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1925: Continuidad republicana y legitimidad constitucional: una propuesta
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1925: Continuidad republicana y legitimidad constitucional: una propuesta

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Este libro parte de la base de que es preciso reemplazar la constitución de 1980 por su origen radical y su arrasamiento de los textos anteriores, algo que es evidente y de amplio consenso, instalando una discusión relacionada a la memoria política y a la hipótesis de la existencia de una cultura chilena de transformaciones graduales. Desde ahí la Constitución de 1925 emergería como un acervo social que emblematiza la tradición institucional rota en 1973 y que, como todo patrimonio, está sujeto a relecturas y re-interpretaciones, pero dentro de una trama que la comunidad va bordando en el ritual de la inclusión que provee el relato de la democracia. El mensaje del libro pareciera ser un esfuerzo y un llamado a exorcizar el fantasma de la violencia fundante de la Constitución de 1980 para elaborar un punto de vista que nos lleve a “evitar el inmovilismo y la radicalización”, a superar los opuestos de la Mistral, a esos “abismos que separan a las gentes nuestras” y, agreguemos, al deseo de realizar un aporte contundente contra la tendencia a los facilismos no reflexivos que nos asisten cada vez con mayor fuerza.

Sin duda, las complejas tramas que tejen los nuevos sujetos sociales y su reclamo de reconocimiento deberían encontrar un lugar en esa relectura constitucionalista: las definiciones de la comunidad imaginada como pluricultural, intercultural o plurinacional, por ejemplo, o los derechos sexuales y reproductivos, a la educación, a la salud, a las pensiones, por mencionar temas acuciantes, y así podríamos seguir enumerando el enorme vacío del texto constitucional que nos rige. Sin duda, la interpelación que nos hace este libro contribuye a reabrir el ritual suspendido sobre el cambio constitucional, a continuar con el debate no zanjado que late en lo profundo de Chile, reuniendo lo viejo y lo nuevo, la tradición y sus recreaciones, en palabras de Mistral “para unir, aunque sea a medias a los opuestos”.

Sonia Montecino
Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 abr 2018
ISBN9789563245684
1925: Continuidad republicana y legitimidad constitucional: una propuesta

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    Vista previa del libro

    1925 - Renato Cristi

    Neruda¹

    Prólogo

    Sonia Montecino

    Nadie que valga cree ya en Alessandri. Yo no he tenido nunca simpatía por este hombre, aun cuando en su honradez creí siempre, pero me he dado cuenta de que es la única carta que podemos jugar para una relativa unión de las clases, para unir, aunque sea a medias a los opuestos. Y para llenar, aunque también sea a medias, el abismo que separa hoy a las gentes nuestras. Me parece el mal menor sin que me parezca ninguna maravilla. Era, sin duda, el candidato más razonable entre los que se presentaron a la lucha. Yo no puedo caer en ese nihilismo de nuestros izquierdistas de negar a todos y de volver la cara al Juicio Final como la sola solución. La clase media, la mía, ha perdido el juicio y no espera bienes sino por otros golpes militares y obreros². 

    Gabriela Mistral 

    Esta mirada mistraliana, en épocas en que se fraguaba la Constitución de 1925, entrega un contexto, una propuesta y una reflexión que bien podría formar parte de este libro. Como en sordina —en su sentido de sin estrépito— la postura política de la escritora llama la atención sobre la exigencia de llenar un abismo, de unir a los opuestos, y la posibilidad de que Arturo Alessandri contribuyera a ese hilván, en tanto mal menor. Desde esa perspectiva el debate contemporáneo sobre la necesidad de contar con una nueva constitución, y la invitación de los autores a tener como horizonte de esa discusión la carta de 1925, calza y se mimetiza con el epígrafe toda vez que lo que se pone en juego es la encrucijada entre tradición y cambio. Si en el momento mistraliano el cambio está signado por la violencia (los golpes de izquierda o derecha), en los planteamientos de muchos de los artículos de este libro subyace también la noción de que la Constitución de 1980 está ligada a una coacción y a una ilegitimidad, pues rompió con la tradición histórica chilena de reformar las constituciones —de acuerdo a Juan Luis Ossa y Renato Cristi—, colocándose así, utilizando las imágenes de la poeta, en el polo del nihilismo, del Juicio Final, al abandonar el gesto de incorporar lo precedente.

