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Vampiros Amish en el Espacio
Vampiros Amish en el Espacio
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Libro electrónico646 páginas8 horas

Vampiros Amish en el Espacio

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Información de este libro electrónico

Jebediah tiene un secreto que cambiará su mundo para siempre, y enviará a su gente al espacio.

 

En Alabaster, el planeta Amish, invocan una antigua promesa para escapar de la destrucción y terminan en una nave de carga con destino a las estrellas.


Pero no son el único cargamento a bordo. Algo allí está vivo...

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 ago 2020
ISBN9781646334100
Vampiros Amish en el Espacio
Autor

Kerry Nietz

Kerry Nietz is an award-winning science fiction author. He has over a half dozen speculative novels in print, along with a novella, a couple short stories, and a non-fiction book, FoxTales. Kerry's novel A Star Curiously Singing won the Readers Favorite Gold Medal Award for Christian Science Fiction and is notable for its dystopian, cyberpunk vibe in a world under sharia law. It is often mentioned on "Best of" lists. Among his writings, Kerry's most talked about is the genre-bending Amish Vampires in Space. AViS was mentioned on the Tonight Show and in the Washington Post, Library Journal, and Publishers Weekly. Newsweek called it "a welcome departure from the typical Amish fare." Kerry is a refugee of the software industry. He spent more than a decade of his life flipping bits, first as one of the principal developers for the now mythical Fox Software, and then as one of Bill Gates's minions at Microsoft. He is a husband, a father, a technophile and a movie buff. Follow or message Kerry on Facebook at http://on.fb.me/1wYR9NU Follow Kerry on Twitter at http://bit.ly/1DQKzLM Visit his website at www.KerryNietz.com

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    Vista previa del libro

    Vampiros Amish en el Espacio - Kerry Nietz

    KERRY NIETZ

    VAMPIROS_AMISH_EN_EL_ESPACIO

    Vampiros Amish en el Espacio por Kerry Nietz

    Publicado originalmente en 2013 por Marcher Lord Press en inglés (Amish Vampires in Space),

    Segunda edición en inglés en 2014 por Freeheads, todos los derechos de la versión en inglés reservados por Kerry Nietz © 2014.

    La versión en español por Bear Publications, todos los derechos de la traducción en español reservados por los traductores.

    © 2020 Traducido por Tamara Tennille Catalán y Tabata Teresa Catalán.

    Prohibida la reproducción total o parcial por sistemas de impresión, fotocopias, audiovisuales, grabaciones o cualquier medio, menos citas breves, sin permiso por escrito del editor.

    Primera edición

    Publicado y Distribuido por Bear Publications

    www.bearpublications.com

    Inverted_Simplified_New_Bear_Publications_Logo

    Para los autores indomables de la editorial Marcher Lord Press, y las semillas especulativas que plantó la empresa. Que florezcan por siempre.

    Si no leíste ningún otro libro sobre este tema en este año, ¡asegúrate que sea este!

    - Dave Barry, autor y columnista ganador del premio Pulitzer.

    ¿Necesito explicar la razón del por qué un libro titulado Vampiros Amish en el Espacio debería, no, debe leerse? El título, que comenzó siendo una broma (y finalmente suscitó su propia huella editorial), se convirtió en una buena historia que no menosprecia a los Amish ni pasa por alto la mitología de los vampiros. ¿Realmente este libro necesita alguna defensa más allá de su título?

    - Coyle Neal, Patheos.com

    ... independientemente de lo disparatado del título, este libro tiene un ritmo rápido, una trama uniforme y está bien escrito. Los personajes son reales y dramáticos, con muy pocos clichés. Y a lo largo del libro, los clichés en general se manejaron con tanta gracia que realmente no fueron tan trillados como podría creerse. Se convirtieron en detalles reales de los personajes.

    De verdad disfruté este libro... te recomiendo que lo pruebes. Lo digo en serio. ¡Vale la pena leer el libro!

    - Lori Twichell, FictionAddict.com

    Imagina mi sorpresa cuando me encontré leyendo una historia increíble de ciencia ficción. Siendo yo misma de ascendencia amish, me atraen las historias sobre ellos. El autor le hizo justicia al estilo de vida, al mismo tiempo que ofrecía los escalofríos propios relacionados con los vampiros. Es una lectura obligada para los verdaderos amantes de la ciencia ficción como yo.

    - Jen Rattie, The Crafty Cauldron.

    La trama a lo largo de este libro es brillante, además de tener un excelente ritmo. Siempre quise saber qué iba a suceder después, sin quedarme enganchada durante tanto tiempo como para aburrirme y dejara de importarme. No pensé que todas estas variables (amish, vampiros y espacio) podían encajar tan bien. Pero lo hicieron.

    - Michelle Hawley, The Book Heist.

    La combinación de Amish, ciencia ficción y sobrenatural no debería funcionar, pero funciona. La razón es el hecho de que está extraordinariamente bien escrito. Recomendado para los fanáticos de la ciencia ficción y la fantasía, y para los lectores de ficción Amish que disfrutan leyendo esos géneros (lo cual, hago).

    - Kathleen Fuller, autora de best sellers de ficción Amish.

    Ojalá yo hubiera escrito ese libro.

     - Tosca Lee, autora de best sellers del New York Times.

    Contenido

    Otras Obras por Kerry Nietz

    Prefacio

    Reconocimientos

    Capítulo Uno

    Capítulo Dos

    Capítulo Tres

    Capítulo Cuatro

    Capítulo Cinco

    Capítulo Seis

    Capítulo Siete

    Capítulo Ocho

    Capítulo Nueve

    Capítulo Diez

    Capítulo Once

    Capítulo Doce

    Capítulo Trece

    Capítulo Catorce

    Capítulo Quince

    Capítulo Dieciséis

    Capítulo Diecisiete

    Capítulo Dieciocho

    Capítulo Diecinueve

    Capítulo Veinte

    Capítulo Veintiuno

    Capítulo Veintidós

    Capítulo Veintitrés

    Capítulo Veinticuatro

    Capítulo Veinticinco

    Capítulo Veintiséis

    Capítulo Veintisiete

    Capítulo Veintiocho

    Capítulo Veintinueve

    Capítulo Treinta

    Capítulo Treinta y uno

    Capítulo Treinta y dos

    Capítulo Treinta y tres

    Capítulo Treinta y cuatro

    Capítulo Treinta y cinco

    Capítulo Treinta y seis

    Capítulo Treinta y siete

    Capítulo Treinta y ocho

    Epílogo

    Cómo puedes ayudar

    ¿Quieres más?

