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Cholula
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Libro electrónico364 páginas4 horas

Cholula

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Como centro religioso, Cholula fue una de las ciudades más importantes del altiplano de México durante el Clásico, junto a Teotihuacán. Las autoras buscan reconstruir la evolución y carácter de la vida citadina de esta ciudad previa a la conquista, así como abonar a la comprensión de este centro de peregrinaje, cuyo poder de atracción se fue enriqueciendo a través de los siglos. Las fuentes diversas para este estudio van desde la exhaustiva investigación documental sobre el registro escrito de quienes atestiguaron el esplendor de la urbe del siglo XVI hasta la exploración de la evidencia arqueológica material, haciendo énfasis en la geografía del lugar como factor preponderante. Este libro pertenece a la Serie Ciudades que busca profundizar en el conocimiento de las antiguas urbes mesoamericanas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 mar 2019
ISBN9786071661869
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    Cholula - Patricia Plunket Nagoda

    bibliográficas

    Agradecimientos

    Sin el privilegio de la invitación de Alicia Hernández Chávez y Eduardo Matos Moctezuma para colaborar con esta obra sobre Cholula, probablemente habría transcurrido mucho tiempo antes de que nos decidiéramos a emprender el complejo trayecto de poner en orden los datos que, por ya casi cuatro décadas, hemos recuperado de esta antigua urbe y de su entorno. Nuestro profundo agradecimiento a ambos por su confianza y por brindarnos el reto de reflexionar sobre esta ciudad, esperamos que este documento contribuya a esclarecer la fascinante pero nebulosa historia de la longeva Tollan Cholollan Tlachihualtépetl.

    La búsqueda de las raíces profundas que nutrieron la germinación del urbanismo en Cholula trasciende los límites del sitio mismo, pues es imprescindible entender las condiciones regionales que impulsaron esa transformación. Para este aspecto resultaron esenciales las 13 temporadas en la aldea de Tetimpa, en las laderas del Popocatépetl, que no hubieran sido tan fructíferas ni tan agradables sin la participación de un extraordinario equipo: Kenneth Hirth y Maria Panfil, que dilucidaron los aspectos geológicos y volcánicos; diversos estudiantes, muchos de ellos ahora ya orgullosamente colegas, entre quienes destacan Juan Albaitero, Olegario Batalla, Elba Domínguez, Gilda Hernández, Aurelio López, Natalia Mauricio y Andrés Noyola, y el dinámico grupo de trabajadores de San Nicolás de los Ranchos, principalmente Concepción Casas, así como Emiliano, Arnulfo y Raúl Gutiérrez.

    La serie de rescates en el campus de la Universidad de las Américas Puebla paso a pasito ha aportado piezas para llenar huecos en el fragmentado rompecabezas del desarrollo local. En estas labores, mucho debemos al comprometido desempeño de quienes en distintos momentos han formado parte de la Coordinación de Apoyo Arqueológico de esta institución, especialmente Cristina Desentis, Aurelio López, Natalia Mauricio, Araceli Rojas, Soledad Talavera y Manuel Vera.

    La arqueología de la arqueología, reingresando para hacer nuevos levantamientos en los viejos túneles con los que Ignacio Marquina explorara las entrañas de la Gran Pirámide, ha sido nuestra principal herramienta para evaluar la evolución de Cholula durante el Clásico, tomando como parámetro los cambios en la arquitectura de su monumento más icónico. En esta actividad, estamos en múltiples e incalculables deudas: primordialmente con María Amparo Robles, por su invaluable precisión, esmero, disciplina y dedicación; con Hironori Fukuhara, Shigeru Kabata y Yoshi Sato, quienes enviados por nuestro querido amigo Saburo Sugiyama, nos asistieron en el mapeo de algunos de los túneles de más difícil tránsito; con Martín Cruz, director de la Zona Arqueológica de Cholula, cuyo genuino y enorme interés en la pirámide siempre se ha traducido para nosotros en una disponibilidad y una generosidad sin límites; y con todo el grupo de guías y custodios de la zona, de quienes hemos recibido invariablemente la más calurosa acogida.

