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La paz de Dios y del Rey: La conquista de la Selva Lacandona (1525-1821)
La paz de Dios y del Rey: La conquista de la Selva Lacandona (1525-1821)
La paz de Dios y del Rey: La conquista de la Selva Lacandona (1525-1821)
Libro electrónico748 páginas13 horas

La paz de Dios y del Rey: La conquista de la Selva Lacandona (1525-1821)

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El largo proceso de destrucción de las civilizaciones prehispánicas se inició con la llegada a América de los primeros europeos y no ha llegado aún a su término. Una de las víctimas de este proceso fue una pequeña tribu indígena del sureste de México, los lacandones, que, como señala Jan de Vos, fue totalmente exterminada durante el dominio español.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ago 2015
ISBN9786071632197
La paz de Dios y del Rey: La conquista de la Selva Lacandona (1525-1821)

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    La paz de Dios y del Rey - Jan de Vos

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA


    LA PAZ DE DIOS Y DEL REY

    JAN DE VOS

    LA PAZ DE DIOS Y DEL REY

    La conquista de la Selva Lacandona

    (1525-1821)

    SECRETARÍA DE EDUCACIÓN Y CULTURA DE CHIAPAS

    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    MÉXICO

    Primera edición, 1980

    Segunda edición (FCE), 1988

       Tercera reimpresión, 1996

    Primera edición electrónica, 2015

    © 1980, Colección Ceiba, Gobierno del Estado de Chiapas

    D. R. © 1988, Fondo de Cultura Económica, S. A. de C. V.

    D. R. © 1996, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-3219-7 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    He aquí treinta o pocos más desaforados gigantes con quienes pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.

    MIGUEL DE CERVANTES, Don Quijote de la Mancha,

    libro 1, capítulo VIII, Madrid, 1604.

    En algunos memoriales […] llaman a estos pobres lacandones fieros, crueles, comegentes […] y quien oyere estos renombres, podrá ser les conciba por gigantes; y son unos miserables desnudos, hijos del miedo y del temor, temblando del nombre español y de nosotros, que somos los hombres tan desnudos como ellos.

    Memorial de fray Francisco Gallegos O.P., 1676,

    AGI, Guatemala 152, 1, f. 162 v.

    La Laguna de Lacandón (Miramar).

    Foto: Getrude Duby

    La Selva Lacandona. Dos caribios en su medio ambiente natural.

    Foto: Getrude Duby.

    El Carnaval de Bachajón. Encuentro entre caribios y mujeres bacha-jontecas.

    Foto: Marcey Jacobson.

    Indígena de Jetjá, uno de los colonizadores tzeltales de la selva.

    Foto: Diana Castillo.

    PRÓLOGO

    Este libro trata de un etnocidio. La víctima fue una pequeña tribu indígena de la Selva Lacandona, es decir de la parte oriental del actual estado de Chiapas, México. Es imposible precisar el lugar y el momento de la matanza, puesto que ésta abarca un proceso largo de varios siglos y se ha efectuado tanto en Chiapas como en Guatemala. En lo que respecta a las armas utilizadas para la matanza puede existir también cierta confusión; los lacandones han sido exterminados no tanto por armas convencionales —como fueron por ejemplo la espada, el arcabuz y la hoguera— sino por otras sofisticadas que mataban a distancia y de manera anónima, por ejemplo, las epidemias, las deportaciones masivas y los encarcelamientos colectivos. En cuanto a los culpables del delito tampoco es fácil descubrir su verdadera identidad. La desaparición de los lacandones es ante todo el resultado de la violencia ejercida por el sistema colonial español como tal y de la resistencia que opusieron las víctimas como respuesta a dicha violencia. A diferencia de los demás grupos indígenas de Chiapas, los lacandones no quisieron someterse a los conquistadores y pagaron por ello con el precio de su aniquilación. En este sentido, los lacandones resultan responsables también de su propia desaparición, etnocidio que, de alguna manera, podemos calificar de suicidio colectivo. Pero no cabe duda de que los culpables principales han sido los españoles y criollos de Chiapas y Guatemala, que en los siglos XVI, XVII y XVIII ejercieron el sistema colonial opresor, al que dieron consistencia y operabilidad.

