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Racismo en Chile: La piel como marca de la inmigración
Racismo en Chile: La piel como marca de la inmigración
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Libro electrónico486 páginas5 horas

Racismo en Chile: La piel como marca de la inmigración

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La inmigración es una realidad en todo Chile. Hace más de dos décadas que mujeres, hombres y niños provenientes de América Latina, el Caribe y otras regiones del mundo, han llegado con la esperanza puesta en el trabajo que les brindemos para establecerse junto a sus familias. Los inmigrantes protagonizan los desplazamientos resultantes de la pobreza, las persecuciones o las guerras, tal como sucediera con los chilenos (as) en otros momentos de la historia. Sin embargo, su estadía en el país se complica debido al temor y a la desconfianza de algunos (as) cuando los encuentran. Producto de distintas voces, este libro muestra al racismo como una práctica basada en mitos violentamente desplegados contra quienes se considera como "los otros inferiores", potenciando el "nosotros chileno" supuestamente superior, que tendría el derecho de explotar, humillar y hacer sufrir. El desconocimiento histórico, la incomprensión de situaciones no buscadas y el constante deseo de nación, develan cómo la clase, la etnia, la "raza" y el género, son los marcadores de un racismo que precisa ser expulsado de nuestras existencias.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jul 2022
ISBN9789561127586
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    Racismo en Chile - María Emilia Tijoux Merino

    C

    APÍTULO

    I

    LA PRESENCIA DE RACISMO EN CHILE: REGRESO DE LA RAZA E INMIGRACIÓN COMO PROBLEMA

    RAZA Y CALIDAD DEL VIDA EN EL REINO DE CHILE. ANTECEDENTES COLONIALES DE LA DISCRIMINACIÓN

    C

    ELIA

    C

    USSEN

    ¹

    Resumen

    Este artículo busca historizar las percepciones chilenas hacia orígenes africanos. Se plantea que las circunstancias coloniales propias de Chile moldearon formas locales de discriminación, y que más que el concepto de raza, el estatus de una persona estaba basado en la percepción de características que incluían el honor, la condición económica, la legitimidad, el entorno social, además de los marcadores fenotípicos de los orígenes ancestrales.

    Palabras clave: discriminación, raza, Historia colonial de Chile.

    Abstract

    This article seeks to historicize the outlook towards African ancestry in Chile. It argues that during the colonial period particular circumstances molded local forms of discrimination, and that rather than a concept of race, the status of an individual was forged through the combination of traits that included honor, economic condition, legitimacy, social connections and phenotypically markers of ancestry.

    Key words: discrimination, racism, Colonial history of Chile.

    En un lapso de 350 años doce millones de hombres, mujeres y niños fueron capturados en innumerables localidades al interior del continente africano y transportados a la fuerza hasta América. Continuamente, durante los siglos

    XVI

    y

    XVII

    , barcos cargados con cientos de inmigrantes forzados –conocidos como piezas de India– atracaron en Cartagena de Indias, luego de pasar cincuenta días navegando por el Atlántico y el Caribe. Desde ahí algunos contingentes de esclavos fueron trasladados a Panamá y luego por tierra o por mar hacia Lima, capital del Virreinato del Perú². Quienes seguían su camino a Chile navegaban contra la corriente de Humboldt hasta llegar finalmente a Valparaíso, después de siete meses de perder de vista la costa del continente de sus antepasados. Ya en el siglo

    XVIII

    la ruta al Reino de Chile era más directa pero no por eso menos dura: luego de cruzar el Atlántico y eventualmente hacer escala en Río de Janeiro para subir o bajar mercadería humana, los barcos negreros seguían su ruta hacia Buenos Aires o Montevideo. Era común que uno u otro interesado chileno se hiciera presente entre el público expectante en los remates de esclavos. Hecha la inversión en la mercadería humana, subían sus esclavos a carretas rumbo a Mendoza, desde donde cruzarían los Andes a pie o a lomo de mula por el paso Uspallata (Grandin 2014, 119-122). El trayecto de Mendoza a Santiago era conocido por el pavor que provocaba en todo viajero. Para los hombres y mujeres de esta primera diáspora africana la angustia se intensificaba con la cercanía del último tramo de un largo periplo, que invertía sus historias de vida y le llevaba inexorablemente hacia un futuro de trabajo interminable y la sumisión a un amo.

