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Tlatelolco a través de los tiempos
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Tlatelolco a través de los tiempos

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La Academia Mexicana de la Historia, El Colegio de México y El Colegio Nacional unieron esfuerzos en esta obra para volver a publicar los informes, artículos y análisis que a lo largo de más de una década se fueron dando a conocer por medio de las Memorias de la primera de estas instituciones, facilitando así el acceso a una investigación interdisc
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 dic 2019
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    Tlatelolco a través de los tiempos - Andrés Lira

    analítico

    PRESENTACIÓN

    Andrés Lira Gonzalez

    … Sus losas marcan los hitos de esta ardua jornada. Nuestro suelo abriga sus restos. No seamos menos que la tierra: apropiémonos de su memoria.

    ALFONSO REYES

    Las páginas que ahora ponemos en manos del lector son fruto de un proyecto realizado entre 1944 y 1957. Obedeció a la urgencia de rescatar las evidencias del pasado que la dinámica de nuestra gran ciudad destruía al ritmo implacable de su crecimiento y transformación. Así había sido en épocas anteriores y así sería, cada vez con más violencia, a medida que avanzaba el siglo XX. Ya desde el siglo XVIII se había percibido este hecho por hombres de talento como Antonio de León y Gama, quien propuso que en México se hiciera lo que se había realizado en Roma, y en otras ciudades de Europa, para poner ante los ojos de sus habitantes y visitantes la riqueza de su pasado,¹ y como Antonio Alzate, autor de interesantes trabajos sobre la reorganización parroquial de la Ciudad de México, quien no perdió de vista pueblos y barrios de indios que iban siendo ocupados y desplazados por la urbe, que imponía el trazo regular de calles y espacios públicos.²

    Esa tendencia se acentuaría en el siglo XIX bajo los dictados igualitarios del liberalismo. Sin embargo, los barrios y pueblos de las legalmente extintas parcialidades de San Juan Tenochtitlan y de Santiago Tlatelolco resistieron el embate y mantuvieron su identidad frente a la ciudad, cuya mancha urbana creció cada día más aceleradamente, sobre todo a partir de la desamortización de los bienes de comunidad decretada en 1856. Era inevitable, la urbe crecía y el trazo de nuevas calles y vías de ferrocarril afectaba notablemente el norte de la ciudad. Era el precio de la modernidad que pagaría con creces Santiago Tlatelolco, sin beneficio para sus habitantes originarios, cuando se construyeron estaciones ferroviarias aprovechando la estratégica situación del barrio en la salida a los caminos del interior del país. Quienes vivían de modestas industrias y actividades vieron el área empobrecida y deteriorada cuando así se dispuso de ella y cuando las vías del ferrocarril invadieron el centro mismo del barrio.³

    A esa invasión había precedido la disposición de vestigios históricos y terrenos del barrio en provecho de la ciudad regida por el Ayuntamiento de México. De las ruinas de monumentos prehispánicos de Tlatelolco sacaron durante mucho tiempo piedra para empedrar las calles de la urbe. Nos consta porque en las cuentas de bienes de comunidad del barrio de Santiago, de 1846, figura el pago de guardias encargados de vigilar las ruinas para evitar que se siguiera extrayendo piedra y detener la destrucción de los monumentos que en su tiempo fueron, y porque en 1849 el administrador de bienes de parcialidades, Luis Velázquez de la Cadena, demandó al Ayuntamiento de la ciudad (con el que tenía otro pleito por la destrucción de las represas de riego de la Hacienda de Aragón, propiedad de Tlatelolco) el pago de 30 000 pesos por concepto de la piedra sacada de las ruinas para el efecto que hemos mencionado.⁴ Sabemos también que en 1855 el gobierno de Antonio López de Santa Anna vendió a censo reservativo los terrenos de ‘La Viña’, esto es el gran basurero situado al sur y parte poniente del templo y convento de Santiago Tlatelolco, a la compañía de Mosso Hermanos, empresarios ferrocarrileros⁵ (espacio magistralmente descrito por Manuel Payno en su novela Los bandidos de Río Frío),⁶ y en el que años después, al cabo de otras transacciones, se construyó la estación de ferrocarriles, cuyos ramales penetraron, como hemos anotado, hasta el corazón mismo del barrio cercano a la ciudad en la que vivía una sociedad más elevada, como decían los habitantes de Santiago Tlatelolco, ajenos a ella pero, como fuera, paganos afectados por el precio de la modernidad.

    No faltó en aquellos difíciles años quien viera en el barrio de Santiago, poseedor aún de la Hacienda de Aragón, cuyas tierras debían repartirse y adjudicarse en propiedad individual de acuerdo con la Ley de Desamortización, un área adecuada para el lucrativo negocio del deslinde, complicado entonces debido a conflictos de intereses de arrendatarios y habitantes del barrio. En abril de 1863, cuando el Presidente de la República Benito Juárez preparaba su salida de la Ciudad de México, debido a que las fuerzas de la Intervención francesa asediaban la de Puebla para avanzar a la capital, recibió la interesante propuesta de una compañía que ofrecía hacer el deslinde y venta de las tierras de la Hacienda de Aragón si se le adjudicaba la cuarta parte de éstas y se comprometía a entregar al gobierno el precio de los terrenos vendidos, argumentando que estaban abandonados y carecían de dueño, pues nadie los trabajaba; de esa suerte, la adjudicación sería provechosa para el gobierno en apuros y el resultado, se decía, útil a la sociedad.

    La Secretaría de Gobernación comisionó a Nicolás Pizarro para que inspeccionara el lugar y para que diera su parecer sobre la situación. Así lo hizo y encontró en el barrio a 92 jefes de familia, aparte de los que habían sido cogidos de leva y que estaban luchando en Puebla, y señaló que a esas familias debían adjudicarse las tierras de la hacienda propiedad de la comunidad. Propuso, en consecuencia, no tratar la enajenación de aquellos terrenos y hacer su adecuada distribución entre las familias del barrio, quienes eran derechohabientes de las porciones que les correspondían, proveyéndolas de los medios para asegurar la conservación y aprovechamiento.

    Propuestas utilitarias como aquella, que partían de la idea de que el norte de la ciudad era un lugar abandonado sólo apto para negocios de empresarios emprendedores, no dejaron de aparecer en momentos posteriores. Tlatelolco era un suburbio de la Ciudad de México, otrora ciudad gemela y rival de Tenochtitlan, derrotada en 1473, cuyo sino se revela en diversos momentos de nuestra historia. Parece a veces herida abierta en la que se asoma el México profundo al que hemos de atender y conocer para asumirnos como mexicanos de aquí y de ahora, al cabo del camino andado por nuestros ancestros y del que hemos de caminar en el futuro. Tlatelolco fue el lugar del que salió Cuauhtémoc el 13 de agosto de 1521, después de resistir el asedio del conquistador. Había sido el gobernador mexica de esa parte de la ciudad antes de suceder a Cuitláhuac en el trono del Imperio. Tlatelolco fue el lugar en el que floreció y se vino abajo el gran proyecto de educación de los indios como miembros de la Monarquía hispánica, que finalmente los relegó a su condición de sometidos. Hablamos del Colegio de Santa Cruz; sobre sus ruinas se edificó el monasterio franciscano en el que se conservó la memoria de los vencidos —obra de Sahagún—. Ese espacio se convirtió, en 1861, en prisión militar y de disidentes políticos, destino trágico, ingrato, como el que tuvo el Tecpan, casa de gobierno de la parcialidad de Santiago Tlatelolco, convertido en escuela correccional hasta bien entrada la mitad del siglo XX. Evidencias presentes para los autores y protagonistas de Tlatelolco a través de los tiempos. Generaciones posteriores, como la mía y la de otros que compartimos presencias y ausencias, tienen en su haber evidencias de lo ocurrido en ese lugar: el 2 de octubre de 1968, el desastre ocurrido a raíz del terremoto del 19 de septiembre de 1985 en el conjunto habitacional construido en esa zona. Desastres y acontecimientos que no son privativos del lugar, pero que lo señalan así como herida y lugar visible de nuestra historia. Algo que evidentemente tenían en mente los impulsores y autores de Tlatelolco a través de los tiempos, cuyos logros tenemos a la vista gracias a su publicación en las Memorias de la Academia Mexicana de la Historia y, ahora, en este volumen —editado por El Colegio de México, El Colegio Nacional y la propia Academia— que entregamos a los lectores interesados.

