Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La caldera del diablo: Crónicas de capos, mafias y narcotráfico
La caldera del diablo: Crónicas de capos, mafias y narcotráfico
La caldera del diablo: Crónicas de capos, mafias y narcotráfico
Libro electrónico343 páginas4 horas

La caldera del diablo: Crónicas de capos, mafias y narcotráfico

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

De las pantallas a los libros:

El programa Testigo Directo te lleva más allá de los titulares. Celebra 16 años de investigaciones sin miedo.

Estas quince crónicas y reportajes nos sumergirán en las profundidades del universo del narcotráfico y el microtráfico; explorando sus raíces y su devastador impacto en las vidas de aquellos que entran a este oscuro mundo. La verdadera historia tras la fuga de Pablo Escobar de La Catedral. Los últimos instantes en la vida de Rodríguez Gacha, alias el Mexicano.

¿Hasta dónde llega el azote del microtráfico? Esa sombra peligrosa que se extiende por barrios y comunidades, corrompiendo vidas y desgarrando el tejido social. Los recuentos del campanero de El Bronx. La determinación de la madre de Linda Michelle que, vestida de indigente, puso en la cárcel a los asesinos de su hija.Explorar las redes de narcotráfico, que trascienden las fronteras latinoamericanas, nos llevará a entender el panorama actual: El infame Cartel de Sinaloa y Los Chapitos. La violencia desmedida en Ecuador.

Este libro ofrece un retrato completo y humano del narcotráfico y su destructiva influencia en nuestras vidas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2024
ISBN9786289606690
La caldera del diablo: Crónicas de capos, mafias y narcotráfico

Lee más de Rafael Poveda Mendoza

Relacionado con La caldera del diablo

Libros electrónicos relacionados

Cultura popular y estudios de los medios de comunicación para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para La caldera del diablo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La caldera del diablo - Rafael Poveda Mendoza

    Prólogo

    No fueron pocas las cosas que me tocó ver en mis años de servicio en la Policía Nacional de Colombia, una institución que me acogió cuando apenas era un muchacho de diecisiete años que empezaba la carrera y de la que me retiré cuarenta años después con el grado de mayor general. En la lucha que sostuve contra el narcotráfico vi morir a mucha gente, tanto aliados como enemigos; vi cómo los cuerpos se amoldaban para servir de contenedores en el tránsito internacional de drogas; cómo la droga era sacada en cuellos de camisas y biblias de lujo; vi la necesidad de mucha gente que, entre la pobreza y el abandono, por un lado, y el narcotráfico, por el otro, se iban sin pensarlo por este último camino lleno de peligrosos obstáculos.

    Cuando les dimos el golpe a los carteles más importantes del país y capturamos a los capos de Cali, recuerdo que en el avión no dejaba que nadie los maltratara. El vuelo era silencioso y yo aprovechaba para preguntarles el porqué de sus acciones, sin ánimo de juzgarlos. El porqué de la insistencia en un negocio que ha regado nuestras tierras con la sangre de tantos que pudieron tener otro destino.

    Colombia es un país prodigioso, bendecido por la naturaleza, bañado en las aguas de dos mares y lleno de contrastes que, por eso mismo, terminó convertido en el lugar ideal, el más fértil, para cultivar coca, amapola y marihuana, situación que lo hace único en el mundo. En el campo, estos cultivos empezaron a desplazar la finalidad agrícola de la tierra y, con ella, la tradición centenaria de un campesinado dedicado que se aseguraba de que la comida no faltara en las ciudades. Colombia, en consecuencia, es un país productor en la pirámide de las drogas; hay otros que son de tránsito y luego están los que consumen toda la que acá se produce. Siempre he pensado que no basta con que enfrentemos a los grandes productores –los carteles– y pongamos todos los muertos, si en otros países se sigue consumiendo y demandando con fuerza y –quizá sea importante decirlo– con indiferencia todo lo que acá se produce; en el narcotráfico no hay agentes solitarios, se necesitan aliados internacionales y el problema es universal.

    El estigma se quedó en nuestra orilla por ser el territorio de producción, y hay que aceptar, por doloroso que sea, que en el mundo nos llegaron a conocer más por la coca que por el café. Y aunque la lucha contra este flagelo no claudica, el colombiano –el latinoamericano– ha demostrado que puede ser el más inteligente para lo bueno, así como para lo malo.

