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Generaciones: Textos De Rigoberto Brito Chávez Y Pablo Salgado Brito
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Libro electrónico309 páginas3 horas

Generaciones: Textos De Rigoberto Brito Chávez Y Pablo Salgado Brito

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Existe la historia oficial de un pas, y la "otra" historia que jvenes investigadores y eruditos tales como Julio Pinto Vallejos y Carlos Ruiz Rodrguez han ido revelando en sus trabajos, creando un balance ms justo en el recuento de los hechos que ha vivido la nacin chilena.
Juan Daniel Brito no es un historiador, sin embargo en conversaciones con escritores y periodistas de su pas, llega a la conclusin de que la recopilacin de testimonios de "sus mayores," y familiares le abran una nueva perspectiva acerca de su origen, y al hecho de pertenecer a una primera generacin de hijos de campesinos del sur o de mineros del norte que llegaron a Santiago en la dcada de los aos 30,' y que con esfuerzo y sacrificios fueron parte del proceso de expansin demogrfica de Santiago hacia sus cuatro puntos cardinales.
Son estos "exiliados" del sur y del norte quienes fundan las "poblaciones," cuya historia se tiene an que narrar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 oct 2013
ISBN9781490707570
Generaciones: Textos De Rigoberto Brito Chávez Y Pablo Salgado Brito
Autor

Juan Daniel Brito

Juan Daniel Brito decide publicar los poemas de su padre y de su sobrino, pero al revisar la historia de sus abuelos y de sus padres, Don Rigoberto Brito Chavez y Doña Javiera Pereira Cancino; tiene la oportunidad de conocer detalles del origen de su familia, la historia de aquellos que se vieron forzados a emigrar desde el sur y el norte de Chile a raiz de la crisis financiera mundial de la tercera década del siglo XX.

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    Generaciones - Juan Daniel Brito

    © Copyright 2013 Juan Daniel Brito.

    All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means, electronic, mechanical, photocopying, recording, or otherwise, without the written prior permission of the author.

    isbn: 978-1-4907-0756-3 (sc)

    isbn: 978-1-4907-0757-0 (e)

    Trafford rev. 10/11/2013

    22855.png www.trafford.com

    North America & international

    toll-free: 1 888 232 4444 (USA & Canada)

    fax: 812 355 4082

    Índice

    Palabras Iniciales

    Generaciones, Juan Daniel Brito

    Leños encendidos, Rigoberto Brito Chávez

    INTERIOR, Pablo Salgado Brito

    Versos perdidos de la resaca, Félix Heredia Gatica

    Crónicas Valentinianas, Juan Daniel Brito

    Palabras iniciales

    V ivo por casi cuatro décadas en la región noreste de los Estados Unidos, y todavía soy chileno.

    Los largos inviernos de Connecticut invitan a reflexionar acerca de la extendida realidad del exilio, adquiriendo cada día conciencia de lo que fue el alejarse bruscamente de las circunstancias que rodearon mis primeras décadas de vida, en aquel entorno protector del barrio al que siempre añoro desde la distancia.

    La lectura del poema épico El Mío Cid narrando la vida de Rodrigo Díaz de Vivar (¿1140?); evoca esa triste imagen de aquel llanto viril de un guerrero, despidiéndose de su morada después de perder el favor del rey debido a sus enemigos malos.

    Así, y desde el pasado, surge esta experiencia que se repite en todas las épocas y sociedades. Es ésta la brutal separación que aúna a millones de emigrantes, al margen de credos o ideologías.

    De los sos ojos – tan fuertemente llorando,

    tornava la cabeca-i estábalos catando

    vio puertas abiertas-e ucos sin cañados,

    alcándaras vazias-sin pielles e sin mantos

    e sin falcones-e sin adtores mudados.

    Los chilenos no hemos sido una excepción, y si tuvimos que dejar la patria no fue por nuestra vocación de patiperros, o aficionados a la aventura, cómo anuncian los comerciales de Televisión Nacional ofreciéndonos cómodas sepulturas en el Parque del Recuerdo para el día del regreso final.