    Nadie mejor que Eduardo Matos Moctezuma para organizar tan rico acervo y para orientar al lector de estas páginas. Muy joven, siendo estudiante de arqueología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) en 1961, Matos Moctezuma hizo labor de rescate arqueológico en Tlatelolco y no ha dejado de hacerla. Como director del gran proyecto del Templo Mayor de México, y como partícipe de otros tantos programas, sigue realizando trabajos de salvamento y recuperación de los vestigios (testimonios que hablan merced a la interpretación) que se hallan bajo la tierra en la que estamos. Con conocimiento de causa, que sólo da la experiencia, Matos Moctezuma puede acercarnos a Pablo Martínez del Río, a Robert H. Barlow y a otros comprometidos investigadores que se sumaron al esfuerzo de Tlatelolco a través de los tiempos, para ver los tiempos de los historiadores a través de Tlatelolco, es decir, para hacernos partícipes del conocimiento que hace posible asumirnos como parte interesada en la historia de nuestro país, de sus espacios y, en el caso, como interesados en un lugar tan significativo como es Tlatelolco.

    Finalmente, debo decir que la compilación de este abundante y complejo material sólo fue posible gracias al entusiasta trabajo del equipo humano de la Academia Mexicana de la Historia. Todos trabajaron con gran empeño y esfuerzo. Debo reconocer asimismo el apoyo de Roxana Álvarez, quien se aseguró de la óptima presentación editorial del texto. Igual de importante fue la cuidadosa lectura del académico de número, doctor Rodrigo Martínez Baracs, a quien debemos sabias sugerencias que permitieron mejorar esta edición. Mi admiración es también para Eduardo Matos Moctezuma, pues su sensibilidad, conocimiento y experiencia serán la guía que nos permita transitar por las páginas de este volumen.

    Academia Mexicana de la Historia

    julio de 2017

    Véase adelante en la Introducción lo que nos dice Eduardo Matos Moctezuma sobre Antonio de León y Gama.

    Alfonso Caso, Los barrios antiguos de Tenochtitlan y Tlatelolco, Memorias de la Academia Mexicana de la Historia, Correspondiente de la Real de Madrid, t. XV, núm. 1, enero-marzo de 1956, pp. 7-63.

    Fernando Aguayo y Carlos Vidali, Un problema en la representación de la ciudad, en Alicia Salmerón y F. Aguayo (coords.), Instantánea de la Ciudad de México. Un álbum de 1883-1884, t. I, México, Instituto Mora / UAM-Cuajimalpa / Comité Mexicano de Ciencias Históricas / Fomento Cultural Banamex, 2013, pp. 87-105.

    Véase Andrés Lira, Comunidades indígenas frente a la Ciudad de México. Tenochtitlan y Tlatelolco, sus pueblos y barrios, 1812-1919, México, El Colegio de México, 1995, pp. 153-155.

    Ibid., pp. 186-187.

    Manuel Payno, Los bandidos de Río Frío, 22a ed., México, Porrúa, 2003, cap. X, pp. 57-69.

    Lira, Comunidades indígenas…, op. cit., pp. 233-235. Sobre Nicolás Pizarro véase Carlos Illades, Estudio preliminar, en Nicolás Pizarro, Obras I: Catecismos, México, UNAM (Nueva Biblioteca Mexicana, 153), 2005, pp. VII-XLIV.

    INTRODUCCIÓN

    Eduardo Matos Moctezuma

    A los tres artífices que hicieron posible Tlatelolco a través de los tiempos: Robert H. Barlow, Pablo Martínez del Río y Antonieta Espejo.

    Las Memorias de la Academia Mexicana de la Historia reúnen en sus páginas lo que podríamos considerar, atendiendo a su título, la memoria del transcurrir de la historia de México y, en no pocas ocasiones, de hechos ocurridos en otras latitudes pero que guardan relación con nuestro país. Así, desde el mundo prehispánico hasta nuestros días, se encuentran en sus más de 50 tomos la presencia de los acontecimientos que muestran una enorme diversidad en su contenido y que fueron escritos por los miembros de la Academia o por investigadores invitados, mismos que nos ilustran acerca del pasado y del presente del devenir histórico de México.

    Fue precisamente en esas Memorias en donde, a partir de 1944 y hasta 1957, se concentraron los escritos de un proyecto que estuvo dirigido a penetrar en el pasado de una de las ciudades más trascendentes del centro de México: Tlatelolco. Y digo que es trascendente por varias razones. Por un lado, porque nace casi al mismo tiempo que Tenochtitlan (fundada hacia 1325 d.C.); y poco después de establecida esta ciudad, una fracción de inconformes se separa del grupo mayor y se dirige más al norte, en donde en 1337, conforme a lo que señalan diversas fuentes históricas, se establece Tlatelolco. Esto nos permite hablar de mexicas-tenochcas y mexicas-tlatelolcas. Por otro, señalamos la importancia de la segunda ciudad, gemela y vecina de la primera, ya que destaca de manera prominente como ciudad comercial en donde los pochtecas o comerciantes controlarían el tráfico de productos hacia diversas regiones de Mesoamérica, a la vez que cuentan con un mercado en su ciudad; en donde encontramos una enorme cantidad de productos que se intercambian por otros, o que son adquiridos previo pago con especies de monedas como los chalchihuites o piedras verdes, el cacao o los canutillos de plumas rellenas de polvo de oro. Quizá el carácter comercial de Tlatelolco queda marcado desde el momento en que, simbólicamente, el dios Huitzilopochtli en la figura de Huitziton les otorga a los de Tenochtitlan, durante la peregrinación, los palos para crear el fuego, en tanto que a los tlatelolcas les entrega la piedra verde o chalchihuite que, como se dijo, se utilizaba como moneda en el comercio. Así lo señala fray Juan de Torquemada:

    Parecieron, dos Quimiles, que son dos pequeños envoltorios; y deseosos de saber lo que dentro tenían cubierto, llegaron a desenvolver el uno, dentro del cual, vieron una muy rica, y preciosa Piedra, que resplandecía con muy claros visos de esmeralda; y como la vieron tan rica, embarcaron todos en mirarla; y codicioso cada cual de verla, se dividieron todos en dos bandos.

    Y continúa relatando el fraile:

    Huitziton … viendo que los unos de ellos (que después se llamaron Tlatilulcas) hacían tanta instancia, por llevarse la Piedra, díjoles a los otros (que después se quedaron con el nombre de Mexicanos) que partiesen la diferencia, y dejasen la Piedra a los Tlatilulcas, y ellos se llevasen los dos Palos; porque eran mucho más necesarios, y de mucho mayor estima, para el progreso de su jornada (Torquemada, 1969, I: 79-80).

    El auge comercial de Tlatelolco debió ser un incentivo para que sus hermanos de Tenochtitlan quisieran apoderarse de la ciudad vecina. Se han argumentado causas que no convencen y el hecho es que pronto se aprestan para la guerra. En Tlatelolco gobernaba Moquíhuix y en Tenochtitlan Axayácatl. En 1473 se llevan a cabo los combates que culminan a favor del señor tenochca y con la muerte de Moquíhuix. A partir de ese momento, la primera quedó sujeta a la segunda y las consecuencias se dejan sentir: su templo principal se convierte en un muladar por órdenes expresas de Axayácatl y no volverán a elegir a sus gobernantes.

