Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La comunidad fragmentada: Nación y desigualdad en Chile
La comunidad fragmentada: Nación y desigualdad en Chile
La comunidad fragmentada: Nación y desigualdad en Chile
Libro electrónico234 páginas5 horas

La comunidad fragmentada: Nación y desigualdad en Chile

Calificación: 4.5 de 5 estrellas

4.5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Dice el autor acerca de su libro: “En este libro, el tercero de la Trilogía del Bicentenario, hemos tratado de comprender los diversos sonidos que surgen en la sociedad chilena. Deben haber muchos más. Hablamos de los que hemos registrado. El proceso de restauración de las oligarquías nacionales, es un eje central de comprensión. Es la primera muralla de esta sociedad fragmentada. La aparición de la nueva clase media urbana y moderna es el fenómeno de mayor importancia producto del éxito del modelo económico, es su parte exitosa. Y al mismo tiempo, su Talón de Aquiles. Las múltiples fronteras que dividen a esta sociedad amurallada impiden que un régimen democrático y meritocrático se reimplante en el país. A los éxitos de masificación de la educación universitaria se opone el poder tradicional, el clasismo y no pocas veces, el racismo larvado. Tratamos de sintonizar los sonidos de los excluidos. Pescadores atrapados por las redes de las empresas descontroladas; jóvenes mapuches en busca de la reconstrucción de su historicidad; y jóvenes, multitudinarios, que en las poblaciones de Santiago muestran un descontento profundo y construyen una retórica de rencores y resistencias, la voz de los poetas olvidados. Tanto unos como otros forman la juventud del Bicentenario, la que dominará el siglo veintiuno. Estas voces y memorias subalternas probablemente no se escucharán. Pensar el Bicentenario desde el presente malhumorado, requiere de un tempo suave y meditativo, que es lo que hemos intentado hacer en este libro. La crítica a la idea de Nación que estamos construyendo los chilenos, debe ser lenta, debe adaptar el oído de modo que se escuche hasta el último violín de la orquesta.”

SOBRE EL AUTOR:

José Bengoa es Licendiado en Filosofìa y se ha especializado en temas de historia y cultura. Ha escrito numerosos libros, entre ellos: Historia social de la agricultura chilena (Ediciones Sur); Historia del pueblo mapuche. Siglos XIX y XX (Lom Ediciones); La comunidad perdida (Sur Ediciones); Historia de un conflicto; El Estado y los mapuches durante el siglo XX (Planeta); La emergencia indígena en América Latina (Fondo de Cultura Económica).
Ha sido profesor invitado, entre otras, en las universidades de Indiana, EE.UU. (1996); Cambridge, Inglaterra (1998); Complutense de Madrid, España (2002); y París, Francia, Cátedra Pablo Neruda (2003). Es miembro del Grupo de Trabajo de Minorías de las Naciones Unidas. Ha recibido la beca Guggenheim (2002). Actualmente es profesor de la Escuela de Antropología de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano en Santiago de Chile.
En 2003 publicó Historia de los antiguos mapuches del sur (Catalonia) y en 2006 La comunidad reclamada. Utopías, mitos e identidad en el Chile actual (Catalonia). Ambos libros han sido galardonados con el Premio Municipal de Literatura en 2005 y 2007, respectivamente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 feb 2018
ISBN9789563240337
La comunidad fragmentada: Nación y desigualdad en Chile

Lee más de José Bengoa

Relacionado con La comunidad fragmentada

Libros electrónicos relacionados

Historia para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La comunidad fragmentada

Calificación: 4.5 de 5 estrellas
4.5/5

2 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La comunidad fragmentada - José Bengoa

    NOTAS

    PREÁMBULO

    El sentimiento de fragmentación y desigualdad ha surgido nuevamente en la sociedad chilena como parte de su riqueza, crecimiento económico y en algunos casos opulencia. Cuando se pregunta a los chilenos por su situación, dicen que están bien, en un país ordenado y relativamente tranquilo; pero bajan la vista y con una cierta vergüenza señalan que existen muchas diferencias sociales, los ricos son muy ricos y los pobres siguen siendo muy pobres. El crecimiento fragmentado hace pedazos los éxitos estadísticos. La desigualdad es pariente cercana de la injusticia y el sentimiento derivado conduce al rencor y a las odiosidades.