    Acerca del Autor

    Otros Libros de Bear Publications

    OTRAS OBRAS POR

    KERRY NIETZ

    (TÍTULOS DISPONIBLES EN INGLÉS).

    FICCIÓN

    La Saga Dark Trench:

    A Star Curiously Singing

    The Superlative Stream

    Freeheads

    La Saga Dark Trench (Dark Trench Shadow):

    Frayed

    Fraught

    Peligro en el Espacio Pleno:

    Amish Vampires in Space

    Amish Zombies from Space

    Amish Werewolves of Space

    «Graxin» (historia corta) que aparece en Ether Ore

    y en Mythic Obits 2016

    But Who Would Be Brave Dumb Enough To Even Try It?

    (Contribución)

    Takamo Universe

    Rhats

    Rhats, Too

    Mask

    NO-FICCIÓN

    FoxTales: Tras bastidores en Fox Software

    Prefacio

    Era marzo del 2010 y la ficción Amish era muy popular en la industria editorial cristiana. Los novelistas formaban su carrera completamente en el género de «las gorritas y las carretas». Los editores les decían a los escritores: «Si no escribes Amish, no te molestes en contactarnos». Hace algunos años, lo que parecía ser una moda, se veía cada vez más como un subgénero que estaba aquí para quedarse.

    Y clamaba que alguien se mofara de él.

    Quiero decir, estoy bastante seguro de que mucha, tal vez la mayoría, de la gente Amish es encantadora, genuina, y fiel creyente en Cristo; pero la forma en que los lectores de ficción cristiana se agolpaban por las novelas Amish, y la manera en que los escritores y editores cristianos parecían rendirles culto, fue quizás un poco exagerado.

    Tengo la teoría de que, la razón por la cual la ficción Amish y los programas de televisión sobre detectives explotaron en popularidad simultáneamente, fue porque que la gente se sentía abrumada por las complejidades de la vida moderna. Apreciaban los programas de detectives porque los detectives son buenos para ver lo que realmente sucede a través de cortinas de humo, y eso les ayudaba a sentir que sus propias vidas podrían tener sentido. Del mismo modo, eran multitudes quienes se acercaban a la ficción Amish porque representaba una forma de vida más sencilla y fácil de entender.

    Sea cual fuere la causa, la ficción Amish estaba en todas partes, y en cierto modo, a quienes no la amábamos, nos llegaba a irritar.

    Así que, para divertirme un poco, se me ocurrió un título gracioso: Vampiros Amish en el Espacio. Hasta realicé un bosquejo para la  portada de mi libro ficticio, donde se puede ver a un vampiro Amish durmiendo en un sarcófago—con una linda colcha hecha a mano extendida sobre él.

    Inventé el nombre del autor, el título de la serie y el dolorosamente asombroso título del libro. Después les mostré la portada a varios de mis amigos editores, solamente para ver su reacción.

    Me remonto a agosto del 2012. Kerry Nietz, uno de mis autores en la editorial Marcher Lord Press, quien ya había escrito cuatro novelas para mí hasta ese momento, me contactó y me dijo que tenía una idea para la trama de Vampiros Amish en el Espacio y quería saber si contaba con mi permiso para escribir el libro.

    Me reservé el derecho de no publicarlo hasta que yo pudiera leerlo, pero le dije que adelante. Para mi sorpresa, Kerry se lució con la idea. A pesar del humor implícito en el título, (atención aquellos que pudieran estar enojados con nosotros: pretendíamos que fuera divertido), él creó un libro fantástico, con un escenario verdaderamente convincente donde los Amish podrían encontrarse en el espacio cara a cara con vampiros.

    Este libro ha generado mucha atención [no del todo positiva]... lo que significa que, entonces, hemos obtenido una difusión más amplia de lo que estamos creando: Ciencia Ficción y Fantasía estupendas, ¡lo cual es ganancia!

    Disfruta de este viaje lleno de suspenso, querido lector, y… no lo tomes muy en serio.

    Jeff Gerke

    Editor de la versión original en inglés, Marcher Lord Press.

    Septiembre de 2013

    Reconocimientos para la versión en inglés

    En primer lugar, me gustaría dar las gracias al aficionado Amish, Dutch Wolf, por hacer de este libro algo mucho mayor de lo que, de otra manera, habría sido. Su apoyo fue muy grande, aun teniendo sus propios plazos y asuntos personales. Si hay alguna credibilidad sobre la sociedad Amish en este libro, el crédito le pertenece a él. Si hay errores o inconsistencias, la culpa es mía.

    Como siempre, gracias a nuestro intrépido líder, Jeff Gerke, no únicamente por alentar e inspirar esta obra, sino también por hacer las preguntas que me harían trabajar más (¡Y finalmente producir un mejor libro!)

    Me gustaría también agradecer a mis colegas en Marcher Lord Press, Steve Rzasa y Marc Schooley por su continuo apoyo y amistad. Y a Marc en particular, cuya acérrima habilidad para debatir plantó una semilla para esta historia. Llegará a ser Diácono algún día…

    Gracias a John Otte, quien ha permanecido cordial y tolerante, a pesar de que estuve, inadvertidamente, presionándolo durante un año. El Señor te bendiga, John.

    Gracias a mi extenuada y subestimada esposa, Leah. Sería imposible hacer esto sin ella. ¡Subag!

    Esta novela marca un aniversario para mí. Hace una década se publicó mi primer libro, así que debo alabar al Señor por todo lo que Él ha hecho durante este tiempo. No hay nada más acertado: «Reconócele en todos tus caminos, y Él enderezará tus pasos».

    Reconocimientos para la versión en español

    Antes que nada, quiero agradecer en gran manera a mi amigo y editor, Travis Perry, por tomar una simple pregunta sobre traducción y transformarla en otra épica versión de Amish Vampires in Space. ¡Elogios y felicidades!