    Fuimos centenares de miles que viajamos al extranjero después del 11 de septiembre de 1973 debido a traumas políticos y sociales, además de la fatídica existencia de listas negras que nos impidieron trabajar en nuestras respectivas profesiones y vivir con dignidad. La Junta implementó una política del terror asesinando a quienes creían en la democracia, y persiguiendo a los que nos oponíamos a sus designios genocidas.

    Fueron 17 años de abusos hacia los que se quedaron, y a los que aún vivimos en el exterior privados del derecho a voto en nuestra propia patria.

    En el caso de nosotros, los hijos mayores, la necesidad de viajar se hizo imperiosa para ayudar en algo a la sobrevivencia de la familia castigada con el desempleo, y el shock económico implementado sin piedad por la dictadura de Pinochet y los Chicago’s Boys.

    De este modo nuestra experiencia no es muy distinta a la de los sindicalistas y anarquistas italianos avecindados en los Estados Unidos y la Argentina desde el siglo XIX; o a la de los españoles que emigraron a Chile después de la imposición del franquismo. No es diferente a la de los trabajadores y trabajadoras mexicanos que cruzan la frontera hacia los Estados Unidos para vivir en territorios que históricamente les pertenecieron; o a la situación de miles de peruanos que vienen a Chile en busca de oportunidades, encontrando a veces el racismo y abuso que nosotros los exiliados, hemos también experimentado.

    ¿Y qué decir de la etnia Mapuche explotada, rechazada por el estado chileno y obligada emigrar a las ciudades para continuar allí recibiendo oprobio y desprecio?

    Debo confesar que en estas cuatro décadas alejado de mi país, su idioma, costumbres y cultura; nunca olvidé la omnipresente cordillera de los Andes, la barrera protectora de los cerros y lomas que circundan mi barrio; y tuve tiempo para escudriñar mis orígenes, la historia de mis padres y abuelos, y asumir el ser parte de una primera generación de hijos de familias forzadas a emigrar a Santiago desde el norte y sur del país, en las primeras décadas del siglo veinte.

    De este modo, aprendí de los esfuerzos y sacrificios de estos forzados viajeros, su lucha denodada en contra de la adversidad, sufriendo el tradicional abandono y negligencia de las autoridades. Pero ellos venían armados del tesón y deseo de progresar, no como entes individuales; sino como un colectivo que se unió para avanzar y sobrevivir como clase social.

    Este libro es un homenaje a mis padres pero también a todos los vecinos, líderes, y personas que son ejemplos de unidad y hermandad; ingredientes esenciales en la solución de los problemas urbanos que debieron enfrentar.

    Es que fueron muchas esas batallas para superar las enfermedades endémicas y los parásitos; la necesidad de levantarse de la ruina y reconstruir después del castigo de los fenómenos naturales, ejercitar el estoicismo para enfrentar fríos inviernos guarecidos en viviendas provisorias techadas con fonolitas y paredes de tablas sin calefacción.

    Finalmente, triunfa la voluntad de los pobladores que debieron abogar por servicios sanitarios modernos, luchar por tener veredas y calles pavimentadas, resistir en el verano el ataque de mosquitos y zancudos provenientes de acequias abiertas y pozos sépticos, y de otros males sociales que describieron valientes autores de la estatura del entonces joven facultativo y ministro de salud Salvador Allende, que habló en 1936 del hambre fisiológica que sufría más de la mitad de la población de Chile

    A través de la organización social y política; los inmigrantes del sur logran con esfuerzos la promoción colectiva, versus al progreso meramente individualista, meta mezquina y egoísta en la actual sociedad consumista y de creciente alienación.

    Este libro comienza con el relato de las circunstancias en que las familias de mis padres y otros trasplantados llegan a la capital de Chile. El relato requirió de algunas reseñas del contexto político que vivía el país en esa época de convulsiones sociales; y la forma como se va urdiendo el tejido social en mi población, un pequeño microcosmos de lo que quizás sucedió también en otros sectores de la así llamada periferia de Santiago, segunda patria de los marginados.