    De ese modo, podríamos decir que este libro apela a una ritualidad —el reformismo de la historia constitucionalista, como sostiene Aldo Mascareño— que hoy día necesita de un nuevo relato (porque no hay rito sin mito) que opere en tanto símbolo de la pertenencia a una comunidad, como piensa Arturo Fontaine, y que, asimismo, sea un recurso de comprensión política, de acuerdo con Hugo Herrera. Retornar a la Constitución de 1925 podría funcionar como un revival, pero al mismo tiempo como una pesquisa genealógica que nos permita recuperar nuestro rostro democrático y la filiación legítima, no bastarda (o huacha) que subyace a la Constitución que hoy nos rige. Joaquín Trujillo, precisamente, trae a escena la exigencia moderna de la deliberación democrática y una pregunta clave: ¿desde dónde se realiza la deliberación? En otras palabras, ¿cómo reemprendemos los pasos del viejo ritual en condiciones culturales y sociales inéditas en cuanto a la construcción de los sujetos, a la fragmentación de las comunidades imaginadas y a la multiplicidad de sus voces?

    1925 Continuidad republicana y legitimidad constitucional: una propuesta parte de la base de que es preciso reemplazar la Constitución de 1980 por su origen radical y su arrasamiento de los textos anteriores, algo que es evidente y de amplio consenso, instalando una discusión relacionada a la memoria política, por un lado, y, por el otro, a la hipótesis de la existencia de una cultura chilena de transformaciones graduales. Desde ahí la Constitución de 1925 emergería como un acervo social que emblematiza la tradición institucional rota en 1973 y que, como todo patrimonio, está sujeto a relecturas y reinterpretaciones, pero dentro de una trama que la comunidad va bordando en el ritual de la inclusión que provee el relato de la democracia. El mensaje del libro pareciera ser un esfuerzo y un llamado a exorcizar el fantasma de la violencia fundante de la Constitución de 1980 para elaborar un punto de vista que nos lleve a evitar el inmovilismo y la radicalización, a superar los opuestos de la Mistral, a esos abismos que separan a las gentes nuestras y, agreguemos, al deseo de realizar un aporte contundente contra la tendencia a los facilismos no reflexivos que nos asisten cada vez con mayor fuerza.

    Podría pensarse que la apelación a la tradición —el carácter reformista de las constituciones republicanas— y la insistencia en las identidades letradas —en la posición de Trujillo— resultan anacrónicas para el Chile contemporáneo. Sin embargo, valoramos el intento de 1925 Continuidad republicana y legitimidad constitucional: una propuesta de abrir una posibilidad para revisitar la memoria institucional, conjurando las sombras de la Constitución de 1980 y recogiendo y valorando desde el presente una filiación histórica democrática en la de 1925. Sin duda, las complejas tramas que tejen los nuevos sujetos sociales y su reclamo de reconocimiento debería encontrar un lugar en esa relectura constitucionalista: las definiciones de la comunidad imaginada como pluricultural, intercultural o plurinacional, por ejemplo; o los derechos sexuales y reproductivos, a la educación, a la salud, a las pensiones, por mencionar temas acuciantes; y también los ligados a los patrimonios positivos y negativos, a los derechos ambientales, y así podríamos seguir enumerando el enorme vacío del texto constitucional que nos rige y la cambiante realidad que clama una adecuación y una nueva narrativa del nosotros(as) en él. Sin duda, la interpelación que nos hace este libro contribuye a reabrir el ritual suspendido sobre el cambio constitucional, a continuar con el debate no zanjado que late en lo profundo de Chile, reuniendo lo viejo y lo nuevo, la tradición y sus recreaciones; en palabras de Mistral, para unir, aunque sea a medias a los opuestos.