    Vale preguntarse si no es exagerada la afirmación de que la comunidad lacandona desapareció por completo de la historia. El hecho de que actualmente sobrevive en la selva de Chiapas una pequeña tribu indígena llamada lacandones, parece refutar la tesis de una aniquilación total. Sin embargo, existen muchas pruebas como para demostrar que los lacandones de hoy no tienen en común con los lacandones de la Colonia más que el nombre, denominación que usurparon injustamente a partir del siglo XIX. Esta confusión de nombre ha sido motivo de que los lacandones de hoy sean tomados como descendientes directos y legítimos de los de ayer. ¡Como si el etnocidio no hubiera sido total y, en consecuencia, los responsables del delito no hubieran sido plenamente culpables!

    Convencidos desde un principio de que se trataba de un caso de doble identidad, no hemos podido resistir la tentación de investigar más a fondo el problema histórico que constituyen la desaparición de la tribu lacandona en el siglo XVIII y su misteriosa resurrección en el siglo XIX. La investigación reveló pronto ser asunto complicado, tanto por la cantidad de personas y grupos involucrados como por el número de años acumulados sobre el crimen. Ha sido necesario excavar el pasado, tanto de los autores y víctimas del etnocidio como de los supuestos sobrevivientes del mismo. Ha sido relativamente fácil identificar a los llamados lacandones de hoy como descendientes de extranjeros venidos de fuera, que no tienen derecho al nombre y menos aún a la identidad de la tribu desaparecida. En cambio, ha sido mucho más difícil la reconstrucción del crimen, en particular de los antecedentes y móviles de los culpables y de las víctimas: de los culpables, por formar éstos un grupo social dividido en subgrupos e individuos con motivos muy distintos y a veces diametralmente opuestos; de las víctimas, por constituir éstas un grupo relativamente oscuro e insignificante, que no había dejado mayor huella en las crónicas coloniales conocidas.

    La investigación llevada a cabo, no obstante los obstáculos, a través del examen de muchos documentos inéditos que se conservan en los archivos de Guatemala y España, ha dado resultados inesperados. Se nos han abierto poco a poco las puertas que dan acceso a un mundo humano fascinador: la época colonial americana en general y la sociedad colonial chiapaneca en particular. Nos damos cuenta ahora de que sin el conocimiento de esta última sería imposible conocer y entender la sociedad chiapaneca de hoy. Más aún, los largos meses de redacción que invertimos en la ciudad ladina de San Cristóbal de Las Casas, la antigua capital de Chiapas, y en la región indígena de Bachajón-Chilón, han hecho que experimentemos en carne viva la profunda y trágica lucha de razas que divide hasta el día de hoy a la sociedad chiapaneca, obviamente herencia del pasado colonial. Hemos aprendido a conocer y querer a los hermanos indígenas, descendientes de quienes durante siglos sufrieron el yugo de la opresión colonial y que ahora siguen siendo oprimidos por los ladinos mexicanos, herederos de los prejuicios y atropellos racistas del pasado.

    Resulta tarea imposible mencionar nominatim, a todas las personas que de alguna manera nos han ayudado a llevar a término feliz el presente estudio. Pensamos, en primer lugar, en los autores que mediante sus escritos han sido tanto nuestros guías en la investigación como maestros en la redacción. En segundo lugar, expresamos agradecimiento a todos nuestros amigos en Chiapas, tanto extranjeros como nativos, que han apoyado nuestro trabajo. Algunos han asistido directamente, ayudándonos en la búsqueda de publicaciones nuevas y documentos desconocidos o corrigiendo con gran indulgencia nuestro español inculto. Entre ellos merecen una mención especial Gertrude Duby, Marcey Jacobson y Diana Castillo, quienes me proporcionaron amablemente las magníficas fotografías que ilustran este libro, y Eduardo Martínez, quien diseñó con gran maestría la sección cartográfica. Otros nos han prestado sus bibliotecas y hasta sus casas, brindándonos de esta manera un ambiente ideal para escribir. Otros han continuado simplemente prestándonos su confianza, pese a sus reservas acerca de un trabajo que, a primera vista, parece ser poco relevante en el proceso de liberación iniciado hace unos años entre los indígenas de los Altos de Chiapas, proceso al cual ellos nos invitan, a los ladinos, a participar activamente. A todos estos amigos les agradecemos profunda y sinceramente las muchas y buenas ideas que nos han sugerido. Si no hemos sabido aprovecharlas siempre, ha sido a causa de nuestra deficiencia.

