Arma vacía y otros cuentos para impotentes
Por Rafael Medina
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Pero no todo es sexual en esta colección de cuentos que Medina nos propone en Arma vacía: también viaja a los barrios bajos de antaño y teoriza sobre la literatura misma, siempre con un punto de vista acorde al conjunto de textos. Porque a veces la literatura es la mejor escapatoria para todo aquel "cansado tenso harto del trabajo". De esta manera, la lectura se convierte en una terapia sin igual para quien sufre, aunque las pesadumbres sean las mismas que se narran.
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Arma vacía y otros cuentos para impotentes - Rafael Medina
ROTH
La fragilidad masculina desde una nueva perspectiva psicoanalítica
o Judith la desinflapepinos
«En la vida no hay nada más vulnerable, más frágil, que el corazón de una mujer y la erección de un hombre», era la sentencia que identificaba a la cabrona de Judith. Vieja perra con una licenciatura en psicología y como tres maestrías en psicoanálisis y pendejadas de esas, de las que sólo ella entendía. Ahora que leo la nota en el periódico, recuerdo cómo llegué a ser una de sus primeras víctimas: estaba chavo y más enculado que nada. Siempre fue un viejonón, buenísima, la desgraciada, ya mero terminaba su carrera y ya traía su méndiga tesis bien fraguada, listísima para joderse a cuanto cabrón se le pusiera enfrente. Ya llevábamos casi el año cuando empezó con sus chingaderas en pleno acto carnal, a medio palo: «ay, mi amor, como que se te está haciendo chiquito», «termina, que ya estoy hasta el güevo», «no hagas la cara así, que me recuerdas a fulano, a zutanito». ¿Quién cabrones aguantaba eso en pleno agasaje? Nadie, o mejor dicho, casi nadie.
Al principio se hacía pendeja, que no era intencional, hasta disculpas me pedía. Ya en esas épocas se cogía a un par de maestros y también se la empezó a aplicar. Al más ruco le salía con la de «soy tu hijita mengana, párchame rico, papito»; al jovenazo «¿a poco nos es rico estarse cogiendo a tu mamá, hijo mío, déle rico a su madre muchachito canijo». De volada la votaron por enferma. Adiós cogiditas, y ni modo que dijeran algo, a todos les tumbaba el fierro. Qué peor manera de quedar mal parados ante una vieja. «A volar, pinche impotente», frase lapidaria con que nos despedía a todos, para acabarla de acalambrar. Yo fui el que le aguanté vara como ningún otro. Pese a que se acabaron de a tiro las matadas. Y me cucaba bien duro la canija, me prendía, me ponía bien caliente nada más para que terminara haciéndome lo mismo de siempre. Aparte de enculado, también estaba enamorado, la pura verdad, para qué negarlo.
Ni en cuenta que todas sus porquerías quedaban en una mini grabadora. Mucho menos nos enterábamos que se juntaba con un montón de lesbianas para compartir el «material científico». Dizque reuniones académicas: pura pinche quemazón de güeyes. Porque reunió un buen de material, conforme agarraba experiencia ampliaba de manera cruel pero efectiva sus artilugios para rebanar salchichas. Cada vez más sofisticada y con un numeroso grupo de víctimas el material ya era más que rico. Un festín para las pinches viejas que se deleitaban escuchando a fulanos desde apendejados hasta de a tiro bien encabronados. Pero para sorpresa de muchas, los últimos eran los menos. Predominaban las disculpas y las excusas de a tiro pendejas. «Desarmas literalmente al macho, le quitas su único argumento sólido de su pobre contexto fálico», decía la pinche Judith, ante la alegría de las volteadas y el consentimiento de sus maistras bigotonas.
En su mero esplendor, poco antes de que escribiera su célebre libro Fragilidad masculina, una perspectiva psicoanalítica, de Lacan hasta las nuevas teorías del Yo, era toda una maestra para desinflar pepinos. Ya le bastaban unas miradas, un pequeño gesto, toses inoportunas, crisis de risa, para que la gran mayoría de varones desistiera de la faena y aparte terminaran pidiéndole perdón. Pero a ella no le bastaban las sutilezas, buscaba todos los métodos y los llevaba a extremos francamente culeros. Desde la utilización de imágenes religiosas hasta las más escatológicas escenas. Ya me la imagino en pleno palazo: «Para, para, hijo, ¿acaso no ves quién soy?, soy María, soy Guadalupe, la madre de Dios, tu madre» Puta, pobres güeyes. O el extremo de embarrarse caca en axilas e ingles después de poner casi al carbón a dos de sus alumnos. El «pinche vieja puerca» o el «pinche vieja loca», casi siempre eran mentales, el asunto principal era la caída del fierro, la no cumplida del macho, el ahí muere, el ahora qué hago, el ni pedo, hasta nunca.
La última vez que la vi, ya era toda una chingona. No era raro verla en la televisión, escucharla en la radio, ya era toda una santona de una nueva corriente psicológica que buscaba el exterminio de la erección, y que la única alternativa considerada de relación sexual era la masturbación mutua. ¿Para qué?, para erradicar la desigualdad y el sometimiento doloroso de la mujer al hombre. ¿Al pito con la reproducción? Pues sí, decía ella, a ese costo no valía la pena. Lo que podría parecer una locura de una enfermona, para muchos ignorantes y pseudointelectuales, era una teoría revolucionaria y científica. Tenía un chingo de adeptos y su maestría era una de las más solicitadas de la universidad. Me sorprende que haya platicado conmigo aquel día casi tres horas en el café. Yo, un simple pelagatos de oficina, infelizmente casado y padre de cinco chiquillos: ella, toda una celebridad. Ya estaba cascabeleando la mujer pero seguía aguantando vara, las piernotas seguían justo como las recordaba.
Me confesó que en su tiempo sí estuvo enamorada de mí, que me faltó aguantar un poquito más y que chance hasta nos hubiéramos casado. «¿Entonces no eres lesbiana?», le solté de bote pronto, y que nel, que ella era una heterosexual casi pura, que no anhelaba otra cosa que un hombre con quién pasar el resto de su vida, pero ya después de terminar su gran estudio. ¿Todavía no terminas de balconearnos? Que niguas, que seguía