    De esta forma los africanos hablantes de wolof, congo, mandinga y muchos otros idiomas de los tres grandes grupos lingüísticos de África, perdieron sus lazos de parentesco y comunitarios de sus lugares de origen y se vieron obligados a reconstruir sus vidas e identidades, de acuerdo con nuevos parámetros construidos en el Nuevo Mundo. Los misioneros católicos que los esperaban en los puertos de llegada los bautizaron con nombres cristianos y les hablaron de su pertenencia a una nación africana, a partir de denominaciones construidas con base en el punto de su embarcación o bien en una supuesta zona de origen. Los rótulos congo, mandinga, angolo, y carabalí entre muchos, por extraños que hayan sido en un primer momento para los cautivos, llegaron a ser usados universalmente en las colonias, incluso a la larga por los mismos esclavos y sus descendientes. Pero surgieron otros marcadores: los párrocos, notarios y oficiales reales se referían a los africanos como bozales, morenos, negros y pardos, y sus hijos de orígenes mezclados fueron denominados mulatos, mulatillos, cuarterones, zambos y zambaigos. El Nuevo Mundo había inventado incontables maneras de nombrar al africano y a sus descendientes, pero ninguna se reducía a una simple condición de raza o color de piel. La idea de una raza negra no estaba presente en los primeros siglos de la esclavitud americana y solo se instalaría en el imaginario colectivo con gran fuerza cuando los antiguos reinos de ultramar ya eran Repúblicas independientes.

    Para nosotros, quienes miramos esta historia a una distancia de casi 200 años desde la abolición de la esclavitud en Chile en el año 1823, es difícil imaginar las dimensiones y los costos del desarraigo y el sometimiento a las necesidades, deseos y caprichos de sus amos. Es igualmente difícil entender la naturalidad con la cual la sociedad de aquel entonces aceptaba esa institución. ¿Cómo apreciar sus experiencias, sus posibilidades de superar la condición de esclavo y las variantes de la discriminación que enfrentaban? Si aceptamos la premisa de que la raza es solo una idea y no un hecho, y que la discriminación y el racismo tienen una historia propia que responde a condiciones particulares de diversos lugares y momentos, entonces surgen las preguntas: ¿cómo se configuró durante 300 años la manera en que los habitantes de esta franja del continente concebían a las personas traídas en cadenas desde el continente africano y a su descendencia? Y la experiencia pretérita ¿ofrece solo ejemplos denunciables o existen además indicios de tolerancia y huellas de inclusión? La pregunta se hace particularmente pertinente a la luz del movimiento migratorio actual de muchos africanos hacia otros continentes, incluyendo América, y de una migración transcontinental de afrodescendientes desde Colombia y el Caribe hacia nuevos destinos, como Chile. Al momento de dimensionar esta segunda diáspora contemporánea de afrodescendientes es pertinente repasar la historia de la primera inmigración africana en Chile, una parte de nuestro pasado poco reconocido pero de gran relevancia, a nuestro juicio. Una mirada a las variadas interacciones de los españoles de la época colonial y los chilenos de la República con la población de color puede dar pistas sobre la situación actual y las formas de discriminación e integración históricas de los afrodescendientes con el resto de la sociedad.

