Asesino de sicarios
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Llena un intrigas, te mantiene al filo todo el tiempo. Una novela muy fácil de digerir, con eventos reales; algunos muy crudos. Entretenida y emocionante de principio a fin. Con cambios radícales que la hacen ser una novela distinta de lo que uno pensaría.
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Asesino de sicarios - Adrián Emilio Núñez
letras
Prólogo
El poderoso traqueteo del tren andando solitario se había vuelto el protagonista del momento. Tomando la debida precaución, detuvo su troca ante la inminente avanzada de la mole de hierro. Miró a su alrededor. Lo oscuro de la noche en combinación de la espesa neblina no le permitía ver el último vagón.
Normalmente, la gente al ver lo largo del tren solían apagar su coche, pero debido a los últimos acontecimientos, el comandante le había advertido que podría estar siendo vigilado por los del cartel de la línea. Mas valía estar prevenido, así que dejó el motor encendido.
A la espera, decidió bajarse de su troca y caminar al frente de ella para mirar a ambos lados de la bestia, como solían decirle los inmigrantes que lo trepaban sin pagar peaje.
Uno que otro inmigrante centroamericano se asomaba para intentar dilucidar hasta donde habían llegado ya.
Desconfiaba de aquella situación: solo, en la oscuridad de la madrugada, sabiendo de antemano que el enemigo andaba fuera, cazándolo. En el noticiero de la mañana habían evidenciado el asesinato de uno más. Lo encontraron a las afueras de la ciudad, pero lo más relevante era que, tenía un reloj en la boca. Días atrás había sido otro, también tenía un reloj dentro de su boca cuando lo encontraron. Ambos eran jefes de sicarios del cartel de la «línea».
Aquella reporteara empezaba a insinuar que había algún tipo de vengador que hacía justicia de mano propia. Era peligroso decir eso. Pero el cartel contrario no se adjudicaba ninguno de los asesinatos, y el móvil no era el típico de un sicario. Eso lo ponía nervioso, y pese a ello, disfrutaba que aquellos desgraciados fueran asesinados.
Andar encubierto no era necesariamente una ventaja en una ciudad donde los mismos enemigos estaban infiltrados en lo más profundo de las entrañas de cada uno de los departamentos policiacos. Pero él era consciente de aquella situación. Tenía muy presente que debía realizar su labor con total profesionalismo para intentar jamás hundirse en las arenas movedizas de la corrupción, que eran el cáncer del día al día en aquella ciudad. Sabía bien que detener ese cáncer era labor de alguien más, no estaba seguro de quién, quizás gente como el comandante Homero Romero, y aún él tenía hartas limitante. Y es que, en un mundo de lobos rabiosos, él sólo era una liebre moribunda que jugaba junto con otras liebres a ser policía. Quizá sí, se encontraba en la base de la cadena alimenticia pero, aun así, la labor de aquel minúsculo animalito tenía su función en aquel ecosistema, y la suya, era atrapar a los pequeños chicos malos, intentar más significaría embriagarse de una soberbia irreversible que lo llevaría al sufrimiento de él y sus seres queridos que culminaría con la muerte de cada uno de ellos. Estaba completamente seguro que esa y, ninguna otra, era su realidad.
«¿Qué loco se atrevería hacer aquello? ¿Cuánto tiempo más podría durar?»
Una sonrisita se dibujó en su rostro. Sabía que se encontraba envuelto en una institución donde se jugaba chueco y se pagaba con machete en cuello si intentara correr un poco más deprisa. Más valía seguir siendo parte del ecosistema, procurando ser lo más honesto posible y esperando que aquello no llegara a ofender a nadie porque, de ser así, poco podría costar aquel valor que parecía estar en extinción, y que fuera aquel loco que algunos comenzaban a nombrar el justiciero, quien se encargara de hacer el trabajo duro.
PRIMERA PARTE
La terapia
Los limpiaparabrisas bailaban al ritmo de la lluvia, abriendo pequeños espacios que permitían a Santiago buscar con la mirada su destino. La dirección que le habían dado decía que era allí, pero el lugar no lucía exactamente como un consultorio psicológico, se trataba tan solo de una casa.