    Introducción

    Al igual que en épocas anteriores, y como seguramente seguirá aconteciendo en nuestra historia, Chile se encuentra en la actualidad en un momento en el que se aproximan decisiones importantes; decisiones que definirán el curso que tomaremos como país a lo largo del que seguramente será un convulsionado siglo XXI, no solo a nivel nacional, sino también global. Nada menos que una nueva constitución es aquello que observamos en el horizonte. 

    Como frente a todo acontecimiento que sabemos importante, este nos abre esperanzas e incertidumbres. Hoy, sin embargo, a diferencia de épocas pasadas, podemos dar forma a esas esperanzas y manejar las incertidumbres por medio de propuestas y el debate público. Los diálogos ciudadanos organizados en 2016 ya nos mostraron que podemos imaginar futuros distintos en la civilidad de la discusión, y que estamos en condición de seguir haciéndolo en diferentes foros disponibles. A nuestro juicio, hoy nos encontramos en ese momento extendido de discusión constitucional, en el que nos hacemos cargo del futuro y evitamos que él simplemente se nos venga encima.

    Si bien todavía es muy temprano para saber cómo terminará este proceso, es claro que las alternativas son tantas como los mecanismos para que ello ocurra y que, en consecuencia, el debate está aún sujeto a propuestas novedosas que permitan salir de lo que muchas veces pareciera ser un atolladero constitucional. El objetivo de estas páginas es precisamente enriquecer la discusión mediante una propuesta que, bien encaminada, puede servir como base para la preparación de una constitución que reemplace a la de 1980. 

    La motivación original de este libro estuvo en una columna de opinión de Arturo Fontaine sobre la posibilidad de utilizar la Constitución de 1925 como el punto de partida del próximo marco constitucional chileno y en el debate público que esta idea concitó entre los meses de marzo y abril de 2016 (ver Anexo). Al calor de aquella polémica, se organizaron dos eventos en la Universidad Adolfo Ibáñez y en la Universidad Diego Portales durante el primer semestre de 2016. Los encuentros reunieron a adherentes y detractores de la idea, entre los cuales se contaban abogados, filósofos, politólogos, sociólogos e historiadores. Los autores de este libro participamos en ambas actividades y, a partir de nuestros respectivos intereses y áreas de conocimiento, produjimos los trabajos aquí reunidos. Como rápidamente podrá comprobar el lector, todos adherimos a la propuesta, aunque desde distintos ángulos y disciplinas.

    Hay tres elementos, sin embargo, que nos unen. En primer lugar, tenemos el convencimiento de que en Chile existía una tradición constitucional que fue radical y revolucionariamente interrumpida en 1973. La junta militar, liderada por Augusto Pinochet, destruyó de facto la Constitución de 1925, asumió el poder constituyente y abrió el camino hacia lo que sería la Constitución de 1980. A diferencia de sus antecesoras, la carta del 80 fue desde su origen concebida como una nueva constitución, marcando así una diferencia sustancial con las de 1833 y 1925, que fueron pensadas siempre como reformas de sus predecesoras. Al querer crear un sistema sociopolítico nuevo, los constituyentes de 1980 produjeron un quiebre histórico inédito, toda una paradoja considerando los tintes conservadores de la dictadura de Pinochet. 