    En lo que sigue se plantea que la historia de las actitudes y percepciones hacia los inmigrantes africanos en los territorios del imperio español varían desde una valorización de sus capacidades hasta una descalificación de las cualidades morales que supuestamente portaban. A pesar de que las representaciones de los afrodescendientes eran siempre bastante ambivalentes, se percibe un cierto desplazamiento general desde una relativa tolerancia y aprecio por los africanos, hasta un marcado recelo por sus descendientes. En términos generales, en los primeros siglos de la Colonia los esclavos de orígenes africanos que ingeniaban rutas hacia la libertad podían encontrarse después con formas de integración social, cierta prosperidad y hasta modestas cuotas de prestigio. En una época posterior recrudeció un sistema de clasificaciones y la sangre negra pasó a presentar una limitante que los afrodescendientes difícilmente superaron. El origen africano llegó a ser una suerte de mancha prácticamente imborrable. Algunas de estas barreras eran informales pero palpables en prácticas de la vida diaria; otras estaban explicitadas por decreto real. Sin embargo, y como se pretende mostrar al término de este ensayo, no existen pruebas contundentes de que en Chile se experimentara con fuerza ese recrudecimiento respecto a las posibilidades de ascenso social de los afrodescendientes. Al contrario, hay indicios sobre la apertura social relativa que caracterizaba a América en la primera época colonial, que perduró en Chile hasta la Independencia, e incluso la ausencia de un recelo mayor hacia la población de color explicaría por qué la abolición de la esclavitud se produjo en 1823, décadas antes que en otras ex colonias españolas, tales como Perú (1854), Argentina (1853) y Colombia (1851).

    La desgracia de la esclavitud en la tradición española

    Los europeos descubrieron las posibilidades de comercio con África en el siglo

    XV

    . Su interés por los intercambios comerciales, sobre todo de esclavos, creció en la medida que perecía la población indígena del Nuevo Mundo, diezmada por las epidemias y la sobrexplotación. Su apetito por la mano de obra africana aumentó también con el desarrollo de la demanda europea por los productos de plantación: café, algodón, tabaco y azúcar. Durante mucho tiempo los portugueses controlaron el tráfico atlántico y, a través de ellos, los españoles recibieron a los inmigrantes de color para que trabajaran en las casas, las minas y las plantaciones del extenso territorio controlado por los Habsburgo.

    Desde aquel periodo, y hasta mediados del siglo

    XVIII

    , las cualidades morales de los esclavos africanos y de sus descendientes fueron entendidas y representadas por los europeos desde una mirada ambivalente que asociaba el color negro de sus cuerpos con el pecado, la suciedad y la muerte, pero que a la vez concebía que los africanos tenían la capacidad de integrarse plenamente en la comunidad católica, incluso de forma ejemplar. La introducción y el abrazo a la verdadera fe se comparaban con la transformación del carbón a luz, una metáfora que quedaba plasmada en las imágenes del peruano Martín de Porres y el moro Benito de Palermo (Stoichita 2010; Cussen 2014).

    Esta mirada ambivalente se encuentra expresada también en el cuerpo de leyes del siglo

    XIII

    conocido como Las Siete Partidas, el cual expresaba dos visiones que tuvieron implicancias profundas para la población afro en América: primero, la condición de siervo fue entendida como una desgracia que no alteraba la naturaleza humana, postura que desconocía el concepto aristotélico de esclavo natural. Y segundo, los padres transmitían sus cualidades morales a su descendencia. Esta creencia daba sustento al concepto de limpieza de sangre que postulaba que cualquiera con antepasados infieles (moros, judíos o herejes), que naciera ilegítimo o que ejerciera un oficio mecánico que no pedía mayores estudios (vil), quedaba excluido tajantemente de los estratos más altos de la sociedad. Tanto los cargos del aparato estatal, como el clero, la educación universitaria y los oficios que implicaban un manejo de minerales finos, quedaban fuera del alcance de los que no podían comprobar que descendían de cristianos viejos. De ahí que los esclavos y sus descendientes en el mundo colonial –en parte por su presunto origen ilegítimo o asociación con el islam, en parte por su ingreso a las artes mecánicas–, estaban condenados a los grupos bajos o medios de la sociedad, apartados de la oportunidad de acceder a las profesiones, el sacerdocio, los cargos administrativos o los lazos matrimoniales con las familias encumbradas. No obstante, sería impreciso, si no anacrónico, hablar de un prejuicio basado en la raza en esta época, dado que, como hemos visto, la primera forma de discriminación que los afrolatinos sufrieron derivaba no tanto del color de su piel ni de sus orígenes, sino también de una cercanía incómoda a las ocupaciones manuales, la informalidad de sus uniones de pareja, y su ancestral lejanía de la ortodoxia católica.

