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La comunidad perdida: Identidad y cultura: desafíos de la modernización en Chile
La comunidad perdida: Identidad y cultura: desafíos de la modernización en Chile
La comunidad perdida: Identidad y cultura: desafíos de la modernización en Chile
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La comunidad perdida: Identidad y cultura: desafíos de la modernización en Chile

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"Este es el primer libro de la Trilogía del Bicentenario. En él intentamos comprender las tendencias que se estaban manifestando en la última década del siglo veinte. La primera tendencia se refiere al espacio. El eje comprensivo se encuentra en las relaciones que se dan entre el campo y la ciudad, en nuestro caso también entre la capital, el centro, las provincias y las periferias. Afirmamos que Chile, siendo mayoritariamente urbano, tuvo y tiene en el campo sus principales referentes sociales y culturales. Es sin duda una paradoja. Y una de las principales fuentes para comprender nuestra cultura y nuestras identidades. El tiempo es el segundo eje. La relación entre el pasado y el presente. La memoria siempre es un complejo componente de recuerdos y olvidos, dichos y silencios. Estos años de dictaduras y transiciones se ha estado jugando un sordo partido referido a la, o las, memorias que conviven o dividen a la sociedad. También acuñamos el concepto de modernización compulsiva: el afán de destruir el pasado se transformó en una obsesión. Aterrada por su capacidad destructiva, la sociedad chilena percibió en el mirar hacia delante su tabla de salvación. Algunos pensaron que seríamos un país desarrollado. No se ha logrado. En cambio, encontramos un país dominado por el mercado como razón y barómetro de la vida social, pero sin la capacidad de otorgar bienes en forma equilibrada. En estas vulnerables contradicciones pareciera encontrarse la sociedad chilena del Bicentenario".

José Bengoa.

SOBRE EL AUTOR:

José Bengoa es Licendiado en Filosofìa y se ha especializado en temas de historia y cultura. Ha escrito numerosos libros, entre ellos: Historia social de la agricultura chilena (Ediciones Sur); Historia del pueblo mapuche. Siglos XIX y XX (Lom Ediciones); La comunidad perdida (Sur Ediciones); Historia de un conflicto; El Estado y los mapuches durante el siglo XX (Planeta); La emergencia indígena en América Latina (Fondo de Cultura Económica).
Ha sido profesor invitado, entre otras, en las universidades de Indiana, EE.UU. (1996); Cambridge, Inglaterra (1998); Complutense de Madrid, España (2002); y París, Francia, Cátedra Pablo Neruda (2003). Es miembro del Grupo de Trabajo de Minorías de las Naciones Unidas. Ha recibido la beca Guggenheim (2002). Actualmente es profesor de la Escuela de Antropología de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano en Santiago de Chile.
En 2003 publicó Historia de los antiguos mapuches del sur (Catalonia) y en 2006 La comunidad reclamada. Utopías, mitos e identidad en el Chile actual (Catalonia). Ambos libros han sido galardonados con el Premio Municipal de Literatura en 2005 y 2007, respectivamente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 ene 2018
ISBN9789563240344
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    La comunidad perdida - José Bengoa