    En segundo lugar, nos une la idea de que, a pesar de la evidente polarización experimentada por el país a partir de la década de 1960, la Constitución de 1925 actuó como un catalizador de la democracia representativa, teniendo —en la hora más aciaga de nuestra historia política— una legitimidad compartida por todos los actores en disputa. En efecto, en agosto de 1973, tanto la derecha como la izquierda utilizaron la Constitución de 1925 para justificar sus respectivos proyectos, los primeros acusando de inconstitucionalidad al Gobierno de Allende, los segundos amparándose en la Constitución con el fin de evitar un alzamiento militar. Ello quiere decir que la Constitución de 1925 —y el régimen presidencial por ella garantizado— era respetada por los grupos democráticos en los que se encontraba dividido el país. Así, por mucho que la Constitución de 1925 haya nacido con un pecado de origen, no cabe duda de que, cuatro décadas más tarde, su legitimidad de ejercicio era incontestable. El hecho de que hoy estemos insertos en una discusión constitucional comprueba que la carta de 1980, nacida en la dictadura de Pinochet, difícilmente alcanzará niveles similares de legitimidad. 

    En tercer lugar, compartimos la premisa de que la discusión constitucional actual debería considerar seriamente la posibilidad de tomar la Constitución de 1925 como una suerte de pie forzado que evite tanto el inmovilismo de alguna derecha como el radicalismo de cierta izquierda. Estas dos posturas —se propone a lo largo del libro— desafían la historia constitucional chilena, la cual nunca ha sido adversa al cambio sino reformista y gradual. Sostenemos, entonces, que de haber una nueva constitución ella debería anclarse en la de 1925; no porque su contenido sea automáticamente aplicable a la realidad actual (de hecho, el texto de 1925 tendría que ser reformado para que pueda ser funcional), sino porque, de otra forma, la sombra larga de Pinochet continuará presente en la preparación y consolidación de una carta para el siglo XXI. 

    Como dijimos, los capítulos reunidos reflejan posiciones políticas disímiles, así como perspectivas analíticas diferentes. Ello, creemos, otorga una riqueza interdisciplinaria al libro que pocas veces se encuentra en los estudios constitucionales. Estas páginas están, pues, pensadas para un grupo amplio de lectores. Sus seis capítulos y su Anexo, en el que resumimos la polémica original sobre el tema, dan cuenta de lo mucho que podemos aprender como sociedad de la historia republicana de Chile y de lo importante que es la discusión constitucional actual para nuestro futuro.

    Los autores

    ¿Por qué no retomar la Constitución de 1925?

    Arturo Fontaine

    ¿Por qué estamos enfrascados en esta discusión? ¿Por qué necesitamos tal cosa como una nueva constitución? Es una pregunta previa a la pregunta constitucional propiamente tal. 

    Cuándo o por qué una constitución política se ha legitimado no admite una fórmula matemática. Según Hume, todo gobierno, incluso uno despótico, se sustenta, en último término, en lo que llama la opinión, pues la fuerza de los gobernados por una cuestión de números es siempre mayor que la de los gobernantes. Por lo tanto, afirma Hume, el gobierno se basa solo en la opinión³. Y dicha opinión puede deberse a una cierta percepción del interés general o a una concepción acerca de quién tiene derecho al gobierno. 

    ¿No pasa lo mismo con la constitución? Es probable, como sugieren varios teóricos contemporáneos, que la fuente de la obligación política no sea una sola, sino que se deba a una pluralidad de factores y que, tal vez, no sean los mismos para todos —¿por qué todos y cada uno han de tener las mismas razones para obedecer?—. Lo mismo ha de valer, pienso, para las constituciones. Su legitimidad se debe a un conjunto de causas disímiles y que no es posible ponderar con exactitud.

    Tiendo a pensar que la legitimidad que va adquiriendo un texto constitucional es un asunto sutil, en cierto modo misterioso, y que, quizás, como dije en otra oportunidad, requiere ser iluminado más desde la intuición y la interpretación histórica que desde demostraciones pretendidamente empíricas y objetivas. Valga esto como justificación para que un novelista e intelectual sin pergaminos constitucionales haya aceptado la invitación a intervenir y opinar en este debate⁴.