    El énfasis español en la limpieza de sangre fue la base de la discriminación adoptada por las sociedades coloniales como consecuencia de las realidades del Nuevo Mundo. En América española se desarrolló el sistema de castas, como una respuesta sociocultural a las mezclas entre individuos con raíces ancestrales en África, Europa y América. Los términos que se aplicaban a las personas híbridas variaban de forma y connotación según el lugar y el contexto, tanto así, que los historiadores seguimos intentando captar las sutilezas de posicionamiento social entre morisco y cuarterón, pardo y zambaigo. Los grupos abigarrados, que ya escapaban a las categorías nítidas, llegarían a formar parte de la plebe; tal como plantea Carmen Bernand, fue desprovist[a] de raíces étnicas pero portador[a] de una identidad colectiva (Bernand 2001, 25). En este contexto, de mayor importancia para describir y discriminar entre individuos fue el enjambre de conceptos tales como calidad, condición, nación o el comportamiento que daba cuenta de su honra y honor (Undurraga 2014). Algunos de estos términos, casta y calidad en particular, tenían relación con el fenotipo o con el color de la piel. Pero de mayor importancia fue el aprecio social basado en la autoridad y la reputación de una persona, características que se difundían y reconocían por pública voz y fama y que, asimismo, se manifestaban en su forma de hablar y vestirse, su posición económica y el circuito social en el cual se movía. Es por eso que las personas podían deslizarse entre diferentes castas a lo largo de su vida, dependiendo de las circunstancias, e incluso ingresar a espacios sociales en teoría vedados a ellos.

    En muchas zonas de América española la fluidez de esta primera época colonial cedió gradualmente a mediados del siglo

    XVIII

    , hacia una rigidez derivada en parte por el afán ilustrado de clasificar al mundo natural. Los nuevos conceptos sobre las razas humanas y los efectos nocivos de su mezcla, expresados en textos tales como el ensayo de 1775 de Inmanuel Kant De las Diferentes Razas Humanas que empezaban a circular en Europa y llegaban a América. Dichos textos producían un recrudecimiento de la visión negativa del afro que marca una segunda época en la historia de las relaciones entre los grupos heterogéneos de América. Ya a fines del siglo

    XVIII

    surge una nueva insistencia en la importancia del linaje, a costa de otras cualidades, un esquema que equipara la mancha de orígenes africanos con una irremediable falta de limpieza de sangre.

    En esta época los mestizos e indígenas de gran parte del continente ostentaron una clara ventaja social frente a aquellas personas con orígenes negros. Una serie de prácticas diarias, desplegadas sobre todo en los centros urbanos, reflejaba nítidamente esta nueva discriminación marcada por un recelo mayor hacia la sangre negra y la represión de aquellos afrodescendientes que, sin una venia oficial, ocupaban espacios en las universidades y en las profesiones, espacios que los criollos consideraban propios. En parte debido a su insistencia, la Corona emitió un conjunto de decretos para lograr el cumplimiento de la prohibición para que un afrodescendiente detentara un cargo administrativo, una profesión liberal o que accediera a la educación superior. Eran nuevas formas de combatir la fluidez social en América, sobre todo del afrodescendiente. Muy a pesar de la Iglesia Católica y de su insistencia en el matrimonio pactado libremente por los cónyuges, se promulga en América la Real Pragmática de 1776, según la cual los padres puedan obstaculizar el matrimonio de su hijo o hija basados en una presunta desigualdad social de los novios. En los hechos esta desigualdad fue interpretada por los criollos, y confirmada por las auto-ridades, no como consecuencia de diferencias de patrimonio o poder político, sino exclusivamente con base en una unión de un español o un indígena con un afrodescendiente (Seed 1988).