    Bicentenario

    Prólogo

    Debe haber sido hace unos 10 años. Chile estaba en transición. Desde la dictadura a la democracia, se decía. Un seminario convocó a historiadores e intelectuales y se preguntó por la identidad de los chilenos y por nuestra historia. Memoria e identidad se debe haber denominado. Hubo quienes comenzaron a señalar algunas características de lo que éramos como país, como cultura, como pueblo. Más de alguno avanzó acerca de nuestras peculiaridades y agregó algunas diferencias con el resto de América Latina. La mesa se fue llenando de lo que supuestamente somos. No pocos arrancaron con un discurso un tanto inflamado y entusiasta acerca de nuestra identidad impertérrita. Uno llegó a afirmar que nuestra homogeneidad étnica, era uno de nuestros pilares y siguió con esos exquisitos lugares comunes… Otros, en cambio, desde un rincón quizá más cuidadoso, dijimos que preferíamos hablar de identidades y que ese nosotros, del que se hablaba, a lo menos estaba en disputa. Nos parecía evidente que después de tantos años de dictaduras, violaciones brutales a los derechos humanos, el nosotros, a lo menos para el que allí estaba sentado, se había cuestionado y que a lo menos, se debía revisar el discurso de la Nación. O aún mas, agregamos, ya levantando la voz. Considerábamos que ese discurso identitario se había caído hecho pedazos. Más adelante alguien preguntó si por tanto debíamos hablar de una sola historia de nuestro país. Y hubo quienes se aventuraron en señalar, con sentimiento de poseer la verdad en sus manos, que ciertamente había una historia de Chile y miraron con mala cara a quien señalaba que creíamos percibir múltiples memorias, algunas dominantes y otras subalternas en nuestra sociedad y que por ello no se puede hablar de una sola, la santificada, la oficial, la historia de Chile. Por cierto que no hubo ni habrá acuerdo en torno a este debate. Pero algunos pensamos que era una labor intelectual indispensable y profiláctica, repensar críticamente nuestras identidades y memorias. Es lo que trata de hacer esta Trilogía del Bicentenario.

    El Bicentenario de la Declaración de la Independencia de Chile, colocó un tibio horizonte para llevar a cabo estos debates acerca de nuestra identidad o nuestras identidades. Pudo haber sido más. No pareciera nuestra sociedad muy dispuesta a discutir de asuntos profundos que la distraigan de la plácida inmediatez. Pero a medida que se acerca la fecha conmemorativa, crece el interés. Saber quién es uno mismo, una persona o una sociedad, es sin duda un asunto de importancia.

    Hace diez años publicamos la Comunidad perdida, el primer libro de lo que hoy se ha transformado en esta Trilogía del Bicentenario. En esa colección de ensayos sobre identidad y cultura en Chile, tratamos de comprender las tendencias que se estaban manifestando en la última década del siglo veinte. Porque la pregunta sobre nuestra identidad está mal formulada si uno busca una respuesta sencilla y banal, como por ejemplo, somos los ingleses de América del Sur. O si se tratara de etiquetar ese complejo enramado que son las identidades que forman un pueblo. Es por ello que el camino a nuestro modo de ver, de encontrar algunos atisbos de respuesta es en el análisis de las tendencias que cruzan la sociedad y la cultura.

    La primera tendencia se refiere al espacio. El lugar en que habita nuestra sociedad. Es un asunto determinante para la cultura de los pueblos, de todos los pueblos. Y básicamente, más que al entorno geográfico, climático, paisajístico que es sin duda muy importante, el eje comprensivo se encuentra en las relaciones que se dan entre el campo y la ciudad, en nuestro caso también entre la capital, el centro, y las provincias, las periferias.

    No cabe duda que el paisaje es un aspecto determinante. ¿Cómo comprender la cultura mapuche sin esos largos meses de lluvias invernales? ¿Y en el extremo pampino sin comprender la relación entre los seres humanos y el desierto? En el clima y en el paisaje el ser humano se descubre a sí mismo decía en 1927, el japonés Tetsuro Watsuji. El paisaje, por definición exterior se nos entromete en nuestras miradas, en nuestras percepciones, se transforma en un espejo de nosotros mismos, de nuestros sentimientos. Ese paisaje interior se hace cultura¹.

    No es fácil sin embargo jugar con la relación entre paisaje y cultura. El determinismo geográfico ha llevado a grandes confusiones, cuando no a fanatismos alta y afortunadamente desacreditados. Son los poetas, y Chile tiene y ha tenido muchos y buenos, quienes transforman el paisaje en cultura; son ellos los que miran primero y nos hacen mirar a través de los ojos colectivos de la sociedad. El arte es quien finalmente nos hace fijar la vista en los detalles, a veces organiza el paisaje, lo humaniza, lo domestica.