    Vuelvo a estas palabras de una ponencia en un seminario de enero de 2015 porque expresan el punto de vista desde el cual escribo ahora estas páginas que solo recogen y desarrollan la misma pregunta que esbocé entonces: ¿por qué no retomar la Constitución del 25? Tal como afirmé ese día, no pretendo ser el primero que haya pensado en esta línea, desde luego. Pero si ya lo han planteado otros, se refuerza el punto⁵.

    De modo que no se trata, sensu stricto, de una discusión constitucional acerca de los méritos y defectos de un texto constitucional versus otro en términos de la organización del poder y la protección de derechos fundamentales. Es una discusión política acerca de lo que hace posible que un orden constitucional a la larga sea obedecido y considerado legítimo.

    Las constituciones también proporcionan identidades específicas a las comunidades políticas, dice Beau Breslin⁶. Y Elkins, Ginsburg y Melton afirman que las constituciones escritas son instituciones centrales en el orden político y poderosos símbolos del Estado […]. Las constituciones pueden ser especialmente importantes en democracias sin monarquías u otros símbolos históricos que representen la soberanía del Estado y construyan un ‘mito nacional’ en el sentido de historia colectiva de un pueblo. […] Al ser un símbolo nacional la Constitución puede ayudar a infundir en la ciudadanía la sensación de una identidad compartida⁷. Este papel simbólico de la Constitución y su vínculo con la pertenencia a un nosotros, a lo que Anderson llama una comunidad imaginada⁸, está en el trasfondo de mis inquietudes. Las reflexiones que siguen apuntan a este aspecto de la Constitución. 

    1. Parece que no es necesaria una nueva constitución

    1.1. La cuestión del pecado original

    La Constitución de 1980, como sabemos, surge de una dictadura militar. Ese pecado original, ¿la mancha para siempre? Es un hecho que muchas constituciones han tenido un origen espurio o violento y, sin embargo, se han legitimado en su ejercicio. Los trabajos del profesor Tom Ginsburg, que en su proyecto Comparative Constitutions Project maneja una base de datos de más de 800 constituciones de distintas épocas, son elocuentes. La mayoría de las constituciones vigentes tuvieron un origen autoritario⁹.

    Pensemos en el caso de la Constitución francesa. La Quinta República no se explica sin la presión del poder militar. El general Massu exigió que se diera el poder a De Gaulle. Por detrás está la crisis del parlamentarismo francés, que ha creado una rotativa de gabinetes tan impotentes como fugaces, pero, sobre todo, los juicios por los crímenes cometidos por los paracaidistas franceses en Argelia: torturas, muertos desaparecidos, etcétera. Pese a ello, la Constitución de la Quinta República se legitima.

    También el origen de la Constitución chilena del 25 es confuso, turbulento y no se explica sin la presión del poder militar del momento. La decisión con que el general Navarrete respaldó el proyecto del presidente Alessandri fue importante, quizás decisiva. Sin embargo, se legitima.

    ¿Por qué no puede ocurrir lo mismo con la Constitución del 80? Se trata de una constitución que encauzó con éxito una transición pacífica a la democracia. Las Fuerzas Armadas y el general Pinochet reconocieron el triunfo del No en el plebiscito de 1988, con lo cual la honraron. Someterse a sus reglas significaba, en la práctica, que la dictadura terminaba. Y así ocurrió. Difícil imaginar un acto más elocuente y expresivo para otorgar legitimidad a la nueva carta constitucional. 

    El diseño original fue modificado de acuerdo con personeros representativos de las diversas fuerzas políticas civiles y plebiscitado con amplísima participación popular¹⁰. Se ha dicho, en tal sentido, que fue una transición pactada¹¹ y que a través de dicho plebiscito el pueblo retomó el poder constituyente¹². Todo esto habla de la fuerza de la tradición democrática chilena. 