Apagó la troca. No quería entrar como policía, así que desprendió su placa y guardó la pistola debajo del asiento; subió el cierre de su chamarra, esperando mojarse lo menos posible, y cuando estaba a punto de jalar la manija, un pequeño escalofrío recorrió todo su cuerpo. No sentía miedo, sin embargo, jamás había asistido a un sitio como ese. «Qué maldita necesidad de ir con un desconocido a contarle tu vida. Qué trabajo más aburrido escuchar problemas de otros», pensó.
No era miedo, sino nervios; no estaba ahí por voluntad propia.
—Te veo cada vez peor —recordó lo que le había dicho su viejo amigo de la infancia, el ahora sacerdote Rodrigo—. Acércate a Dios, él lo puede todo. Verás que pronto te sentirás mucho mejor.
Refunfuñó. Resultaba fácil para un sacerdote aconsejar eso. ¿Cuántos no acudían a uno para confesarle sus intimidades a cambio de librarse de sus pecados semanales? De cualquier forma, las religiones no eran lo suyo. La vida misma se había encargado de que perdiera la fe.
Una vez borrado ese molesto recuerdo, decidió bajar de su troca. Caminó en dirección al lugar, aún meditabundo. Se sentía renuente a asistir a un psiquiatra, psicólogo o como fuese que lo llamaran.
«No creo que alguien pueda cambiar mis modos de pensar. Una pérdida de tiempo todo esto».
Mientras cruzaba la calle, la remembranza de su esposa se presentó:
—Si no haces algo por ti, terminarás afectándonos a nosotros también. ¡Entiéndelo! No lo hagas por ti, sino por tu hijo.
Pero él era incapaz de reconocer la depresión en la que había caído. Ni su propio hijo resultaba motivo suficiente para buscar ayuda profesional.
A pesar de que la lluvia lo empapaba, su caminar se había enlentecido entre reflexiones. Todavía podía regresar a su troca, arrancar e intentar resolver sus problemas por cuenta propia, sin apoyo de terapeutas o doctores, psicólogos o psiquiatras o lo que fuera el tal doctor Paulo Holguín. Sin embargo, sin darse cuenta, ya se encontraba frente a la puerta del consultorio. Volteó y un nuevo recuerdo lo invadió:
—Escúchame muy bien, cabrón —sentenció su jefe, el comandante Homero Romero—. Yo no trabajo con princesitas. Necesito soldados. O arreglas tus pedos existenciales o te me largas de aquí a la chingada.
Luego sacó entre sus cosas una libreta, donde tenía anotado el número de un psicoterapeuta que había conocido de antaño.
—Te agendaré con el doctor Holguín. Irás a su consulta privada. No espero que me lo agradezcas. Lárgate ahora.
No hubo manera de objetar. Y aunque algo rejego, finalmente accedió a recibir ayuda por parte de un profesional.
No había vuelta atrás, tocó a la puerta y el doctor Paulo Holguín no tardó en presentarse.
—Tú debes de ser Santiago Mendoza. —Denotaba gran porte—. Pasa, estás empapado.
Se trataba de su casa. Había creado un acceso independiente en lo que antes fue el recibidor y ahora funcionaba como un espacio adecuado para atender sus consultas privadas.
El doctor causó una gran primera impresión sobre Santiago: mesurado, alto, de cabello oscuro y con apenas algunas canas. Vestía pantalón y saco azul. Parecía alguien que solo usaba las palabras necesarias, lo que denotaba elocuencia. Un hombre estudiado, posiblemente. Su piel era clara, a diferencia de la piel morena de Santiago. Una barba cerrada crecía con elegancia. En definitiva, no semejaba alguien transparente en sus emociones, algo bastante justificado: ¿por qué tendría que serlo? Los pacientes estaban obligados a hablar, no el terapeuta.
Después de cederle amablemente una toalla, ambos se sentaron, cada quien en un asiento individual. Se ofrecía un espacio bastante vacío. No había más que un reloj bien acomodado encima del sofá del paciente, un pequeño buró al lado del doctor y, en un intento por amenizar el lugar, una litografía colorida colgada en la pared.
Durante la carrera de Psicología, te enseñaban sobre la importancia de iniciar con el rapport. Sin embargo, el doctor Paulo prefería aprovechar el tiempo con sus métodos y dejar de lado banalidades como el clima o las últimas noticias. Él usaba el rapport para interesarse de verdad en sus pacientes, una honesta comunión entre él, las emociones y los pensamientos de estos.