    Ahora bien, no faltarán personas que objetarán: ¿por qué gastar tanto esfuerzo en resucitar un acontecimiento tan ominoso como es la exterminación de una comunidad indígena, sobre todo si esta comunidad ha sido una tribu más bien insignificante, que nunca jugó un papel importante en la historia de Chiapas y que, por tanto, carece por completo de relevancia en la actualidad? Conviene dar desde ahora a tal objeción la siguiente respuesta: primero, si se trata de veras de un etnocidio, siempre valdrá la pena investigar el crimen e identificar al culpable; no importa que la víctima haya sido insignificante o el delito haya prescrito desde hace tiempo; tampoco puede influir el hecho de que hayan sido 200, 2 000 o 20 000 las personas desaparecidas. En segundo lugar, se trata, en el caso de los lacandones, de la única nación indígena de Chiapas que supo conservar durante mucho tiempo sus costumbres antiguas; investigar su pasado es rescatar del olvido una cultura genuinamente maya, que sufrió muy poco contagio de la civilización europea.

    Pero existe una tercera y más profunda razón, por la cual nuestra investigación tiene sentido. La aniquilación de los indios lacandones forma parte de un largo proceso de destrucción llevado a cabo por la llamada civilización occidental en contra de las culturas autóctonas de América. Este proceso se inició con la conquista de América por España y Portugal, y no ha llegado todavía a su término. Lo que pasaba con los lacandones en el siglo XVIII, ocurre hoy en día mutatis mutandis con otras comunidades indígenas de América, de México, de Chiapas. Ya no son los españoles a quienes podemos echar la culpa; somos nosotros mismos los culpables. Para la civilización occidental, violenta y opresora por naturaleza, las culturas indígenas siguen siendo un estorbo que debe ser eliminado. En la actualidad, varios países suramericanos siguen exterminando a sangre fría a las últimas tribus indígenas libres de la selva amazónica. Otras naciones se limitan a destruir a las culturas autóctonas y fuerzan a los indígenas a entrar en la sociedad nacional, para formar en ella ciudadanos desarraigados de segunda clase. En otros países se les encierra, por dudosos motivos filantrópicos, en zonas de refugio (a veces territoriales, a veces sutilmente culturales), en las cuales los indígenas están condenados a vivir como piezas de museo, sin poder participar dignamente en la vida de la nación a la cual pertenecen. Y no existe ningún país de América en donde el indígena no sea explotado económicamente y oprimido socialmente por sus hermanos mestizos y blancos.

    Es ese crimen prolongado en el tiempo y extendido en el espacio el que da a la exterminación de los lacandones actualidad, y a la reconstrucción de su historia, justificación. Las páginas que se siguen no son más que un pequeño párrafo en la larga y triste Historia de la destrucción de las Indias que fray Bartolomé de Las Casas inició en 1542 y que para vergüenza nuestra sigue siendo actual. Podemos y debemos aprender del pasado; sobre todo de un pasado vergonzoso. A quienes tuviésemos miedo o sintiésemos indiferencia, nos convendría meditar sobre el proverbio ruso que dice, Al que recuerde lo viejo que le saquen un ojo; y al que lo olvide, que le saquen los dos.

    Chilón, Chiapas, 20 de enero de 1978

    INTRODUCCIÓN

    El Miércoles Santo del año de 1695, a las doce del día, un fraile franciscano se hallaba en la cima de una colina, a pocas leguas del lugar donde el río Ixcán confluye con el río Jataté para formar ambos, después, el río Lacantún. Contemplaba con suma satisfacción lo que durante 40 días de marcha fatigosa había llenado sus sueños y compensado sus esfuerzos: a sus pies se extendía, rodeada por la selva, una sabana grande, cubierta de árboles frutales y de sementeras de maíz. En el extremo de esa llanura, al pie del cerro, se vislumbraba una población de reducido tamaño. Mostraba a la vista unas 100 casas bien construidas y pintadas de blanco. No cabía duda: el misionero había encontrado la cabecera legendaria de los indios lacandones, la última tribu indígena insumisa de Chiapas.