    También quisiera agradecer al artista y diseñador de la portada, Kirk DouPonce, por su «rápidamente» y esfuerzo profesional para crear la portada traducida. You rock!

    Por último, muchas gracias a Tamara Tennille Catalán y Tabatha Teresa Catalán por sus inagotables esfuerzos y minuciosa dedicación para traducir. Tienen mi inmortal gratitud.

    Capítulo Uno

    Jebediah tenía un secreto.

    Era una carga, en realidad. Algo que las canciones del servicio de la iglesia no podían aligerar. Incluso las oraciones diarias y la lectura de las Escrituras no eran de ayuda. Estaba siempre presente. Siempre oculto.

    Es «Gelassenheit», había dicho su padre. «Renunciar a ti mismo por los demás».

    Así que Jeb llevaba la carga. Era la voluntad de Dios. Como Abraham amarrando a Isaac sobre el altar. Sostenemos el cuchillo con la fe de que Dios nos impedirá usarlo.

    Con un quejido, Jebediah se impulsó para levantarse de la cama. A su lado, Sarah suspiró y giró hacia él. Incluso con el paso de las décadas, ella le parecía aún tan hermosa como cuando se casaron. Un día, veinte años atrás. Ella, llevando un vestido blanco sencillo y gorrita. Él, con su mejor traje negro. Familia y amigos, igualmente ataviados. Eran tiempos más sencillos. Tiempos más felices. Una primavera temprana. Antes de que el secreto le fuera entregado.

    —¿Ya tan pronto es de madrugada? —susurró ella.

    Jeb sonrió.

    Ya, así es.

    Ella logró levantarse de la cama, pero Jeb frunció el ceño y extendió una mano.

    —Quédate —le dijo—, a los cuarenta, te has ganado unos minutos más.

    Ella puso el dorso de su mano sobre la boca y bostezó.

    —Hay tanto por hacer hoy. Los Troyers necesitan desayunar y Elí necesitará ayuda con el bebé. Y el Jardín.

    Jeb miró por la ventana del dormitorio. El sol no había comenzado a salir aún. La luna tampoco. Sólo unas pocas estrellas lejanas y la masa de lo que comúnmente era llamado el Nebbit de la Mañana.

    Aún estaba muy oscuro. Eso era un alivio, por lo menos.

    Los pantalones de Jeb del día anterior estaban colgados en un gancho cerca de la ventana. A la par de estos, su camisa blanca. Descolgó los pantalones y se los puso lentamente.

    —Los Troyers pueden esperar unos minutos más —dijo, sonriendo—. Y Elí estará bien. Esa criatura no es un jährling después de todo. No es un recién nacido. —Al ponerse la camisa, forcejeó un poco para deslizarla de sus hombros y observó cómo su esposa trataba de levantarse de nuevo. Sacudió la cabeza y le puso una mano en el antebrazo—. Quédate, cariño. Por mí. Sólo por hoy.

    Con un resoplo, ella se metió de nuevo entre las cobijas, mirándolo.

    —Eres muy bueno conmigo. Quizá también deberías descansar más.

    Volviendo a la pared, tomó su sombrero negro que colgaba de otro gancho. Lo puso en su cabeza.

    —Las vacas nunca esperan —dijo, forzando una sonrisa—. Pero quizá después.

    Desde el dormitorio caminó hacia la sala de estar. Palpó con sus manos cerca de la puerta buscando la cajita metálica con fósforos. Al encontrarla, sacó uno y lo encendió usando el marco de la puerta. Estalló en una luz. A dos pasos de donde él estaba parado, había una mesita rinconera con una lámpara de aceite, la cual encendió. Sonrió.

    Aunque pequeña, comparada con algunas de la comunidad, la sala de estar le parecía grande. El piso era de madera maciza, al igual que la mesa larga que dominaba el otro extremo de la habitación. Las sillas habían sido colgadas en los ganchos de la pared, desde luego. Frente a la puerta principal había un tapete grande con forma ovalada y del otro lado, cerca de la esquina, una estufa de leña.

    Cerca de la puerta, también, estaban unos botes grandes de leche. Los tomó con ambas manos, y después de ajustar su sombrero, abrió la puerta y salió al porche.

    Unos doce metros más adelante se veía la silueta del establo. Ya podía escuchar cómo el ganado comenzaba a mugir con impaciencia. Las ubres estaban llenas y necesitaban ser liberadas.

    Durante el trayecto, estudiaba el cielo. Era algo que su padre le había enseñado a hacer. Los gemelos brillantes del norte estaban donde siempre han estado, a su derecha, suspendidos a una docena de grados sobre el prado del norte. La constelación David y Goliat se mantenía en lo alto, sobre el establo; el Ganso de Terciopelo volaba a su izquierda. Y el Nebbit de la Mañana se encontraba suspendido sobre su cabeza (un cúmulo amorfo de estrellas, una bruma de luz). Miles de estrellas, le habían dicho. La magnitud de esa noción le desconcertaba. Trató de no divagar en él.

    Como con el secreto.

    Entró al establo y encendió más lámparas. A la izquierda estaba el corral para la ordeña, un pequeño corral con paredes de madera, reforzado con una nueva abrazadera de metal que el herrero le había fabricado. Detrás, los contenedores para almacenar el grano. En la parte superior, en ambos lados, había dos cobertizos; uno con alfalfa y el otro con paja. A su derecha estaba la fila de compartimentos para los caballos, y detrás, el corral para las vacas. Había una puerta trasera enorme que permitía a las vacas ir y venir a su antojo cuando había buen clima. Con menos frecuencia ahora que antes, al parecer. Ellas también presentían que algo no estaba bien.

    Los caballos estaban despiertos. Observaban, atentos, cada uno de sus movimientos; esperaban ser alimentados pronto, lo cual, sucedería después de la ordeña.

    Jeb esparció alfalfa en el comedero al final del corral, y regresó para traer al primer animal. Trató de no mirar el lugar donde estaba enterrado el secreto. Pero tal parecía que esa mañana lo estuviera llamando. Le dolía el estómago con tan sólo pensar en ello. Él no quería un cambio. No quería que las cosas terminaran. Habría repercusiones.