—Platícame, Santiago —comenzó Paulo con voz muy serena—. ¿Cuál es el motivo de tu visita? Por favor, empieza por donde tú creas pertinente.
Santiago suspiró. Lo intentaría, aun pensando que sería un total fracaso, y haría el esfuerzo.
—Está bien, doctor. —Volvió a tomar aire, como resistiéndose—. Siento un dolor muy adentro de mí. —Se tocó el pecho, indicando el lugar donde nacía aquella pena—. No es físico. Es como si mi alma se estuviera pudriendo por dentro.
No lograba explicarse correctamente, así que retomó su discurso:
—Mire, doctor, le explico: soy policía ministerial, mi labor consiste en investigación delictiva, homicidios, narcomenudeo, entre otras cosas, por supuesto. Todo el tiempo estoy trabajando en casos de asesinatos, forma parte de mi chamba regular y, a pesar de ello, jamás he asesinado a alguien. —Guardó un silencio que denotaba sincero arrepentimiento—. Hasta hace poco. En específico, el diecisiete de febrero de este año, hace dos meses.
Paulo identificó la desconfianza que su paciente emanaba para soltar lo que tanto le venía trastornando. Al fin, encontró el valor y se decidió a hablar:
—Una camioneta tipo Suburban se acercó a un automóvil que salía de un negocio de muebles, en una casona antigua en el centro de la ciudad. En otro venía una mujer y, en el asiento de atrás, una niñita. —Hizo una pausa, era evidente que le costaba narrarlo—. La camioneta se detuvo a un costado del auto de esta mujer e inmediatamente me percaté de que se trataba de un secuestro. Comencé a gritar que se pararan. Saqué mi arma y apunté a los criminales. Mi antiguo compañero hizo lo propio. Ambos sabíamos que no era nuestra responsabilidad lidiar con ese tipo de casos. Pero no nos perdonaríamos ver algo así y no realizar nada.
»Apuntamos hacia aquellos criminales, esperanzados de que desistieran, pues. Pero aquellos sujetos iban muy en serio. Nos dispararon. Era algo que no esperaba. Nos protegimos detrás de la troca. Uno de ellos subió a la fuerza a la mujer y a la niña a la Suburban y arrancaron a toda velocidad. Nosotros hicimos lo mismo y comenzamos la persecución. Antonio manejaba y yo disparaba a las llantas, tratando de poncharlas. Y así fue… Cuando logré atinar, la delantera se pinchó y el conductor ejecutó un giro extraño, lo que provocó que la troca diera giros con todos sus pasajeros adentro. Chocó con la barra de contención que prevenía la caída a un canal. Por desgracia, la barandilla no lo soportó y la camioneta cayó a lo profundo, dando más vueltas. Nos deslizamos por las paredes inclinadas hasta llegar al fondo, ahí la encontramos volteada con las llantas pa´ arriba. Nos interesaba la vida de madre e hija, no la de los otros sujetos. Fue Antonio el primero en asomarse.
»En ese instante escuché un estruendo y vi a mi compañero desplomarse hacia atrás. Al parecer, con su último aliento, el conductor logró coger su arma y dispararle en el pecho. Lo tomé en mis brazos. Antonio y yo nos habíamos conocido en la Academia de Policía… Murió en mis brazos, intentando decir sus últimas palabras. —Santiago apretó sus ojos un par de segundos, luego continuó valientemente su anécdota—. Pero aún faltaban la mujer y la niña. Nada pude hacer. Tanto madre como hija habían fallecido por los múltiples golpes mientras la camioneta giraba. El otro sujeto se puso en pie para escapar, pero no me interesó seguirlo. En ese momento sentí el peso de llevarme la vida de mi mejor amigo y la de dos personas inocentes que, posiblemente, pudieron haber sido rescatadas, pero que gracias a mí… fallecieron.
Santiago guardó un último silencio para luego concluir:
—Ese es el dolor que sufro aquí en el pecho, doctor.
No era necesario insistir en especificar lo mal que se sentía.
El doctor mostraba una expresión de malestar. Aquello no resultaba fácil de asimilar. Tomó un respiro para continuar con la sesión.
