.calixtaeditores.com

    ISBN: 978-958-5162-77-8

    Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado

    Editor: Natalia Garzón Camacho

    Corrección de estilo: Alvaro Vanegas

    Corrección de planchas: Ana María Rodríguez Sánchez

    Maqueta de cubierta: Juan Daniel Ramirez @Rice_Thief_

    Diagramación: Juan Daniel Ramirez @Rice_Thief_

    Impreso en Colombia – Printed in Colombia

    Todos los derechos reservados:

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    Contenido

    En busca del origen y la alegoría perpetua

    1985

    2005

    1985

    2005

    1985

    2005

    1985

    2005

    1985

    2009

    1989

    2009

    1989

    2009

    1996

    1997 - 2004

    2009

    2010

    1985

    2010

    2013

    2014

    Qué moraleja sale de todo esto: ninguna aparentemente.

    Solo brota la sangre secándose muy rápido,

    y como siempre algunos ríos, y algunas nubes.

    En estos desfiladeros trágicos,

    el viento arranca los sombreros de nuestras cabezas,

    y es inevitable,

    no podemos contener la risa.

    Szymborska.

    Nacemos y nos cortan el cordón umbilical.

    Nos destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, los calores.

    Tenemos que aprender a vivir como el clavel del aire,

    propiamente del aire.

    Hay dolor de gente. Hay dolor de tierra.

    Gelman.

    A Virginia, Kathleen, Karen, Sabrina, Belén, Valentina y Sergio:

    Quienes son lo que son, más el amor que les profeso.

    En busca del origen y la alegoría perpetua

    Me gusta pensar la fábula no como un relato con un mensaje moralizante, sino como un relato que habla de las acciones de los dioses y los héroes, y desde esa premisa me gustaría hablar de La fábula de los días, la cual es, antes que nada, una polifonía, un encuentro de múltiples voces, tonos, géneros que se van mezclando para construir una historia. El autor da voz a su protagonista y crea su propia ‘heroína’, mientras un mundo de hombres va colapsando a lo largo de las páginas, el recuerdo se va entrelazando en una tensión temporal en la cual los recuerdos, los sueños, las conversaciones, las monótonas horas en un salón de clase, los textos leídos y aprendidos de memoria, las noticias, las canciones amadas y odiadas van apareciendo para ayudarnos a conocer una mujer que ha sido marcada por el destino, con la marca indeleble de la violencia colombiana.

    Angélica Peralta pierde sus sandalias y sus pies se enlodan, ahora sin la protección para el largo trayecto se lastima, pero sus llagas se marcan en el alma. Arrojada de manera temprana al dolor de la incertidumbre, debe guardar silencio y alimentarse de su propia tristeza, como si la placenta trajera ya esa información y fuera transmitida de madre a hija por el cordón umbilical. La violencia habita la escritura de Osmen Ospino, pero también lo hace la esperanza y el amor, así como el secreto y el perdón.

    La violencia, ese tema común de la literatura colombiana, que se puede rastrear en el amor intercambiado de Arturo Cova, en las imágenes de Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento o en la decisión de Ismael frente a la llegada de los ejércitos. Imágenes que son retomadas por el autor para construir a su protagonista, una mujer que no puede dejar de ser niña y que persigue el recuerdo para exorcizar sus propios demonios y sanar sus heridas.

    En este país sin remedio nos han dicho que este se encuentra en el olvido, en la memoria o en la simple referencia y tal vez por eso, este texto está lleno de ellas, lo anterior nos permite conectarnos con nuestra propia historia o con las de los primos, o los amigos, la de los familiares, inclusive con la de nuestros enemigos. Así llega la música de las tardes de lluvia o de chimenea, o de parque mientras fumábamos sustancias no santas, o las poesías leídas con algo de alcohol, o las lecturas compartidas y vividas, es por eso que se pueden encontrar también guiños directos como aquel en el que podemos leer, «El pueblo era un Villorrio desgraciado que solo alcanzaba las dos mil casas» que lleva al lector a Faulkner y García Márquez de inmediato. A renglón seguido el poema, para consolidar ese ambiente de tensión entre el amor y la muerte, en el cual se puede leer «… recordándome que ya no existe el miedo a morir, existe el porvenir en pequeños frascos de memoria, como pequeños destellos del pasado…», y allí se pierde el tiempo y el espacio a lo cual podemos nosotros introducir nuestra propia historia, la música de nuestros encuentros o las imágenes del cine que tenemos en la mente, o el dolor de nuestras abuelas y la mentira de que «todo está bien», y nos deja el autor en esa desnudez de sabernos miembros de una comunidad del dolor que solo tiene como horizonte la memoria y la esperanza de la reconciliación, pues condenados al desastre, al eterno retorno de lo idéntico, no hay otra posibilidad que mirar con compasión al que está a nuestro lado y olvidar o recordar hasta el cansancio.