    Pero la importancia del lugar no sólo se debe a su control comercial, sino a que sería el último bastión de la defensa de los mexicas en contra de los españoles y sus aliados indígenas. En efecto, al momento de la Conquista bien sabemos por los relatos de frailes, soldados y civiles cronistas la manera en que cae el lugar en poder de Hernán Cortés. El hecho culminante de los combates por Tenochtitlan y Tlatelolco ocurriría, precisamente, en esta última ciudad. Las fuerzas indígenas al mando de Cuauhtémoc se habían replegado hacia el norte para concentrarse en Tlatelolco. Lo recio de los combates ha llegado hasta nosotros por una narración anónima, en lengua náhuatl, en la que un indígena tlatelolca reseña los últimos momentos de la toma de la ciudad. Dice así la crónica en traducción del padre Ángel María Garibay:

    Y así las cosas, vinieron a hacernos evacuar. Vinieron a estacionarse en el mercado. Fue cuando quedó vencido el tlatelolca, el gran tigre, el gran águila, el gran guerrero. Con esto dio su final conclusión la batalla.

    Fue cuando también lucharon y batallaron las mujeres de Tlatelolco lanzando sus dardos. Dieron golpes a los invasores; llevaban puestas insignias de guerra; las tenían puestas. Sus faldellines llevaban arremangados, los alzaron para arriba de sus piernas para poder perseguir a los enemigos.

    Fue también cuando le hicieron un doselete con mantas al capitán allí en el mercado, sobre un templete. Y fue cuando colocaron la catapulta aquí en el templete. En el mercado la batalla fue por cinco días.

    Y todo esto pasó con nosotros. Nosotros lo vimos, nosotros lo admiramos; con esta lamentosa y triste suerte nos vimos angustiados (Matos, 2014: 106-107).

    Estas palabras escritas en 1528, a escasos años de aquellos acontecimientos, son elocuente evidencia de los aciagos días vividos en aquel entonces. A esto se une la descripción que nos ha dejado Bernal Díaz del Castillo, en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, del momento en que el joven tlatoani Cuauhtémoc pretende huir con su familia en una canoa y cómo es interceptada ésta por el bergantín de García Holguín. Cuauhtémoc es capturado y llevado preso ante el capitán español. Allí, sin atender mayores protocolos —pues tlatoani, término con que se denomina al máximo gobernante mexica, quiere decir en lengua náhuatl el que habla— se dirige directamente a Cortés y le espeta lo siguiente:

    Señor Malinche: ya he hecho lo que soy obligado en defensa de mi ciudad, y no puedo más, y pues vengo por fuerza y preso ante tu persona y poder, toma ese puñal que tienes en la cintura y mátame luego con él (Díaz del Castillo, 1943, t. II: 159).

    Sin embargo, las palabras de Cuauhtémoc no son comprendidas en su verdadera dimensión. La traducción que le hacen a Cortés pierde el contenido verdadero de las mismas. Resulta que el tlatoani habla en lengua náhuatl; doña Marina o Malinche, mujer que había sido regalada junto con otras más a los españoles en su paso por la costa, hablaba varias lenguas indígenas como el maya y el náhuatl; a su vez, Jerónimo de Aguilar, aquel náufrago que había llegado a tierras mayas, aprendió esta lengua después de siete años de permanecer como esclavo en Yucatán; finalmente, este personaje traduce al castellano para que el capitán español entienda lo que quiere decir el prisionero. Pero en aquella triangulación se pierde, como he dicho, el verdadero sentido, pues es de sobra conocido que a los prisioneros de guerra entre los mexicas se les destinaba al sacrificio conforme a las costumbres indígenas. Entonces, es fácil comprender que lo que pide Cuauhtémoc es que se le sacrifique, cosa muy distinta al mátame (consignado en el texto de Díaz del Castillo), pues los guerreros muertos en combate o tomados prisioneros y sacrificados a Huitzilopochtli, dios solar y de la guerra, tenían como destino después de la muerte acompañar al sol desde el orto hasta el mediodía entonando cantos de guerra. No ocurre así y el capitán del ejército mexica no puede cumplir su destino como guerrero.

    Ese histórico acontecimiento marca el destino de ambos contendientes. Acerca de lo cual he explicado:

    De esta incomprensión va a nacer el México mestizo de hoy. La nueva ciudad se alzará en el mismo lugar que ocupaba la ciudad indígena. Las piedras de los viejos templos servirán para la construcción de los templos cristianos. Una fue obra del demonio [conforme al pensamiento de los frailes], la otra lo será de los ángeles. Sin embargo, los hombres serán los mismos: quienes ayer levantaron templos a sus dioses hoy lo harán a otros dioses. Las manos serán las mismas… los dioses serán diferentes… Era el 13 de agosto de 1521… (Matos, 2011: 183-184).

    EN BUSCA DE TLATELOLCO

    Relata don Antonio de León y Gama en su célebre Descripción histórica y cronológica de las dos piedras…, obra que trata del hallazgo de dos monumentos relevantes de los mexicas, como son la Coatlicue (por entonces llamada Teoyaomiqui) y la Piedra del Sol o Calendario azteca, acerca de la importancia que revisten las ciudades mexicas de Tenochtitlan y Tlatelolco como reservorios de gran cantidad de vestigios de la antigüedad. El libro se publicó en 1792 con una segunda edición ampliada en 1832 por el interés de Carlos María de Bustamante, quien insta a don Lucas Alamán para que el gobierno dé a conocer tan invaluable obra, de la que dice el primero: el Gobierno general tiene un derecho claro, y una acción expedita para que la nación no carezca de tan bellas producciones, que la ilustren en la parte que más lo necesite, y en un ramo de ciencias tan poco cultivado (Bustamante, 2009, III). De la importancia de las dos ciudades señala don Antonio en el Discurso preliminar del libro:

    Siempre he tenido el pensamiento de que en la plaza principal de esta ciudad, y en la del barrio de Santiago Tlatelolco se habían de hallar muchos preciosos monumentos de la antigüedad mexicana; porque comprehendiendo la primera una gran parte del Templo Mayor de México, que se componía de 78 edificios entre templos menores, capillas, y habitaciones de sus sacerdotes y ministros, donde se guardaban no solamente tantos dioses que adoraba su ciega idolatría (los cuales, como es constante, eran de piedra dura, y de excesiva magnitud y peso, y por esta razón, difíciles de transportar á otros lugares); sino también muchos instrumentos con que ejercitaban sus artes y oficios, y noticias históricas y cronológicas, que se conservaban grabadas en grandes lápidas por aquellos mismos sacerdotes á cuyo cargo estaba cuidar de la memoria de los hechos de sus mayores, de la ordenación del tiempo, de las fiestas que celebraban, y de todo lo demás que conducía á su gobierno político y religioso; y habiendo sido la segunda plaza de Tlatelolco el último lugar donde se retiraron y mantuvieron los indios hasta el día de la toma de la ciudad; es de creer que allí hubieran ido conduciendo así sus penates, ó ligeros idolillos, que de todas materias (aun de las más preciosas, según las facultades de sus dueños) fabricaban y guardaban dentro de sus propias casas, como todas las alhajas y tesoros que poseían; otras que servían de adorno á los mismos ídolos, y todas las riquezas que perdieron los españoles la noche que salieron fugitivos de México, que no pudieron después recobrar, sin embargo de las muchas diligencias y solicitudes con que lo procuraron, hasta buscar casi toda la laguna, en donde dijeron los indios haberlas echado; es, pues, de creer, que todo esto, ó la mayor parte de ello esté debajo de la tierra de Tlatelolco. Si se hicieran excavaciones, como se han hecho de propósito en la Italia, para hallar estatuas y fragmentos que recuerden la memoria de la antigua Roma, y actualmente se están haciendo en España, en la Villa de Rielves, tres leguas distante de Toledo, donde se han descubierto varios pavimentos antiguos, ¿cuántos monumentos históricos no se encontrarían de la antigüedad Indiana? ¿Cuántos libros y pinturas que ocultaron aquellos sacerdotes de los ídolos, y principalmente el Teoamoxtli, en que tenían escrito con sus propios caracteres su orígen, los progresos de su nación desde que salieron de Aztlán para venir á poblar las tierras de Anahuac; los ritos y ceremonias de su religión; los principios fundamentales de su cronología y astronomía...? ¿Y cuántos tesoros no se descubrirían? (León y Gama, 2009: 1-2).