    Diversas facetas de este volumen se vieron enriquecidas por el altruismo de Eduardo Merlo y fray Francisco Morales, reconocidos estudiosos de Cholula, quienes nos han proporcionado algunas fuentes de difícil acceso, así como por las ilustraciones y fotografías que Martín Cruz, David Carballo, Ramiro Muñoz y John O’Leary nos autorizaron a reproducir. Igualmente valiosa fue la amable disposición del titular del Archivo Técnico del INAH, José Luis Ramírez, a quien acudimos largas horas cuando nos dimos a la tarea de reunir los desperdigados e inapreciables diarios de campo de los integrantes del Proyecto Cholula.

    Mediante su apreciación de nuestro trabajo y sus invitaciones a participar en eventos o en publicaciones, varios colegas nos han motivado a generar muchas de las ideas que hemos vertido en este texto. Por tanto, nuestra estimación y agradecimiento a Bill y Barbara Fash, Gary Feinman, Leonardo López Luján, Linda Manzanilla, Dominique Michelet, Linda Nicholas, Véronique Darras, Paul Schmidt, Maricarmen Serra, Felipe Solís† y Saburo Sugiyama.

    El Consejo Nacional de Arqueología no sólo nos ha otorgado los permisos necesarios para la ejecución de nuestras propuestas. La sabia y experimentada intervención de algunos de sus integrantes, como los recordados Joaquín García-Bárcena† y Alejandro Martínez†, así como los consejos y prontas respuestas de Nelly Robles y Pedro Francisco Sánchez en diversas ocasiones fueron decisivos para la efectiva resolución de situaciones imprevistas.

    Pero aun con nuestra mejor voluntad de indagar sobre la historia regional, esto no habría sido posible sin el soporte financiero que varias instancias han tenido a bien otorgarnos. La Mesoamerican Research Foundation, a través de su director Tim Tucker, fue la primera en promover y sustentar nuestras exploraciones en Tetimpa (1993-2000); a ella se unirían después el Sistema Regional Ignacio Zaragoza (1997-1999), FAMSI (2003-2004) y el Conacyt (2000-2002, 2003-2006 y 2009-2013), instituciones las dos últimas que además contribuyeron a costear el registro y la datación de las subestructuras del Tlachihualtépetl. Por supuesto, también ha sido vital para nuestras investigaciones la UDLAP, nuestra casa de estudio, que, además de proporcionarnos equipo, descargas académicas y presupuesto semilla, ha apoyado los rescates arqueológicos que se requieren cada vez que la colocación de infraestructura moderna afecta el subsuelo de su campus, ubicado en la periferia de la antigua Cholula.

    Agradecemos también a Martha Fernández por tantos años de ayuda en gestionar los trámites administrativos indispensables para el buen funcionamiento de nuestros proyectos, y a Laura Villanueva por su eficiente papel como enlace en la producción de este libro.

    A todas y cada una, personas e instituciones, nuestro reconocimiento y nuestras más sinceras gracias.

    Introducción.

    Ciudades sagradas

    BASTA UNA MIRADA a la historia antigua para apreciar que no todas las ciudades han tenido la misma trayectoria ni seguido los mismos derroteros y que sólo algunas de ellas, como Jerusalén en Israel o La Meca en Arabia Saudita, llegaron a figurar como centros espirituales de su región o de su civilización, localidades selectas en donde lo sagrado era manifestado tanto conceptual como físicamente. ¿De dónde nace ese valor sacro, esa carga mística que distingue a algunas urbes? ¿Qué circunstancias sociales, políticas y económicas las encaminaron hacia el destino de ser representantes de la identidad religiosa comunitaria?

