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La malinche de la historia al mito
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La malinche de la historia al mito

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Malinalli-Tenepal, Malinche, Malintzin, no sabemos a ciencia cierta ni su nombre, ni su origen, ni su vida. Pero ¿acaso es india doña Marina? Los cronistas insisten en su hermosura, en su inteligencia, en su vivacidad. Imagen perfecta, opuesta a lo feo, a lo bárbaro, a lo inculto. Esta india, tan poco india, anuncia el nuevo estatuto del indio al s
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 dic 2019
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    Excelente documento, el más fundamentado libro que analiza a este personaje tan importante en la historia de Mexico

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La malinche de la historia al mito - Fernanda Núñez Becerra

autores

Introducción

Malinalli-Tenepal, Malinche, Malintzin, doña Marina, mujer e indígena, madre y puta, traidora y útero simbólico de la nación mexicana, personaje ambiguo y desconocido, así es como se nos presenta a la Malinche.

No sabemos a ciencia cierta ni su nombre, ni su origen, ni su vida, a excepción de los momentos en que sirve de lengua y de vagina al conquistador, macho y fecundador de la Nueva España; mujer de muchas caras pero jamás la suya.

Como india y como mujer, la Malinche aparece en el discurso de la historia inmersa solamente en el discurso masculino, blanco, dominante.

Como mujer, resume a todas las mujeres, ofreciendo así un modelo de pasión, de fidelidad, de entrega total al hombre; abnegada, sufrida, rechazada, sometida, regresa a la nada sin que se sepa ni cuándo, ni cómo termina su vida.

Pero, ¿acaso es india doña Marina? Los cronistas insisten en su hermosura, en su inteligencia, en su vivacidad. Imagen perfecta, opuesta a lo feo, a lo bárbaro, a lo inculto. Esta india, tan poco india, anuncia el nuevo estatus del indio al servicio del patrón; indio callado que no tiene existencia ni palabra sino sólo a través del amo, a través de la polaina, de la violencia del poder. Indio cortado de su historia y sus raíces, indio sometido, cristianizado, blanqueado, objeto de estudio.

Mediante el discurso acerca de la Malinche elaborado desde hace siglos, tendremos elementos para acercarnos a otros discursos que nos darán algunas claves de lectura para las fuentes históricas y antropológicas desde la Conquista.

En los textos de los cronistas se nos presenta con la ambigüedad de la mujer de los cuentos de caballería: su inteligencia es única y en esto se parece a los sujetos que hacen la historia, a los conquistadores. No es negra ni fea como sus hermanos de raza. No puede ser negra porque la piel negra es la del villano, del trabajador, del esclavo, del siervo o del campesino.

En este primer discurso sobre la Malinche encontramos, como en todo el siglo XVI, el viejo fondo mítico que llevan consigo las primeras generaciones de colonizadores españoles. Es interesante comprender cómo los españoles veían los indios, cómo creían entenderlos, e incluso cómo se inventaron un indio fantástico que correspondía a la lógica histórica de ese momento. En resumen, el retrato de la Malinche está cargado con la lógica discursiva que impregna las primeras fuentes historicoantropológicas de la Conquista, dándonos un punto de vista parcial sobre los eventos y los hombres de aquella época pero también intentando explicar a su manera el mundo precolombino que se derrumba ante sus atónitos ojos.

Durante los siguientes siglos de apogeo del sistema colonial, no se necesitó retocar mucho el retrato simbólico de la Malinche. Pero después de las décadas en las que se dio la Independencia de México, los primeros intentos de forjar una nación mexicana y por tanto los ensayos de definición de una cultura nacional, necesitaban de la creación de una nueva historia mexicana y del pasado precolombino. El indio (sobre todo el indio muerto) de antes de la Conquista, fue objeto de nuevas especulaciones históricas y el retrato de la Malinche fue reorganizado y poco a poco se transforma en un mito nacional.

A finales del siglo XIX, ciertas tendencias del darwinismo social inherentes al positivismo preparaban ya al indigenismo oficial, que se convertiría después de la Revolución en uno de los elementos ideológicos fundamentales de la política de masas del Estado revolucionario.

En la época populista de Lázaro Cárdenas, el retrato de la Malinche alcanzó una altura nacional, tanto en su aspecto positivo, de héroe nacional, de madre de la patria, de mestiza mexicana, como en el negativo, dando origen al malinchismo, malinchista, etcétera, y remplazando el antiguo discurso sobre si la Malinche había o no traicionado a su pueblo.

Espero haber logrado que este esbozo de la evolución del retrato de la Malinche permita entender mejor el porqué de este estudio, y es que a través de los campos semánticos y simbólico-políticos que describen al personaje, sus acciones y su vida, se manifiesta un conjunto de discursos que nos permitirá entender cómo son tratados algunos problemas antropohistóricos.

Espero también haber contribuido a mostrar cómo cada época histórica ve al indio, quién es, qué debe ser, cuál es su lugar, cuál debe ser la política a seguir respecto a él. Así como haber dado ciertas indicaciones sobre el estatus de la mujer en la sociedad durante la Conquista, y mostrado las fantasías, el miedo y la ambigüedad que la sociedad ha tenido frente al problema de la mujer.