    A su vez, ese texto ha sido reformado numerosas veces, ya en democracia, y se trata de cambios importantes. Alguien podría sostener que algunas de las reformas son de tal naturaleza que se ha modificado su espíritu, su sustancia¹³. Incluso, desde 2005 lleva la firma del presidente Lagos. Claudio Alvarado, en un libro reciente, pinta todo un fresco de autores y políticos relevantes y diversos para justificar su tesis de que la Constitución de hoy ya no es la del 80, ya no es la de la Comisión Ortúzar. Alvarado quiere convencernos de que el sable del general Pinochet —como en su momento el del general Navarrete— se ha desvanecido y ya no pesa en nuestra Carta Fundamental. Para respaldar esta tesis se entreveran declaraciones expresas al respecto de figuras de posiciones políticas muy disímiles: Alejandro Silva Bascuñán, Francisco Cumplido, Tomás Moulián, Pablo Ruiz-Tagle, Samuel Valenzuela, Edgardo Boeninger, Ricardo Lagos y Patricio Zapata, entre otros. Ninguno de ellos cree —o creyó, en el momento en que lo dijeron y recoge la cita— que el problema medular sea el origen¹⁴.

    Además, ha sido la Constitución de años en los que Chile ha conseguido logros admirables; entre ellos, dejar de ser un país de pobres y pasar a ser un país donde predominan las capas medias. Y, sin duda, algunas de sus instituciones han jugado un papel decisivo en ello. 

    En el fondo, si hubo ilegitimidad en el origen, la Constitución se ha legitimado a través de su ejercicio. Ha regido hace ya casi 30 años y en el país ha habido orden, democracia y desarrollo económico. 

    Por tanto, la legitimidad del origen no es lo que está en cuestión. Ese diagnóstico está errado. El tema del origen no justifica en absoluto el movimiento en pro de una nueva constitución.

    1.2. El poder de veto de la minoría

    Un segundo argumento que se esgrime es que su estructura consagra el poder de veto de una minoría política. En otras palabras, sería una constitución antidemocrática. El sistema electoral binominal, las leyes con quórum supramayoritario, el poder del Tribunal Constitucional y las normas para reformar la Constitución tendrían esa finalidad: robustecer el poder de veto de una minoría —la derecha, en concreto—. Algunos años atrás la institución de los senadores designados habría formado parte de esa estructura, pero una reforma los eliminó. Ese conjunto de normas constituye un núcleo duro diseñado para impedir que la voluntad de las mayorías pueda expresarse en políticas públicas concretas, para negar al pueblo potestad para actuar¹⁵.

    Un argumento análogo se ha planteado acerca de la Constitución de los Estados Unidos. Por ejemplo, Holton sostiene que su gran esperanza [la de los delegados] era que la Convención pudiera encontrar una manera de meter de nuevo al genio democrático en la botella […] la mayoría de los miembros de la Convención Constitucional compartían el deseo de crear un gobierno nacional que fuera sustancialmente inmune a la influencia popular y, sin embargo, lo suficientemente democrático como para ser ratificado. […] La belleza siniestra de la Constitución [...] es que cuando los ciudadanos se encuentran con que no pueden influir en la legislación nacional, no tienden a culpar al sistema sino a sí mismos. […] el país nunca atraería capitales a menos que se hiciera menos democrático. […] lo que querían darle al ciudadano común era prosperidad, no poder¹⁶. La tesis de Holton es que el diseño de la Constitución fue una reacción ante las tendencias democráticas de los gobiernos de los estados durante la vigencia de la Confederación. Concretamente, los Fundadores consideraban, según Holton, que la influencia excesiva del pueblo en esos gobiernos explicaba las políticas económicas inflacionarias y otras formas de populismo. El diseño constitucional de la Convención habría sido todavía muchísimo más restrictivo de la voluntad popular si no hubiera sido necesario ratificarla en los estados. Pero el objetivo que inspira el complejo sistema de pesos y contrapesos de la Constitución de los Estados Unidos sería neutralizar la expresión del pueblo.