    Las conmemoraciones del Bicentenario de la Primera Junta Nacional que en 1810 diera lugar a la República de Chile se aproximan de modo inexorable. Y como en todos los aniversarios de fechas contundentes, las sociedades, como las personas, se preguntan sobre sí mismas. ¿Qué hemos hecho?, es lo más habitual. ¿Quiénes hemos llegado a ser? es una pregunta a veces obsesiva. Pocas dudas caben que son momentos de evaluación. El trabajo intelectual no podría quedar ajeno a ello.

    El Bicentenario encuentra a Chile en su segundo ciclo económico primario exportador de mayor importancia. Ayer fue el salitre, hoy es el cobre. Pareciera que los momentos de enriquecimiento de esta naturaleza le hacen mal al país. En ambos casos se trata de riquezas extraídas por un pequeño sector y que se valorizan como consecuencia de coyunturas mundiales ajenas al esfuerzo cotidiano y sistemático de la mayoría de la población. Las finanzas y la especulación bursátil se transforman en la fuente de enormes fortunas y a veces también de quiebras y desastres. Este tipo de riqueza, ayer y hoy, provoca el derroche y la ostentación en los ricos y las expectativas frustradas, el resentimiento, en los pobres y sobretodo en los no tan pobres. El sueldo de Chile no es necesariamente el sueldo de todos los chilenos. Cuando los precios se desploman, la crisis y el enojo vuelven a caminar por nuestros campos de flores bordados.

    Chile del 2010 es más parecido al del 1910 que al del siglo veinte nacional popular, mesocrático e industrial. Un Estado adinerado controlado por oligarquías plutocráticas y entrelazadas a cúpulas partidarias; rápido enriquecimiento financiero bursátil de sectores que podrían haber salido de las páginas de El Socio, la novela satírica de Jenaro Prieto; tendencia rentística manifiesta de los propietarios locales y desnacionalización acelerada de la economía; gasto público concentrado en infraestructura, antes trenes y hoy carreteras; y, por el otro lado, reclamo social, reprimido con fuerza, presencia de idearios anarquistas en los desposeídos y reemplazo, en los ricos, de las ideas de justicia social por las de beneficencia y caridad, como estructuras calmantes de conciencias. Las comparaciones son múltiples.

    Leer los signos y señales del tiempo en que uno vive es un asunto difícil. La tendencia natural es transformar el presente en una eternidad inmóvil. Los chilenos miran al otro lado de sus fronteras y se sienten orgullosos de sí mismos. No era demasiado diferente hace 100 años, cuando las comparaciones abundaban y el menosprecio al vecindario era igualmente generalizado. Pero no ocurre lo mismo con quienes nos visitan o miran desde fuera. Muchos perciben nuestros silencios, porque a veces lo que se calla es lo que resuena con mayor estridencia, y en el Chile del Bicentenario los silencios gritan. El historiador inglés Peter Burke me decía que en una visita guiada al palacio de La Moneda se le había hablado largamente de Toesca y, ante su asombro, no había sido mencionado el presidente Salvador Allende. En un estudio reciente, realizado por una Fundación, acerca de cómo nos vemos los chilenos, no aparecía en parte alguna la existencia de los mapuches. Un analista de estos estudios señalaba que para la mirada de los chilenos el país era puro paisaje, sin personas que lo habitaran. Curioso asunto.

    He tratado de observar la sociedad chilena desde sus bordes, desde las memorias que no se conservan en los archivos, como decía Edward Said. Bordes étnicos, bordes geográficos, bordes sociales. Chile, además, se ha caracterizado en estos años por construir fronteras internas. Por ello titulamos este libro La Comunidad Fragmentada, esto es, llena de rupturas, límites y barreras que no se pueden traspasar fácilmente. Observar al país desde estas rupturas es una posibilidad explicativa. No tiene por qué ser la única mirada. Es evidentemente una mirada de carácter etnográfico. Hay quienes, en cambio, observarán el país desde los centros del poder, desde lo posible más que desde lo deseable; y es válido. Probablemente se encontrarán con otras verdades.

    Quizá la fragmentación es inherente a las sociedades modernas y por ello el sueño de la comunidad, nacional en este caso, y de la integración social consecuente, es un sueño imposible. Pero lo que no cabe duda es que en esta sociedad de los inicios del siglo veintiuno existe la referencia, utópica quizá, de una comunidad de menor fragmentación. La opulencia, los privilegios no compartidos, la arbitrariedad proveniente del origen familiar, los favores productos del poder y la riqueza, la pobreza misma, es vista como un atentado al vivir común. Nadie quiere vivir en la fragmentación, nadie la acepta. Más aún, la mayoría considera que la manera como en Chile se distribuyen los recursos económicos, pero sobre todo los culturales y políticos, es explosiva, indecente e inaceptable. Esa apelación que en días de elecciones es generalizada, es la prueba máxima de que el ideario de una comunidad, "Perdida" de acuerdo a la nostalgia, Reclamada de acuerdo al proyecto y "Fragmentada" de acuerdo a la realidad de los hechos, está presente, muy presente en la conciencia colectiva de la ciudadanía.