—¿En algún momento te diste la oportunidad de conocer el nombre de aquella mujer y su pequeña niña, Santiago? —preguntó Paulo.
Le pareció una cuestión extraña. «¿De qué serviría saberlos?», reflexionó Santiago.
—En algún momento, claro que sí, pero no los recuerdo. Honestamente, he intentado huir de esa vivencia.
—¿De casualidad te diste el tiempo de asistir al funeral de esas dos personas, Santiago?
Esa era otra pregunta fuera de lugar. Más le sonaba a un reproche.
—No, doctor. No tuve la mínima intención de hacerlo.
—Ya veo, Santiago. —Paulo se mesó la barba mientras planeaba lo que iba a decir a su paciente—. Te pregunto lo anterior porque en este tipo de casos lo primero a trabajar es el perdón. Perdonar y ser perdonado, para resultar más específico. Esa constituye la clave. Inclusive, si la terapia funciona bien, podríamos lograr que pidas perdón a los familiares cercanos tanto de tu ex compañero y amigo Antonio como a los de la mujer y de su pequeña niña, cuyos nombres no recuerdas.
—Francamente, no sé si quiera hacer eso. —Santiago deseaba levantarse y dejar la terapia—. No debí haber venido.
—Mantén la calma —sugirió el doctor Paulo sin moverse—. No empezaremos por ahí. Lo último será que por fin pidas perdón frente a frente.
Se creó un largo silencio. Santiago intentó asimilar aquello. A los padres de Antonio les había dado el pésame, sin embargo, jamás les había pedido perdón. En cuanto a la mujer y la niña, supondría disculparse frente a un viudo y un padre sin su hija. Aquello le puso la piel chinita. Un escalofrío llenó su cuerpo. Jamás había pensado en aquel pobre hombre.
—Pero antes de eso —continuó Paulo—, trabajaremos con tu persona, Santiago. Profundizaremos en tus recuerdos pasados, desde tu infancia hasta los más recientes, los que suelen guardarse profundo en el inconsciente; para ello, usaré una gran técnica que he perfeccionado con mi experiencia como psicoterapeuta. Se llama hipnosis.
La pobreza
Los obreros se amotinaban para checar su hora de salida. Regresaban a sus hogares, felices de salir del mundo de los olores putrefactos. Aquel era el momento en que Chaco y Princesa, dos de los perros del lugar, se despedían de los trabajadores, moviendo sus colas con entusiasmo; en esta ocasión, ambos terminaron alejándose a lo profundo del relleno sanitario. Quedaban unos pocos hilos de luz en el cielo y había que aprovecharlos. Era mediados de mayo y, a pesar de ello, el intenso calor hacía pensar en el verano, lo que resaltaba el olor a putrefacto.
El relleno sanitario ocupaba varios kilómetros cuadrados; ahí terminaba toda la basura de la ciudad. Montañas de desperdicios y pudrición. Una sinfonía de los vapores más apestosos inimaginables. Un cadáver sería fácil de ocultar allí. Definitivamente, nadie distinguiría la peste a carne muerta. Todo un festín para las ratas, buitres y los perros que habitaban allí.
El hedor era insoportable casi para cualquiera, excepto para don Ramiro y su manada de canes. Quizá ya se había acostumbrado o perdido el olfato.
Había cerrado la entrada principal y se disponía a relajarse dentro de la pequeña caseta. El reloj de la antigua radio que había traído de su casa marcaba las siete de la tarde con dos minutos. Escucharla era lo único que lo entretenía durante su jornada laboral, que duraba hasta el día siguiente.
Ya que el basurero se encontraba algo alejado de la ciudad, apenas se alcanzaba a sintonizar esa estación de música antigua, en el 808 a. m. «Música para viejitos», le había dicho un chamaco imberbe que acompañaba a su padre a deshacerse de algunos muebles, en una ocasión que le había tocado el turno de la mañana. Pero don Ramiro era noble y, con una pequeña sonrisita, hizo entrever más las arrugas de su rostro. Él seguiría disfrutando de la que consideraba la mejor jamás tocada.