    Y lo cierto es que las consecuencias del narcotráfico son palpables: daños, muertes, familias quebradas y un desprestigio que, siento, es irreparable. A esto hay que sumarle que, históricamente, los países productores terminan siendo consumidores como es el caso de Irak y Afganistán, que llegaron a tener más de un millón de consumidores de opio en su momento.

    El panorama de hoy pasa por la llegada del fentanilo y las drogas sintéticas, un peligroso coctel que está cambiando la ecuación: El consumidor enfrenta la posibilidad de morir de sobredosis al poco tiempo de consumir estas sustancias, pequeñísimas dosis pueden ser letales. Las zonas y pueblos en los que se manejaba la coca como moneda de cambio están empezando a sentir el golpe, comienzan a empobrecerse más. Es momento de endurecer las penas, perseguir a los expendedores de estas drogas, cuidar a nuestros jóvenes y hacer campañas masivas en los colegios, porque el daño que ocasionan es gravísimo. Son drogas que degeneran al individuo como ninguna otra antes.

    En el plano continental, vemos cómo los carteles se han ido expandiendo; han ido evolucionando y mutando en su forma de actuar. Se apoderaron de las cárceles, como en Venezuela y Ecuador, y mudaron su violencia y su terror a esos países que parecían solo de tránsito.

    Un caso notable es el de Ecuador, un país que no estaba preparado para enfrentar la violencia que cargaban los carteles que enfrentamos en Colombia y en México, que hoy vive su noche más oscura. Luchar contra estos grupos tan poderosos y millonarios requerirá una decisión firme de estos Estados, antes de que el agua les llegue al cuello.

    Las crónicas que conforman este libro sirven para dar una idea al lector de todo lo que viene asociado al mundo del narcotráfico: el sicariato, la guerra, la sevicia estructural, la venganza infinita como símbolo de poder, la muerte de inocentes y la guerra contra el Estado. Porque hay que aceptar que en un momento de la historia los grandes carteles, como los de Medellín y Cali, tuvieron el poder de desestabilizar al Estado y, desafortunadamente, lograron ‘cartelizarnos’: nos metieron en una lógica de grandes organizaciones con poder bélico, capaces de modificar toda la estructura social.

    Recuerdo con tristeza a los amigos que tuve que enterrar en mis años de servicio, algunos asesinados a plena luz del día y delante de sus familias, como mi general Ramírez Gómez o mi paisano, el coronel Valdemar Franklin Quintero. Solamente Pablo Escobar nos mató a 527 policías. O las escenas dantescas de los cuerpos mutilados por las bombas. La zozobra con la que yo mismo me movía durante esa época, con un complejo esquema de seguridad, en los años más intensos de la guerra contra el narcotráfico, cuando generosamente me nombraron como «mejor policía del mundo».

    Soy un convencido de que el conflicto que nos tocó vivir por años en Colombia, y que aún no se acaba, no hubiera durado tanto sin el combustible del narcotráfico: todos los actores se beneficiaron y lo siguen haciendo, las guerrillas, los paramilitares y las bandas criminales. Nuestra historia cambió, quizá para siempre, el día en el que los grandes narcotraficantes se dieron cuenta de que podían corromper la política, la justicia y a la misma fuerza pública. La costumbre de hacer dinero fácil no se ha ido desde entonces y cada vez se hace más difícil de erradicar en un país como el nuestro, con permanentes crisis económicas.

    Y ni qué decir del daño que les deja a la biodiversidad y los ecosistemas, que solo se recuperarán en cien años. Y las generaciones enteras que perdimos en el camino, tal vez tres o cuatro. Del narcotráfico no queda nada bueno; solo gente muerta, gente en la cárcel, familias señaladas y descompuestas. Más allá de todo esto, estoy convencido de que la resiliencia que nos caracteriza es única; la capacidad de levantarnos de las caídas más estrepitosas es lo que nos ha salvado de nuestros propios demonios. Sigo pensando que razón tenía Gabriel García Márquez cuando me dijo, después de hablar sobre los detalles de la caída del cartel de Cali, que estas historias debían ser contadas. De eso se trata este libro, de seguir contando esas historias de vida, que no son siempre tan evidentes, sobre todo para las generaciones actuales, que quizá no logren dimensionar el terror que vivimos, que tal vez vean con mayor libertad y una óptica distinta las drogas. Quizá para ellos sea tan importante no dejar de contar estos momentos, que uno a uno marcaron la historia de un país, y no para bien.

    Este es el viaje que le proponemos ahora a usted, estimado lector.