    En la Comunidad perdida afirmamos que Chile, siendo mayoritariamente urbano, tuvo y tiene en el campo sus principales referentes sociales y culturales. Es sin duda una paradoja. Y una de las principales fuentes para comprender nuestra cultura y nuestras identidades. La presencia tan poderosa y tardía del sistema hacendal, de la servidumbre rural, marcó a la sociedad urbana, impidiendo el desarrollo en ella, de una ciudadanía completa. Los cambios ocurridos en la relación del mundo rural con el mundo urbano, parecen ser los de mayor significación y profundidad en los últimos cuarenta años.

    La identidad chilena, cuando se la esencializa de modo extremo, pareciera que se encontrase en el campo. No por casualidad en un acto de extraño travestismo, cada septiembre los citadinos que festejan a la Patria son invadidos de un repentino ataque de ruralidad extrema, sacando a relucir cuecas, guitarras, chichas de dudosa calidad y efectos perniciosos, ramadas de eucaliptos mal protectores del frío primaveral y el viento, bueno para encumbrar volantines. Más de alguno cambia el terno de burócrata por un sombrero alón y poncho de colores. Santiago, donde vive casi una mitad del país, no ha sido ni cantado, ni declamado en ardientes poemas de amor. Se lo acepta como un mal necesario. No se lo quiere. Se admira su cordillera nevada, que le otorga personalidad al paisaje y al entorno. El resto es silencio.

    Hasta el día de hoy, se podría afirmar, lo urbano no se ha impuesto a lo rural en el ámbito de la cultura. Las formas de la vida rural siguen siendo el ideal de la vida buena para una enorme proporción de los ciudadanos, que viven en ciudades muchas veces saturadas. Pero es una larga lucha la que está tras este tipo de preferencias discursivas. El Chile del siglo veinte trató de compatibilizar las tendencias meritocráticas de la sociedad urbana con las de carácter estamental de la sociedad rural. La ruptura de 1973 constituyó sin embargo, un triunfo del autoritarismo rural sobre el conjunto de la sociedad y congeló en buena medida hasta hoy, el proyecto de una modernidad mesocrática. Una preferencia y valoración ciudadana. Pero tampoco se reconstruyó el sistema hacendal de protección servil. En ese sistema de cruces de miradas, de integraciones subordinadas, de imaginaciones de lo que se fue el país algún día, se encuentra esa nostalgia de comunidad perdida que se rompió irreductible y fatalmente con el proceso de reformas, revoluciones, golpes, protestas, resistencia y dictadura que vivió esta sociedad desde la década del sesenta a la del noventa. El modelo de vida buena, en su realidad práctica, se quebró y quedó solamente la nostalgia. Los intentos de integración simbólica de los poetas urbanos del siglo veinte, los que trataron de trasladar el campo a la ciudad, quitándole las asperezas de la servidumbre, los de Rokha y Neruda principalmente, fueron destruidos por el intento de restauración autoritario y en términos culturales fallido, de la dictadura. Chile quedó en su historicidad como alma en pena.

    No todos los pueblos y sociedades tienen la misma relación entre la ruralidad y lo urbano. Hay quienes, como los argentinos, tienen una fuerte ruralidad de carácter productiva, país agrícola, junto a un concepto de ciudadanía que les otorga su particularidad, pertenencia y es la evidente base de su cultura. Hacia el norte, a pesar de la presencia multitudinaria de campesinos e indígenas en Lima, esta ciudad sigue siendo ferozmente urbana, e incluso criticada por dar la espalda al interior del país. En la manera sutil como se combinan los aspectos rurales, provincianos, periféricos de una sociedad con los urbanos, citadinos, es donde aparecen elementos determinantes de nuestras culturas, de nuestros modos de ser.

    Lo ocurrido en Chile en estas últimas décadas consiste, a nuestro modo en lo principal, en una ruptura profunda entre los mundos rurales y urbanos. Por primera vez, pensamos y analizamos en estos textos, surge una población en las ciudades que no tiene raigambre rural. Las formas de integración servil que surgieron y se reprodujeron en el campo se agotaron. Solo algunos sectores de la clase alta aristocratizante y que añora el pasado de integración social hacendal, intenta recuperar los viejos fueros campestres. Las nuevas relaciones, tanto materiales como simbólicas, entre lo urbano y lo rural, entre los mundos del campo y la ciudad, son quizá la cuestión mas compleja y profunda de analizar para entender un poco, la sociedad chilena del Bicentenario.