    Chile se ha modernizado de una manera excesivamente desigual y ahí reside el talón de Aquiles de su desarrollo. Detrás de cada uno de sus éxitos económicos hay un reguero de desastres humanos, sacrificios de miles de personas, catástrofes medioambientales y comunidades locales destruidas que han sido y son finalmente la retícula que ha organizado y organiza esta sociedad. Esa demolición de los lazos primordiales ha sido la causa de los reclamos que en estos años ha habido, esto es, de los estallidos fugaces de rencores y de la no organización sistemática de demandas y de la consecuente no constitución de movimientos sociales. El reclamo de estos años ha estado siempre centrado en la desigualdad, en la fragmentación social arbitraria. Ninguno de estos reclamos, el de los jóvenes pingüinos por ejemplo, de los jóvenes mapuches, de los pescadores, las manifestaciones más evidentes del descontento social, ha sido procesado por el sistema político. Los reclamos se han empantanado en comisiones, leyes mal negociadas y expectativas frustradas. Con mirada un poco más histórica, para la que son útiles las comparaciones, se podría pensar que esas demandas por una mayor integración y una menor fragmentación social se van a transformar alguna vez en las grandes demandas sociales del siglo veintiuno, y por lo tanto en planes y políticas. El retraimiento de los jóvenes del sistema político, los brotes de anarquía y la dispersión de los liderazgos no son más que expresiones de esta contradicción.

    Porque cuando reviso esta Trilogía del Bicentenario me digo que la crítica social en estos años ha sido débil, y me incluyo. Muchas veces se ha dicho que para qué exagerar las cosas. Decir en Chile que el modelo económico es un desastre, que los empresarios no son tales, que son unos depredadores de corto plazo, que son rentistas y precapitalistas, ha sido visto como una exageración. Hasta que uno de los siete clusters en que se basa el desarrollo económico del país, el de los salmones, se fue al traste por la ineficiencia tecnológica, la soberbia empresarial, la ausencia de mínimos cuidados con el medio ambiente y el trato ominoso a la mano de obra. Desde hace un año la industria productora de salmones del sur de Chile se derrumbó. Un trabajador decía en una entrevista, es como el salitre a comienzos del siglo veinte. Las balsas flotan apaciblemente abandonadas, destruyéndose con el golpe de las olas. Los empresarios, con un desenfado digno de mejor causa, culpan al Estado. Los pobres, ahora sin empleo, incluso añoran la explotación a la que estaban sometidos, las indignas condiciones de trabajo que sufrían. La idea de la producción de salmones la recibieron de una agencia estatal, Pro Chile, que realizó las investigaciones. No invirtieron más en investigación. Ni una de las universidades que controla la nueva oligarquía del dinero realizó estudio alguno sobre lo que allí podría ocurrir y ocurrió. Dijeron a los medioambientalistas que eran antipatriotas, apropiándose de una manera mañosa de la patria. Hoy lloran sobre toneladas de pescados muertos que no saben como enterrar.

    Cuando hace diez años comencé estas reflexiones sobre el Bicentenario y nuestra Comunidad perdida, no imaginé siquiera a dónde iba a llegar esta idea de modernización compulsiva. Frente a la realidad que se vive en este invierno del año 2009 en el sur de Chile, la crítica quedó piticiega. Los viejos chilotes lo sabían, más bien lo intuían. Pero ni yo, ni nadie pensó que la verdad se iba a imponer con tanto resplandor. Hoy todos hacen leña del árbol caído y los periodistas muestran en la televisión escenas dramáticas. Me digo una vez más que la crítica se queda siempre corta frente a la realidad; sobre todo cuando explota.