    Estas palabras tan llenas de sabiduría, por parte del estudioso novohispano, se han cumplido a cabalidad. En efecto, subsecuentes trabajos arqueológicos han sacado a la luz, tanto en Tenochtitlan como en Tlatelolco, vestigios que corroboran el decir de don Antonio.

    Don Pablo Martínez del Río, por su parte, nos dice de excavaciones reportadas por Ernest Théodore Hamy en 1884 en Tlatelolco y sabemos que en 1892, con motivo de la celebración en España del Cuarto Centenario del descubrimiento de América, se invitó a países latinoamericanos a participar en una exposición; así, México estableció la Junta Colombina formada por intelectuales destacados, sabios de la época como Joaquín García Icazbalceta, Alfredo Chavero, José María Vigil, Francisco del Paso y Troncoso, José María de Ágreda y Sánchez, y Francisco Sosa, a los que poco después se agregaron Luis González Obregón y Jesús Galindo y Villa. Al parecer, la junta ordenó realizar excavaciones en Tlatelolco, mismas que se encomendaron al coronel Manuel Ticó, quien comenzó sus trabajos el 28 de junio de aquel año. La excavación consistió en abrir calas de hasta 20 metros de longitud, llegando a profundidades de 5.3 metros. El Monitor Republicano da razón de lo encontrado y así lo menciona:

    Frente al Tecpan, a un metro de profundidad, se encontraron unas capas de cuarenta centímetros de yeso ó una sustancia parecida blanca, fina y superpuesta de una manera uniforme como si fueran hojas de papel; profundizando otro metro, se encontró lo mismo; luego otro y al final una escalinata pintada de azul, fabricada con una argamasa parecida al asfalto.

    Había allí una cripta y cinco osamentas humanas con sus atributos, entre los cuales se distinguen unos pitos o chirimías de barro barnizado, algunos tan completos que se puede tocar en ellos; un mascarón de tezontle de remota antigüedad, con una abertura en su parte superior donde se ponía el ulli sagrado y un sello con la cruz de Quetzalcóatl que servía para que se pintaran la cara los antiguos mexicas.

    En las demás se recogieron como 400 ídolos pequeños (penates), de los cuales hay uno que representa la diosa del agua y otros a Tezcatlipoca; como 1 000 dardos y flechas de obsidiana, otra de serpentina, pebeteros de los llamados humazos con que se incensaba a los ídolos y pedacitos de concha, que está comprobado se usaban por los indios para sus adornos.

    Igualmente hay todos los objetos necesarios para el juego de pelota, perfectamente conservados, etcétera.

    De los objetos grandes se encontraron tres monolitos, uno de los cuales parece ser piedra de los sacrificios; bastones de mando de barro y de piedra; tres ídolos de barro, huecos; una jarra con mascarones y culebras; una pipa para fumar tabaco; un vaso pintado de verde y azul, de gran ornamentación, y un vaso semejante al de los asirios (El Monitor Republicano, 1892: 230).

    Como puede observarse, los hallazgos fueron bastantes y no exentos de relevancia. Pero resulta interesante constatar que, pasadas las festividades conmemorativas del Centenario, el coronel seguía despachándose con la cuchara grande, pues continuó con sus trabajos un año después, como lo reporta el mismo periódico el 15 de julio de 1893, en el que se dice que encontró: … objetos de obsidiana y meorita de los que usaban los indios como adornos, piedras artísticamente labradas y pequeñísimos bajo relieves notables por lo completo de los detalles de las figuras que representan (El Monitor Republicano, 1893: 254).

    Después de estos hechos pasaron años para que la antigua ciudad fuera objeto de atención. Hasta la década de los cuarenta del siglo XX cuando Robert H. Barlow sugirió a Pablo Martínez del Río que se emprendieran trabajos en el lugar. El mismo don Pablo nos cuenta:

    La idea de practicar algunas exploraciones de carácter arqueológico en Tlatelolco, se debe a nuestro colaborador el señor Robert H. Barlow, de la Universidad de California, quien, después de haberse dedicado durante algún tiempo al estudio de las diversas fuentes antiguas que se ocupan del pasado de ese lugar, concibió el proyecto de abrir algunos pozos estratigráficos en ciertos solares actualmente desprovistos de construcción a fin de obtener un buen número de fragmentos de cerámica (Martínez del Río, 1944).

    Robert H. Barlow (1918-1951).

    Ahora bien, ¿quiénes eran estos dos personajes? El historiador y nahuatlato Robert H. Barlow nació en Estados Unidos en 1918; se interesó en el estudio de la cultura mexica, con particular énfasis en Tlatelolco, de la que dejó muchos artículos que han sido publicados en siete volúmenes. El primero de ellos se titula: Tlatelolco, rival de Tenochtitlan; el volumen II es Tlatelolco. Fuentes e historia; el III trata sobre La extensión del Imperio de los culhuas-mexica; el IV es Los mexicas: participación y conquistas en la Triple Alianza; el volumen V: Fuentes para la historia del México prehispánico, contiene diversos textos sobre códices y otros materiales; el libro VI atiende trabajos acerca de otras culturas y lleva por título Obra varia; finalmente, el volumen VII es la vida y obra del autor (Monjarás-Ruíz, 1987). En los seis primeros títulos destacan sus contribuciones acerca de diferentes tópicos que abarcan la arqueología, la lingüística y la etnohistoria, siempre con análisis y planteamientos sustanciosos. Barlow fundó la revista Tlalocan en donde muchos investigadores publicaron artículos relacionados con los temas señalados. Como quedó dicho, el interés de este investigador fue el motor que llevó a emprender los trabajos de Tlatelolco y participó con diversos artículos en la publicación que hoy reproducimos. Murió muy joven en Azcapotzalco, donde residía, en 1951.

    Por su parte, Pablo Martínez del Río nació en la Ciudad de México en 1892 y estudió en la Universidad de Oxford, en Inglaterra. A su regreso a México formó parte del recién fundado Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en 1939 y asumió la dirección de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) desde 1944 hasta el momento de su muerte, ocurrida en la Ciudad de México en 1963. Participó en diversos trabajos arqueológicos, como los de la Cueva de la Candelaria, en Coahuila. Su interés en el más remoto pasado del hombre lo llevó a dedicarse a la prehistoria, lo que finalmente redundó en la creación del Departamento de Prehistoria del INAH, donde años más tarde el arqueólogo José Luis Lorenzo estableció los laboratorios, siendo director de ese departamento, a los que le puso el nombre del distinguido prehistoriador. Uno de sus libros más connotados es, sin duda, Los orígenes americanos, publicado en 1936, obra que reúne toda la información hasta entonces conocida acerca del tema. Estuvo al frente de los trabajos en Tlatelolco, en donde contó con la colaboración de la arqueóloga Antonieta Espejo, responsable de los trabajos de campo en el sitio.