    El tiempo es el segundo eje. La relación entre el pasado y el presente, pareciera ser el otro elemento determinante a la hora de comprender la cultura que vivimos. Todo el mundo lo sabe, pero es necesario repetirlo. La memoria siempre es un complejo componente de recuerdos y olvidos, dichos y silencios. Los recuerdos y la historia tienen que ver con el poder. ¿Qué se recuerda? ¿Qué se olvida? ¿Cuántas historias hay? ¿Una o muchas historias? No cabe demasiada duda que en estos años de dictaduras y transiciones se ha estado jugando un sordo partido referido a la o las memorias que conviven o dividen a la sociedad de este país.

    Es por ello que acuñamos el concepto de modernización compulsiva porque percibimos ya desde mediados de la década del noventa, una suerte de obsesión por las modernizaciones, el crecimiento, lo nuevo, lo novedoso, lo moderno así definido, como un salto hacia delante. Se produjo en las elites chilenas un afán por la destrucción de todo lo anterior, un rechazo a las formas de vida consideradas como atrasadas y poco desarrolladas, un encantamiento por lo extranjero e importado, en fin, querer ser modernos a toda costa sin saber muy bien su significado. Existía una suerte de entendimiento generalizado y no dicho, que las formas de vincularse socialmente, anteriores a los procesos traumáticos de las décadas anteriores, no se podían reconstruir. La modernización compulsiva se transformó con el curso de los años en el eje de comprensión, a nuestro modo de ver, de la sociedad chilena del Bicentenario. Si lo observamos desde la arquitectura, urbanismo, desde las costumbres, del consumo, es decir, desde todos los aspectos de la vida cotidiana, el afán de destruir el pasado, de superarlo también, se transformó en una obsesión histérica.

    Aterrados por la capacidad destructiva desplegada en el pasado reciente, la sociedad chilena, percibió en el mirar hacia delante su tabla de salvación. Para quienes habían estado en el bando de la violencia autoritaria, el crecimiento económico venía a justificar, en silencio, lo actuado. Fueron los costos del progreso, se dijo. Para quienes se hacían cargo del aparato del Estado después de dos décadas de persecuciones, exilios o simplemente lejanía del poder, el crecimiento económico fue demostración de racionalidad, eficiencia, profesionalismo y también, por qué no decirlo, autocrítica de la osadía de la aventura socialista de los setenta. En torno al concepto de modernización compulsiva se hizo el pacto. El Producto Interno Bruto se transformó en el indicador del no retorno, del nunca más. Como es bien sabido este indicador econométrico, es ciego ya que no permite comprender lo que esconde, su composición interna, pero además enceguece y ha enceguecido a nuestros gobernantes y elites durante casi dos décadas.

    La modernización compulsiva, con sus consecuencias a nivel del consumo, también por cierto compulsivo, se transformó en el principio de integración de la sociedad chilena posterior a la dictadura. El mercado, parafraseando a La gran transformación, de Kart Polanyi², se ha salido de su ámbito acotado de decisiones económicas y transaccionales y ha ocupado todos los intersticios de la sociedad. Las leyes del mercado se han adueñado de las personas. Se rompieron la ataduras que la sociedad chilena del siglo veinte le había puesto a los aspectos transaccionales mercantiles de la vida social. Numerosas instituciones, costumbres, hábitos, maneras de ser, en fin, sociabilidad, no estaban regidas por las fuerzas del mercado. Este existía en el intercambio de productos e incluso no de todos los productos. No se había entrometido con toda libertad y desparpajo, por ejemplo, en el ámbito de los productos culturales; tampoco se había apoderado plenamente de los cuerpos de las personas. Algunos pensaron que para el Bicentenario, Chile sería un país desarrollado. No se lo ha logrado evidentemente. En cambio, sí se ha conseguido que sea un país dominado por el mercado como razón y barómetro de la vida social. Y eso no nos parece que sea estrictamente haber llegado al desarrollo, aunque la disolución de los vínculos sea un aspecto no despreciable de la modernidad contemporánea. Pero se convendrá que una disolución de los vínculos tradicionales en el marasmo del mercado, sin la capacidad de este de otorgar bienes en forma relativamente equilibrada a la población, es una contradicción altamente vulnerable. La construcción de nuevos vínculos no pareciera ser fácil ni evidente. En esta contradicción pareciera encontrarse la sociedad chilena del Bicentenario.