    Así el lector, el escritor y Angélica se amalgaman en una comunidad del dolor, en la cual hasta el victimario pertenece; dolor de la muerte, dolor del abandono, dolor de los abuelos que han perdido las lágrimas y la palabra, pero que habitan el cuerpo de la niña por medio de la promesa realizada antes de la muerte. Y es precisamente allí donde se produce la conexión, la historia, la fábula de los días, como la llama el autor, se transmuta en un espejo y vemos nuestras manos y nos encontramos con la motosierra que aniquila, con el crucifijo que calla, o con la tristeza de no tener cuerpos para ser despedidos, enterrados y entregados a la putrefacción y el ciclo del carbono, pues no se llora cuando las lágrimas han sido agotadas en la fuente. Como si fuera poco, se actualiza la novela con los acontecimientos actuales en los cuales las muertes de los estudiantes, de los soldados, de los victimarios, de los desplazados, de los migrantes son un espectáculo que paga la publicidad del azúcar, el alcohol o las bebidas carbonatadas.

    Y allí, en esa tensión entre los tiempos, el presente, el pasado, nos damos cuenta de que el desplazamiento sigue existiendo, que estamos condenados como la protagonista a huir de nosotros mismos para mantenernos con vida, queremos abandonar el libro para que no nos duela para que La fábula de los días no sea ese pasado que no pasa, para que la memoria no nos seque, para que el olvido no sea el agua que nos de la vida.

    Angélica Peralta, con ese nombre que acude a los seres celestiales, se aparta de ellos, pues no existe tranquilidad en un mundo en el que el cura, el político, el vecino y los lectores somos cómplices de la devastación y el abandono. Nuestra enfermedad, nos recordará entre líneas Osmen Ospino, está en la indiferencia propiciada por los medios. Y en esa ronda de recuerdos, en ese estribillo que viene del pasado encontramos que la «huida ha sido la metáfora que nos inventa», la huida de nosotros mismos por supuesto y entonces aparece la fábula como posibilidad de encuentro, como reflexión interna de la espera. Quizá los habitantes del humedal se fueron metiendo en Angélica para dictar la historia del retorno.

    Es ese dolor de adentro, el que construye la novela, porque el de afuera ha sido matizado, se han materializado mascaras para no mostrar la fragilidad de la cual estamos hechos, la virtud de esta narración que salta entre tiempo y momentos es que está construida por el dolor y desde ese lugar consolida una vida poderosa a partir de un movimiento de la voluntad, el cumplimiento de la promesa para poder revertir el dolor, por lo menos momentáneamente.

    Por último, la búsqueda, la cual vamos a encontrar desde el inicio, la demanda de una conexión con la madre, un retorno o una vuelta al útero, el poema de Gelman la introduce y se repite a lo largo de los días, esa búsqueda del cordón umbilical que nos permita tener de donde sostenernos, el alimento como supervivencia, la palabra como origen. No sé si Angélica lo consiga, pero mi percepción es que Osmen Ospino lo ha logrado y para ello ha construido una mujer que termina siendo la madre que guía, la abuela, origen del linaje es la verdadera protagonista de La fábula de los días, es la conexión con la madre, Ospino ha devastado el mundo de los hombres y ha callado su voz viril para dar paso a una sensibilidad distinta, ese es su gran aporte y demuestra su compromiso con la escritura. Y así las palabras de Ralph Waldo Emerson hacen eco «Desde el momento en que nuestro discurso asciende sobre el nivel de suelo, por encima de los datos consabidos y se inflama con pasión o se eleva por el pensamiento, se viste con imágenes. El hombre que habla seriamente descubrirá, si observa sus procesos intelectuales, que una imagen material más o menos luminosa surge en su mente junto a cada pensamiento, proporcionándole la vestidura adecuada para él. Por eso la buena escritura y el discurso brillante son alegorías perpetuas».

    Luis Enrique Izquierdo Reyes

    Escritor «Siete suicidas» y periodista cultural.

    1985

    A los setenta años la huida duele más en el corazón que en la punta de los dedos. A los setenta años, partir dejando sepultados setenta años, importa menos que nada. Pero el dolor en el alma es el dolor de los que huyen persiguiendo lo que queda de vida. Nada más. A los cuatro años, huir es pender de la mano terrígena de la abuela, tras los pasos melancólicos del abuelo, porque alguien prendió fuego a los ranchos. Llevaban capuchas de lana negra y machetes amenazantes, rezaban en voz alta el Padre nuestro antes de lanzar las antorchas, y las carcajadas sarcásticas retumbaban en el río y en mi alma.

    —Olvidé mis sandalias —La abuela aprieta con angustia inacabada mi manita. Va «llorando con los ojos secos».