    De una manera u otra, la crítica al poder de veto de una minoría en la Constitución de 1980 es un planteamiento de larga data en Chile¹⁷, pero que ha alcanzado particular notoriedad por la extraordinaria lucidez, profundidad y radicalidad de la argumentación de Fernando Atria. Las normas que, como ya he adelantado, configuran esos cerrojos son: 1) las leyes orgánicas constitucionales que versan sobre ciertas materias y requieren 4/7 (57% de los parlamentarios en ejercicio) para su modificación; 2) el sistema electoral binominal; 3) el Tribunal Constitucional y 4) los quórums requeridos para reformar la Constitución que son del 3/5 (60%) o 2/3 (66%) de los parlamentarios en ejercicio, según los casos¹⁸.

    Sin embargo, de los 120 artículos originales de la Constitución del 80, solo cerca de 20 no han sido modificados¹⁹. Eso demuestra que la Constitución se puede modificar. Pero no se habría modificado el núcleo duro de la Carta Fundamental.

    La modificación de ese núcleo duro, según Atria, haría caer los cerrojos o trampas e implicaría una nueva constitución. Eso sería una nueva constitución, afirma, incluso si el resto del texto no fuera modificado²⁰. Solo que no lo cree posible. La Constitución estaría diseñada para hacerlo imposible. Por consiguiente, se requiere una nueva constitución.

    Pero, de hecho, una de esas reformas imposibles fue posible. Ya cayó uno de esos cerrojos; se acabó el sistema binominal y ahora nos rige uno proporcional, cuyos efectos, por lo demás, ya se pueden apreciar en la rápida proliferación de nuevos partidos políticos y en la estrategia de los existentes. 

    La reforma de la Constitución es difícil, pues, como vimos, exige un quórum muy alto: 3/5 o 2/3 de los parlamentarios en ejercicio, según los casos. Con todo, la Constitución de Japón también exige 2/3 de ambas cámaras y, adicionalmente, un plebiscito. En México se requieren 2/3 de ambas cámaras más la mayoría de las asambleas de los estados. Reformar la Constitución de Estados Unidos es todavía más difícil: 2/3 de ambas cámaras y 3/4 de los estados.

    Por otra parte, el Tribunal Constitucional tiene algunas funciones análogas a las del Tribunal Constitucional de Alemania, el Consejo Constitucional de Francia o a la Corte Suprema de Estados Unidos en cuanto a control de la constitucionalidad de proyectos de ley aprobados por el Congreso —que es lo que se objeta como contrario a la democracia—. Se trata de una cuestión disputada, pese a que entre los delegados de la Convención de Filadelfia parece haber habido bastante consenso sobre el tema²¹. El locus classicus de la defensa del control constitucional preventivo se encuentra en El Federalista n.º 78. La reforma de las atribuciones del Tribunal Constitucional requiere un quórum de 2/3. Su competencia fue ampliada en la reforma constitucional de 2005²². Esta reforma demuestra que, pese al alto quórum, la modificación de las normas que lo rigen es políticamente posible.

    El antecedente remoto del concepto de justicia constitucional se encuentra en la democracia griega. En la antigua Atenas existía un recurso —el graphe nomon me epitedeion theinai— que permitía dejar sin efecto leyes generales y permanentes (nomoi). En rigor, el recurso buscaba cautelar la mayor jerarquía de las leyes que determinaban la organización y atribuciones de los diversos órganos de la polis. Los griegos distinguían entre las normas generales y permanentes (nomoi) de las específicas y transitorias (psephismata). Había, además, otro recurso —el graphe paranomon— en virtud del cual se podían bloquear proyectos de leyes particulares o temporales (psephismata) que se estimaban contrarios a lo que llamaríamos Constitución o al bien público. Atenas tenía, como se sabe, una democracia directa, y el tribunal (dikasterion) podía de ese modo anular incluso un proyecto de ley ya aprobado por la Asamblea (ekklesia). Según Hansen, para los atenienses la abolición de estos recursos equivalía, lisa y llanamente, a abolir la democracia. Eran las grandes defensas del sistema. De hecho, su vigencia fue suspendida cuando la institucionalidad democrática se quebró, como sucedió, por ejemplo, en los años 411, 404 y 317 a. C.²³.