    Aprendí que la experiencia colectiva de los habitantes de la población las Torres, no es idéntica a las historias de los habitantes del Zanjón de la Aguada, la Herminda de la Victoria, la población Ángela Davis, la Legua, Quinta Bella, Barrancas, Quinta Residencial El Salto, Huechuraba, o El Cortijo; pero hay también muchas similitudes.

    Hay elementos comunes de lo que se podría denominar la cultura poblacional, caracterizada por la necesidad de luchar y lograr justo reconocimiento como ciudadanos en la gran urbe, el sentido de unidad y espíritu cívico que permitió un progreso que tomó décadas para su pleno desarrollo, las creencias y costumbres trasladadas desde el norte y el sur de Chile a los nuevos barrios, y lo ancestral de una historia alimentada con los recuerdos de costumbres campesinas con sabores mágicos.

    Aprendí de los acontecimientos globales que impactaron a Chile y particularmente a Santiago en los inicios del siglo veinte; y como éstos influyen y golpean por igual a estos conglomerados humanos.

    Por otra parte, son lugares comunes los almacenes donde se fiaba, y las esquinas del barrio mal iluminadas en noches de neblina y garúa. Eran también factores comunes las reuniones nocturnas de emergencia de las Juntas de Vecinos, la naciente radiotelefonía, la sacrificada creación de compañías de bomberos voluntarios, el nacimiento de grupos folclóricos y juveniles, y todo aquello que caracteriza a la cultura popular.

    Pero no todo es la descripción histórica, ya que a mi padre le agrada la poesía, y en este libro hay muestras de expresiones líricas de su particular experiencia cómo niño campesino recién llegado a Santiago. Como parte de este homenaje a sus noventa años de vida, se incluye el primer poemario de mi sobrino Pablo Salgado Brito, nieto de Don Rigo; y finalmente algunos de mis propios trabajos.

    Lo escrito es también un reconocimiento póstumo a mi madre Javiera Pereira, otra exiliada del sur.

    DSC01681.JPG

    Juan Daniel Brito

    16 de julio, 2013

    Generaciones

    "Dentro de cada uno de nosotros,

    Existe inmerso un niño,

    Generoso e inocente."

    D on Rigo, como le llaman con respeto sus amistades, compañeros de trabajo y familiares; nació el 8 de marzo de 1924 en el pueblo de Los Sauces, provincia de Malleco, región de la Araucanía.

    Fue el cuarto hijo de una familia de cinco niños de los que el mayor era Guillermo, seguido por Gerardo, Ester, Rigoberto y Solanda de la Cruz. Sus padres fueron Don Juan Brito Figueroa, y Doña Juana Chávez Gatica, con parientes en Concepción, Angol, Lebu y otros pueblos de la zona.

    Era una familia de pequeños agricultores, y su papá un experto en tareas del agro, la fabricación de herraduras, y la antigua ciencia de sembrar y sacar adelante los cultivos.

    La casa familiar estaba situada como a una hora de camino del pueblo de Los Sauces, y Rigo y sus hermanos iban diariamente a este naciente centro comercial y residencial, para comprar el pan que colocaban en un canasto, cubriéndolo con un paño protector para mantenerlo tibio.

    De su temprana infancia recuerda un río, el puente número cinco, y la estación del tren que llevaba a los pasajeros al pueblo de Angol, y a otras regiones cuyos nombres, Curanilahue, Carahue y Troncol; mantenían vivo el recuerdo de la lengua mapudungun.

    De esos tiempos, persisten en su memoria claras imágenes de lo que era la vida en la frontera donde conviven hasta hoy, pero en constante conflicto, los chilenos y la población indígena.

    En ese pueblo cuya población actual asciende a 7,581 habitantes, estaba en aquellos tiempos el almacén que se llamaba La Esquina Redonda donde de acuerdo a Rigo, vendían de todo lo que el fulano que tenía plata pudiera comprar. Naturalmente, no fiaban.