    Llevó a su vaca, Clara, al corral para la ordeña. Guio su cabeza a través de la abrazadera y le aseguró. Le acariciaba el lomo y el cuello.

    ¿Debería, quizá, involucrar a un jovencito? ¿Pasarle a él el secreto? Las sanciones serían menos severas…

    Jeb negó con la cabeza, dando una palmada suave a la vaca en la cabeza.

    —No. Un hombre vive por sus responsabilidades. Es parte del Ordnung —dijo, refiriéndose a las reglas bajo las cuales vivía la comunidad.

    Encontró su banco para ordeñar y una cubeta limpia. Arrastró ambos cerca de la vaca. Tomó asiento y se frotó las manos. Sopló en ellas un par de veces. Admiró el lado oscuro de la vaca. La corpulencia del animal, su peso y las pezuñas. Alcanzó con lentitud una de las ubres más cercanas.

    —No me vayas a patear, Clara. Hoy no estoy de humor. —Como si respondiera, la vaca dio un Mawk (mugido) corto. Pateó el piso con una de las patas traseras.

    Jeb hizo una cara de enfado y comenzó a trabajar. La leche salpicaba dentro de la cubeta.

    Cuando llegare el momento, el secreto saldría a luz. Era algo que temía, pues el castigo caería sobre él.

    * * *

    Las horas del día eran las peores. Durante todo el día pendía sobre sus cabezas… El peligro. La responsabilidad. Lo sabía porque fue entrenado para observar, para vigilar los cielos en busca de señales y para estar atento de los días y las estaciones.

    Pero al igual que con su secreto, Jebediah trató de ignorar lo que había visto. Quería evitarlo, aunque ahora era más difícil. Más difícil que nunca.

    —Entonces, ¿qué piensas? —preguntó Ezekiel.

    Ezekiel era diez años más joven, de tez clara, y lo sobrepasaba en altura por una cuarta. Portaba un sombrero oscuro de copa ancha, al límite de lo que permitían las reglas. Su camisa era blanca, pero se había tornado amarillenta en la parte de la espalda y las axilas por el sudor. Sus pantalones oscuros mostraban el trabajo de medio día.

    Estaban parados en el sendero que dividía la granja de Ezekiel y la de su vecino.

    En una mano, Ezekiel sostenía una espiga de trigo. La hizo rodar con el pulgar para que Jeb pudiera ver toda la cabeza. Tenía muy pocos granos y, además, eran pequeños. ¿Resultado de una plaga? ¿De gusanos Shriver?

    Ezekiel sonrió ligeramente.

    —¿Día largo?

    Jeb resopló.

    —Día largo…

    Era una broma generacional, usada para explicar problemas de todo tipo. Una referencia a la rotación del planeta de 26 horas.

    Le dio un vistazo a la cabeza del trigo, y después contempló todo el campo. Cada una de las espigas se veía enferma, débil. Las cabezas medían la mitad del tamaño que tenían hace diez años. Se dio la vuelta y caminó unos pasos hacia el campo vecino. Ese sembradío era de cebada. Se veía mejor que el de trigo, pero no por mucho. La propia finca de Jeb era más húmeda, pero también había observado señales de cambio.

    —Después de lo pobre que fue el año pasado —dijo Ezekiel—, esperaba que éste fuera diferente, mejor —miró a Jeb a los ojos, preocupado—. Hemos tenido lluvia. El calor no ha sido demasiado extremo… y oramos, Jeb. Todos oramos, ¿verdad?

    Jeb asintió.

    Ya, lo hicimos.

    Miró hacia el establo de Ezekiel, situado a una distancia considerable. Estaba pintado de color rojo, y el techo era verde. No era ostentoso, pues fue construido dentro de los lineamientos del Ordnung. De hecho, todo en lo que a obediencia se refiere, su comunidad era la mejor. Se ayudaban unos a otros. Trabajaban juntos. Alababan.

    Jeb hizo un gesto de desaprobación. Él había percibido, desde hacía mucho tiempo, que el color del cielo había cambiado. Pero ahora tenía dudas.

    —¿Te pareció que la brisa fue más cálida este año? —preguntó.

    Ezekiel empujó su sombrero hacia atrás y se rascó la cabeza. Parecía pensativo.

    —Se que debería darme cuenta de esas cosas, Jeb. Pero simplemente no lo hago. Los campos… el compromiso… mi mente está muy ocupada. —Enderezó su sombrero y sonrió—. Es por eso que te pregunto. Nadie lee mejor las señales.

    Jebediah aspiró y forzó una sonrisa. Sabía que no era el único que notaba diferencias. No podía serlo. Algunos de los ancianos eran veinte años mayor que él. Décadas de vigilar las estaciones del año. Ellos debían saber. Sin embargo, nadie hablaba de ello. Simplemente trabajaban más duro. Oraban más fuerte. Vivían.

    —En ocasiones he deseado una herramienta —dijo Ezekiel—. Algo que el herrero o el carpintero pudieran construir para mí. Algo que lograra llevar el registro de toda esta gran cantidad de cosas. Que liberara mi mente. Que me ahorrara tiempo.

    Jeb sacudió la cabeza.

    —Tal cosa no te ahorraría tiempo, Zeke. Sólo añadiría más complicaciones. Te distraería de tu llamado. De la obra del Señor. —Al menos eso le había dicho su abuelo.

    Ezekiel asintió rápidamente con la cabeza.

    —Usted habla con la verdad, estoy seguro. Se que, cuanto más tengo, más es lo tengo que preservar. Ultimadamente, lo que menos tengo es tiempo.

    Jeb puso una mano en el hombro de Zeke.

    —Ahí está. El principio de la sabiduría. —Jeb señaló el camino—. Caminemos de regreso.

    Ezekiel se inclinó de nuevo, desmenuzó la cabeza de trigo en su mano y la dejó caer. Volvió a inspeccionar el campo. De nueva cuenta, parecía preocupado.

    —Pero ¿qué pasa con los campos? ¿Con la cosecha?

    Jeb le apretó el hombro a Zeke. Trató de parecer confiado, de darle ánimo.