    Mayor general (R) Rosso José Serrano Cadena

    Exdirector general de la Policía Nacional

    EL NARCOTRÁFICO 
EN COLOMBIA

    Lo mío es contar historias. Me gustan esas raras, llenas de aventura. Esa pasión me llevó a ser arrestado en Haití, y luego en Cuba, de donde me deportaron. Fui declarado objetivo militar por las FARC y los Paramilitares ordenaron mi muerte. Todo por andar en busca de esas historias. Por eso, hace dieciséis años, cuando salí de los grandes canales, nace Testigo Directo: Una manera novedosa de escudriñar pasado y presente.

    En esta primera parte de La caldera del Diablo le daremos una mirada al narcotráfico en Colombia, a esos grandes Capos, a su maquinaria y a cómo, por ellos, este país es lo que es. Escogimos cuatro de nuestros reportajes –para llevarlos a estas crónicas literarias–, que cuentan visiones diferentes de esos sucesos. Por que la realidad es que un día veíamos los cientos de toneladas que enviaban los carteles de Medellín y Cali a Estados Unidos como si eso no fuera problema nuestro, sino de ‘los gringos’, hasta que la violencia desmedida nos atacó con sus carros bomba, doblegando al pueblo y, peor aún, al Estado. Hoy pagamos la consecuencia del narcotráfico, y la verdad es que mientras tengamos cocaína, nunca tendremos paz.

    Rafael Poveda

    LAS BONANZAS DE LA MUERTE

    Un viaje a vuelo de pájaro por el fenómeno del narcotráfico y sus consecuencias nefastas

    Rafael Poveda

    El pasaporte que producía desconfianza

    Hasta hace unos años, cuando el pasaporte colombiano era verde, llegar a un aeropuerto del mundo levantaba inmediatamente sospechas en los agentes de inmigración, que, como si tuvieran rayos láser, comenzaban a mirar a los pasajeros con profunda desconfianza. Cada colombiano se convertía en sospechoso de ser mula, de estar cargado con drogas. Esto significaba que, cuando notaban cierto nerviosismo, la rutina era llevarnos a los famosos cuarticos para ser interrogados y hasta desnudados.

    La cancillería tuvo que cambiar el color de los pasaportes a rojo, para hacerlos parecidos a los de otros países del área. Tener el pasaporte verde era un tormento. Lo mismo ocurre cada vez que un vuelo de Colombia llega al aeropuerto de Miami; las maletas son ubicadas en uno de los dos carruseles más cercanos a una enorme ventana con espejos, donde, sin que nos demos cuenta, hay funcionarios de aduanas mirando con detalle a los pasajeros para determinar comportamientos extraños. Por supuesto, a quienes más nos ponen el ojo encima es a los colombianos.

    Recuerdo mi llegada a La Habana en julio de 1992, cuando fui a hacer una serie de reportajes especiales para Telemundo. Cada vez que alguien sabía que yo era colombiano, como por arte de magia mencionaba el nombre de Pablo Escobar. No me relacionaban, por ejemplo, con nuestro nobel Gabriel García Márquez, quien era amigo íntimo del dictador Fidel Castro, ni con ningún otro colombiano sobresaliente; solo yo era reconocido por ser del mismo país del más grande narcotraficante del mundo. Lo mismo me pasó en Estados Unidos y en Centroamérica. Ser colombiano era llevar una marca ignominiosa. Para el resto del mundo –en particular para los estadounidenses– nosotros, como ciudadanos colombianos, estábamos condenados a ser asociados con la producción de cocaína.

    Del «plata o plomo» al «hagamos series sobre plomo que produzcan plata»

    Claro, debe reconocerse que a medida que han pasado los años, han aparecido otros personajes –como Shakira, Maluma, Carlos Vives o Karol G.– para quitarle algo de protagonismo a Pablo Escobar, un personaje que se niega a desaparecer ayudado, en gran parte, por plataformas digitales como Netflix, en la que encontramos más de una docena de producciones sobre él y otros mafiosos, entre ellas la serie Narcos, que universalizó la famosa frase «plata o plomo», que utilizaba el capo como forma de negociación. Ahora, por ejemplo, en Amazon se vende el licor Plata o Plomo y en YouTube se escucha Plata o plomo de diferentes músicos en reguetón, narcocorridos, y hasta en heavy metal. Pero no es suficiente, porque hay algo peor y es que, aparte de ser estigmatizados en todo el mundo, para nosotros sea normal habernos convertido en los grandes productores y exportadores de cocaína.

    Pasamos del «plata o plomo» que pregonaba Pablo Escobar a «series sobre plomo que produzcan plata», alentados por las plataformas digitales de televisión.