    Un vehículo azul pasa raudo. El señor de rostro adusto que conduce le dice a la esposa en medio de la música del Panasonic que allí está la imagen con que comenzará a escribir su primera novela. Ella suspende el arreglo milimétrico que le hace a la uña del quinto dedo de la mano derecha, voltea con desgano y no nos ve. El señor del rostro áspero tampoco nos vio. Pero él sabe por los zarpazos melancólicos del corazón que estamos ahí, fabulando los días.

    El abuelo expele a borbotones angustia por la boca. Luego no habla. Me pone la mano de pedernal en la cabeza. Pesa mucho. No me consuela. La abuela Ilduara le dice sin mirarlo:

    —Tengo lo del diezmo.

    El abuelo sigue en silencio.

    —Son treinta mil pesos, nos sirve para llegar al pueblo —Su voz es un balbuceo.

    —Al infierno, dirás —contesta acordándose de su Dios.

    Al momento pasa otro vehículo y el niño bien de la ventanilla nos dice adiós, con una sonrisa de inocencia apretada en la boca, sin que los demás ocupantes se percaten de que existimos, con seguridad va a ser escritor. Los demás pasajeros del Trooper verde tararean sin tino ni sincronización melodías que no conozco, que no importan, que saben a los días que no cuentan.

    La camioneta Toyota que nos recogió era conducida por un sujeto de sonrisa plástica, fingida, de cartilla de quinto de primaria. No le cobró al abuelo, solo nos miraba de reojo, como quien se arrepiente de algo realmente tenebroso, como de lástima. Para llegar al cielo y decir sin asomo de vergüenza «fui bueno».

    —Gracias —dice el abuelo sintiéndolo muy adentro.

    El sujeto asiente con la mano derecha mirando un punto imaginario en el infinito de la carretera. Para mi esa sonrisa era la antesala de las carcajadas que retumbaban en el río y en mi alma aquella noche.

    —Bueno el Doctor, ¿cierto, mija? —dice el abuelo con la inocencia que terminó matándolo.

    —Algún día lo cobrará, si no es que ya lo pagamos —refuta la abuela con esa sabiduría de sobreviviente, que le alargaría la vida muchas veces.

    La abuela sabía lo que yo sabía.

    2005

    Angélica era un ángel de veinticuatro años con un rostro hermoso y que sobrecogía por su dureza, tallado dolor a dolor. Anatomía de la sobrevivencia. Brillante por dentro y por fuera a pesar de todo. Los estudios de Derecho y Ciencias políticas solo le habían ayudado a comprobar todos sus efluvios pavorosos de la infancia.

    Nada había cambiado y quizás poco cambiaría en el país, porque víctimas y victimarios sabían lo que yo sabía desde los cuatro años. Vomité.

    La clase de Derecho constitucional había empezado. El maestro estúpido con ropaje de doctor fue magistrado de una de las Cortes y disertaba sin parar acerca de alguna ley que, en realidad, a mí, me parecía mierda. Lo seguí sin despegarme del dolor sempiterno del abuelo Filemón y la pena estoica de la abuela Ilduara. Los ranchos ardiendo de los cuatro años quemaban los códigos frívolos y la retórica flemática que no servían para nada. Las carcajadas de los criminales de aquella noche funesta florecían en las comisuras de los labios de los niños de bien que asistían a la clase, acompañaban con su genética de canallas la historia nefasta de mi apellido.

    —La ley es la ley —dijo el estúpido, sin inmutarse.

    La justicia es la justicia, pensé, sin buscar los argumentos con el corazón apesadumbrado. Sin embargo, un sonoro aplauso de mis compañeros legitimó las posturas leguleyas del maestro.

    Afuera, la derecha neoliberal se apoltronaba cada vez más en los contenidos silenciosos de la mercancía consumista de los futuros abogados. Helado para la sumisión. Asustarse ya no servía. La noche estaba fría. Las marquesinas de Cine al parque anunciaban Rosario Tijeras otra vez. Al lado, un grupo de revoltosos de las Licenciaturas quemaban banderas gringas otra vez. Al frente, un grupo de melenudos rugían melodías procubanas ofertando comunismo, igualdad y libertad a todo precio. Al frente también, los universitarios de bien se mortificaban observando el último rescoldo de la libertad de expresión que a ellos les importaba poco. Inquietarse ya no servía, insisto. Mientras tanto, las lecturas de Russell comenzaban a ser una buena compañía: «Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas».

    El frío golpeaba con crudeza. La buseta demoraba, la miseria no.

    —Hola —le respondí a alguien que se escondía del frío capitalino. Otro de cabeza rapada quería apuñalarme, pero el frío le engarrotaba el deseo criminal, hasta cuando caliente el sol, pensé.

    «La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa». Ay, Albert Einstein, qué frío tan hijueputa. Al vecino de silla le faltaban todos los dientes. Tenía mal aliento. Mi hombro lo sabía. Luces amarillas. Gusanos husmeando en

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