    La cuestión del tiempo y su función en la sociedad es determinante para comprender cuánto de olvido y cuánto de recuerdo acepta una sociedad determinada; cuánto de vínculos antiguos son aceptados y cuánto de destrucción es deseado. Y lo que observamos ya hace diez años es que se levantaba un manto de olvido sobre la sociedad chilena. Una suerte de molestia profunda sobre el pasado. Amnesia social, identidades recortadas, han sido algunos de los conceptos que hemos empleado para describir el fenómeno. Los hechos ocurridos, los que no se nombran, son el secreto vergonzoso de nuestra familia. El 2003, al cumplirse treinta años del Golpe de Estado de 1973, de estos sucesos de alta molestia nacional, se produjo una importante catarsis, quizá también de tonos histéricos, en que no solamente desde el Gobierno de la época presidido por Ricardo Lagos Escobar, sino desde todos los sectores, se rememoró lo sucedido. Desde ese momento Salvador Allende fue rescatado del olvido y conducido a los altares de la Patria, fenómeno de una importancia cultural enorme. Pasadas las efemérides, el pasado se nubló de oscuros nubarrones y la mirada sobre el presente y las obsesiones consiguientes del cotidiano vivir, dominaron a la copia feliz del Edén.

    Es necesario considerar que la mayor parte de los actores del período dictatorial siguen presentes en la escena política. Personas que se sacaron fotografías entusiastas al lado del dictador, que escribieron panegíricos al sistema, y personas que se opusieron e incluso hicieron amago de tomar las armas contra él, se pasean por los mismos pasillos incestuosos del poder económico y político. En muchas otras latitudes las transiciones consistieron justamente en sacarlos de la escena. A los unos y a los otros. Acá ha predominado el silencio. Solamente en privado cada cual se enorgullece de lo obrado. Es un elemento central a tomar en cuenta al analizar la cultura de esta sociedad que llega al Bicentenario. El personaje público aceptado y querido es quien, como la Presidenta, sufrió el castigo, perdonó, aunque eso reside en el fondo del corazón, pero calla y convive por el bien superior del país.

    Algo semejante ocurrió con el futuro, el elemento correspondiente y opuesto al del olvido. Quizá es el signo de los tiempos, pero una fiebre de pragmatismo empírico realista ha conducido en Chile a no hablar del futuro como utopía. No hay sueños en esta sociedad. Así como los recuerdos se autorregulan y limitan, los sueños se transforman en pesadillas, y nadie quiere levantar la tapa de la olla que puede hacerlos volar. Es por ello que en el segundo libro de esta Trilogía, La comunidad reclamada, me concentré en el estudio de las utopías, del pensamiento utópico. Quise ver en ciertos aspectos de los reclamos de los chilenos, quizá con mayor entusiasmo que lo que mostraba y muestra la realidad misma, la supervivencia de elementos utópicos.

    Estos dos ejes, el espacio y tiempo de lo social, nos permiten comprender con un poco de mayor complejidad, suponemos, la cuestión central del poder social en Chile. Muchos creyeron ver, al comenzar el proceso de transición, que la clase alta había dado un giro profundo en sus convicciones y modos de ser. Con el pasar de los años fuimos viendo que no era así. La escritora italiana María Rosaria Stabili al realizar su estudio contemporáneo sobre el Sentimiento Aristocrático, al que le dedicamos un capítulo en La comunidad reclamada, concluye que es esa cultura la que domina en la clase alta chilena y que luego de haber sido amenazada, quizá al borde de la muerte, volvió en un complejo proceso de resurrección.

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