    El escenario chileno

    La esclavitud negra en Chile data del siglo

    XVI

    , cuando la población indígena, diezmada por las enfermedades y los abusos de los europeos, no daba abasto a las necesidades de mano de obra de los españoles, particularmente en la minería y en los trabajos mecánicos de las ciudades. Aunque numéricamente menor que en México y Lima, la población negra de Santiago no era nada irrelevante: según registros parroquiales, alcanzaba el 20 a 25% del total de los habitantes de la pequeña ciudad a mediados del siglo

    XVII

    (Zúñiga 2000). En muchos sentidos la esclavitud africana y la discriminación hacia los afrodescendientes en el Reino de Chile siguieron de cerca los patrones de las demás posesiones del imperio español. Tal como en otros centros coloniales, la elite criolla valoró la primera oleada de esclavos africanos, con la particularidad de que ese aprecio contrastaba con el recelo por la población indígena. La obstinación del indígena de Arauco para oponerse tanto a la subyugación de la Corona como a la conversión al catolicismo, sobre todo después del levantamiento indígena de 1598, recrudeció el desprecio que el español ya le guardaba. La sospecha de la fidelidad de los naturales se extendía incluso hasta las áreas cercanas a Santiago, como sucedió en Quillota, supuestamente controlada por el régimen español, pero donde hubo rebeliones esporádicas en contra del poder de la Corona en este periodo (Letras Annuas 1659, 274). En cambio, según los criollos, el africano se mostraba proclive a la conversión y su fiabilidad. El oficial del ejército, Alonso González de Nájera, planteó con vehemencia las bases de este contraste en su manuscrito de 1614, denominado Desengaño y reparo de la guerra del reino de Chile. Allí argumenta que los africa-nos traídos a Chile son de mejores cualidades que los naturales del Reino. Mientras los indígenas son de malos ánimos y de perversa naturaleza, los negros son dóciles y leales, aplicados a las devociones del cristianismo y más bien mandados que los indios. Concluye que los españoles que tienen negros en sus casas duermen sin el recelo que tienen de los indios (González de Nájera [1614], en Cussen 2009, 113).

    Por aprecio, confianza o por necesidad, los amos de Santiago y otras zonas del Reino de Chile solían encargar a sus esclavos actividades que los llevaban más allá de su supervisión directa, tales como el trabajo de feriantes, recaderas, artesanos, cocheros y pulperas. Algunos ni siquiera vivían con sus amos; simplemente les entregaban con regularidad un monto acordado, su jornal, dinero ganado en un trabajo fuera de la casa del amo. Esta autonomía y movilidad les daban a los esclavos acceso a canales para denunciar los abusos de sus amos, además de consejos y apoyos de todo tipo, como contactos, redes y oportunidades que, a la larga, aumentaban la posibilidad de lograr la tan anhelada libertad.

    Los archivos judiciales dan cuenta de muchas dificultades e injusticias que enfrentaron los esclavos en Chile: castigos excesivos de parte de sus amos, el incumplimiento de una promesa de libertad, el esfuerzo por mantener una familia unida, entre otros. Estos casos, junto a los decretos y bandos que limitaban la capacidad de los esclavos de circular pasadas ciertas horas de la noche, portar armas o usar cierta ropa lujosa, fueron la otra cara de una moneda que permitía, o incluso promovía, la integración y la movilidad social. Una vez libre el africano formaba parte de la plebe, desde donde podía luchar por mejorar sus circunstancias de vida, a veces con buenos resultados.

