MEXICAS
Empezaron siendo un pueblo nómada y en sólo dos siglos llegaron a dominar unos 500,000 km², el imperio más vasto de América. Lo lograron gracias a un entramado de alianzas y vasallaje apoyado en un poderoso ejército y una avanzada tecnología, que dio lugar a sofisticadísimos sistemas de ingeniería y a una destacada arquitectura monumental.
Palacios y pirámides, templos y acueductos eran para los mexicas regalos para sus dioses, pero también la prueba material de que eran el pueblo más adelantado de Me-soamérica. La estrella de este enorme desarrollo fue su capital, Tenochtitlan, que se levantaba donde hoy se halla Ciudad de México. No tenía parangón ni en extensión (alcanzó los 15 km²) ni en población (llegaron a vivir en ella más de 200,000 personas). Y el mérito es aún mayor si se piensa que se asentó sobre una zona pantanosa por la que nadie hubiera apostado. Aparte de la magnitud de esa hazaña, la pregunta es obligada: ¿por qué allí y no en un enclave más propicio? Para entenderlo, hay que viajar en el tiempo y en la imaginación hasta la mítica isla de Aztlán, donde empezó todo.
Aztlán, la tierra primigenia
Las leyendas nahuas narran que siete tribus vivieron en Chicomóztoc: en náhuatl, “lugar de las siete cuevas”. Cada cueva albergaba a un grupo étnico distinto: xochimilcas, tlahuicas, acolhuas, tlaxcaltecas, tepanecas, chalcas y mexicas. Todos eran llamados colectivamente nahuatlacas
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