    En 1519, al adentrarse Hernán Cortés en tierras mesoamericanas, se percató de que Cholula, en ese entonces conocida como Tollan Cholollan Tlachihualtépetl, era justamente ese tipo especial de lugar. Los conquistadores describieron que su templo principal, dedicado al dios Quetzalcóatl, era aún más alto que el de la capital mexica en Tenochtitlan y, admirados, contaron más de 400 santuarios menores esparcidos por toda la mancha urbana. Además, aunque interactuaron con los señores principales de la comunidad, sus comunicaciones más relevantes fueron con ciertos personajes a quienes se referían como papas para expresar que no eran sacerdotes comunes, sino las más eminentes autoridades religiosas. La fama de Cholula como la principal capital de culto de Mesoamérica inspiraría una de las frases más célebres de Gabriel de Rojas, corregidor de esta metrópoli en 1581, al afirmar que era tenida en tanta veneración como lo es Roma en la cristiandad, y La Meca entre los moros.

    Empero, la antigua Cholula no es una ciudad fácil de entender, como tampoco es fácil dilucidar cómo llegó a adquirir dicha fama. Esto no sólo se debe a que pocas crónicas abordan su desarrollo prehispánico, sino a que, a excepción de su Gran Pirámide, la mayor parte de la evidencia arqueológica, correspondiente a más de dos milenios de ocupación continua, permanece sellada bajo siglos de construcción colonial y moderna que imposibilita exploraciones extensivas. Así, la información disponible procede, o de proyectos enfocados en la Pirámide, o de múltiples pero aislados rescates y salvamentos arqueológicos efectuados en respuesta a la instalación de infraestructura reciente. Este libro busca articular los resultados de ambos tipos de intervención para reconstruir, hasta donde sea factible, la evolución y el carácter de la vida citadina previa a la conquista.

    Para comprender a través de su fragmentado registro histórico la manera en que Cholula surgió como centro urbano y cómo llegó a ser el corazón espiritual de Mesoamérica durante el Posclásico (900-1521 d.C.), si no es que incluso antes, resulta ilustrativo considerar brevemente las características de algunas ciudades sagradas de otras civilizaciones. Esta perspectiva comparativa puede ayudar a entender cómo se ha dado el proceso de sacralización de lugares en diversas culturas y en distintos tiempos, así como a identificar cuáles son los posibles senderos que conducen a esta peculiar condición.

    Una de las cualidades más distintivas de las ciudades sagradas es que suelen ser muy antiguas y muy longevas. Muchas de ellas se encuentran entre las primeras urbes de su región, como sería el caso de la Nippur de Sumeria o la Jerusalén de Israel. Las historias de ambas se remontan al tercer milenio antes de nuestra era, cuando el urbanismo apenas germinaba; ambas fueron —y en el caso de Jerusalén sigue siendo— sedes religiosas de múltiples cultos a lo largo de milenios. Así, una larga vida puede llegar a traducirse, tanto para los seres humanos como para sus asentamientos, en ser objeto de gran respeto y veneración.

    Pero la antigüedad no es suficiente. Múltiples sitios con historias milenarias se convirtieron en capitales políticas o económicas, mas no lograron adjudicarse un carácter sacro que las diferenciara del resto. La atribución de sacralidad comúnmente se basa en la existencia de ciertos fenómenos del paisaje natural que confieren una carga espiritual a un sitio dado; así sería el caso, por ejemplo, de manantiales, como el Tirta Empul en Bali o el Manantial de Vida en Estambul, o de montañas, como el Monte Kailash del Tíbet o el Olimpo de Grecia. Por ende, no debe sorprender que, en el ámbito global, el diseño de los centros ceremoniales suela incluir fuentes de agua, efigies de montañas específicas y otros componentes de la geografía física. La creación de un lugar donde lo divino se articula con lo terrenal resulta ser un proceso en el cual los seres humanos usurpan elementos venerables del paisaje natural, reubicándolos simbólicamente y consagrándolos en un ámbito culturalmente construido.

    Un tercer factor que participa en la génesis de la sacralidad son los héroes culturales, ya sean humanos o divinos, de las narrativas míticas e históricas asociadas a estos escenarios específicos. Es así como para la fe cristiana la primacía de Roma comienza con los martirios de san Pedro y san Pablo, mientras que La Meca sobresale por ser allí donde nació Mahoma y donde el profeta del Islam transcribió las revelaciones divinas que constituyen el Corán. Podemos sospechar que, de igual manera, ciudades mesoamericanas como Cholula y Tula destacaron gracias, en parte, a su estrecha relación con Quetzalcóatl, figura histórico-legendaria de la época posteotihuacana.