    Por eso la comparación con el Centenario hace sentido, como de manera espontánea lo dijo el trabajador salmonero. La sociedad plutocrática de comienzos del siglo veinte, de la que apenas recordamos sus bigotes puntiagudos, sus coleros ridículos y los fracs ajustándose a sus barrigas satisfechas, sus mansiones y palacetes, se atrincheró en la inconciencia social. Hoy, en la mayor parte de los casos, sus descendientes se amurallan y enrejan, acosados, en los faldeos cordilleranos del valle del río Mapocho. El Centenario fue una conmemoración excluyente. En Rengo, Luís Emilio Recabarren dijo con dureza: los pobres no tenemos nada que celebrar. ¿Cuántos no pensarán o dirán lo mismo hoy día a un año del Bicentenario de la República? Esa es la pregunta que nos martiriza en este libro y que nos ha llevado a escribirlo.

    A diferencia de hace cien años, el siglo veinte nos dejó la cultura de la igualdad como legado fundamental. Se acabó el ciclo del oro blanco y Chile tuvo que empezar de nuevo. Con más modestia y esfuerzo compartido. No nos vaya a pasar lo mismo. A quienes criticaron hace cien años lo que ocurría se los tildó de exagerados. Con el tiempo adquirió mas importancia la cuestión social que los parques de mala imitación francesa que en un día de arrebatos e iras, una generación de por medio, fueron finalmente destruidos por la poblada. En este libro tratamos de ver los procesos sociales que se cruzan en el Bicentenario de modo de imaginar un poco lo que vendrá.

    Se inicia el siglo y un tercer período de la larga historia de esta comunidad que vive entre la majestuosa cordillera y ese mar que tranquilo nos baña. ¿Y quién no quisiera un futuro esplendor para esta Comunidad Fragmentada?

    PRIMERA CRÓNICA

    LA COMUNIDAD FRAGMENTADA

    Alta Mar

    La noche estaba oscura, muy oscura. No había luna. La lancha se movía tranquilamente hacia altamar. La tripulación, formada por cuatro hombres, dormía en los dos camarotes. Iba sentado en un banquillo en la popa y me bamboleaba al ritmo de los crujidos de la lancha. ¿Tiene frío?, me preguntó uno de los pescadores, pasándome una manta; gracias, le dije y me abrigué mientras una sonrisa se dibujaba en su cara morena y curtida. Pensé entonces "¡Oh, patria querida!"

    Habíamos salido a las tres de la mañana desde la caleta Queule. Una lancha de madera de doce metros de largo, llamada La Anguila, pintada azul y verde oscuro. Son las que se utilizan para la pesca en el sur de Chile. A la proa un poco alta sigue un espacio amplio donde realizan las faenas. Un portalón de madera da a la bodega donde se guardan los pescados. Hay un puente de mando. Es una pequeña construcción de madera con ventanales estrechos que dan hacia la proa. Como una casita del sur de Chile. Allí está el timón. Desde hace algunos años casi todas las lanchas poseen radios y algunos instrumentos que les permiten ubicarse y ser ubicadas con mayor precisión y sobre todo determinar en qué lugar exacto dejaron caladas sus redes y volver a encontrarlas. El capitán, instalado en el puente, va dirigiendo el lanchón hacia los lugares donde el día anterior han dejado las redes instaladas, lo que ellos denominan caladas. Al final de la lancha, en la popa, está la pequeña cabina, dos camarotes, que en este momento comparten los cuatro tripulantes, una cocinilla para preparar el desayuno y la comida en los viajes más largos y, debajo del piso, el motor que ronronea, echa humo y del cual se depende. Los pescadores del sur usan buenos motores en sus lanchas. Generalmente son motores de camión, reacondicionados para el mar; no pocas veces son de la marca Mercedes Benz, muy apreciada entre ellos. El que teníamos era un Nissan japonés, al que consideraban un buen motor. El motor, en vez de mover las ruedas a través del cardán del camión, mueve una hélice. En algunos casos mantienen la misma caja de cambios terrestre y en otros la cambian por una caja marinera, que les permite poner marcha atrás con mayor facilidad y hacer todo tipo de maniobras.

    En la popa, o parte de atrás de la lancha, siempre se acumula todo tipo de trastos: Los bidones del petróleo, si el motor es diesel petrolero, bidones de agua, mangueras para diversos usos, palos que servirán de algo, trajes de agua, botas, y un sinnúmero de objetos que serán útiles de alguna manera en la faena. En ese extraño lugar de cachivaches me senté a observar esa noche fría en que poco a poco iba amaneciendo y nos internábamos en la oscuridad del mar del sur.