    Un caso muy llamativo en este sentido, pero no por eso aislado, se aprecia en el caso de Miguel de Marigorta, nativo de Guinea, quien, al testar en 1725, deja constancia de ser un negro libre, un zapatero que no solo es dueño de las herramientas de su oficio, de la indumentaria de un español, un caballo, un mate, una espada y varias imágenes de los santos católicos, sino además socio de un militar en una empresa que, lamentablemente, no describe en detalle. Claro que, como muchos exesclavos o libertos, está condenado a preocuparse por la libertad de sus familiares, deja sus bienes al cuidado de su socio y alba-cea para que él ejecute la voluntad de Marigorta: esto, se entiende, es comprar con el valor de todo su patrimonio la libertad de su hijo (Cussen 2009, 118-121).

    Quizás el mejor indicio de la exitosa integración de los inmigrantes negros en la sociedad chilena colonial es la tendencia en las tasas de exogamia que Arturo Grubessich ha documentado para Santiago, Valparaíso, el Norte Chico y Colchagua en el siglo

    XVIII

    (Grubessich 1992). Este historiador encuentra que los esclavos negros son cada vez más exogámicos. Mientras en la primera mitad del siglo la mitad de los matrimonios contraídos por esclavos y esclavas son con personas de la misma condición, esta cifra baja a un 34% en las décadas posteriores. Además afirma que la exogamia entre todos los grupos descritos (mestizos, españoles y pardos) aumenta con el tiempo, un fenómeno que habla de una menor relevancia del color de la piel entre la plebe. Sin comparaciones directas con otras localidades del imperio español es difícil dimensionar la importancia de estas tendencias, pero sí permiten hablar de una sociedad sin mayores trabas inter raciales. De todas maneras, estas cifras dan cuenta en forma vívida de la integración social de la población negra en Chile.

    En Chile generaciones de africanos y sus descendientes lograron integrarse a los estratos bajos y medios de la sociedad, formando parte de la multitud urbana que la elite llamaba con desdén la multitud. Forjaron, también, vínculos personales e incluso comerciales con una amplia gama de personas de distintos estratos sociales; muchos adquirieron cuantiosos bienes (esclavos, entre estos), y no pocos sobresalieron por su experticia en algún oficio. Los canales de movilidad social en esta modesta localidad no se les cerraron en el ocaso de la Colonia, tal como ocurrió en muchos otros territorios del imperio español.

    Sin duda, tanto la rápida integración del africano a la sociedad chilena y la posibilidad de ascenso social de sus descendientes, como el consenso en cuanto a la importancia de la abolición de la esclavitud en Chile, fueron facilitados por el hecho de que la esclavitud no fue la única ni la más importante forma de mano de obra en la Colonia. A diferencia de las zonas que producían cultivos para el mercado europeo, como Brasil, Cuba o Haití, en economías que dependían de los esclavos, la economía chilena no fue construida sobre sus espaldas. De la misma forma, y a diferencia del caso de Lima, por ejemplo, los esclavos y sus descendientes en Chile nunca superaron la población española en la zona. Pero hay dos factores adicionales que habrían impedido que en Chile la esclavitud estuviera irremediablemente identificada con los orígenes africanos, lo que se conoce como la esclavitud racializada (racialized slavery). Por una parte, y tal como en otros espacios de Iberoamérica, siempre existía en el Reino de Chile un número importante de afrodescendientes e incluso algunos nativos de África que, por sus propios esfuerzos en gran parte de los casos, habían logrado conseguir la libertad. Ellos daban inicio a una población libre de color numéricamente importante que circulaba por Santiago, el entorno rural y las villas del norte y sur del país, ganándose la vida en todo tipo de actividad, ya sea de labrador, pulpero, partera o sastre, entre muchas otras.