    Pablo Martínez del Río (1892-1963).

    De esta manera se iniciaron los trabajos del proyecto Tlatelolco a través de los tiempos, mismo que se desarrolló entre 1944 y 1957. Las investigaciones no sólo se constriñeron a la arqueología, sino que intervinieron diferentes especialistas que efectuaron estudios desde varias perspectivas como la historia, la etnohistoria y de otra índole, las cuales nos dieron una idea cabal de lo que allí había ocurrido. Entre los investigadores que colaboraron con diferentes publicaciones están el mismo Barlow; Pablo Martínez del Río; Antonieta Espejo, quien tuvo a su cargo las labores de excavación arqueológica; James B. Griffin, quien llevó a cabo el análisis de la cerámica, lo que permitió catalogarla y cuya nomenclatura sigue siendo utilizada hasta la fecha; don Salvador Mateos Higuera, especialista en códices, que colaboró con un artículo acerca de la escultura del sitio. Finalmente, no podían faltar los nombres de Alfonso Caso, Jean Charlot y Arturo Monzón, entre otros. Se trataba, pues, de un proyecto multidisciplinario que ampliaba de manera formidable el conocimiento del lugar. También se tomaron medidas para la conservación de ciertos materiales, por ejemplo, restos de madera y púas de maguey, para lo cual se aplicaron baños de alcohol sustituyéndose el agua en que estaban impregnados los materiales por una solución de celuloide en acetona o por parafina líquida, medida indicativa del interés por la preservación de los objetos. Por otra parte, siempre he ponderado el acierto de don Pablo cuando en el primer escrito publicado en las Memorias utilizó una fotografía aérea del sitio. Menciono esto ya que la técnica de la fotografía aérea ha sido empleada posteriormente por los arqueólogos como un apoyo invaluable para localizar sitios y detalles arqueológicos que, en ocasiones, no se detectan a simple vista sobre el terreno.

    Grupo formado (de izquierda a derecha) por dos personas no identificadas, Salvador Mateos Higuera, Alfonso Caso, Antonieta Espejo y (abajo) Robert H. Barlow y un trabajador.

    Más tarde, con motivo de la construcción de la unidad habitacional de Nonoalco-Tlatelolco, por parte del arquitecto Mario Pani en los años sesenta, se volvió a poner atención en el sitio y fue así como el rescate correspondiente quedó en manos del arqueólogo Francisco González Rul, bajo los auspicios del INAH. Tuve la oportunidad de colaborar en las excavaciones junto con otros pasantes de arqueología de la ENAH, como Braulio García y Víctor Segovia; me correspondió trabajar en los primeros 56 entierros encontrados frente a los restos del Templo Mayor, de los muchos más que se excavarían a partir de entonces. La mayoría de los ocupantes de estos entierros fueron colocados en posición fetal y estaban acompañados por su ajuar mortuorio —consistente en objetos diversos, como puntas de obsidiana, cuentas de collar, vasijas de barro, malacates y restos de madera (lanzaderas de telar, por ejemplo), y ocasionalmente restos de tela—. También aparecieron verdaderos osarios con gran cantidad de material óseo humano. No faltaron algunos cuerpos que presentaban cortes a la mitad de los húmeros y los fémures, colocados con la columna vertebral arqueada hacia atrás; se trató, no obstante, de pocos ejemplares. Algunos cráneos con perforaciones en los temporales indicaban que habían sido puestos en un tzompantli. Estos enterramientos salieron desde pocos centímetros hasta varios metros de profundidad, circunstancia que siempre llamó mi atención, pues por lo general los espacios sagrados con templos no se utilizaban como área de entierros, salvo que éstos tuvieran un carácter ceremonial. En este caso, se trataba de una enorme acumulación de personas comunes en su mayoría, pues las ofrendas que los acompañaban demostraban que pertenecían a individuos de un estrato popular. Quizá fueron colocados en el espacio sagrado por razones especiales. Recuérdese que en la historia de Tlatelolco hubo tres acontecimientos que provocaron muertes masivas: la hambruna que azotó a los mexicas en 1454; la derrota que les propinó a los tlatelolcas Axayácatl, señor de Tenochtitlan, a raíz de la guerra que éstos ganaron en 1473; y la guerra de defensa indígena contra los españoles en 1521. La estratigrafía del lugar parece indicar que el tercer acontecimiento es el causante de la presencia de los entierros.

    Durante los trabajos se encontró un buen número de edificios que indicaban las distintas etapas constructivas del Templo Mayor, además de adoratorios de planta cuadrada o circular, destacando entre ellos el dedicado a Ehécatl-Quetzalcóatl y el conocido Templo Calendárico. Me correspondió excavar un edificio de planta mixta dedicado al mismo Ehécatl, el cual, una vez enumeradas cada una de sus piedras, fue necesario desmontarlo para posteriormente colocarlo en otro lugar. Un hallazgo a todas luces importante fue el del muro que rodeaba el recinto ceremonial por sus lados norte y este. Se trataba de una plataforma en que se alternaban escaleras y muros, y que servía como delimitador del espacio sagrado. Más tarde las obras siguieron bajo las órdenes de otros arqueólogos que continuaron la labor emprendida (González Rul, 1996 y 1998; Matos, 2008).

    Pasó el tiempo y llegó el año de 1987, cuando conseguí el apoyo del INAH y de la Universidad de Colorado en Boulder para continuar los trabajos en el lugar, con Salvador Guilliem al frente de las excavaciones. Se hicieron hallazgos importantes, como el mural de la fachada principal del edificio llamado Templo Calendárico y los entierros ubicados frente a la fachada del templo de Ehécatl-Quetzalcóatl, material este último que sirvió a Guilliem para conformar su tesis de licenciatura (Guilliem, 1988 y 1999).

    Exploraciones realizadas en la zona arqueológica de Tlatelolco (1944-2007).

    Con la construcción de nuevas dependencias de la Secretaría de Relaciones Exteriores, en 1990-1993 el Departamento de Salvamento del INAH intervino en el predio al sur del Templo Mayor de Tlatelolco, donde Margarita Carballal, María Flores y María del Carmen Lechuga hallaron entonces siete estructuras arquitectónicas, esculturas y otros materiales de importancia para la arqueología de la ciudad mexica. Destaca entre ellos el hallazgo de tres dinteles de madera de pino, en buen estado de conservación, que muestran a ocho personajes ricamente ataviados (cuatro por cada lado) que confluyen hacia un disco solar. El tallado en bajorrelieve es, en verdad, excepcional. Posiblemente formó parte de algún edificio importante del conjunto excavado (Carballal, Flores y Lechuga, 2008).

    Todos estos trabajos ayudaron, en mayor o menor grado, a la mejor comprensión de lo que significó Tlatelolco en los momentos postreros, antes de que allí se diera la culminación de los combates que determinarían la caída del Imperio tenochca.

    COLOFÓN

    Este recuento, muy general, de las principales investigaciones practicadas en Tlatelolco, sirve de preámbulo para observar las características del proyecto efectuado por Pablo Martínez del Río y sus colaboradores. No voy a enumerar los principios que llevaron a este grupo de especialistas a intervenir en Tlatelolco, pues su importancia queda de manifiesto y lo podrá leer el lector en los escritos que componen esta obra. A ellos se debe que hoy contemos con este corpus que nos permite trasladarnos al pasado de aquella ciudad que fue, al fin y al cabo, punto de inicio del México de hoy. Esto muestra el carácter desde una perspectiva interdisciplinaria de quienes participaron en Tlatelolco en un momento en que no era común esta práctica, después de los aportes de Manuel Gamio con su Población del valle de Teotihuacan. Sin embargo, creo pertinente agregar un punto importante: muchos de los planteamientos expresados a lo largo de la obra aún tienen vigencia y son motivo de análisis por los estudiosos. De ese tamaño fue la empresa que llevaron a cabo, una tarea tan visionaria que, aún con los años transcurridos, sigue ofreciendo respuestas.

