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En la tierra mágica del peyote
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Libro electrónico307 páginas5 horas

En la tierra mágica del peyote

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Con sus dones de narrador fiel a los hechos, Benítez nos muestra en este libro cómo los huicholes, al repetir en su peregrinación mística al desierto de San Luis Potosí la cacería sagrada emprendida por los dioses en el tiempo originario, aspiran a hacerse contemporáneos de esos dioses. La reiteración del mito es, así, el eterno retorno a los comie
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento2 jun 2020
ISBN9786074452877
En la tierra mágica del peyote
Autor

Fernando Benítez

Fernando Benítez nació en la ciudad de México en 1912. En 1934 comenzó su labor periodística en la Revista de Revistas. Fue director del periódico El Nacional y de los suplementos culturales de Novedades (México en la Cultura), Siempre! (La Cultura en México), unomásuno (sábado) y La Jornada (La Jornada Semanal). Entre sus obras se encuentran: El rey viejo yEl agua envenenada (novelas), así como reportajes, crónicas y ensayos: La ruta de Hernán Cortés, Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana y los cinco volúmenes de Los indios de México, traducidos a varios idiomas. Recibió entre otros premios el Mazatlán (1968), el Premio Nacional de Lingüística y Literatura (1978), el Premio Nacional de Antropología (1980) y el Premio Nacional de Periodismo de México en Divulgación cultural (1986). Murió en la ciudad de México en 2000.

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    En la tierra mágica del peyote - Fernando Benítez

    FERNANDO BENÍTEZ


    En la tierra mágica del peyote

    Primera edición: 1968

    ISBN: 978-968-411-634-4

    Edición digital: 2013

    eISBN: 978-607-445-287-7

    DR © 2013, Ediciones Era, S.A. de C.V.

    Calle del Trabajo 31, 14269 México, D.F.

    Ninguna parte de esta publicación incluido el diseño de portada, puede ser reproducido, almacenado o transmitido en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

    This book may not be reproduced, in whole or in part, in any form, without written permission from the publishers.

    www.edicionesera.com.mx

    INDICE

    Prólogo

    ¿Por qué estudiamos a los indios?

    Escenas del desierto

    Nuevas religiones, nuevas inquisiciones

    Los peregrinos

    En el principio era el venado

    Dificultades en San Andrés

    Itinerario mínimo del viaje

    El regreso de los peyoteros

    La fiesta del maíz tostado

    El sacrificio sangriento

    PROLOGO

    Los huicholes son grandes peregrinos. Todos los años emprenden viajes a la costa de Nayarit habitada por Aramara, la Diosa del Mar, a Teacata, las cavernas situadas en el corazón de la sierra donde nació Tatevarí, el Abuelo Fuego, a la mesa del Nayar en que se venera a Sakaimuta, deidad de los coras, a Rapavillemetá, un lugar misterioso del lago de Chapala donde crece Rapa, el Árbol que Llueve también llamado el Dios de Papel, y a Catorce, el remoto desierto de San Luis Potosí en el que se da el peyote y en el que tiene su morada Tamatz Kallaumari, el Bisabuelo Cola de Venado.

    Esta región a la que los huicholes llaman el Medio Mundo es una tierra santa descomunal. Allí realizaron los dioses sus hazañas creadoras en el tiempo originario y apenas hay roca, manantial, charco, planta, caverna, abismo o cerro que no estén ligados a un hecho mítico o a un ritual complicado. Los huicholes, como Cezanne han recreado el paisaje no con una voluntad estética, sino religiosa aunque de igual profundidad y belleza. Lo que nosotros vemos como una piedra o como una planta para ellos es un kakaullari un ser sobrenatural que no resistió las pruebas de la creación y al nacer el sol se quedó transformado en roca o en arbusto.

    Otras veces una roca muestra las huellas del pie o de la mano de un dios; un agujero calcinado en lo alto de una montaña es el hueco que dejó el sol recién nacido al brotar; una raíz amarilla la materia sagrada que proporciona la pintura simbólica de los que hicieron el viaje a Viricota.

    En ocasiones no es necesario que la naturaleza muestre señales de las acciones divinas. Durante la peregrinación a Catorce, los chamanes abren puertas inexistentes con sus cetros de plumas de águila —muvieris— o ascienden a la cumbre de Leunar, el Cerro Quemado por una escala chamánica en la que se disponen cinco altares azules.