    Cómo en las antiguas pulperías, allí había desde monturas chilenas e inglesas, hasta peinetas, ternos, velas de sebo, riendas, estribos, vino, rebenques, aceite, mantas, cartuchos de perdigones, aguardiente, hilo y harina.

    También se vendía el papel para escribir, sobres de cartas, y los antiguos lapiceros con cabezal de madera, su respectivo tintero y el papel secante. No faltaba la pequeña oficina postal donde se encontraba el telégrafo, único medio de comunicación rápida con el exterior. Rigo no recuerda si cobraban por letra o palabra, pero los mensajes eran escuetos: Tito murió, María muy enferma, Recibí el giro, Vendimos alazán, Nació una niña.

    El único hospital estaba en la lejana ciudad de Angol, y las enfermedades que afectaban a los habitantes de los pueblos aledaños, dependían para su diagnóstico y curación, de los consejos de las meicas, la habilidad de los compositores de huesos, y el conocimiento ancestral traspasado de generación a generación, acerca de la variedad de yerbas curativas y las propiedades medicinales que se encontraban en raíces y cortezas preparadas para cuando llegara el caso, en brebajes e infusiones.

    Las sacrificadas parteras de la región ayudaban en los alumbramientos, y de este modo, los habitantes de la comarca se las arreglaban para superar las emergencias y enfermedades..

    En el hogar de Rigo era común el uso de las ventosas para el caso de neumonías, el agua de paico para las indigestiones, y el tilo con limón para los frecuentes resfriados del invierno.

    Los ojos del niño observaban con atención a los jinetes que iban y venían montados en sus caballos, entre la montaña y el pueblo de Los Sauces, con la polvorienta calle principal, cuatro panaderías, la botica Uribe, la ferretería El Martillo, y el característico mercado abierto; lugar de trueque, compra y venta de productos de todo tipo que creaban en su conjunto ese movimiento balbuceante donde coexistía la civilización, y el mundo misterioso y ajeno de la población indígena explotada y zaherida, pero no derrotada.

    A los niños les causaba curiosidad el martillo gigantesco colocado a la entrada de la ferretería donde se ofrecía todo lo necesario para aserruchar, atornillar, cortar, techar, pavimentar, clavar, pegar, o talar.

    Rigo recuerda cuando los Mapuches llegaban al pueblo de Los Sauces con sus ovejas, chamantos, y productos agrícolas para vender o intercambiar; guardando siempre cierta distancia y un marcado recelo con los habitantes. Sin embargo, uno de los buenos amigos de la familia era Reil, que un día se durmió al lado de la vía ferroviaria y el tren le cercenó una pierna.

    Se sabía que Reil había sido el dueño de muchas tierras heredadas de sus ancestros araucanos; pero la llegada de los conquistadores españoles y más tarde de hacendados franceses, chilenos y alemanes, caracterizados por la falta de escrúpulos, soberbia, prepotencia, y una rapacidad innata insaciable; se las fueron arrebatando y reduciéndoselas a un nimio predio.

    Los nuevos colonizadores eran prácticamente los señores feudales de la región, acaparando las semillas, administrando la justicia a su antojo, amañando las transacciones comerciales, controlando la esencial distribución del agua para los sembrados, y tratando a los desposeídos, medieros, gañanes, arrieros, campañistas, y jornaleros, cual si fuesen los antiguos siervos de la gleba de la Edad Media, mal pagándoles con pan, fichas, recriminaciones, y amenazas.

    Frustrado y despechado por la sórdida labor de rapiña de la que fue víctima por ser Mapuche; Reil se emborrachaba y así sucedió el accidente del tren que le incapacitó en unas tierras donde los brazos, la vista, el oído, manos y piernas; eran los instrumentos esenciales para llevar a cabo las tareas agrícolas de guiar los bueyes, predecir el tiempo, herrar, escuchar la cercanía del peligro, montar a caballo, sembrar, y cosechar el trigo.