    Por otro lado, y a diferencia de la mayor parte de América española, el Reino de Chile conocía, durante una larga parte de su historia, a la esclavitud indígena, ya sea en su versión legal o clandestina. Los mapuches, capturados al sur del río Biobío, figuran en documentos coloniales bajo el eufemismo de criados o aucos, y se encontraban con frecuencia en las casas de Santiago como en Lima, al lado de los esclavos negros y demás sirvientes, situación que se prolongó desde el siglo

    XVI

    hasta los albores de la época republicana (Valenzuela 2009). Sin ser de color compartían la condición de esclavitud con personas de fenotipos africanos y piel oscura. Numéricamente mucho menor que los esclavos afrodescendientes, estos indígenas capturados en escaramuzas mantenían a raya la noción de la equivalencia entre orígenes africanos y esclavitud.

    Debido a su progresiva incorporación a la plebe y al proceso de blanqueamiento que eso podía significar, en las últimas décadas del siglo

    XVIII

    la población reconocidamente afrodescendiente en Chile, esclavos y libres, perdía gradualmente su presencia evidente. Según el censo del obispo de Santiago en 1778-79, el 12% de la población desde Copiapó hasta el Maule fue descrito por su párroco como mulatos, negros o pardos (Carmagnani y Klein 1964). Con la fundación del Virreinato de Río de la Plata Chile recibió un nuevo flujo de esclavos. Al parecer, más que otra cosa, trabajaban en las ciudades y, even-tualmente, en las chacras de su entorno como sirvientes domésticos, vendedores, costureras, arrieros y como hombres y mujeres de confianza de la elite chilena. A pesar de que no contamos con una cifra global verificable de la población esclava en estos años, se ha comprobado que durante los 50 años antes de la abolición de la esclavitud en 1823, un total de 4.000 esclavos fueron transados ante un escribano de Santiago, además de los muchos que cambiaban de amos dentro de una familia patricia por vía de una dote o una herencia (Cussen, Llorca y Droller 2015).

    A diferencia de las condiciones descritas para las otras urbes del imperio español, aquellas que contaban con un mayor aparato estatal, religioso o comer-cial, en Chile no se intentó frenar el ascenso social de los afrodescendientes. A fines del siglo

    XVIII

    las modestas vías de acceso a la movilidad seguían abiertas: era común que un artesano afrodescendiente libre altamente capacitado, como José Tomás Apelo, adquiriera fama de escultor de altares en Santiago (Bonnefoy 2015; Contreras 2011). El músico limeño, hijo de una madre liberta, José Bernardo Alcedo, llegó a Chile en 1822, luego de participar en el ejército libertador. Pasó su vida entre Perú y Chile donde fue nombrado maestro de capilla de la Catedral de Santiago y donde en 1852 fundó, junto a Isidora Zegers, el Semanario Musical, periódico inédito para la época (Rondón 2008). Otro afrodescendiente, Luis Ambrosio Morante, originario de Buenos Aires, se radicó en Santiago en 1822, donde ejerció como dramaturgo, actor y traductor de obras dramáticas, en muchas de las cuales desplegaba sus ideas republicanas (Bowen). Las armas y las artes serían canales siempre vigentes de movilidad social de los afrodescendientes en la época republicana (Rondón 2014; Contreras 2011).

    Los cálculos tradicionales hablan de una población de unos 4 mil a 6 mil esclavos en todo Chile al momento de la Independencia. La abolición de la esclavitud en 1823 puso fin a la institución, pero persistía la ambigüedad sobre la connotación de la piel oscura. Al parecer, este término había adquirido matices nuevos, sorpresivamente positivos. Tanto así, que la señora Mercedes Fontecilla, en una carta de febrero de 1821 a su cuñada Javiera Carrera, agradece su aporte económico y le confidencia el apremio que siente por los gastos liberales de una persona de evidente cercanía: "Agradezco tu fineza y te aseguro que si no me hubieses mandado estos reales no sé qué hubiera hecho, porque el fruto de [ilegible] los gastó Mariano, y pesar que yo fui tan opuesta a que comprase nada, pero mi negro suele ser cabezudito (en Vergara 1987, 106, destacado de la autora). Este uso afectivo del término negro" formaría parte del habla popular hasta nuestra época.