    Un tema complejo, en todo caso.

    Nadie pretende desconocer que el narcotráfico ha estado presente en nuestra realidad, pero sí podemos decir que Colombia no es el único villano de esta película. Vayamos primero a nuestro caso.

    El narcotráfico ha sido parte no solo de nuestra economía, sino también de nuestra idiosincrasia, de nuestro diario vivir. Para empezar a hacer algunas cuentas, analistas indican que a nuestro país entran al año, producto del narcotráfico, al menos 20 billones de pesos. Eso es mucho más de lo que recibimos en exportaciones de café, que por años fue nuestro producto estrella, que alcanza los 12 billones de pesos. Este dinero, junto con los 10,5 billones de pesos que recibimos producto de las remesas, se han convertido en un salvavidas de nuestra economía.

    Por otro lado, el empleo que produce el narcotráfico supera con creces a las empresas más importantes de Colombia. Según Lucas Marín, investigador de la Universidad de los Andes, el narcotráfico contribuye al sostenimiento de más de doscientas mil familias, la mayoría de ellas en zonas rurales. En México, a donde se exporta gran parte de nuestra cocaína, carteles como el de Jalisco Nueva Generación y el de Sinaloa emplean cerca de 175 000 personas. Según Rafael Prieto, matemático y especialista en el fenómeno del narcotráfico, las mafias mexicanas se posicionan como el quinto empleador más grande de dicho país, por encima de la petrolera nacional Pemex (Petróleos Mexicanos) o la empresa FEMSA (Fomento Económico Mexicano, S. A. B.), que es la que produce Coca-Cola; o Walmart o América Móvil. Pero ¿desde cuándo el tráfico de estupefacientes se convirtió para nuestro país en una gigantesca empresa con varios dueños que alimenta nuestra economía?

    Este fenómeno no emergió de la noche a la mañana en la sociedad, hubo un proceso que se ha venido perfeccionando, industrializando y, por decirlo de algún modo, profesionalizando. Muchos hablan de la malicia indígena y de que los latinoamericanos somos «echados para adelante», pero detrás de este negocio hay violencia, muerte e incontables problemas de salud pública e incluso de identidad nacional.

    Ahora bien, sin el ánimo de ser condescendientes con los colombianos que se dedican a esta actividad, no debemos perder de vista que el narcotráfico es un monstruo de alcance global. En la cadena interviene mucha gente de diversos países. El «plata o plomo», como frase, se lo inventó Pablo Escobar, pero como realidad es el mandamiento de un credo perverso que se aplica en todos los lugares donde se lleva a cabo este negocio. Y, por otra parte, el «hagamos series sobre plomo que produzcan plata» va mucho más allá de nuestro entorno.

    La mala hierba

    Para entender el presente, debemos irnos muy atrás. Según el historiador Sáenz Rovner, los primeros alijos de cocaína que cruzaron el Caribe desde Colombia hacia Estados Unidos lo hicieron hace un siglo: fue en la década de 1920, justo antes de la gran depresión. Paradójicamente, no era cocaína producida en las montañas de Suramérica, su origen eran las farmacéuticas europeas, desde donde se enviaba como medicamento a Colombia y por aquí se desviaba para satisfacer la demanda recreativa que surgía en Norteamérica.

    El mismo historiador documenta que, veinte años después, se daría la captura de los primeros colombianos que llevaban cocaína ‘Made in Colombia’. En 1944 el sistema judicial internacional se activó para procesar a un par de hermanos antioqueños, quienes serían los pioneros en integrar el procesamiento con el envío de cocaína. Sabemos, gracias a los documentos citados por Sáenz, que el narcotráfico no era un negocio para familias de bajos ingresos ni con un perfil violento; en ese momento, los protagonistas del narcotráfico eran de alto nivel educativo –ingeniero uno, piloto el otro– y miembros de una de las familias empresariales más reconocidas.

    Algo que comenzó a marcarnos con fama de mafiosos fue ‘la bonanza marimbera’. A mediados de la década de los sesenta, en la costa Caribe colombiana, especialmente en la Sierra Nevada de Santa Marta, y teniendo como bastión La Guajira, varios hombres del interior del país, que huían de lo que conocemos como la época de La Violencia, se dedicaron al cultivo de la marihuana, que en su período de esplendor alcanzó una cifra de alrededor 119 000 hectáreas sembradas. Muchos jóvenes de la costa se enlazaron de inmediato con los sembradores y empezaron a trabajar como cultivadores, mulas y hasta administradores de las plantaciones, llevando la marimba desde las montañas colombianas hasta las pistas ilegales de aterrizaje a los puertos marítimos.