    Los principales rasgos de este paisaje han sido traducidos a claves religiosas, algunas de una extraordinaria complejidad como el cacto sagrado que es al mismo tiempo peyote, venado y maíz. La estrecha asociación de una deidad de los pueblos recolectores —el peyote—, con una deidad de los pueblos cazadores —el venado—, y una deidad de los pueblos agricultores —el maíz— no sólo rige la vida de los huicholes sino que representa la culminación de un simbología mítica y religiosa muy poco estudiada.

    De ese conjunto de peregrinaciones, la de mayor trascendencia es la del peyote como lo hizo notar el explorador y antropólogo noruego Carl Lumholtz, aún sin lograr hacer el viaje personalmente, ya que no salió de la sierra y se limitó a describirla de un modo superficial en cinco páginas de su libro El México desconocido.

    Cuarenta años después, el otro gran estudioso de la cultura huichol, Robert Mowry Zingg reprodujo con anotaciones el relato de su antecesor por considerar que esta dramatización del mito del peyote había sido registrada paso a paso con tal seguridad, penetración y detalle que la contribución de Lumholtz a la literatura antropológica, debía considerarse como inigualada.¹

    De hecho el trabajo de Lumholtz es el de un pionero. A pesar de las condiciones de aquella época y de que era casi imposible realizar el viaje, —los huicholes no aceptan a los intrusos sean mexicanos o extranjeros—, el notable investigador fue capaz de trazar sus grandes líneas y de adelantar que la ruta estaba llena de asociaciones religiosas del principio hasta el fin. Sin embargo, averiguar en qué consisten dichas asociaciones, relacionarlas a sus mitos, o siquiera enumerar las ceremonias rituales y los hechos inauditos ocurridos a lo largo de 300 kilómetros, suponía la necesidad ineludible de aclarar in situ las numerosas incógnitas que plantea semejante peregrinación.

    Si bien la situación de recelo y desconfianza no ha cambiado mucho desde los tiempos de Lumholtz, una serie de afortunadas circunstancias me permitió al fin acompañar a los peregrinos de un pueblecillo perdido en las montañas. Visité los sitios claves de la peregrinación, presencié las ceremonias sobresalientes; posteriormente, gracias a la información de diversos chamanes logré llenar los huecos más visibles y establecer un itinerario; con todo, no he quedado satisfecho. Las pugnas tribales y la hostilidad imperante en la sierra me impidieron establecer un cuadro completo de lo que podríamos considerar como el conjunto de mitos y rituales arcaicos mejor preservados en Mesoamérica.

    A reserva de reunir en un nuevo volumen el conjunto de mis investigaciones he decidido publicar el material del viaje —un libro completo en sí mismo—, ante la posibilidad nada remota de que a los extranjeros corresponda la honrosa prioridad de estudiar y de publicar, como es la norma, aspectos esenciales de nuestra realidad social².

    Tal vez resultaría inútil afirmar que no soy un nacionalista ni objeto que los extranjeros trabajen en lo nuestro, pues a ellos debemos estudios fundamentales que deberían servirnos de estímulo y de competencia. Lo que objeto es la condición de subdesarrollo de la etnografía mexicana. Los valiosos estudios de Pozas, de Aguirre Beltrán, de Pablo González Casanova, última consecuencia del impulso dado a la etnografía por Gamio, hacen resaltar la mediocridad imperante en los trabajos de campo. No es que falten precisamente los etnólogos, sino los estímulos y los recursos adecuados. Están condenados a vegetar escribiendo pequeñas monografías o se les utiliza como ayudantes de los antropólogos extranjeros con lo cual se cierra una historia lamentable: son ellos los que iniciaron las investigaciones básicas, con alguna excepción, y los que parecen destinados a documentar la agonía y la final extinción de las culturas sobrevivientes.