    Conclusión

    Mucho se ha comentado sobre la marcada ausencia entre los chilenos actuales de rasgos fenotípicos o prácticas culturales que puedan dar cuenta de las raíces africanas. En parte, y como se ha visto, esto se debe a un temprano y profundo mestizaje entre estas personas y los demás habitantes del territorio en la época colonial. Pero en el siglo

    XIX

    entra otro factor que terminaría por borrar las huellas de la herencia africana: el discurso liberal que planteaba la construcción del Estado-Nación en el siglo

    XIX

    basado en una unidad sanguínea chilena, una raza chilena, forjada de la mezcla de españoles e indígenas (Subercaseaux 2007). Entre los ideólogos de la época se encuentra el historiador emblemático de la nación, Diego Barros Arana, quien afirmó que los esclavos africanos jugaron un papel limitado en la economía colonial. Asevera que muchos de los que quedaron registrados por el censo de 1778 o eran habitantes del territorio que pasó a la República Argentina o bien estaban de paso en el Reino de Chile, a punto de ser embarcados a otros destinos, principalmente Lima (Barros Arana 2000). El mito de los orígenes nacionales se alimentaba de conceptos y juicios del darwinismo social, mucho más allá de siglo

    XX

    . A mediados del siglo pasado otro historiador renombrado, Francisco Encina, llegó a cuestionar la poca relevancia de la esclavitud en Chile, planteada inicialmente por Barros Arana. A fines del siglo

    XVII

    , dice Encina, había, pues, en el obispado de Santiago más negros, mulatos y zambos que indios sujetos a tributo. Pero a continuación celebra que esta presencia de los negros en la Colonia no se tradujera en una contribución relevante a la formación de la raza chilena. Afirma que, a pesar de los números significativos de negros en el país, la sangre africana se eliminó rápidamente en Chile, principalmente por lo que él plantea como su inferioridad física y moral. Postula que el africano nunca se aclimató al territorio chileno. Al contrario, dice, el hecho es que la vitalidad del negro decaía en el clima chileno con rapidez vertiginosa. Pocos meses después de llegar estaba macilento y extenuado, como en un medio polar. Y sigue: Chile fue para la sangre negra una vasija rota: por la vía de las neumonías y de la tuberculosis se eliminaba la que trasponía los Andes o llegaba por los puertos. El negro tampoco logró insertarse en el ambiente conformado por las preferencias sexuales, sufriendo la violenta repulsión que la mujer mapuche experimentó por él. Para Encina, aunque la presencia histórica del negro es innegable, su fragilidad física impidió que tuviera un impacto relevante para la formación social del pueblo. Lejos de lamentar esta situación, Encina encuentra que el menor impacto del africano y de su descendencia es un hecho afortunado: La eliminación del negro fue un gran bien para la raza chilena. Las manifestaciones intelectuales y morales de sus mestizos no fueron alentadoras (en Cussen 2009, 48-49).

    Avances científicos recientes han derrumbado la tesis de Encina y recuperado la huella africana en la población. En un reciente estudio del adn de miles de chilenos de norte a sur, y de todos los estratos sociales, un grupo de genetistas de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile ha comprobado que los chilenos ostentan, aún, una herencia africana (Berríos y Cifuentes 2015): el 2,7% del adn del chileno promedio es rastreable a África. No es una cifra muy alta, por cierto, pero no despreciable: quiere decir que uno de nuestros antepasados, de hace seis generaciones, pudo haber sido africano. Si estos ancestros están desconocidos, olvidados o negados por los chilenos de hoy, no es porque se toparon en la época colonial

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