    El golpeteo de la lancha sobre las olas iba adquiriendo un cierto ritmo que lleva lejos el pensamiento y produce un cierto embotamiento de los ojos. Es de madrugada y en el camino hacia alta mar acude multitud de imágenes a la cabeza. Será que es evidente o estará pegado a nuestra cultura de gente de la costa. Finalmente, me digo, he nacido y me he criado en Valparaíso. El mar está presente en nuestra vida, somos, aunque no queramos, una sociedad marítima, vivimos en el litoral. Es tan grande la mar, que cuando uno se interna en ella no puede menos que apreciar la propia vulnerabilidad. Vamos avanzando hacia la profundidad y nos vamos acercando a lo que es un punto en un plano acuático desprovisto de contornos. Y surge el placer por la aventura, por la salida desde los lugares conocidos y seguros y la posibilidad de transformarse en un punto en el espacio infinito, como habría sugerido el poeta. Porque pareciera que el instinto gregario que tenemos los humanos consiste precisamente en olvidar –reunidos en la comunidad– que estamos solos en un espacio multitudinario. En el fondo las rencillas con las que vivimos permanentemente nos permiten olvidar nuestra soledad. Desde que el humano es humano, ha buscado juntarse con otros, ojalá con muchos, para así verse acompañado, decir somos varios, como me decía alguna vez con su voz campesina un viejo dirigente al ver llena la asamblea. Al adentrarnos en el océano Pacífico ya no somos varios. En ese momento éramos solamente seis personas, cuatro de ellos dormían, yo entre que pensaba y soñaba, e íbamos en manos del capitán. Había escuchado decir días antes a Hernán Machuca, el presidente de los pescadores, acá en la caleta se quedan todas nuestras diferencias, en el mar somos todos pescadores, todos iguales, dependemos todos de todos…

    Vamos hundiéndonos en la oscuridad, pero con la secreta seguridad de que en las inmediaciones andan otras embarcaciones iguales a la nuestra. Cada cierto tiempo hay comunicaciones, risas, señales de luces, ¿cómo les va?, informaciones a veces mentirosas, evasivas, para que no calen las redes en los mismos lugares, pero allí están, disponibles para cualquier emergencia. Al que hay que ayudar se le ayuda. El mar nos une, había dicho el dirigente con la sabiduría que da la experiencia. Así es, la bulla iba quedando atrás a medida que nos alejábamos de la caleta. Allá quedaban los problemas del vivir cotidiano, que con las millas de distancia se iban perdiendo en la lejanía. Es tan fuerte el mar, tan altas las olas, queda tan indefenso el ser humano que adquiere poco a poco su verdadera dimensión.

    No podía menos que pensar que en esa circunstancia sustantiva se organiza la cultura que define y caracteriza a los pescadores artesanales. Gente acostumbrada a levantarse antes del alba y a salir a enfrentar lo desconocido, siempre desconocido, lo más próximo al infinito, a depender del mar insolente, de la mar veleidosa y cambiante. Una sensación de inseguridad y arrojo se reúne contradictoriamente en los hombres que van en la embarcación. Frente a la permanente ansiedad que producen los elementos en estado brutal, el hombre adquiere coraje, gallardía, capacidad de sobreponerse, mira con vista alta los desafíos que se le vienen por delante. Y esta manera de enfrentar el mar los conduce a enfrentar del mismo modo la vida, y les va transformando la mirada y los cuerpos.

    Por que si algo caracteriza a los pescadores es su hermosura, su sonrisa amplia, la piel bronceada y curtida por el viento del mar, gente hecha del ejercicio permanente, de musculatura firme y talante alegre. En los pescadores no se ve servidumbre en el mirar, no se percibe lo torcido al dar la mano, nunca se escucha la palabra dicha a media lengua y con objeto denigrante. La talla va directa, la mirada se pone frente a la mirada, sin bajarla pero sin orgullo ni necesidad de dominación, la mano se entrega abierta, fuerte y amplia.

    Hacía tantos años que trataba de interiorizarme más con la cultura de los pescadores artesanales; por eso habíamos llegado a Queule, cerca de la desembocadura del río Toltén... Desde joven me había criado cerca del mar, buceábamos con los amigos y había conocido a muchos pescadores. Había vivido con ellos en Tongoy cuando salíamos a meternos a la mar. Siempre me había impresionado la libertad que mostraban en la manera de ser y de vivir. La libertad del hombre libre, habría que decir, recordando que es una actividad humana que se remonta hasta antes del neolítico, la primera revolución, según algunos antropólogos, que llevó al ser humano a atarse a otros e ir perdiendo poco a poco esa libertad primigenia. Ahí, me dije en medio del bamboleo

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1