    Este es el punto inicial de las relaciones entre narcotraficantes de Colombia y de Estados Unidos, porque no fueron únicamente los colombianos quienes se beneficiaron de esta transacción.

    Hay otra tesis que afirma que luego de la conformación del segundo grupo del Cuerpo de Paz del presidente John F. Kennedy, en 1961, varios estadounidenses que estuvieron en Colombia trabajando en dichos cargos, en la zona de la Sierra Nevada de Santa Marta, se dieron cuenta del poder de la marihuana y de su calidad –la llamaban Colombian gold– y fueron ellos mismos quienes empezaron el sistema de exportación en aviones y en barcos hasta Estados Unidos, con exactitud a Florida. El negocio se solidificó con los años y dejó cuantiosas ganancias, tanto para los norteamericanos como para los colombianos.

    En 1978, el entonces presidente de Colombia, Julio César Turbay, declaró una guerra abierta en contra de los marimberos, enviando una tropa de más de diez mil hombres para acabar con los cultivos. Entonces se puso en marcha un plan de choque llamado ‘Operación Fulminante’ y se desató en la región una salvaje e incontenible oleada de violencia que dejó más de tres mil muertos. Los precios de la marihuana subieron y se fortaleció el negocio en los Estados Unidos, lo que fue aprovechado por países como Jamaica.

    Lentamente, la bonanza marimbera decayó hasta que solo nos dejó sus sombras, resquicios de una época brillante para los cultivos y la exportación de la marihuana. Pero muchos de los que aprendieron de este proceso: de los métodos de embarque, la exportación, las relaciones con los ‘clientes’ en el exterior, los canales de distribución y demás, emigraron a un producto que había madurado y que dejaba potencialmente más ganancias: la cocaína.

    Los tiempos de el Patrón

    Y aquí volvemos a Pablo Escobar, el que podemos decir es el colombiano más famoso del mundo. Muchos hemos escuchado decenas de historias sobre cómo empezó, tan rústicamente, en el negocio del narcotráfico, lo que lo llevó a ser uno de los hombres más ricos del planeta. Pues bien, en los orígenes, el Patrón, como era conocido el cabecilla del cartel de Medellín, inició su negocio en solitario y de una manera más bien empírica, con ensayo y error. Según las investigaciones y las entrevistas dadas por él mismo y por sus secuaces, Escobar inició en el narcotráfico luego de una vida delictiva sustanciosa como contrabandista, desvalijador de carros, ladrón de lápidas y hasta secuestrador, para al final convertirse en la mano derecha de Fabio Restrepo, un narco del que poca información se tiene, pero al final de cuentas uno de los primeros narcotraficantes de cocaína de los que se tienen datos en el país.

    Pablo Escobar fue designado por Restrepo como su hombre de confianza para transportar la hoja de coca desde las montañas de los Andes a sus laboratorios, ubicados en las zonas selváticas. No obstante, Escobar, al darse cuenta de lo lucrativo del negocio y también de que su jefe estaba perdiendo mucho dinero al ser tan precavido, pues solo distribuía la droga en los países cercanos a Colombia, decidió hacerse cargo del negocio y ordenó su muerte. Así asumió el mando y con la ayuda de Mateo Moreno, alias la Cucaracha, un químico de origen chileno, y de su primo Gustavo Gaviria, levantó su imperio.

    Para 1976, Escobar se alió con los hermanos Ochoa y con Carlos Lehder, quien se encargó de abrir las rutas hacia Estados Unidos utilizando como transbordo de la droga a Norman’s Cay, en las Bahamas, una isla ubicada a unos 450 kilómetros de Florida. Podemos imaginar por un momento la cantidad de personas que utilizó el cartel de Medellín para atiborrar las calles de Nueva York, Boston y Filadelfia con su producto, que siempre fue de primera calidad, además de la cantidad de hombres armados con los que contaba el cartel de Medellín para protegerse de la fuerza pública y de los narcos enemigos, como lo fueron los integrantes del cartel de Cali.

    El brazo armado del cartel de Medellín estuvo compuesto por más de dos mil jóvenes, muchos de ellos en Medellín y otros en el centro del país, bajo el liderazgo de otro personaje sombrío de la historia nacional, como lo fue Gonzalo Rodríguez Gacha, alias el Mexicano. Y no solo de esa cantidad de hombres

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1