Por último, al mezclar los dos aspectos de la Malinche, como indígena y como mujer, traté de mostrar cómo las descripciones de los siglos XVI y XVII sirvieron de fondo para la formación de un discurso teológico occidental, que será retomado a finales del siglo XIX para ser institucionalizado y pasará a constituir la antropología y en especial la antropología mexicana, y cómo ésta creó un discurso de legitimación de un cierto equilibrio político en el Estado mexicano.

Antes de pasar al primer capítulo, quisiera mencionar que parte de este libro fue mi tesis de licenciatura en antropología social en 1982. La idea de trabajar acerca de héroes nacionales surgió en el Taller de Investigación Indios, indígenas, indigenismo, impartido por el doctor Guy Rozat durante muchos años en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). Desde entonces hemos compartido más que ideas y trabajo, y hoy me es difícil distinguir mis ideas originales de las propuestas en el taller. Al pasar los años este trabajo fue creciendo y separándose de su texto original, es así como publiqué diversos artículos —el último, sobre la importancia de William H. Prescott para el retrato de la Malinche y la historia nacional, para Debate Feminista, núm. 5, 1991—, que han sido retrabajados para incluirlos en este libro.

Prefacio

Aceptar escribir un prefacio es siempre un ejercicio ambiguo y peligroso. Ambiguo porque escribir el texto antes del texto, constituye ante todo una manipulación del sujeto lector que se prepara a entrar en relación con él, es organizar ya la lectura de éste, proponiendo, de manera clara o más insidiosa, una manera de abordarlo que fatalmente influirá en la recepción del texto y su comprensión.

Escribir este prefacio para un texto que tiene ya varios años de haber sido elaborado puede constituir una segunda manipulación, por añadirle algo que en la actualidad, en el contexto de una nueva problemática conceptual y metodológica, cambia su perspectiva.

Por suerte, y con riesgo de caer en una aparente contradicción, podríamos decir que este texto no ha envejecido y que, más bien, su problematización está perfectamente al día, no por un deseo manipulador del que lo introduce, sino por sus proposiciones teóricas y metodológicas. Afirmar que este texto seguiría estando perfectamente al día, aunque tuviera que esperar más de diez años su publicación, es también decir que, en cierto modo, estaba adelantado a su época. Y puesto que este libro sale de un taller de investigación que dirigió el autor de este prefacio (¿una manipulación más?), esto sería como hacerme pasar por un visionario. Rechazando todo intento de autosatisfacción egolátrica, me gustaría, antes de presentar al libro en sí mismo y el interés muy actual de su publicación, mostrar el momento institucional en el cual se originó.

Todo el medio antropológico e histórico conoce que la ENAH, como toda institución donde suceden cosas importantes, tiene sus aduladores y sus detractores.

Cuna de la antropología comprometida y guarida de rojillos revoltosos, la ENAH fue todo esto (y más) a la vez. A finales de los años setenta esta escuela era uno de esos lugares importantes donde se elaboraban nuevas prácticas intelectuales, personales y políticas. Cada semana era visitada por delegaciones de campesinos con problemas, obreros en huelga o militantes revolucionarios de base, era difícil en este ambiente dedicarse sólo a la simple y llana academia. La ciencia antropológica era vista además con gran recelo, se le reprochaba su compromiso demasiado evidente con el imperialismo desde su fundación como saber académico, y también de manera más inmediata y nacional, como la organizadora de las muy ambiguas prácticas de masas del Estado mexicano en el agro.

La crítica marxista a la antropología, definitivamente sospechosa por burguesa, y a las instituciones antropológicas, como aparatos de Estado relacionados íntimamente con los intereses del poder, parecía olvidar lo que en lo personal considerábamos fundamental en ese tiempo: el análisis de la producción discursiva antropológica nacional y los fundamentos teoricoprácticos del acto antropológico.

No nos parecía que era suficiente revelar las confusas y ambiguas relaciones que existían entre la política indigenista y la cultura nacional, o entre la justificación del Estado mexicano contemporáneo y su política de masas, teníamos que esclarecer hasta donde fuese posible la naturaleza de la operación antropológica, y establecer con claridad los criterios de validez de la nueva acción discursiva crítica, preludio necesario a la otra antropología, la marxista, la nueva antropología, etcétera, que se pretendía llevar a cabo.

Tanto ayer como hoy –con la pequeña diferencia de que los epítetos no están de moda– nos quedamos con la antropología, la historia —a secas– y tenemos que buscar un modo de entrar al nudo problemático que la existencia de estas ciencias nos propone. El problema ya no es el de saber, como en aquel tiempo se pensaba, con qué color pintaremos nuestra buena conciencia, sino el de saber lo que estamos haciendo cuando practicamos la historia o la antropología, ya sea como productores de discurso –investigadores asalariados– o como consumidores, ciudadanos participantes de un sistema de representación historiconacional.

