Yo confieso...: Diario de un delincuente
Por José Navia Lame
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Yo confieso... - José Navia Lame
Capítulo uno
AL DIFUNTO LO HABÍAN VESTIDO con un traje gris de tela barata y una camisa azul rey de botones blancos, apuntada en el cuello. Era el único vestido de ocasión que apareció en el armario del finado. El resto del vestuario estaba compuesto por yines y camisetas de marca, zapatillas y chaquetas anchas que le permitían cargar sin incomodidades una escopeta recortada, marca Remington, de cinco tiros o un Magnum 357 de cachas ortopédicas, sus armas preferidas.
Lo habían rasurado con delicadeza y le habían peinado hacia atrás, con gel, el cabello castaño rizado. Tenía los párpados amoratados y se le notaban pequeños bultos en la frente ancha.
—Ssas gonorreas lo cascaron antes de matarlo —murmuró Rangel, mientras le daba la espalda al cajón.
El ataúd estaba en la sala número tres de la funeraria Mendoza, en la avenida Primera, entre Décima y Caracas. Dos coronas de gladiolos blancos, sin remitente, eran el único adorno. No había dolientes ni visitantes, pero hasta el difunto llegaba el rumor de las oraciones y de los orapronobis de la sala vecina.
—Dejaron solo al socito —agregó Rangel, y se dirigió hacia la recepción, donde una empleada vestida de azul oscuro llenaba formas sobre un escritorio—. Buenasss, ¿usté sabe si ha venido alguna visita pa’ esa sala? —interrogó en voz baja.
—Sí, aquí estuvieron dos señoras, deben estar tomando tinto por ahí en la esquina —respondió la empleada con displicencia.
—Gracias, monita, ¿sabe qué?, nosotros esperamos allá afuera.
—Hermano, vámonos porque aquí como que no dan ni tinto —nos dijo cuando ya había caminado unos cinco pasos. Esteban y yo lo seguimos en silencio.
Un viento frío soplaba en la calle. La funeraria funcionaba en una casona de dos pisos, de fachada blanca, frente al costado norte del hospital San Juan de Dios. Era una cuadra de cafeterías y, sobre todo, de funerarias. En casi todas las puertas se asomaban tres y cuatro ataúdes, organizados sobre bases de metal.
Rangel se recostó en la pared, junto a la puerta, encendió un cigarrillo y empezó a hablar del muerto. Al parecer, ‘Burrito’ era un apodo muy común entre sus conocidos.
¡Ssste es el tercer ‘Burrito’ que pailas! Primero fue el man del Quiroga, esspués el de San Vicente y ahora el socito. ¡Y ssste man era un parao!, el ‘Burrito’ era un parao... sssss... ¡cagada!
.
Durante unos segundos permanecimos en silencio, mirando sin atención a los clientes de las funerarias y de las cafeterías, que transitaban por la acera. Rangel no quiso hablar más de su amigo; apenas si dijo que habían hecho algunos ‘trabajos’ juntos en los dos últimos años y que lo habían matado la noche anterior en las afueras de Bogotá, durante un enfrentamiento con la Policía.
—Vea, la que viene allá, la flaquita, es la mamá del socito, ¡pobre cucha!, el ‘Burrito’ era el único hijo que le quedaba —anotó Rangel.
Dos mujeres delgadas, vestidas de negro, con sacos blancos de lana y el cabello largo recogido hacia atrás, se acercaron con paso lento. ‘Buenas tardes’, nos dijeron a Esteban y a mí, y ‘Quiubo, mijo’, a Rangel. Pero no se detuvieron. Pasaron por un lado y, justo antes de entrar, la más joven nos dirigió una mirada que se extendió más allá de nuestras espaldas, intentando descubrir algún peligro.
—Venga, mijo —le dijo a Rangel.
Lo que hablaron dentro de la funeraria no se extendió por más de un minuto porque enseguida apareció Rangel en la puerta.