Se disponía a cenar, así que sacó la bolsa de papel donde su mujer le había empacado su cena. Tenía hambre. Siempre tenía hambre. Nunca había mucho que comer. Trabajaba por el mínimo y no le daban ningún tipo de prestaciones como seguro, pensiones y mucho menos vacaciones. Ni pensarlo. Básicamente se esforzaba por migajas. No se le ofrecían muchas opciones, la edad no le permitía encontrar otro trabajo; además, su pequeña casa de láminas y madera quedaba a menos de un kilómetro de allí, así que aquel puesto resultaba lo mejor para un anciano en su condición.
El pobre no era capaz de reconocer con el olfato lo que su señora le había preparado de cena, así que abrió la bolsita para distinguir con sus propios ojos un bolillo partido a la mitad, con una embarradita de frijoles; justo cuando estaba a punto de tocar su boca, la luz de un vehículo deslumbró su rostro. Don Ramiro miró la hora: eran casi las nueve de la noche.
Un carro algo viejo, pero elegante se aproximó. La puerta de malla ciclónica evitaba el acceso de cualquier vehículo, a menos que don Ramiro decidiera abrirla; pero él sabía bien que, si lo hacía, podía perder la única fuente de ingresos que él y su mujer tenían para vivir.
No se arriesgaría, y menos ahora que su mujer se hallaba enferma de algo raro que él no lograba comprender, pero que consistía en que las cosas más simples como cambiarse o comer carecían de sentido para ella. Era una enfermedad progresiva, según le había dicho el médico. De hecho, en una ocasión, en vez de encontrar un pan con frijoles en su bolsa de cena, se había topado con el jabón del baño; en la segunda, aún menos comestible, había servido algunos cubiertos sucios y, en la última, se trataba de uno de sus zapatos. El médico le había diagnosticado Alzheimer, que era frecuente en personas de edad avanzada. No existía cura. Eso le habían comentado, pero don Ramiro trabajaba con ansias para ahorrar y visitar a otro doctor que no les sugiriera, simplemente, resignarse.
El vehículo se detuvo a solo centímetros de la reja de malla ciclónica. La silueta de dos hombres se logró distinguir en el interior. Don Ramiro estaba acostumbrado a la gente necia. Sabía bien que debía ignorarlos y dejar que se marcharan, haciéndoles creer que nadie los había visto.
La mano del conductor se asomó para mostrar lo que parecían varios billetes de quinientos pesos. Don Ramiro jamás había estudiado ni tenido a nadie que lo ayudara; sus hijos lo habían abandonado. Siempre pensó que guardaría miles de historias que contar a aquellos nietos que jamás llegó a ver, pero hubiera estado encantado de que lo visitaran de vez en cuando. Aun con la falta de educación y las desilusiones que la vida le daba una y otra vez, don Ramiro se aferraba fuerte a sus valores morales. Así que, ante todo, era honesto.
Regresó su mirada hacia el pan con frijoles y, de pronto, comprendió que quizá ya no le quedaban muchos años de vida, que su esposa enfermaba cada vez más y que, seguramente, el dinero que aquel extraño sostenía era más de lo que él ganaría en meses. Y al final, de cualquier forma, nadie se enteraría. De hecho, él sabía que los otros guardias aceptaban sobornos con frecuencia.
Solo de pensarlo, se llenaba de remordimiento.
«Quizá no haya una próxima vez para ayudar a mi Carmencita».
Así que, con este pensamiento invadiéndole el cuerpo y ahogándolo de adrenalina, tomó su anillar de llaves y, con un torpe caminar, se dispuso a encontrar la indicada para abrir el candado. Luego deslizó hacia un costado la reja de tres metros de alto. De pronto, se detuvo. Tanto dinero y la hora presagiaban algo en lo que él jamás querría estar involucrado, sin importar la cantidad. La edad lo empezaba a sobrepasar. Se volvía lento para pensar, igual que su esposa.
El coche comenzó a avanzar y, cuando don Ramiro quiso arrepentirse, ya era demasiado tarde. El extraño aceleró y terminó por empujar la malla que fungía como puerta. El pobre anciano apenas atinó a poner las manos sobre el piso para no caer de golpe sobre sus viejas caderas, pero era demasiado débil; no resultaron suficiente para soportar la caída. Escuchó el ¡crack! de su hueso al romperse, aunque el temor que lo invadía no le permitió sentir todo el dolor que sufriría minutos después.