    Nuestra decadencia paradójicamente coincide con la revolución y el auge sin precedentes de los estudios etnográficos en el mundo entero. Urge pues revitalizar esa rama de la antropología, proponer a los jóvenes programas ambiciosos y financiarlos adecuadamente. En el capítulo de una obra recíente donde Jean Cazeneuve esboza el cuadro de la distribución geográfica de los grupos primitivos, el mapa de México aparece en blanco, omisión que Cazeneuve justifica diciendo: No insistiremos sobre los antecedentes toltecas y mayas, ni sobre el imperio azteca, cuyo estudio pertenece a la arqueología y a la historia más que a la etnografía. La conquista española ha destruido enteramente esta cultura y no quedan hoy de ella otra cosa que ruinas o viejas costumbres más o menos sumergidas por la evangelización y la civilización occidental. Raras supervivencias de un pasado prestigioso es todo lo que allí puede estudiar el etnógrafo.³

    A la carencia de literatura etnográfica se debe en parte la afirmación de Cazeneuve pero también al desconocimiento de la realidad mexicana. Nosotros sabemos de los chochos, de los amusgos, de los itzaes, de los tojolabales, de los mames, tanto como Cazeneuve: es decir, muy poco o nada. En México se hablan actualmente más de 80 lenguas —con sus dialectos— y viven numerosos grupos aislados en las montañas y en las selvas que conservan sus mitos, sus religiones y sus costumbres primitivas. Ignoramos lo esencial de estas culturas. Nadie se ha preocupado por levantar un mapa de las mitologías indias —indispensable para el entendimiento de las antiguas culturas— ni por tener una visión de los cambios, las viscisitudes y las increíbles aventuras que han sufrido desde la conquista los grandes conjuntos aztecas, mixtéeos, mayas o totonacos donde se dan todas las variaciones de la religión —del animismo al catolicismo—, todos los cambios culturales —del neolítico a la sociedad industrial del siglo xx— y todos los matices del proceso doloroso y aleccionador de la descolonización. Hablar de un azteca de la ciudad de México y creerlo igual a un azteca de Chiapas, de Oaxaca o de las faldas del Popocatépetl equivale a hablar de un mixteco de la ciudad de Oaxaca y pensar que es semejante a un triqui o a un habitante de Tilantongo o de Tututepec.

    La materia del etnólogo es inagotable y ni siquiera podemos quejarnos demasiado de estrechez económica. Se destinan a ciertos proyectos enormes sumas con que no soñaron Gamio en Teotihuacán, Caso en Monte Albán o Alberto Ruz en Palenque. Una parte mínima de ese dinero podría dedicarse al estudio prometedor de grupos indígenas que hasta la fecha no han sido objeto de una seria investigación con lo que se daría a nuestros jóvenes la oportunidad de enriquecer una ciencia social hoy en completa decadencia.

    Vivimos la revolución del estructuralismb, de su reacción contra una serie de conceptos que regían hasta hace muy poco en filosofía, en lenguaje, en etnografía. Es un imperialismo porque se trata de un método científico que busca la estructura oculta en la organización aparente, que ordena y clasifica elementos conocidos interesándose en sus relaciones y sobre todo en sus diferencias lo cual elimina el sistema psicológico con que se había tratado de explicar lo anómalo. Después de todo —como hacía notar Jean-François Kahn en un resumen particularmente lúcido, este antihumanismo, aún no ha desechado la observación, con todo bien sencilla de Sartre, de que tal vez el hombre es lo que las estructuras han hecho de él, pero el problema consiste en saber lo que el hombre a su vez hace de lo que han hecho de él.

    El imperialismo estructuralista está ahí —parece que nuestro destino consiste en no poder sustraernos a ningún imperialismo pero al menos, éste no nos encierra a doble llave, ni nos condena a prisión, sino que abre nuevas perspectivas al estudio de una condición humana permitiéndonos investigar lo oculto dentro de esas estructuras y la forma en que ha reaccionado contra ellas el antiguo y el moderno mexicano.

    ¿POR QUÉ ESTUDIAMOS A LOS INDIOS?

    El avioncito de dos motores corre a lo largo de la pista y pronto se eleva en dirección de la Sierra Madre Occidental, sobre los cálidos y luminosos valles de Tepic. No puedo menos de imaginar que en este valle donde se da en abundancia el tabaco, la caña de azúcar, el maíz, un día vivieron los coras y los huicholes. Naturalmente la conquista los expulsó de su paraíso, de su mar rico en pesca, de sus centros ceremoniales y se vieron obligados a buscar un refugio en las montañas solitarias del noroeste que entonces, como en nuestros días, eran una especie de Tierra Santa.

    El avión gana altura adentrándose en la sierra. Todavía es risueño el paisaje. Volcancitos de cráteres apagados y cubiertos de terciopelo verde se ofrecen a la vista como si fueran los preciosos objetos del boudoir de la naturaleza. Las intrusiones de la lava, semejantes a oscuros riachuelos, penetran hasta las cultivadas llanuras que principia a dorar el avance del otoño. Las nubes blancas y redondas, arracimadas en las cumbres y el fresco color verdeazul de los montes recuerdan las lluvias pasadas.