    Otro aspecto no exento de interés es, ¿por qué el proyecto vino a menos hacia la década de los años cincuenta? Me parece que aquí se conjugaron varios factores. Por un lado, la muerte de Robert H. Barlow en 1951, quien fue actor preponderante en los estudios emprendidos. Por otra parte, tenemos que por aquellos momentos se establece, dentro del INAH, el Departamento de Prehistoria, que le es encomendado a don Pablo Martínez del Río; esto en detrimento, acaso, del tiempo que invertía en la empresa de Tlatelolco. Un tercer factor fue, a mi juicio, que las excavaciones arqueológicas habían llegado a su final al no poder extenderse más, ya que el terreno estaba ocupado, hacia el oriente por la iglesia de Tlatelolco; junto a ella y al convento se encontraba la prisión militar y, por el norte, las vías del ferrocarril. Todo lo cual entorpecía el poder excavar en esas áreas, sumado al obstáculo que suponen las tecnologías y el financiamiento que estos proyectos demandaban.

    La Academia Mexicana de la Historia vuelve a publicar los trabajos que componen Tlatelolco a través de los tiempos. Lo que fue editado en diferentes números de las Memorias, ahora se conjuga en un tomo en el que hemos respetado el orden en el que fueron dados a conocer. Reunir los artículos es una ayuda para los investigadores actuales que deseen penetrar en el pasado, tanto prehispánico como colonial y actual de Tlatelolco. Es la intención de nuestra Academia que se conozcan los aportes de quienes hicieron posible este acercamiento. La importancia del lugar es evidente; las investigaciones allí practicadas lo son también. Las siguientes páginas son testigo de ello.

    BIBLIOGRAFÍA

    Bustamante, Carlos María de (2009), en Antonio de León y Gama, Descripción histórica y cronológica de las dos piedras descubiertas en 1790 durante la reconstrucción de la Plaza Principal en México, ed. facsimilar (E. Matos, coord.), México, INAH.

    Carballal, Margarita et al. (2008), Salvamento arqueológico en Tlatelolco, Arqueología Mexicana, vol. 15, núm. 89, México, pp. 53-56.

    Díaz del Castillo, Bernal, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, 2 t., México, Nuevo Mundo, 1943.

    El Monitor Republicano, números correspondientes a 1892 y 1893, México.

    González Rul, Francisco (1996), Tlatelolco a través de los tiempos 50 años después, 1949-1999, México, INAH (Colección Científica, 326).

    __________ (1998), Urbanismo y arquitectura en Tlatelolco, México, INAH (Colección Científica, 346).

    Guilliem, Salvador (1998), El Templo Calendárico de México Tlatelolco, Arqueología Mexicana, núm. 34, México, pp. 46-53.

    __________ (1999), Ofrendas a Ehécatl-Quetzalcóatl en México-Tlatelolco, México, INAH (Colección Científica, 400).

    León y Gama, Antonio de (2009), Descripción histórica y cronológica de las dos piedras descubiertas en 1790 durante la reconstrucción de la Plaza Principal en México, ed. facsimilar (E. Matos, coord.), México, INAH.

    Martínez del Río, Pablo (1944), Tlatelolco a través de los tiempos, t. I, Memorias de Academia Mexicana de la Historia, México.

    Matos Moctezuma, Eduardo (2008), La arqueología de Tlatelolco, Arqueología Mexicana, núm. 89, México.

    __________ (2011), Tenochtitlan, México, Fondo de Cultura Económica (Serie Ciudades)/El Colegio de México.

    __________ (2014), Vida, pasión y muerte de Tenochtitlan, México, Fondo de Cultura Económica.

    Monjarás-Ruiz, Jesús (1987), Tlatelolco, rival de Tenochtitlan, vol. I, México, INAH/UDLA.

    Torquemada, fray Juan de (1969), Monarquía indiana, vol. I, 4a. ed., México, Porrúa.

    TLATELOLCO

    A TRAVÉS DE LOS TIEMPOS

    I

    NOTA PRELIMINAR

    Pablo Martínez del Río

    Nadie que tenga algún conocimiento de nuestro pasado habrá olvidado el puesto tan importante que ocupó Tlatelolco en la historia antigua y colonial de México. Damos principio en este número de las Memorias a la publicación de una serie de estudios relacionados con ese barrio, de antaño tan lleno de vida y hoy tan tranquilo, complementándolos mediante la inclusión de algunos documentos conexos, que juzgamos habrían de ser mejor conocidos, y con una relación pormenorizada de las excavaciones arqueológicas que hemos emprendido en ese lugar.

    ***

    Nada, en realidad, sabemos acerca de la fundación de Tlatelolco, si bien desde antaño existía una tradición, sin duda antiquísima y que encontramos transcrita por Gómara,¹ según la cual Tlatelolco debía reputarse más antiguo que la propia Tenochtitlan. Por más que es todavía prematuro aventurarnos dentro del terreno de las conjeturas, no podemos, sin embargo, abstenernos de emitir una opinión personal en el sentido de que es posible que, con el tiempo, llegue a comprobarse que Tlatelolco comenzó a poblarse en tiempos muy anteriores a los que suele suponerse. Desde luego, los hallazgos logrados por apenes de ciertas construcciones y de diversos fragmentos de cerámica de la clase llamada arcaica en el sitio denominado El Tepalcate, que se encuentra ubicado frente a Chimalhuacan y que en tiempos de Cortés debe haber estado totalmente sumergido bajo las aguas del lago de Texcoco, nos hace vislumbrar toda una serie de fluctuaciones en el nivel de dicho lago y de tempranas colonizaciones lacustres de las cuales todavía no resulta posible hablar con seguridad. Nuestras excavaciones ya nos han permitido establecer que el primitivo islote que indudablemente existió en Tlatelolco hubo de verse a menudo reforzado a través del tiempo por grandes aportaciones de material, sobre todo tezontle, sin duda traído laboriosamente en canoas de algunos de los peñoles cercanos y que prestan plena justificación etimológica al nombre del sitio puesto que el centro de éste parece ser, en efecto, un enorme tlatel.

    Desde luego, el primer Tlatelolco del cual podemos hablar por ahora con alguna certeza es el Tlatelolco tepaneca, poblado sujeto, como la vecina Tenochtitlan, a la hegemonía de Azcapotzalco. Sobre esa época es inútil que entremos en mayores detalles, ya que el señor Barlow nos ofrece en esta misma publicación un estudio sintético que resume brevemente casi todo lo que sabemos sobre el particular. Más tarde, al derrumbarse estrepitosamente el poderío de Azcapotzalco entre 1428 y 1430 a consecuencia de la rebelión encabezada por Itzcóatl de Tenochtitlan, Nezahualcóyotl de Texcoco y otros descontentos, ábrese para Tlatelolco, libre ya del yugo tepaneca, una era de vida soberana e independiente durante la cual sus habitantes, llenos de pujanza y ávidos de conquistas, logran las de algunos sitios tan lejanos como Tepeaca, en el actual estado de Puebla, y Huatusco, en el de Veracruz. Con los primeros momentos de este periodo se relaciona el interesante documento que, con ciertas aclaraciones realizadas por el señor Barlow y la señora Espejo, también reproducimos en esta publicación, por más que todo aquel periodo independiente, en sus diversos aspectos, habrá de ocupar la pluma del primero para un número posterior.