El extraño bajó del vehículo y se acercó al viejo, aún sobre el piso.
—No hagas nada, por favor —le dijo con total calma—. Toma el dinero, regresa a tu caseta y harás todo lo que yo te pida.
El extraño le acomodó el fajo de billetes en la bolsa de la camisa, mientras don Ramiro lo miraba estupefacto.
Acto seguido, el sujeto subió a su coche y siguió el camino de terracería rumbo a las profundidades del relleno sanitario. Más adelante había muchos senderos donde depositar basura. Don Ramiro los conocía todos a la perfección, pero el lugar era grandísimo; tardarían meses en encontrar un cuerpo putrefacto. Intentó pensar en algo. Hablar con él quizás. No, alguien como él jamás entendería. Podría llamar a la Policía, pero era una opción arriesgada; sabía que, en caso de que aquel hombre sin escrúpulos se diera cuenta, lo mataría y lo enterraría ahí mismo.
—Lejos de mi Carmencita —dijo en voz alta.
La acusación
Una lechuga podrida rodó hasta las botas del comandante Homero Romero. Movía y rompía bolsas de basura en un intento por encontrar alguna pista. El comandante tenía buena intuición. El resto de los policías hacían lo mismo. El anciano les había dicho que podía estar por esa área. El olor a putrefacto era penetrante, pero Romero ni siquiera se inmutaba. Buscó entre los bolsillos de su gabardina hasta localizar un cigarro. Dio una larga calada que no solo contenía nicotina, sino también partículas de putrefacción que flotaban en el aire. Seguramente el abrigo café que acostumbraba a portar se impregnaría de aquel asqueroso hedor, pero ¿qué chingados?; además, desde hacía tiempo ya tenía grabado el aroma a muerte.
Su visión debía ser bastante aguda, ya que el olfato no le resultaría útil para rastrear el cadáver. Aunque ¿quién había dicho que se hallaría en un estado de descomposición avanzada? Posiblemente, el supuesto asesino lo dejó allí vivo, pero inconsciente, en espera de que las ratas y los buitres terminaran con él.
El comandante intuía algo: «Este no es un crimen de narcos. No. Ellos son más escandalosos, les gusta que la gente se dé cuenta de sus atrocidades; ellos cuelgan los cadáveres en puentes o lanzan las cabezas a las casas de los familiares con el afán de hacer notar su venganza o para intimidar. De esa forma, vislumbran en los periódicos amarillistas de escasa calidad y nula credibilidad como El Centavero. Maldito periódico».
—¡Si alguien ve al pendejo ese de El Centavero —gritó a los policías que buscaban entre las montañas de basura—, retáchenmelo a la chingada!
—Comandante, no está permitido hacer eso con la prensa —expresó con tintes de sabiduría la agente recién graduada.
—Por eso mismo, Perea. Esos cabrones no son prensa —respondió Homero Romero a la vez que levantaba un cacho de carne que, definitivamente, no era de humano.
De cualquier forma, este crimen quizá fuese de tipo pasional o un pleito entre vándalos. Algo más al estilo callejero. Las mafias no se preocuparían por ocultarlo en el basurero de la ciudad.
Santiago venía llegando. Frenó entre desperdicios de comida y se acercó corriendo hasta su jefe.
—¿Qué tenemos, comandante? —preguntó presuroso.
—Nada aún.
El comandante era un hombre de ceño fruncido, en ocasiones, de muchas palabras y, otras, serio como una roca, todo cargado de un carácter insoportable.
—Échate un clavado entre la basura y deja de perder el tiempo, Santiago, que ya de por sí vienes tarde.
Había transcurrido gran parte de la mañana hasta que, por fin, uno de los agentes hizo el llamado que todos esperaban.
Justo ahí, sin haber realizado el menor intento de cubrirlo, se encontraba a la luz del mediodía el cadáver de un individuo, al fondo de aquel mar de inmundicia. Los policías bajaron por la pendiente. El cuerpo tenía varios golpes, sin embargo, podrían deberse al largo tramo que rodó cuesta abajo. Seguramente el asesino llegó en su coche y lo arrojó. El comandante Romero se acercó directo al rostro del occiso. Su expresión cambió. Santiago se percató.
—¿Pasa