    Esos actores y los hechos asociados con ellos producen reliquias, ya sea en forma de vestigios corporales —como huesos, dientes o pelo— o correspondientes a artefactos; en muchas religiones estas reliquias se consideran conductoras del poder divino y, por ende, su potencia milagrosa y la protección que brindan sirven para intensificar el magnetismo de una urbe sacra. A consecuencia de ello, innumerables conflictos en la historia mundial han emanado de controversias sobre el control de estos objetos que ofrecían salvaguarda sobrenatural y cuya posesión otorgaba legitimidad a los gobernantes. De ahí entonces que reyes y nobles en diversas partes del mundo hicieran habitualmente donaciones y ofrendas para mantener los templos de una ciudad sagrada a fin de asegurar el favor de los dioses y la buena fortuna en la guerra. A la vez, como ocurrió en Nippur, Jerusalén y Estambul, cambios doctrinales o geopolíticos, o ambos, han motivado la captura y a veces la destrucción de ciudades sagradas para arrebatarles o disminuir ese capital espiritual que las define.

    Asimismo, la eficacia de una reliquia es muy relevante para los fieles. Sitios donde nacieron, vivieron o murieron ilustres figuras históricas y se resguardan vestigios famosos, capaces de provocar milagros o revelar secretos esotéricos, atraen una cantidad considerable de visitantes y gozan del derrame económico que éstos ocasionan. Así, por ejemplo, Tierra Santa es un punto focal para peregrinos judíos, cristianos y musulmanes, pues estas religiones comparten muchos de los mismos personajes, historias y acontecimientos especiales, aunque cada una de ellas cuenta con sus puntos particulares de culto, ya sea el Muro de las Lamentaciones, el Santo Sepulcro o el Domo de la Roca.

    Las ciudades sagradas suelen ser también sedes intelectuales donde se congregan los sabios y doctos para discutir y escribir sobre materias filosóficas y teológicas, y algunas de ellas son también centros de aprendizaje, a veces con instituciones formales para la instrucción en cuestiones doctrinales. La Varanasi de los hindúes, la Safed de los judíos y la Alejandría de los primeros siglos del cristianismo son ejemplos de ello.

    En el análisis final, podemos concluir que la sacralidad es una cualidad que se construye a lo largo del tiempo con base en fenómenos naturales y sucesos históricos o legendarios que modelan las ideas humanas y las anclan a lugares específicos. Es un atributo que puede ser adquirido y fortalecido, pero que no puede imponerse por mandato o por decreto. Con base en los conceptos que hemos señalado aquí, nuestro interés en esta obra es trazar la trayectoria de Tollan Cholollan Tlachihualtépetl como ciudad sagrada, indagando sobre sus inicios, su desarrollo, y los procesos que le llevaron a convertirse en la magna Roma mesoamericana que maravilló a las huestes hispanas en el siglo XVI.

    I. El entorno natural y cultural

    EL VALLE DE PUEBLA-TLAXCALA (figura I.1) se ubica en las tierras altas del centro de México y constituye una de las zonas nucleares del área cultural mesoamericana. Sus más de 2 000 km² se caracterizan por imponentes volcanes nevados, conos de escoria, pedregales y depósitos de ceniza volcánica, además de los fértiles suelos que por tres milenios han producido el sustento de densas comunidades humanas.

    FIGURA I.1. Mapa de Puebla-Tlaxcala, en el que se ubica a Cholula en su entorno, con algunos otros sitios arqueológicos como referencia.

    FIGURA I.2. Vista de la Sierra Nevada desde Cholula.

