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Los evangelios de la rabia
Los evangelios de la rabia
Los evangelios de la rabia
Libro electrónico69 páginas54 minutos

Los evangelios de la rabia

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La ciudad rebosante de tráfico, laberinto, derretida en el asfalto, llena de profetas. Hombres que vociferan contra dioses que perdonan, sujetos que en cada esquina redimen al mundo, niñas con estigmas, infantes que reparten plagas, apariciones que acosan, psiquiatras que escriben evangelios llenos de ira, miedo, y por supuesto, rabia. Los personajes de Rafael Medina ofrecen otra mirada, mordaz, rebosante de humor negro, de lo poderoso que pueden ser los símbolos religiosos. Los cuentos de este libro son profecías de la condición humana, de su intento por salvaguardar la cordura ante una divinidad y un mundo terribles.

Cástulo Aceves
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jun 2017
ISBN9786078098941
Los evangelios de la rabia

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    Los evangelios de la rabia - Rafael Medina

    EL PROFETA

    ¡Dios celoso y vengador Yahvé,

    vengador es Yahvé y colérico!

    Se venga Yahvé de sus adversarios,

    guarda rencor a sus enemigos.

    Yahvé tardo a la cólera, pero grande en poder,

    y a nadie deja impune Yahvé.

    *

    NAHUM

    1:2,3

    El profeta rabioso sigue afuera de la ciudad. Aún vocifera contra el Dios que no se atrevió a destruirnos. Y me da pena el hombre: flaco, desnudo, furibundo, patético. Odia a Nínive, la perla de Mesopotamia, nos odia a nosotros, sus habitantes. Odia la vida toda. Es consecuente con su Dios. Y pese a todo, le enviamos médicos, entre los que se encuentran los mejores especialistas de estos reinos. Dicen que las quemaduras que le han provocado los rayos solares son serias, su desnutrición también. ¿Qué decir de su locura? Pero se niega a recibir atención, prefiere el sufrimiento. Sólo así se gana el cielo, replica. El hombre se muere a unos cuantos pasos de nuestra muralla oriente, frente a los flachazos de nuestros reporteros, las cámaras de televisión, nuestra impotencia.

    Recuerdo el día de su llegada. Fue impactante verlo predicar aquella mañana en la plaza principal de nuestra ciudad. El tipo escurrido, barbado, sucio, en medio de nuestra calma y limpieza. Firme y decidido frente a nuestro desconcierto. Contrastaba su desnudez penosa con la pulcritud de nuestra gente: ni siquiera un taparrabos frente al azoro y los trajes bien cortados que lo rodeaban. Nos exhortaba, iracundo, a que abandonáramos nuestro estilo de vida, nuestra comodidad, ya que su Dios nos daba sólo cuarenta días para considerarlo. Nuestro tiempo estaba contado. Algunos, fascinados, ante tan peculiar personaje, apagaron celulares, cerraron las computadoras portátiles, las tabletas, postergaron su llegada al trabajo: escucharon al profeta. Otros, propusieron que se llamara de inmediato a un psiquiatra. Pero no, los psiquiatras de Nínive son condescendientes, es un simple profeta, un enviado de su Señor. No había por qué malgastar los recursos del reino. Lo verdaderamente interesante sería tratar a su Dios. Eso dijeron los alienistas de Nínive.

    No tenía descanso el hombre, desde el amanecer, recorría la ciudad escupiendo insultos y maldiciones contra nuestra gente. Se apostaba en las plazas comerciales, fuera de los bancos, de los grandes malls, de la bolsa de valores. Vociferaba contra todo lo que oliera a placer, comodidad, tecnología. No se dejaba impresionar por los veloces autos que evitaban arrollarlo, que en ocasiones se detenían y ofrecían conducirlo a cualquier parte, sin importar su aspecto, su olor. No se inmutaba ante el concreto que venció al desierto. La noche subyugada por los miles de anuncios de neón. Predicaba en las famosas discotecas de nuestra Nínive en plena madrugada. Se sostenía de mendrugos, desperdicios simples. No aceptaba alimento fresco de los ninivitas. Y pese a todo, nunca fue contrariado, era escuchado con respeto, esperando que se marchara para que siguiera el curso de la vida, como siempre ha transcurrido, independientemente de ese Dios y sus enviados.

    Y así transcurrían los días del profeta, hasta que nos acostumbramos a su presencia en poco tiempo. Para divertirnos, algunos fingimos convertirnos en sus seguidores: adoramos a su Dios, no consumíamos alimentos durante el día y vestimos cilicios. Adoramos a una divinidad ajena pidiendo perdón a las nuestras, más permisivas, benevolentes, amorosas (aún pido perdón al gran Assur por los faltas en que incurrimos, aunque estoy seguro de que él comprenderá mis razones). Muchachos, no se burlen del pobre hombre, nos decían nuestras madres. El hombre necesita apoyo, amor, insistían. Sólo así los recibirá, decíamos nosotros, y nos dejaban continuar, disimulando que también se divertían a sus costillas. El profeta nos hacía besar la cruz, nos hablaba de la historia de los judíos, de la piedad, de la humildad. Nosotros le hablábamos del placer y le ofrecíamos nuestros cuerpos. No aceptaba niño, no aceptaba niña, no quería bestia. Se volvía una furia y se golpeaba a sí mismo frente a nosotros: desnudos, invitantes. Nos hablaba del perdón, del Único, del Eterno. Nosotros de la diversión. Tratamos de mostrarle las bondades de nuestros juegos de video. De la maravilla insondable del internet. Nunca aceptó. Más peroraba sobre el paraíso, el infierno, del castigo que venía. Rompíamos el ayuno bebiendo refresco de cola frente a su desesperación.

    Poco a poco empezó a aburrirnos. La vida brevísima de las modas. Él, a impacientarse. En un momento de locura e impotencia, entró a nuestro templo, a la gran Zigurat. Los guardias, con la mezcla de amabilidad y energía necesarias, se encargaron del problema. Después, trató de disuadir a todos los mercaderes que entraban a la ciudad,

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