    —No quiero suponer todavía, quisiera analizarlo más. Hablar con algunos ancianos… Orar —él sonrió—. Lo superaremos, sea lo que sea. Somos comunidad.

    Zeke le devolvió la sonrisa.

    —Sabía que debía preguntarte. Tu siempre sabes qué hacer.

    Jeb aspiró, y comenzó a caminar. Deseaba que aquello fuera cierto.

    * * *

    Ya de regreso en casa, Jeb saludó a Sarah rápidamente y salió de nuevo. Era justo después del mediodía, y la posición actual del sol era importante. No quería perdérsela.

    La mayor parte del ganado se encontraba afuera, pastando en el prado norte. La valla de madera corría desde el frente del establo hacia el norte por aproximadamente dos acres, dando vuelta hacia el oeste. Observó a dos becerros cuando se perseguían entre sí, mientras que el resto de las vacas estaban tranquilas y contentas. Del otro lado del establo, los cuatro caballos se agruparon a un lado de la valla delantera mirándolo fijamente, de nuevo, esperanzados.

    Jeb sacudió la cabeza, entró en el establo y pasó por los puestos de los caballos y el área de ordeño hasta la parte trasera, donde guarda sus herramientas. Las herramientas más grandes (palas, mazos y similares) estaban colgadas en la pared. Las herramientas más pequeñas las guardaba en un gabinete de madera largo. La parte superior del gabinete era lo suficientemente grande como para colocar fácilmente un poste que necesitara ser reparado, y su profundidad era mayor a dos metros, lo cual era un espacio considerable para el tipo de trabajo que realizaba a diario. El gabinete era lo bastante pesado como para que alguna persona intentara moverlo. Lo cual, era bueno.

    También tenía muchos cajones. Cinco, a todo lo largo, y tres o cuatro hacia abajo, dependiendo de la columna. Los cajones más pequeños contenían las herramientas más finas. Atados, sobre la pared posterior, había unos frascos de vidrio que contenían los artículos más pequeños: tornillos, clavos y clavijas de madera.

    Jeb sabía exactamente dónde encontrar un artículo en particular cuando lo buscaba. Abrió el cajón de la izquierda y lo sacó por completo. Cuando la parte posterior del cajón se hizo visible, lo tomó por los costados y lo levantó un poco. Pudo entonces sacarlo un poco más, revelando un doble fondo. Dentro del espacio, había un trozo de tela gruesa, doblado. Lo sacó y lo desdobló. Dentro, había dos cristales. Eran dos piezas especiales de cristal. Cerró el cajón y salió del establo.

    Frente al establo había dos postes para enganchar los caballos. Eran herencia de su padre, y a menudo provocaban comentarios por ser un poco más que sencillos. Por lo general, los postes de enganche estaban hechos de madera, pero éstos estaban hechos de metal (de una aleación de aluminio, para ser preciso).

    «Los caballos mastican la madera», solía decirles a los curiosos. «Estos fueron construidos para durar. Para permanecer. Como la influencia del Padre en mi vida».

    Usualmente, esta explicación bastaba. La familia era la representación más pequeña de la comunidad. De hecho, la verdadera comunidad requería sólo de dos. Como con Adán y Eva en el jardín. Ambos eran una comunidad y una pareja.

    Jebediah se aproximó al último poste del lado izquierdo. La parte inferior estaba cubierta de liquen púrpura, un recordatorio de los orígenes de Alabaster. Una molestia menor. Antes de ponerse en cuclillas junto al poste, le dio un vistazo a la casa situada detrás de él, y luego al sendero que inicia en el lado este de la casa. Escupió en la pesada tela que llevaba y la presionó contra el metal. La frotó vigorosamente de arriba hacia abajo, limpiando tanto la suciedad como el liquen.

    Unos segundos después, revisó la superficie y comenzó a frotarla de nuevo. Después de unos segundos más, el poste estaba lo suficientemente limpio (lo suficientemente brillante), que podía ver el sol reflejado en él. Volvió a mirar a la casa y levantó uno de sus cristales especiales para que la luz del sol pasara a través de él.

    El cristal era un tipo de prisma que separó la luz en sus componentes primarios. El poste modificó ese arco iris de tal modo, que las áreas oscuras entre los colores individuales se hicieron visibles. Los miró fijamente por un buen rato, comparando el patrón con lo que él recordaba, como le habían enseñado.

    Sacudió la cabeza. Frunció el ceño.

    Colocó la tela en el suelo y puso el prisma encima. Sacó la otra pieza de cristal. Tenía dibujados en la superficie unos círculos concéntricos. Denotaban las ocho estaciones del año y el tamaño aparente del sol en el cielo durante estas. El cristal también tenía un filtro para proteger sus ojos.

    Jebediah giró hacia la casa. Entrecerrando los ojos, levantó el cristal y lo colocó sobre el círculo del sol en el cielo.

    Se quedó sin aliento. La imagen actual era más grande que nunca. Más que en cualquier época del año.

    —Eso no puede estar bien —susurró—. No puede ser. —Se llevó una mano a la barbilla, y pensó por un momento. Levantó el cristal nuevamente. Miró a través de él para estudiar la superficie del sol. Contó las áreas oscuras antes de verificar el tamaño una última vez. Bajó el cristal y lo colocó junto al otro. Los envolvió juntos.

    Se puso de cuclillas por un momento, mirando el suelo, envolviendo la barbilla con su mano, otra vez, pensando.

    Finalmente, sus rodillas le recordaron su edad, por lo que, con un gruñido, recogió los cristales envueltos y se puso de pie. Dio unos pasos cortos para permitir que el dolor y el entumecimiento disminuyeran.

    ¿Tal vez lo que estaba observando era sólo el día? Un efecto de la atmósfera. ¿El polvo pesado de las plantas? O algo que el viento hubiera traído.

    El asintió con la cabeza.

    —Es sólo interferencia. Debe ser eso. —Volvió a entrar en el establo—. Verificaré de nuevo mañana.

    * * *

    Tres días después, Jebediah realizó de nuevo las pruebas con los cristales. No se había atrevido a hacerlo antes. No había tenido el tiempo. No había hecho el tiempo. Tenía demasiadas cosas que hacer. Ordeñar las vacas, arar los campos. Demasiadas.