    A grandes rasgos, el valle se delimita al poniente por las altas cumbres de la Sierra Nevada —el Popocatépetl, el Iztaccíhuatl, el monte Tláloc y el Telapón— (figura I.2); al sur por las cordilleras secas que bajan hacia la Mixteca poblana; al oriente por los montes recubiertos de pino y encino de la Sierra Negra; al nororiente, tras el volcán de La Malinche, por los Llanos de San Juan y los bosques húmedos de la vertiente atlántica que desciende hacia la Costa del Golfo; y al norte por las lomas que lo separan de las planicies pulqueras de Apan. Sobre una base de antiguos sedimentos marinos levantados, el Eje Neovolcánico que cruza de este a oeste el centro de México ha depositado enormes cantidades de materiales no consolidados que, con la tala progresiva de los bosques que visten el pie de monte, han intensificado la erosión natural, produciendo las impresionantes barrancas que hoy día identifican al perímetro occidental de la zona poblano-tlaxcalteca.

    A pesar de su ubicación dentro de los trópicos, a 19º de latitud norte, el valle goza de un clima templado, pues se encuentra arriba de los 2 100 m sobre el nivel del mar; en general, su sección norte es más fría que la sur y la oriental es más árida que la poniente. El drenaje principal está constituido por el río Atoyac y sus afluentes, corrientes que transportan las aguas del deshielo de las montañas y de los aguaceros —que de mayo a octubre dejan caer entre 800 y 1 200 mm de lluvia anual— hacia la cuenca del río Balsas para desembocar en el Océano Pacífico.

    Aún no es claro cuándo este escenario se vio transitado por primera vez por seres humanos. Aunque hay vestigios de megafauna pleistocénica en la región, incluyendo los restos parciales de un mamut encontrados bajo las calles de San Andrés Cholula, la evidencia de actividad humana para esos tiempos es sumamente parca. Al sur del valle, en la Depresión de Valsequillo, Cynthia Irwin-Williams identificó utensilios sencillos de piedra, con una antigüedad sugerida de 21 000 años antes del presente, que tal vez correspondan a una etapa muy temprana del poblamiento de América.

    Algunos recorridos de superficie en otras partes de Puebla-Tlaxcala han registrado puntas de lanza que confirman la presencia de cazadores-recolectores durante el Cenolítico (12000 a 7000 a.C.), un tiempo caracterizado por bandas nomádicas que recorrían largas distancias y cuyas huellas materiales son azarosamente difíciles de detectar. Para el siguiente periodo, el Arcaico (7000 a 2500 a.C.), aparentemente los grupos tendieron a confinar su nomadismo a movimientos anuales cíclicos dentro de una región, aumentando así la posibilidad para la arqueología de encontrar vestigios culturales en aquellos lugares a los que regresaban de manera recurrente; en efecto, las excavaciones de Roberto García Moll informan para estos momentos sobre una ocupación en la Cueva del Texcal en Valsequillo, incluyendo 13 entierros humanos, que correspondería bien a ese modelo de vida. No obstante, nuestro conocimiento sobre los primeros pobladores de la zona es todavía muy rudimentario.

    A partir de 2500 a.C., con el desarrollo de la agricultura y el establecimiento de aldeas sedentarias, durante los siguientes cuatro milenios las comunidades domesticaron el paisaje natural que los acogía, transformándolo, desde el Formativo (2500 a.C.-100 d.C.) en adelante, en un área altamente productiva. Así, a la llegada de los españoles, en 1519, Bernal Díaz del Castillo (1983: 224) comentaría que Cholula … está asentada en un llano y en parte donde están muchas poblaciones cercanas… Es tierra de mucho maíz y otras legumbres, y de mucho ají, y toda llena de magüeyales, que es donde hacen el vino.

    Dada su céntrica ubicación entre la cuenca de México y el valle de Oaxaca, y entre el Pacífico y el Golfo, las rutas que enlazaban a la Mesoamérica prehispánica en una activa red de interacción económica inevitablemente cruzaban el espacio poblano-tlaxcalteca, marcándolo como una zona estratégica para el comercio a larga distancia. De hecho, sabemos que, por lo menos durante los últimos dos siglos antes de la Conquista, Cholula era sede de un tianguismuy notable, cuyos mercaderes viajaban hasta Campeche y Guatemala para hacerse de bienes exóticos, que incluían el codiciado cacao, una amplia variedad de piedras preciosas, coloridos plumajes de quetzales y guacamayas, y finas telas de algodón.