    Ahora todo ese paisaje abierto, geométrico, civilizado, desaparece, y lo va sustituyendo otro paisaje que en cinco mil años no ha sufrido alteraciones. De Tepic, es decir, del siglo XIX —no podemos afirmar que viva en el siglo xx—, pasamos sin transición al neolítico. Ante todo, la soledad. Desde esta región de águilas comienza a desplegarse un tempestuoso oleaje de piedra. Los nombres con que el español bautiza a las montañas y a sus inagotables accidentes, están aquí representados: pico, picacho, mogote, espigón, loma, mesa, farallón, tablón, laja, serranía, cordillera, cadena, monte, cerro, altos, puerto, abismo, despeñadero, barranco, desbarrancadero, cantil, reventazón, cejas, crestas, peña, peñón, peñasco, peñolería.¹ Las palabras sepultadas en los diccionarios se animan, cobran su color, su matiz, su aspereza, su profundidad, su relieve, su dramatismo. La imagen romántica de Victor Hugo de una tempestad detenida, vuelve una y otra vez, reiterada, obsesiva, porque todo en la Sierra Madre Occidental aparece desde la altura extrañamente inmóvil. Los bosques y los abismos son manchas y grietas oscuras, las lomas y los puertos, texturas pajizas, los ríos en el fondo de los barrancos han cesado de correr y sobre esta peñolería, sobre este laberinto de, rocas, se imponen, allá lejos, los tonos aperlados, los azules transparentes y los violetas líquidos de las sierras distantes.

    De tarde en tarde, sobre la ladera de una montaña surge y desaparece la cabañita acompañada de su milpa minúscula y esa huella del hombre nos permite medir mejor que estos inmensos disparates la infinita soledad de la sierra.

    A la hora y media de vuelo, de un modo inesperado nuestro bimotor cruza un bosque de robles y de pinos, roza sus copas y aterriza en la pista de San Andrés. No recuerdo otra cosa que los primeros huicholes, de pie en la orilla de la pista, rodeados de un ardiente mar de girasoles morados y amarillos y la sensación de extrañeza dejada invariablemente por estos primeros encuentros. Era lo mismo que haber aterrizado en la Tarahumara, en la Mixteca o en los altos de Chiapas. Tarahumaras, mixtéeos o tzeltales, estaban allí, en su paisaje natural, hablando un idioma diferente y llevando una vida que me era desconocida. Ellos no habían venido a buscarme sino era yo el que iba a su encuentro. Veía sus ojos y sus ojos me miraban con la misma curiosidad. ¿Quién eres? —parecían decirme. ¿Qué quieres? No sabía contestarles; no podía siquiera hablarles. Yo era un extraño y ellos resultaban para mí no menos extranjeros.

    Claude Lévi-Strauss se pregunta cómo puede escapar el etnólogo a la contradicción que es el resultado de las circunstancias creadas por él mismo. Bajo sus miradas tiene a su disposición una sociedad: la suya; ¿por qué decide desdeñarla y reservar a otras sociedades —elegidas entre las más lejanas y las más diferentes— una paciencia y una devoción que su determinación le niega a sus compatriotas? ²

    Un francés que deja París y emprende un viaje de 12 mil kilómetros a fin de estudiar las costumbres de un puñado de indios, tiene sin duda el derecho de hacerse esa pregunta. ¿Se la puede hacer un mexicano que abandona la capital para estudiar la cultura de los huicholes? Esos hombres que nos son tan extraños como pueden ser los nakwivara o los boboro para Lévi-Strauss, son al mismo tiempo nuestros compatriotas y aunque no hablen nuestra lengua y se pinten la cara y tengan una religión y unos hábitos calificados de exóticos, son por derecho propio mexicanos.

    De esta circunstancia se derivan graves malentendidos. El etnólogo descubre pronto que el hecho de ser indio supone una subordinación, un estado permanente de explotación y menosprecio determinado por los hombres de su propia cultura. Los indios, conscientes de que ese intruso pertenece al grupo de sus explotadores, recelan de él, piensan que llega para robarles sus tierras o que lo anima el propósito de hacerles daño. El etnólogo, si es honesto, termina convirtiéndose en su defensor y no sólo pierde la objetividad indispensable a su trabajo, sino que se sale de su propio grupo sin lograr integrarse en el grupo objeto de su estudio y de su defensa. No le es posible además permanecer sentado tomando notas sobre un mecanismo religioso o un arte simbólico, a sabiendas que ese mecanismo y ese arte constituyen dos elementos de una explotación generalizada, y el problema se complica porque el enajenamiento de una población tan numerosa afecta de manera considerable la economía y el progreso de toda la nación.