    Lamentablemente, las pruebas arrojaron los mismos resultados. No era una anomalía atmosférica o un error en la prueba. Era el sol. Su sol. Algo le estaba pasando.

    Ahora, la pregunta era: ¿Qué se podría hacer?

    Aún con el ceño fruncido, Jeb metió los cristales, envueltos con la tela, a la parte oculta del cajón de la mesa de trabajo, y lo cerró. Dio vuelta y se inclinó sobre la mesa, cruzando los brazos y mirando hacia la puerta del granero, que aún estaba abierta. Podía ver uno de los postes metálicos y, más adelante, el camino de tierra y el porche de la casa.

    Ezra, el más grande de sus caballos, estaba dentro del establo disfrutando de la sombra. Observó a Jebediah por encima del muro. A medida que lo contemplaba, resopló un par de veces. Relinchó. Golpeó suavemente el suelo con las patas.

    Finalmente, Jebediah caminó a través el establo y le palmeó la cabeza. Encontró donde guardaba las manzanas secas y le dio al caballo una rodaja. Ezra sacudió la cabeza en aprobación mientras comía. Jeb le dio una palmadita final, y se dirigió hacia la puerta del establo.

    A sus espaldas, el secreto le llamaba. Invadía sus pensamientos, sus sentimientos.

    Se detuvo en la puerta, pero no volteó.

    —Es pecaminoso —dijo entre dientes—. No hagas caso.

    Sin embargo, el llamado continuaba. Sintió una oleada de calor y humedad bajo sus brazos.

    –No puedo. —Sacudió la cabeza—. Está prohibido.

    Pero ¿no tienes que hacerlo? Tu padre…

    Sus entrañas se agitaron

    —Apártate de mí —Marchó con fuerza hacia la puerta. Cada paso que daba lo sentía más fácil, un poco más ligero. Fijó su mirada en la casa y continuó caminando.

    Sin embargo, la agitación de sus entrañas realmente nunca cesó. La responsabilidad.

    Entró en la casa y encontró la sala de estar vacía. Podía oír a Sarah al fondo, en la cocina. El ruido de las ollas. Sacudió sus pies sobre el tapete y se quitó los zapatos. Apartó sus pensamientos del establo y se dirigió a la cocina. Hacia la comodidad y la razón.

    La cocina, en comparación con el resto de la casa, era grande (de unos 4.5 metros por 4), sólo para complacer a su esposa. Ella amaba tener compañía. Le encantaba tener invitados, a pesar de que no tenían hijos. O tal vez era por eso. Le gustaba la presencia de personas, la conversación. El servir.

    Había una pequeña mesa cuadrada junto a la pared del fondo. A su derecha, en la misma pared de la entrada, había un fregadero y una amplia encimera. De forma perpendicular, a lo largo de la otra pared interior, estaban la estufa de hierro fundido y otra encimera. Después de la estufa, había una entrada secundaria que conducía a un pequeño cuarto de servicio, dentro del cual había otro fregadero. Ambos fregaderos tenían bombas manuales para extraer agua. Era lo máximo en comodidad. Lo que su Sarah merecía.

    Ella, parada frente al fregadero, sostenía una olla de hierro grande con una mano, y con la otra, un estropajo de acero. Vestía el tradicional vestido largo oscuro, y tenía su cabeza cubierta por un kapp blanco. Tenía un gesto de enfado.

    Jeb se acercó y le besó el cuello.

    Ella recompensó su caricia con una sonrisa, pero regresó a su tallado. El gesto de enfado volvió también.

    El Señor había bendecido a Jebediah con una esposa cuyas emociones estaban siempre a flor de piel. Otros hombres en el asentamiento no eran tan afortunados: en un día, aparentemente sin nubes, podrían caer rayos en un instante. No era así con Sarah.

    —¿Qué sucede? —preguntó Jeb.

    Ella sacudió la cabeza, y continuó tallando. Accionó la bomba del fregadero. Después de algunos golpes, el agua comenzó a fluir. Colocó la olla bajo la caída del agua. La enjuagó. Le dio una enjuagada más.

    —Este guiso no quiere soltarse —respondió.

    Jeb se acercó a la mesa y tomó asiento. Esperó un momento, observando. Sarah seguía tallando. Finalmente, dejó la olla a un lado y tomó un sartén igualmente sucio, y comenzó a tallarlo.

    —Entonces, ¿no me lo vas a decir? —preguntó Jeb.

    Ella sacudió su cabeza una vez más.

    —No es importante. Es una preocupación. No debería estar en mi mente.

    —Tal vez se vaya si lo compartes.

    Ella se encogió de hombros.

    —Tal vez. —Dejó la sartén a un lado, y se limpió la frente con la muñeca—. Perdóname, esposo mío. Debí haberte traído una bebida. Has estado bajo el sol.

    Jeb se enderezó en su silla, y puso un brazo sobre la mesa.

    —Estás evadiendo, Sarah.

    Sarah giró para mirarlo, tomando con ambas manos la encimera detrás de ella, sosteniéndose.

    —¿Cómo murió tu abuelo? —preguntó ella—. ¿Y tu abuela?

    Jeb levantó una ceja.

    —Esa es una pregunta extraña.

    Ella lo miró fijamente, sin parpadear.

    —Sólo responde.

    —Bueno, yo…

    —Porque yo sé que la caída le arrebató la vida a tu padre, no hubo forma de evitarlo. Y a tu madre, su corazón. Y de nueva cuenta, fue inevitable. —Sarah miró hacia abajo y sacudió la cabeza—. Aún los extraño.

    —Si…

    —Tus abuelos ya habían muerto antes de que te conociera, y no recuerdo que lo hubieras mencionado. Entonces, ¿de qué murieron? ¿La fiebre? ¿Un accidente? ¿De qué?

    Jeb no pudo ocultar su perplejidad.

    —Eran viejos. Trabajaban duro.

    Sarah se cruzó de brazos.

    —No fue la pérdida de la mente, ¿verdad? ¿El wandering?

    Jeb sacudió la cabeza.