—Mosss a echar tinto qu’está ciendo mucho frío —dijo.
Atravesamos la avenida Primera, subimos a la carrera Décima y comenzamos a caminar hacia el sur, frente a la fachada del San Juan de Dios.
—La cucha ssstá timbrada —anotó Rangel—. Yo qu’entro y me dice: ‘es mejor que se vaya, mijo, porque los rayas estuvieron averiguando ayer dónde íbamos a velar al muchacho’.
Rangel tenía la intención de permanecer cerca de su amigo, así que caminamos hasta el barrio Policarpa, sobre calle tercera sur. En la esquina, un cartel anunciaba la próxima velada de lucha libre.
Hacia abajo, la tercera era una calle con aspecto de bazar, atiborrada de ventas de textiles de retal, supermercados, alquiler de videos, tiendas y cafeterías.
—Metámonos ahí —dijo Rangel, y señaló con la mirada una tienda en la que se alcanzaba a ver una banca de madera. Junto a la puerta, en un brasero metálico, se asaban algunas mazorcas y varias porciones de carne y chunchullo. Tinto no había—. Tonces deme tres cervezas y regáleme veinte de trapo —pidió Rangel.
La dueña de la tienda era una boyacense rolliza, de unos sesenta años y cabello negro, canoso. Vestía una bata azul oscura de flores blancas y delantal gris. Parecía no tener prisa y más bien su atención estaba puesta en las conversaciones de los pocos clientes. La mujer limpió la mesa con una bayetilla roja, regresó al mostrador y trajo las botellas. Rangel la miró hacia arriba, sesgado y en silencio.
—Por el socito —dijo luego, levantando la botella. Esteban y yo alzamos las nuestras, les chocamos el pico y nos empujamos el primer trago.
Esta era la tercera vez que hablaba con Rangel desde que accedió a contarme su historia. Esteban era el puente. Se conocían desde niños. Vivieron en el mismo barrio, en el sur de Bogotá, y se veían con frecuencia cada vez que Esteban iba a visitar a sus padres y a sus amigos.
En una de esas visitas Esteban le contó que un amigo periodista, un mancito de confianza
, con el que ya había trabajado un par de historias sobre el bajo mundo, quería escribir la vida de un bandido. Rangel se mostró interesado y le dijo que primero quería hablar conmigo.
Ponernos en contacto fue difícil. Es que ha tenido mucho trabajo en estos días
, lo disculpó Esteban en algunas ocasiones. Cuando hablaba de trabajo se refería a desocupar algún apartamento, asaltar una joyería o cosas por el estilo. Pasaron varias semanas, hasta que una tarde, a mediados de marzo, entró una llamada de Esteban: Véngase inmediatamente que el hombre que necesita está aquí
.
Me demoré unos cincuenta minutos en llegar a Suba, en el extremo noroccidental de Bogotá. Esteban ocupaba una casa en arriendo. Ese día encontré a Rangel (como decidí llamarlo) vestido de paño y corbata, con un saco carmelito, a cuadros, que le quedaba algo grande. Tenía unos treinta y siete años, era bajito, delgado, de cabello abundante, castaño liso, tez clara, ojos inquietos y rostro afilado. Excepto por una cicatriz en la frente, nada en él indicaba que fuera un man del ruedo, de los que pagó cana cuando en la cárcel todavía se peleaba a cuchillo
, como me lo había descrito Esteban.
—Mucho gusto —dijo al ofrecerme la mano. Me miró directo a los ojos, pero no agregó el nombre como suele hacerse en estas circunstancias. Se veía cauteloso. Nos sentamos alrededor de la mesa del comedor y Esteban tomó la palabra: Como le había comentado, él es periodista y quiere contar la historia de un man del ruedo...
.
Los ojos de Rangel iban de Esteban a mí, inquietos, y a veces hasta Nuris, la esposa de Esteban, quien le había ratificado que el periodista era un man serio
.