    Tales son algunos de los sentimientos y de las reflexiones del viajero cuando al iniciar sus investigaciones se enfrenta al exotismo de los indios. Llevaba conmigo El México desconocido de Carl Lumholtz, ilustrado con las fotografías que logró tomarles a los huicholes en 1895, utilizando una cámara que era entonces, es decir, hace setenta años, la última palabra en esa materia. Desde luego se advierte que no hay diferencias apreciables entre los huicholes fijados por Lumholtz y los que están en San Andrés, a la orilla de la pista. En setenta años, ningún cambio. Pero existe ciertamente una diferencia: la cámara del explorador noruego tenía la peculiaridad de arrebatarles a los indios su belleza reduciéndolos a meros fantasmas de sí mismos, a momificados documentos muy semejantes a los que pueden verse en los registros de las cárceles o de las morgues —donde las caras y los cuerpos conservan todos sus rasgos aunque reducidos a la categoría de una ficha carcelaria—, mientras que los huicholes de la pista, con sus mismas largas cabelleras y sus mismas fajas y morrales ricamente bordados aparecen ante mí llenos de vida y de belleza, sin dejar por ello de ser los que captó la cámara de Lumholtz.

    Dos pueblos fantasmas

    El avión permanece un cuarto de hora en San Andrés y seguimos nuestro viaje a Mexquitic, una de las dos principales cabeceras municipales —la otra es Bolaños— de la región. Bolaños que yo conocí hace siete años en mi primera visita a la sierra es un pueblo fantasma. Principiado a construir con el ímpetu y el refinamiento del siglo XVIII sobre una bonanza de sus minas, las guerras de independencia paralizaron ese esfuerzo, impidiendo que Bolaños, situada según el alcalde en la cola del mundo, fuera un segundo Taxco. Quedan unos palacios de mineros pintados al fresco, tan ruinosos y saqueados que ya no hay desigualdad entre ellos y las soberbias iglesias barrocas abandonadas a medio construir donde pueden verse las piedras que labraban los canteros la víspera de la rebelión.

    Mexquitic, privada de minas, tuvo también cierto auge, debido a la agricultura y a la ganadería. No hay aquí ningún palacio ni tampoco trató de edificarse una suntuosa iglesia barroca, pero la huella del XVIII se advierte en los portales y en las piedras talladas de algunas casonas. Los dos pueblos son igualmente miserables, los dos conocieron cierto auge efímero y los dos sufren hoy pareja decadencia. La mina paralizada, las tierras empobrecidas, la falta de créditos para mejorar los ganados, el aislamiento y el olvido, los convierte en dos pueblos gemelos. Situados a la entrada de la sierra y gozando el privilegio de gobernar a los huicholes, su pobreza y el carácter independiente de los indios les ha impedido convertirse en metrópolis blancas como lo son en el sur del país, Tlaxiaco y San Cristóbal las Casas.

    Los huicholes sólo visitan las cabeceras cuando renuevan a sus autoridades, tienen algún asunto judicial, necesitan comprar mercancías y objetos necesarios a sus fiestas o vender sus toros y sus objetos de arte. En realidad y fuera de las arbitrariedades de alcaldes y secretarios son dos mundos separados que se ignoran mutuamente. El mundo blanco concentrado en Bolaños y en Mexquitic y el mundo huichol disperso en sus montañas ofrecen tantas desemejanzas que no puede haber entre ellos ni para bien ni para mal ningún contacto permanente.

    A diferencia de estos poblachos ruinosos, verdaderos esqueletos de piedra, existe una población criolla casi siempre de una noble belleza que crece de manera incontenible. Las casas están llenas de matronas, de hombres bien plantados y de numerosos chiquillos. No hay mucho que hacer en pueblos donde las lluvias son escasas y arbitrarias y los hombres emigran. Se van de braceros —la única industria hoy extinta—, se hacen choferes, albañiles, sacerdotes, carpinteros, empleados. Muchos salen a México y Guadalajara; algunos tienen la fortuna

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