Durante años en la ENAH se intentó promover esta reflexión general sobre la naturaleza de la práctica antropológica, por ejemplo (y esto era para nosotros un enigma y un error) ¿por qué en México la arqueología está tan relacionada con la antropología y no con la historia? Porque más allá de consideraciones burocráticas no había enseñanza de historia y sólo existía un pequeño núcleo de etnohistoria. Defectos considerables a nuestro entender, que tuvieron como consecuencia inmediata que la formación académica de los arqueólogos, por ejemplo, careciera de una base sólida de conocimientos históricos, impidiendo que se aprovechasen los adelantos logrados en otras regiones arqueologizadas del mundo y que se diera una reflexión sobre los nuevos objetos de la arqueología. Esto también provocó una reducción general del espacio de la práctica arqueológica empantanada entre los grandes proyectos políticos sexenales y una práctica del bomberazo caracterizado por ser solamente un espacio técnico de rescate, muestreo, clasificación, dejando en gran parte el ámbito de la explicación de la evolución de las sociedades mesoamericanas a la etnohistoria. Tampoco es aquí el lugar para explicitar el ambiguo estatus de la etnohistoria; sólo queremos decir que no se puede pasar por alto la reflexión sobre la naturaleza del acto de lenguaje antropológico o histórico inventando nuevas seudociencias cuyo estatus seguiría siendo ambiguo y coyuntural.

Creemos que muchos de los problemas a los cuales los mejores estudiosos de la historia y de la antropología se enfrentan, se podrían esclarecer (no decimos resolver) si se considerara la relación que existió entre la historia y las ciencias antropológicas en su momento de fundación, como prácticas sociales intelectuales diferenciadas.

Ya Lévi-Strauss había llamado la atención cuando hacía de Juan Jacobo Rousseau una de las figuras fundadoras de la etnología, y podríamos añadir con Michelle Duchet, que Le partage des savoirs¹ que se efectuó durante el siglo XVIII, cuando se gestan los futuros parámetros de la modernidad política y social, corresponde a una lógica imperial europea de explicitación del mundo. Será digna de historia únicamente la evolución histórica de las sociedades que el imaginario social europeo reconoce como sus antepasados históricos colaterales o iguales; todas las demás experiencias humanas serán vertidas en la no-historia, es decir, en la antropología.

La ambigüedad surgirá de manera repentina, cuando gente, heredera directa o supuesta de las sociedades sin historia, querrá entrar a la historia; no es éste un juego de palabras fácil, ni una pregunta escolástica, lo que aquí está en juego es la posibilidad misma de una historia precolombina y de una auténtica historia de los grupos indígenas que hasta tiempos recientes conformaban todavía la mayoría de la población de estas tierras americanas. No podremos escapar a esta reflexión ineludible si querernos constituir una ciencia del hombre americano que no sea sólo la caricatura grotesca y castrante de las ciencias de dominación del Imperio. Los antropólogos, en primera fila junto con los historiadores, tendrán que tomar parte en esta reflexión, que aquéllos ya empezaron, sobre la naturaleza y función de la operación historiográfica.

El trabajo que aquí presentamos se originó en los años (de 1977 a 1982) en que se intentaba historizar la práctica antropológica, más allá de las fórmulas de un materialismo histórico mecanicista; y que se tradujo, bajo mi dirección y con el entusiasmo y trabajo de muchos de mis alumnos, en la creación, necesaria en su tiempo, de la licenciatura de historia en la ENAH. Este rencuentro de la antropología y la historia se estaba dando en otras instituciones de investigación, como lo manifiesta el reclutamiento de la División de Investigaciones Históricas del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), donde numerosos compañeros antropólogos decidían dedicarse al estudio de la historia.

Historicizar a la antropología era hacer explotar la tranquila buena conciencia de los hombres de aparato –tanto de izquierda como de derecha– que iban felices, con regularidad, a ver sus objetos de estudio en lejanas o poco accesibles regiones. Era llamar la atención sobre los dispositivos intelectuales que pretendían rendir cuenta de una otredad, sin que se explicitara el punto de referencia discursivo desde donde se desplegaba este discurso sobre el otro. Pero en esta acción, la historia tampoco salía impoluta; la historia nacional, que había sido formada sin interés (o muy poco) por los grupos étnicos del país, historia centralista y jacobina, tenía que explotar y renunciar a producir discursos legitimadores de prácticas políticas etnocidarias, tenía que hacerse regional, pueblerina, cotidiana.

En estos años de deseos de cambio revolucionario, la persecución sin tregua de la identidad nacional, de la mexicanidad, que se desvanecía cuando se creía haberla alcanzado, generaba angustias, pero también un júbilo intelectual enriquecedor, en particular en lugares e instituciones como la ENAH.

Desde la perspectiva de algunos maestrtos y de nuestros alumnos, los futuros investigadores de las ciencias antropológicas e históricas, nos parecía esencial una revisión de los símbolos patrios, sobre los cuales descansaba el pretendido consenso político-nacional que legitimaba el Estado nacional monopartidista.

Si generación tras generación la juventud de estos años creyó poder aportar algo a la creación de un México más democrático y más justo, teníamos que descubrir con ella no sólo las funciones de legitimación política

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