    —Ya eran viejos, Sarah. Las cosas no eran exactamente lo que habían sido, pero prácticamente eran ellos mismos. El abuelo incluso ayudó a herrar un caballo la semana en que él…

    —¿Así que, se mantuvieron sanos? ¿Toda su vida? ¿Sus mentes eran buenas?

    —Sí —contestó Jebediah—. Hasta donde yo sé.

    Sarah se mordió el labio inferior, observándolo, con los brazos cruzados aún.

    —Está bien. —Ella se dio vuelta y tomó de nuevo el sartén. Comenzó a tallarlo.

    Jeb casi se ríe.

    —Oh, no, no lo harás —dijo—. No puedes hacer eso.

    —Sólo estaba preguntando —dijo Sarah—. Eso es todo.

    Jeb fingió indignación.

    —¡Mi Frau! Debes decirme por qué me lanzaste todas esas preguntas. ¡Es la ley!

    Sarah hizo una pausa, y sus hombros comenzaron a moverse mientras reía. Se dio vuelta de nuevo, y una sonrisa le llenaba el rostro.

    —Lo siento, esposo. Sólo estaba siendo un poco infantil.

    —Domar un planeta es trabajo duro, Sarah. Alabaster fue un regalo, pero como todos los regalos del Señor, requirió de trabajo duro.

    Ella levantó una mano.

    —Lo sé, lo sé. Trabajaron en ello hasta la muerte, por supuesto. Como lo hicieron los abuelos de todos nosotros.

    Jeb apoyó ambas manos sobre sus rodillas.

    —Entonces, ¿por qué las preguntas?

    Ella sacudió la cabeza rápidamente.

    —Estuve espiando, esposo. No debí de haberlo hecho.

    Jeb sintió que se le revolvía el estómago, pero mantuvo una sonrisa en el rostro.

    —¿Espiando? ¿A quién?

    —A ti —bajó la mirada, buscando el piso—. Estaba mirando por la ventana y te vi… revisando el poste de enganche. No sabía lo que estabas haciendo… —se sonrojó—. ¿Qué estabas haciendo?

    —¿Pensaste que me había vuelto loco?

    —Es una señal, ¿no? El comportamiento extraño, el divagar sin sentido. Entonces, ¿qué estabas haciendo?

    Durante su vida juntos, hubo pocas razones para que Jebediah mintiera. Secretos, sí, pero nunca el mentir deliberadamente. De hecho, odiaba la idea. Y no debería empezar ahora. Sería pecaminoso, estaba prohibido, pero ¿qué podría decir?

    —Estaba limpiando el poste.

    —Eso supuse, pero te vi mirar hacia la casa como si estuvieras preocupado —dijo ella—, y luego hacia al cielo. —Entrecerró los ojos—. ¿Por qué estabas mirando al cielo?

    —Demasiadas preguntas —dijo Jeb, forzando una sonrisa—. Y en un tono un tanto sospechoso.

    Ella sacudió la cabeza rápidamente.

    —No es mi intención, Jeb. Me preocupé. Soy tu ayuda idónea.

    Jeb sintió ternura ante las palabras. Sonrió.

    —Sí, lo eres.

    —Entonces, ¿qué estabas haciendo?

    Jebediah miró el suelo de madera bajo los pies de Sarah. Vio un nudo oblongo, común para los árboles que crecían a los alrededores. Unas formas inusuales de nudos. Nunca circulares. Nunca sencillos.

    —Ha habido algunos problemas con los cultivos. Cosas inusuales —él la miró de soslayo—. No sólo este año, también el año pasado y el anterior.

    Sarah asintió mientras lo escuchaba. Ella sabía que los últimos años habían sido difíciles. Se había dispuesto de más tiempo a los campos. De más riego.

    —El abuelo me dejó algunas cosas con las que podría verificar —dijo—, eso es todo.

    —Así que, ¿eso es lo que estabas haciendo? ¿Verificando qué? ¿El aire? ¿El cielo?

    —Esencialmente. —Él sonrió y lentamente se puso de pie—. Sólo estaba tratando de ver si me decía algo.

    —¿Y lo hizo?

    Él se acercó y le puso una mano en el brazo, esperando que con el contacto se calmara, se distrajera.

    —Un poco. Pero nada en particular, nada con lo que pueda hacer algo, realmente.

    Sarah asintió de nuevo rápidamente, luego le guiñó con timidez, algo que siempre lo alentaba.

    Él le tomó el otro brazo y la atrajo hacia él. Ella no se resistió.

    —¿Algo más que quieras preguntarme? —dijo él—. ¿Sobre el poste de enganche? ¿O por qué esto es importante?

    Sarah se sonrojó de nuevo.

    —Lo haría —contestó—, pero me da miedo.

    Jebediah se echó a reír, aliviado.

    —Eso es sensato.

    Entonces, antes de que ella pudiera decir más, la besó.

    Capítulo Dos

    En la Iglesia, el servicio se realiza cada dos domingos. Este domingo en particular, la gente del distrito local de Jebediah, alrededor de un centenar de ellos, se reunieron en la casa del obispo Samuel. Él y su esposa habían formado una familia de seis hijos, ahora adultos, por lo que su vivienda era más grande que la mayoría. Era un lugar oportuno para el servicio.

    Jebediah se sentó en la sala con la mayor parte de los hombres. Sarah estaba en la cocina, con las mujeres. Los niños estaban en una sala de estar contigua.

    Se trajeron bancos de madera para facilitar la disposición de los asientos. Acomodar a cien personas en una sola casa nunca ha sido cosa fácil.

    La sala de estar estaba construida de forma similar a la sala en la casa de Jeb: suelos de madera, paredes enyesadas, capas gruesas de esmalte por doquier. La habitación era más larga que ancha, y todas las ventanas de la casa habían sido abiertas. Era un día particularmente caluroso. Sólo Jebediah tenía una idea acertada del por qué.

    Incluso los himnos iniciales, los cuales se cantaban siempre en el mismo orden, daban la impresión de intensificar la ansiedad oculta de Jeb. Había muchos versos sobre el hambre, el sufrimiento y el grano, sin faltar el recordatorio de la muerte y el infierno.