    Dicho periodo, por desgracia para los tlatelolcas, no dura más de medio siglo ya que en 1473, gobernando Axayácatl a los tenochcas y Moquíhuix a los de Tlatelolco, estalla la guerra entre las ciudades hermanas y la lucha termina con la absorción completa de Tlatelolco por sus vecinos de Tenochtitlan. Los antecedentes y detalles de esa campaña, así como la nueva etapa que se inicia en la historia de Tlatelolco, también habrán de ser materia de un artículo del señor Barlow en su oportunidad. Pero las excavaciones que hemos realizado no dejan de sugerir algunas preguntas sugestivas: ¿acaso presenciaría una de las escalinatas que acabamos de descubrir, y que parecen corresponder al teocalli mayor, los pintorescos incidentes narrados por Tezozómoc al ocuparse de esa debelación?² ¿Rodaría por esos peldaños el cuerpo de Moquíhuix, último señor independiente de Tlatelolco? Si aceptamos lo que nos dice la tradición, no habría motivo para negar semejante posibilidad, como tampoco lo habría para impugnarla cuando, otro medio siglo más tarde, en 1521, Tlatelolco, sujeto como dijimos a Tenochtitlan y ya del todo identificado con ella, se convierte en el último reducto de la defensa mexica, y la gente de Alvarado, llegada jadeante del poniente por esa calzada de Nonoalco que los defensores le habían disputado palmo a palmo durante varias semanas, irrumpe al fin en el recinto sagrado, se lanza hacia arriba por los peldaños del templo y prende fuego a los santuarios que lo coronaban, ante la gran sorpresa de Cortés que venía atacando por otro rumbo —el del sureste— y que al contemplar el penacho de humo desde su real no llega a explicarse del todo lo que acaba de ocurrir.³ Sin embargo, la obra de destrucción de los edificios precortesianos que se llevó a cabo a raíz de la Conquista fue de tales proporciones que sería injustificado todavía emitir opinión alguna a ese respecto.

    Lo cierto es que durante la Conquista española vive Tlatelolco las horas más críticas de su largo historial, y en los anales de esa época no sólo se nos habla con frecuencia del recinto sagrado y de ese gran teocalli a que acabamos de referirnos y que estaba aparentemente dedicado a Huitzilopochtli, sino también del famoso mercado, ¡sin duda el mayor de todo el Nuevo Mundo!, que se hallaba frontero al recinto y en el cual, a su vez, se alzaba otro edificio de dimensiones bastante importantes y que ocupaba un puesto central.

    Con la Conquista española, el arrasamiento de los edificios paganos, la construcción de la primera iglesia cristiana y la fundación del célebre convento, iniciase una nueva etapa en la historia de Tlatelolco, una etapa de decaimiento paulatino en el orden material pero con fulgores magníficos en el espiritual, e ilustrada con no pocos nombres verdaderamente preclaros. Aunque ese capítulo es mucho mejor conocido, quizá también nos resulte posible arrojar algunas modestas luces que complementen esos conocimientos, sobre todo dentro del campo topográfico.

    ***

    A pesar del bullicio propio del cuartel, del movimiento de trenes a lo largo de las vías y del intenso tráfico que se advierte no lejos de la arteria que conduce desde el Zócalo hasta la ex garita de Peralvillo, la plaza de Santiago, convertida desde hace años en placentero jardín, es en la actualidad uno de los rincones más tranquilos y sosegados de toda la Ciudad de México. Por otra parte, aunque el convento franciscano, de gloriosa memoria y ahora convertido en prisión, fue, hace unos años, materia de interesantes estudios por parte de ese incansable investigador, don Fernando Ocaranza,⁴ y por más que los miembros del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, a su vez, han arrojado raudales de luz sobre la topografía del barrio desde la época de la Conquista española en un trabajo todavía relativamente reciente y que se halla a la altura de todo lo que se produce en ese centro de cultura,⁵ Tlatelolco ha recibido poca atención por parte de nuestros investigadores. Señalaremos, no obstante, que el señor Eusebio Dávalos, alumno de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), escogió hace poco como tema para su tesis de grado el estudio de ciertos cráneos hallados en ese lugar, aunque tenemos entendido que casi nada se sabe acerca de su descubrimiento.

    Por lo que se refiere a exploraciones arqueológicas, los antecedentes pueden resumirse en unos cuantos párrafos. En los últimos años no parece haberse hecho más excavaciones que unas horadaciones practicadas, sin duda en busca de supuestos tesoros escondidos, cerca del altar mayor de la iglesia, hoy convertida en bodega y en lamentable estado de abandono. Dichos trabajos, según nos asegura un testigo, se prosiguieron con verdadero apetito a través de dos pisos antiguos y hasta por debajo del nivel del agua, para lo cual resultó necesario conseguir la ayuda de los bomberos. Sin embargo, lo único que se encontró fueron abundantes restos humanos, cuyo paradero ignoramos, así como una especie de gaveta de loza que contenía, según parece, algún objeto útil y unos huevos de ave, naturalmente convertidos en cascarones.⁶ Quizá también se hayan extraído del suelo, en esa ocasión, un fragmento de disco para juego de pelota y un gran vaso ritual de piedra que también se conserva dentro de la misma iglesia y que, a juzgar por el glifo tepozteco que ostenta, parece haberse empleado, en opinión del señor Barlow, como receptáculo para pulque. Se nos dice igualmente que hace bastantes años se practicaron por un grupo de zapadores, cuyo número asciende a no menos de 50 individuos, diversas excavaciones en puntos hoy muy difíciles de identificar, con el propósito de conseguir objetos de carácter arqueológico para una exposición celebrada en España.

    Los únicos datos adicionales, casi todos bastante lacónicos y sumamente imprecisos, sobre excavaciones o hallazgos arqueológicos en este sitio son los que hemos encontrado en la conocida obra de Hamy, Anthropologie du Mexique, publicada en París en 1884. Refiérese Hamy en dicho trabajo a diversas sepulturas descubiertas por el padre Fischer, el abate Domenech y el señor Boban durante el siglo XIX; he transcrito los párrafos más interesantes en la nota respectiva⁷ prescindiendo, sin embargo, de la reseña que hace Hamy de los restos humanos hallados en algunos de esos enterramientos.

    Todo estudio arqueológico del Tlatelolco precortesiano tiene por inevitable punto de partida el estado que guardaba ese barrio en la época de la Conquista un asunto que, mientras no adelanten un tanto las exploraciones, sólo podemos esbozar. Harto conocida, naturalmente, es la descripción que nos ha legado Bernal Díaz del Castillo del gran tianguis o mercado que se celebraba en ese lugar, no menos que de su supuesta visita posterior al templo adyacente, si bien hay serios motivos para poner en tela de juicio mucho de lo que nos dice sobre este último, como advertimos en una nota que consagramos a este punto tan importante.⁸ Ricas también en informes relacionados con todo el barrio, resultan las relaciones de Sahagún, de Gómara, de Motolinía y de varios otros escritores, entre ellos el propio Cortés. Desde luego, del examen más somero de dichos autores, no menos que de los diversos planos que se han elaborado de la Ciudad de México desde la Conquista y, por último, de la actual superficie del terreno mismo, parece desprenderse con visos de casi absoluta seguridad que, si por una parte la actual plaza y jardín de Santiago, así como quizá el edificio de la Aduana de Importación, coinciden, en forma muy aproximativa, con el famoso mercado rodeado de portales de que nos hablan, por la otra el antiguo recinto sagrado que se hallaba adyacente (de proporciones, según nos dice Cortés, no tanto menores que el de Tenochtitlan) debe a su vez haber coincidido, también aproximadamente, con la manzana que hoy yace al poniente y que contiene a la iglesia de Santiago y su atrio, la prisión militar, el cuartel contiguo, cierto número de construcciones diversas y, por último, el terreno vacío donde se llevan a cabo las exploraciones arqueológicas y que, en realidad, también hubo de formar parte del atrio a que hicimos alusión.⁹