—¿Pero y qué...? ¿Cuál es el objetivo? —intervino Rangel, con la puntería de un editor. Hablaba en voz baja y con el dejo característico de algunos sectores pobres de Bogotá.
Después de cinco tandas de cerveza y de dos horas de charla sobre los avatares de la calle y sobre el oficio de contar historias en los periódicos, Rangel dijo que iba a pensarlo y que al otro día me daría su respuesta a través de Esteban.
Dos días después me llamó Esteban: Oiga, el hombre dijo que sí
.
Las citas comenzaron a cumplirse los fines de semana en la casa de Esteban. Rangel mantenía su cautela y era apenas obvio, pues gracias a ella estaba vivo. Accedió a que le grabara y acordamos que les cambiaría el nombre a algunos lugares y personajes.
—Tampoco le voy a contar nada de dos años para acá, porque eso todavía está muy caliente —dijo.
El día de la tercera entrevista, Rangel llamó a Esteban con dos horas de retraso.
—Toess qué, viejo Esteban...
—¿Aló?... ¿Rangel?... quiubo... usté sí no, hermano... casi no aparece, güevón... aquí está el man esperándolo.
—¿Sabe qué, Esteban...? Hoy no le puedo llegar... Qué pena con el hombre, pero ando en una vuelta reurgente.
—¿Qué pasó, hermano? Seguro se metió anoche a algún chochal...
—Nooo, hermano... ¡Sss qué va!... lo que pasa sss qu’anoche se echaron al ‘Burrito’ y sstoy tratando de recuperar unas cosas que el socio tenía encaletadas onde el ‘Gusano’ y qu’eran mías y ssté sabe cómo es esa vuelta (después me enteré de que se trataba de dos pistolas y cinco radios punto a punto que tenían que ser reclamados antes de que el ‘Gusano’ supiera que el ‘Burro’ estaba muerto. De lo contrario, como es la costumbre en este medio, negaría tenerlas).
—A las dos nos vemos en la esquina de la funeraria —le dijo Esteban. Era un sábado y atravesar la ciudad nos llevó casi hora y media. Ubicamos la sala de velación, pero decidimos esperar en la calle.
—Cuando se trata de bandidos uno nunca sabe —anotó Esteban.
Rangel llegó vestido de yin, mocasines de color marrón y chaqueta negra de dril, con resorte en los puños y el cuello.
—Pss, ¿sí ve, no? ¡Qué cagada!.. ya le tocaba al ‘Burrito’ y cuando a uno le toca, ¿pss qué?, ¡pailas!" —dijo, a manera de saludo.
—Toess qué, viejo Jose, bien o qué —agregó mientras me daba la mano.
Entramos en silencio. Rangel se fue derecho a la ventanilla del ataúd. La imagen del muerto era difusa debido a la huella grasosa de algunas manos sobre el cristal. Rangel se estiró la manga derecha de la chaqueta hasta agarrar con sus dedos los bordes de la tela resortada y comenzó a frotar el vidrio en círculos, con el canto de la mano. En pocos segundos diluyó la grasa y cuando el vidrio quedó limpio, nítido, examinó al difunto en silencio. Fue entonces cuando advirtió los párpados amoratados y las abolladuras de la frente.
* * *
—¡Otras tres, mi señora! —ordenó Esteban. La tienda era estrecha, con una vitrina de madera y dos estantes metálicos en los que predominaban las botellas de cerveza y gaseosa. No había música y la única luz provenía de la puerta y de una ventana sin cortina. El adorno más notable lo constituían los afiches de modelos semidesnudas con una cerveza en la mano. Bajo uno de los carteles, en una esquina del local, había un orinal cuyos aromas se alborotaban con la frecuente visita de los clientes, que aprovechaban la ocasión para examinar de cerca los glúteos arenosos de la modelo.
En