    El diácono Mark se puso de pie para realizar el primer sermón. Mark tenía alrededor de treinta años. Era un arduo trabajador. Fabricaba escobas. Llevaba puesto su sombrero, aunque se había quitado el abrigo debido al calor, y vestía unos tirantes oscuros sobre una camisa blanca almidonada. Caminaba por la casa mientras hablaba. De vez en cuando, el suelo crujía bajo sus pies.

    —¡Poned vuestras cargas sobre el Señor! —dijo Mark—. Él te sostendrá.

    El estilo de Mark era cantar el sermón a medida que avanzaba. Abrió su discurso con el versículo Bíblico Salmo 55:22.

    Muchos de los hombres asentían con la cabeza. Jeb escuchó un respetuoso «Sí, Señor» de una de las ancianas.

    —Él nunca, nunca, nunca dejará que los justos sean quebrantados.

    Más movimientos de cabeza. Más afirmaciones.

    Como todos los presentes, Jebediah soplaba su cara con un abanico de papel. De poco ayudaba.

    —¿Lo crees? —Mark cantaba.

    —Sí —respondieron algunos.

    Mark repitió su pregunta dos veces, hasta que casi toda la casa respondió.

    Jebediah se abanicaba. Miró sutilmente por la ventana. ¿Cómo, sin embargo? ¿Cómo sostendría el Señor? ¿Acaso alteraría al sol? ¿Lo curaría de alguna forma?

    El dolor en sus entrañas se intensificó. La indecisión. Intentaba quedarse quieto. Trataba de mantenerse cómodo.

    –Ayúdame, Señor —oró.

    Mark repetía el tema de confiar en Dios, mientras seguía caminando por la casa. Sus ojos se enrojecieron, y comenzó a llorar. Le ofrecieron un pañuelo, pero se negó a tomarlo. Él permitió que sus ojos mostraran su dolor, su fe. El piso crujió. Más amenes. Su versículo central cambió a Lucas 10:29

    —¿Quién es mi prójimo? ¿Quién me puede decir? ¿Es sólo tu familia? ¿Tus amigos?

    Después de casi media hora, el diácono Mark pidió que se unieran en oración. Todos se levantaron de sus asientos y se arrodillaron junto a él, con manos entrelazadas y sus cabezas inclinadas con rostros piadosos.

    Jebediah pensaba en el calor y en los cultivos. Él oró por sabiduría, para encontrar una solución y librarse de ese peso que lo agobiaba en silencio. Su secreto.

    Pensó en Sarah, que estaba en la cocina. Su cándida e ingenua esposa. Odiaba tener que ocultarle algo. Pero era el deber Miller. La obligación del hombre.

    Jebediah no se dio cuenta cuando todos comenzaron a levantarse. Permaneció en el suelo, cerrando fuertemente los ojos, rechinando los dientes con la intensidad propia de la oración.

    Sintió un toque en el hombro. Una mano suave. Abrió los ojos y asintió, casi avergonzado. Regresó a su asiento.

    El obispo Samuel habló a continuación. A sus setenta años, era uno de los miembros más antiguos y respetado por todos, aunque no necesariamente querido por todos. A Jebediah siempre le pareció demasiado rígido, incluso áspero. La barba de Samuel era canosa, al igual que el cabello. No se desprendió del abrigo, a pesar del calor.

    —El hermano Mark hizo bien en recordarnos del sustento del Señor. Él nos trajo aquí, él nos sostendrá. —Samuel tomó la parte delantera de su abrigo con una mano y caminó con lentitud—. ¿Y cómo va a sostenernos? Con su mano poderosa. Con la presencia de su Espíritu. —Sus ojos buscaron el piso, pensativo. Luego miró los rostros de los hombres—. Con nuestras obras para con nuestro prójimo. Nuestro Gelassenheit.

    Jebediah miró de nuevo hacia la ventana, y luego hacia la cocina. Sarah estaba cerca de la pared del fondo, sentada en un banco. Ella sonrió.

    —Somos la sal de la tierra. La luz en la colina —continuó Samuel, dando la espalda a los hombres, y comenzó a caminar hacia la sala de estar y los niños—. ¿Cuánta oscuridad se necesita para extinguir una luz?

    Los niños permanecían sentados y en silencio.

    La postura de Samuel no cambió, pero alzó la voz:

    —¡Les pregunto! ¡¿Cuánta oscuridad es necesaria?! ¿Alguien? —Se inclinó cerca de la primera fila—. Alguno debe saberlo.

    Señaló a una niña pecosa y de rizos rubios.

    —Señorita, sé que lo sabe.

    —¿Ninguna? —La niña sonrió tímidamente.

    Samuel se enderezó, dio media vuelta, y dio un largo paso. Asintió con la cabeza.

    —La jovencita dice que «ninguna», y lo que dice es correcto. No hay oscuridad que pueda extinguir la luz. Puedes tomar toda la oscuridad del cielo nocturno y comprimirla, pero, aun así, no extinguirá la luz de una sola vela. —Samuel sonrió—. Somos esa luz. —Hizo un movimiento circular con la mano—. Todos nosotros, juntos. La luz que no se apagará. Mantenemos esa luz encendida sólo por las cosas que hacemos. —Samuel giró hacia la cocina—. Por esa hogaza de pan que llevas al enfermo, por cuidar del hijo de tu hermano, por ese establo que ayudas a construir —Samuel sonrió—. Amo la familia que aquí hemos construido. Amo lo que representa. Amo la forma en que demuestra el amor de Cristo cada día, en sus acciones. Juntos, podemos lograr mucho. Podemos superar cualquier dificultad.

    Las palabras dieron poco consuelo a Jebediah, pero sus sentimientos comenzaron a cambiar. Pensó que aquello que lo amedrentaba, podría ser precisamente la carga que Dios quería que soportara. ¿Sería eso posible? ¿Habría alguna manera de saber con seguridad?

    Si tan sólo hubiera alguien con quién hablar, para compartir el secreto. Pero no había nadie. Honraría el acuerdo, sí, pero también honraría a sus antepasados ​​con su silencio.

    Pensó en las estrellas, esas luces en la oscuridad. Aquello que estaba considerando hacer… ¿fortalecería

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