    De ser así y refiriéndonos por el momento al mercado diremos que, como oportunamente nos propuso el señor Bullock, habría seguramente que buscar hacia el centro del jardín, probablemente cerca del lugar donde se eleva una cruz, los restos del edificio de cal y canto, como de treinta pasos en cuadro, que Cortés sitúa en el centro del tianguis y que según él era como un teatro… el cual tenían ellos para cuando hacían algunas fiestas y juegos que los representadores de ellos se ponían allí, porque toda la gente del mercado y quienes estaban por lo bajo y encima de los portales pudiesen ver lo que se hacía, y que es también donde el jefe español ordenó se colocara el inútil trabuco citado por casi todos los escritores de la Conquista. En ese mismo sitio parece haberse elevado, más tarde, un patíbulo.¹⁰ No menos probable resulta que el Tecpan colonial, sitio al oriente de la plaza y que fue asiento de las oficinas administrativas del barrio durante la dominación española, actualmente plantel educativo, coincida también con algún edificio prehispánico de importancia, como parece sugerirlo una ligera elevación en el suelo del patio respectivo, por más que resulta necesario insistir en la forma más enfática que éstas y todas las demás localizaciones y atribuciones que ofrecemos en estos trabajos deben considerarse sujetas a todo género de rectificaciones posteriores.

    El recinto sagrado (que, como dijimos, era asiento de ese gran templo de Huitzilopochtli que creemos haber descubierto y de otros edificios menores) yacía al poniente del mercado y parece hallarse hoy ocupado por la iglesia de Santiago, elevada por Torquemada a principios del siglo XVII, y por las otras construcciones civiles y militares de que hablamos, incluyendo, además, esa larga franja que se extiende al poniente de la iglesia a lo largo de la vía de ferrocarril, que es donde estamos trabajando y que, aunque servía de asiento en su extremo oriente para algunas modestas barracas que invaden el empedrado frente a la iglesia, era inmundo muladar cuando comenzamos las exploraciones, aparte de hallarse sembrada de un gran número de pesadísimos monolitos que hubieron de descartarse al construir un gran edificio de carácter oficial en el centro de la capital, ya en tiempos modernos, y que después se depositaron desordenadamente en ese punto, para nuestra desdicha.

    ***

    La idea de practicar algunas exploraciones de carácter arqueológico en Tlatelolco se debe a nuestro colaborador el señor Robert H. Barlow de la Universidad de California, quien, después de haberse dedicado durante algún tiempo al estudio de las diversas fuentes antiguas que se ocupan del pasado de ese lugar, concibió el proyecto de abrir algunos pozos estratigráficos en ciertos solares actualmente desprovistos de construcciones con el propósito de obtener un buen número de fragmentos de cerámica, o tepalcates, y hacerse, de ese modo, de una serie cultural lo más completa que fuese posible. Acogida la idea con entusiasmo por doña Antonieta Espejo, del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), por el señor T. W. I. Bullock, catedrático de la Universidad de Cambridge (Inglaterra), y por el que esto escribe, nos trasladamos al hoy somnoliento barrio el 8 de abril del año en curso [1944] a fin de practicar una inspección ocular.

    No hay mejor guía para el conocimiento de la topografía de las antiguas ciudades tenochca y tlatelolca que un cuidadoso examen de los niveles del México de la época actual. Aunque los españoles arrasaron los antiguos edificios en forma muy concienzuda, la obra de nivelación distó bastante de ser absolutamente perfecta, cosa que no debe extrañarnos si se toman en cuenta las enormes cantidades de tierra y de otros materiales que se removieron. En consecuencia, puede decirse que, a pesar de las muchas demoliciones y superposiciones diversas, de inundaciones y de movimientos isostáticos posteriores, la actual superficie de la ciudad sigue proporcionando una excelente ayuda para el conocimiento de sus predecesoras.

    Aun antes de nuestra primera inspección habíamos sospechado que, del mismo modo que la llamada Isla de los Perros, en la actual calle de Guatemala, ha marcado el emplazamiento del teocalli mayor de México, y que la elevación que se advierte en el suelo del antiguo Arzobispado, en la calle de la Moneda, señala la ubicación del templo de Tezcatlipoca, también hallaríamos valiosos indicios de ese género en Tlatelolco. Y, por lo general, así fue, puesto que la manzana correspondiente al recinto sagrado muestra, efectivamente, cierta elevación respecto del tianguis, por más que ésa pueda en parte corresponder, claro está, a la demolición del antiguo convento, formidable mole con gruesas paredes a la usanza de la época; por otra parte, también resulta cierto que mucho del material que se utilizó en la construcción del convento debe, a su vez, haber procedido de los edificios indígenas que habían sido derrumbados. No pretendimos entrar a la Prisión Militar en esa ocasión, aunque desde afuera obtuvimos una impresión muy semejante a la que produce el ex Arzobispado; pero en el cuartel, en el gran patio anexo al mismo, y en la franja que yace frente a la iglesia y de la que ya hemos hablado, hallamos indicios de ese mismo género. Con el propósito de causar las menores molestias posibles, decidimos abrir nuestro primer pozo en dicha faja, y las operaciones comenzaron el miércoles 12 del mismo mes de abril. Los trabajos subsecuentes, que se han realizado bajo la vigilancia directa y constante de la señora Espejo, se describen con todo lujo de detalle más adelante.

    Debo ahora explicar que aunque nuestras intenciones hasta entonces se habían concretado a una simple exploración de carácter estratigráfico, ya nuestra inspección ocular nos había abierto toda una serie de perspectivas de carácter mucho más amplio. El hecho es que tan pronto tomó forma en nuestra mente el ambicioso proyecto de realizar hasta donde nos fuese posible lo que podríamos llamar un estudio integral de Tlatelolco, esto es, determinar la topografía del antiguo recinto, sus límites, las construcciones que contenía, el carácter de las mismas, su evolución histórica y demás, complementaríamos nuestra investigación con una serie de estudios sobre las diversas fuentes de índole literario y pictórico, estudios que habrían de abarcar no sólo lo tocante a las construcciones, sino también el pasado de Tlatelolco en general. Por más que resultaba necesario reconocer que, debido al carácter tan limitado de nuestros recursos y a las diversas exigencias de orden físico, lo más a que podríamos aspirar por el momento en el terreno arqueológico sería a intentar una especie de exploración previa, necesariamente muy ligera y fragmentaria, optamos aun así por trabajar dentro de los límites de ese marco verdaderamente quimérico. Decidimos además ofrecer, junto con el resultado de nuestros trabajos, una serie de documentos inéditos o poco conocidos que, a nuestro entender, merecían una difusión más amplia.

    Ante la perspectiva de publicar los resultados de nuestros trabajos conforme los íbamos realizando o esperar, para hacerlo, hasta ese lejano y nebuloso día en que pudiésemos darlos por concluidos, optamos resueltamente por lo primero. Sabemos de antemano que esto habrá de producir cierta impresión de desorden y que el cuadro, así presentado en fragmentos, no dejará a veces de asemejarse a uno de esos puzzles que en una época estaban tan de moda para los ratos de ocio. Además, los expertos quizá podrán acusarnos de prolijos por el hecho de publicar en forma tan detallada y minuciosa el Diario de las excavaciones. Empero, todos los que nos dedicamos a estudios de esta índole sabemos con qué frecuencia suele ocurrir que los informes de los trabajos realizados no llegan jamás, por un motivo u otro, a ver la luz pública o sólo lo logran con sensible atraso. Está también la circunstancia de que, dada la rapidez del tempo en que se desarrolla nuestra vida moderna, la falta oportuna de datos ya obtenidos pero aún no publicados suele producir serios trastornos a otros investigadores que trabajan en campos relacionados. Creemos, por lo tanto, que al

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