    Por ese motivo en la región de los Sauces y en toda la Araucanía, se palpaba aún, en la década de los años 20,’ el clima de sospecha mutua entre la población aborigen y los nuevos dueños quienes, con leguleyos traídos de Santiago y los expertos en esos injustos despojos judiciales avalados por gobiernos oligarcas; expandían incesantemente sus fundos, satisfaciendo de este modo sus desmedidas ambiciones territoriales.

    Estos fundos serían la base de los futuros latifundios que en algunos casos se extenderían ilegalmente desde la cordillera hasta el mar; y a los que afortunadamente el gobierno demócrata cristiano de la segunda década de los años 60,’ aplicaría una anhelada, aunque muy limitada reforma agraria.

    Además de los cagatintas, sobrenombre con el que se conocía a notarios y abogados; se agregaban las bandas de huasos armados con escopetas y cuchillos que trabajaban al servicio del patrón para las tareas de despojo y opresión.

    ¡Es qué a los Mapuches les habían hecho tanto daño con el tifus, la sífilis, la viruela y otras plagas traídas desde Europa por las codiciosas hordas peninsulares!

    Después vendría como otra plaga, la avaricia inagotable de los dueños de fundo, la acción ponzoñosa del aguardiente, y la así llamada campaña de pacificación de la Araucanía, vil eufemismo que disfrazó la brutal intervención militar organizada por los gobiernos conservadores que se turnaban en la capital. Esta masacre culminaría en 1883, con la así llamada redistribución de las tierras, dirigida desde Santiago por las autoridades victoriosas.

    Este arbitrario reordenamiento fue antecedido por los asesinatos y las ejecuciones sumarias de guerreros araucanos, las que se repetirían noventa años más tarde con el golpe de estado de 1973, a través de la acción mancomunada de los ex latifundistas, los pacos, y los maleantes con uniforme.

    Rigo recuerda que algunos de los fundos de la región eran él de Los Garraté, probablemente de origen francés, y la conocida hacienda agrícola del alemán Juan Augusto Herminman, que tenía una prisión privada para castigar a los que desobedecían. Sus deseos y antojos eran entonces ley, y sus violentas y despóticas acciones, rayaban entre la locura y el atrevimiento.

    A este insólito individuo, le acompañaban un grupo de matones con los que en una oportunidad; pretendieron tomarse a la fuerza un pueblo cercano. Las autoridades chilenas debieron enviar efectivos militares fuertemente armados del regimiento Los Húsares de Angol, para impedir estas irracionales acciones; comunes en lugares donde esos extranjeros eran Dios y Ley. A pesar de la gravedad del delito de sedición; jamás se les llevó a la justicia. Era la ventaja de ser blanco y de apellido extranjero.

    Era un gran señor y raja diablos, diría un escritor que describió la utilización sistemática del miedo y el terror que impregnaban los campos de Chile, cómo un hecho común en el constante vía crucis de los campesinos.

    Aún se utilizaba la ignominiosa costumbre medieval del derecho a la pernada, las violaciones de viudas y muchachas campesinas indefensas, y los asesinatos e incendios de los hogares y sembrados de los mapuches; viles actos perpetrados por la aristocracia del campo, y ejecutado sin lástima por sus sicarios y carabineros.

    Los dueños de fundo tenían usualmente más poder armado que las mismas fuerzas oficiales del orden. En esos años, y de acuerdo al niño Rigo, los carabineros usaban raídos uniformes azules, carabinas obsoletas, y montaban cabalgaduras débiles, incomparables con las bien apertrechadas bandas de matones armados que trabajaban para los latifundistas cómo una guardia pretoriana.

    Alrededor de una fogata o en la cocina de la casa paterna, Rigoberto, sus hermanos Guillermo, Solanda de la Cruz, Gerardo y Ester; escuchaban estas historias y las de aparecidos; las persecuciones nocturnas de los así llamados

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