    Sin embargo, esa sociedad cholulteca que en el siglo XVI los españoles atestiguaron no provenía en una sola línea de los habitantes primigenios del área. Tanto la ubicación de Cholula, como el particular carácter sacro que la investiría, ocasionaron que a lo largo del tiempo confluyeran en ella grupos de misceláneos orígenes y distintas tradiciones, lo que la convirtió en un crisol en el que se fundió una amplia gama de aportaciones biológicas y culturales. Aunque se desconoce la filiación étnica de los primeros que se asentaron hacia 1000 a.C. en las tierras que después ocuparía la próspera ciudad de Cholula, es probable que hablaran una lengua que formaba parte de la familia otomangue. Mucho después, a partir del colapso del imperio teotihuacano alrededor del año 600 d.C., la región se convirtió en una frontera permeable entre diversas poblaciones nahuas y otomangues, estas últimas hablantes principalmente de popoloca y mixteco. Las fuentes históricas señalan que las comunidades nahuas eran aparentemente migrantes recientes que habían llegado del noroeste y que poco a poco fueron desplazando a los otomangues, hasta que finalmente éstos se vieron relegados a ocupar los márgenes al sur y al oriente de la región.

    En el desarrollo cultural del valle, Cholula desempeñó un papel protagónico a partir del siglo I d.C. y hasta la conquista ibérica, pero su habitación es mucho más antigua y su historia temprana mucho más discreta y nebulosa. Tornamos ahora nuestra atención a los vestigios arqueológicos y a lo que ellos nos permiten vislumbrar tanto sobre los moradores iniciales de la futura ciudad, como del entorno en que ésta se gestaría. La revisión de dicho escenario resulta esencial, porque el devenir de Cholula, su transformación en centro urbano y su consolidación como foco de culto que trascendería las fronteras del valle estarían coyunturalmente impulsados por complejos factores que afectaron a la región en pleno.

    II. Las raíces de una tradición

    HACE UNOS 3 000 AÑOS, pequeños caseríos de agricultores se asentaron alrededor de los pantanos que rodean los manantiales de Aquiáhuac y el río Zapatero, en el margen nororiental de lo que es hoy Cholula. El arado de estas tierras en los últimos siglos ha arrasado esa ocupación original, dejando sólo algunos de los elementos que fueron cavados en el subsuelo estéril (tepetate), como son los entierros, los hornos para rostizar alimentos o los pozos tronco-cónicos para almacenaje.

    Fragmentos de bajareque quemado indican que, durante el primer milenio a.C., los habitantes construyeron sus casas de cañas entretejidas y revocadas con lodo, pero desconocemos la configuración de las viviendas, pues no quedan huellas de sus cimientos. No obstante, en el fondo de las ciénagas y en los pozos de almacenamiento abandonados se encuentran desechos de la actividad doméstica cotidiana de esos tiempos: ollas y cazuelas para cocinar, cajetes y cuencos para servir la comida, cántaros para acarrear agua, tecomates para guardar semillas, y herramientas de obsidiana y sílex para cortar y raspar un sinfín de materiales. Falta una pieza típicamente mesoamericana, el comal, lo cual indica que la dieta cholulteca aún no incluía tortillas y que el maíz se habría consumido más bien en tamales o atole.

    Entre los restos carbonizados de plantas hay trozos de madera, olotes, frijoles, verdolagas, tejocotes y capulines, además de quelites silvestres que, quizá como hoy, se habrían usado en caldos o como condimento. Las abundantes espinas de maguey sirvieron como agujas en la producción de canastas, petates, telas y artículos de cuero, y tal vez algunas fueran empleadas para sacar sangre de los lóbulos de las orejas en ritos de autosacrificio.

    Los depósitos del Formativo medio, tardío y terminal (900 a.C.-100 d.C.) también contienen figurillas de barro; algunos proponen que éstas son efigies de antepasados y que se empleaban para invocar su intercesión en el control de las lluvias o su protección contra poderes malignos, pues el

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