    Finalmente, el sistema binominal ya se abolió. Y modificar el quórum de 57% de las leyes orgánicas exige una reforma constitucional cuyo quórum es de 60%. 

    Lo que ocurre, me parece, es que —dejando entre paréntesis su análisis constitucional—, a fin de cuentas, toda la argumentación de Atria descansa en un supuesto político: la derecha, esa minoría favorecida, es y será un sector granítico; sus intereses son y serán siempre convergentes; las normas vigentes la benefician y seguirán beneficiándola para siempre. Creo que es una predicción incierta. Puede darse o no darse según las circunstancias futuras. Puesto en duda ese supuesto —que es un diagnóstico político, no una tesis constitucional—, la teoría de los cerrojos pierde fuerza. De hecho, esa minoría con poder de veto varias veces se ha dividido. La ya señalada reforma constitucional que eliminó el sistema electoral binominal es la prueba. 

    Atria hizo su análisis cuando regía el sistema electoral binominal. Pero el sistema proporcional incentiva comportamientos políticos diferentes a lo que estimulaba el binominal. Este último premiaba la configuración de dos grandes partidos o coaliciones de partidos. El sistema proporcional tenderá a crear más partidos y más independientes entre sí. Por lo tanto, las coaliciones serán más frágiles, menos unificadas y surgirán —como están surgiendo— más partidos²⁴. Por consiguiente, se hará más probable que se formen mayorías para proyectos de ley específicos que no coincidan con las dos grandes coaliciones que han primado en las últimas décadas. La cohesión de estos dos bloques se ha debilitado. Se hará menos probable, entonces, que los partidos de derecha (eran dos y en las elecciones de 2017 fueron tres) se mantengan férreamente unidos.

    El otro supuesto político, por cierto, es que esa derecha granítica siempre obtenga al menos un tercio de la votación, pues en caso contrario pierde su poder de veto.

    Supongamos, por ejemplo, que la derecha pierde el tercio —y, por tanto, su veto— y la coalición de gobierno modifica el artículo constitucional y la ley orgánica correspondiente y —libre de posibles objeciones constitucionales— pone fin al subsidio de la educación privada. Si en las elecciones siguientes la derecha gana la Presidencia y la mayoría en ambas cámaras, pero la oposición logra un tercio de los escaños, la derecha no tendrá los votos para modificar esas disposiciones y reponer los subsidios a la educación privada. 

    Para modificar las normas señaladas se requiere, por tanto, o una mayor cantidad de parlamentarios o negociar y llegar a un acuerdo con la minoría o, al menos, con una parte de ella para lograr el 57%, el 60% o el 66% de los votos exigidos, según los casos. Nada de fácil, pero no imposible, como lo demuestra la experiencia.

    En términos generales, mi impresión es que si la cuestión fuera qué atribuciones deben tener el Tribunal Constitucional y el Congreso Nacional, si es conveniente plantear de otro modo los derechos sociales, cambiar el régimen de gobierno, rebajar los quórums supramayoritarios de ciertas leyes, cambiar las normas sobre la propiedad privada o fortalecer el regionalismo, no estaríamos hablando de una nueva carta constitucional. Estaríamos discutiendo reformas específicas a la Constitución vigente. Y si las reglas que rigen la reforma constitucional lo hacen muy difícil, el tema sería la conveniencia de modificar dichas reglas. 

    Pero ¿por qué va ser más fácil obtener los votos para aprobar una reforma constitucional que abra paso a toda una nueva constitución cuyo contenido queda abierto (66% de los votos, según el capítulo XV) que modificar artículos específicos de determinadas leyes orgánicas que requieren un 57%? En general, ¿por

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