    El fraile venía de Huehuetenango. Junto con él estaban cuatro indios del pueblo de San Mateo Ixtatán. Habían acompañado al padre en calidad de guías. Ellos también contemplaban el panorama idílico, formado por la población blanca en medio de los verdes claros de la llanura y los verdes más oscuros de la selva. Pero sus pensamientos tomaron otro rumbo que los del misionero. Éste se imaginaba hallarse ya pronto evangelizando y convirtiendo a los habitantes del pueblo. Sus acompañantes, en cambio, disimulaban con dificultad el temor que les inspiraba el espectáculo. Consideraban a los lacandones los peores enemigos que su comunidad jamás había tenido. Conservaban muy vivo el recuerdo de las incursiones sangrientas que la tribu insumisa había dirigido en el pasado contra su pueblo y los de sus vecinos. Por dicha razón se negaron rotundamente a acompañar al franciscano cuando éste se dispuso a bajar al pueblo lacandón.

    El misionero atrevido no tuvo más remedio que continuar solo la marcha. Pero antes de hacerlo se sentó de nuevo y escribió la siguiente carta a un superior religioso:

    Muy reverendo padre nuestro provincial Fray Diego de Rivas. Viva Jesús y su dolorosísima Madre, cuya paz sea en el alma de vuestra paternidad muy reverenda y de todos mis padres y señores. Amén. Porque los portadores darán muy larga noticia a vuestra paternidad muy reverenda, sólo digo que esto escribo a la vista de un pueblo como Solomá, que después de estos volcanes está en unas grandes sabanas. A los cuatro compañeros no les ha dado el Señor voluntad de pasar de aquí, por lo cual me voy luego en nombre de el dulcísimo Jesús al pueblo de Nuestra Señora de los Dolores a anunciarles a sus habitantes la paz de Dios y de el Rey. Encomiéndeme vuestra paternidad muy reverenda al Señor para que sepa hacer su santa voluntad en todo y por todo aquí y en la eternidad. Amén. Fecha una legua corta de dicho pueblo de los Dolores, hoy miércoles a las doce de el día seis de abril de 1695. Fray Pedro de la Concepción.¹

    Fray Pedro se consumía, por lo visto, de impaciencia para poder anunciar a los lacandones la Paz de Dios y del Rey. ¿Qué significaban estas palabras? ¿Qué significaba la realidad expresada por ellas? Nada menos que la imposición del régimen colonial español, con todas las consecuencias que eso implicaba para los indios como pueblo dominado.

    La fórmula no era nueva. Ya la habían utilizado los conquistadores en sus requerimientos cuando por los años de 1530 subyugaron gran parte de la tierra chiapaneca. También los primeros misioneros dominicos, que vinieron a evangelizarla 20 años más tarde, habían propagado el mismo mensaje. Pero a fray Pedro lo separaba de esos pioneros de la primera hora más de siglo y medio. En el transcurso de los años el contenido de la fórmula había sufrido cambios importantes, tanto en la realidad objetiva como en la mente de los españoles, embajadores de la paz, y de los indios, beneficiarios de ésta.

    No cabe duda de que los primeros conquistadores de Chiapas fueron ante todo soldados ávidos de gloria militar y de riquezas materiales, al mismo tiempo que les animaba la ilusión de fundar en esta parte una nueva sociedad que encarnaría lo mejor de la patria: una Nueva España. Los primeros compañeros de fray Bartolomé de Las Casas llegaron a Chiapas con el ideal de convertir a los indios a un nuevo cristianismo, no contagiado por las deformaciones y contradicciones que sufría la Iglesia en Europa. En cuanto a los nativos: no teniendo todavía la experiencia amarga de la futura explotación colonial, se dejaron impresionar fácilmente por aquella promesa de paz, que los invitaba a abrazar una vida mejor bajo la protección de un rey lejano pero benévolo y a contar con la bendición de un dios desconocido pero mucho más misericordioso que los suyos.

    Al final del siglo XVII ese panorama había cambiado por completo. Los soldados españoles de los primeros tiempos se habían convertido en colonos, conscientes y orgullosos de su estatus de clase privilegiada, que protege y defiende sus intereses a expensas de los indios y en contra del control ejercido por la metrópoli. Si se lanzan todavía a una conquista de indios, lo hacen únicamente por razones de seguridad y provecho propios. En lo que se refiere al puñado de misioneros pobres y entusiastas del principio ha desaparecido desde hace mucho tiempo, y en su lugar se levanta ahora una Iglesia bien organizada, en la cual tanto el clero secular como las distintas órdenes religiosas gozan de un bienestar material y un prestigio fuera de lo común; se disputan entre sí la influencia sobre la sociedad criolla y el poder en los pueblos indígenas. Estos últimos han perdido, después de siglo y medio de colonización, gran parte de su identidad cultural. Han perdido también gran parte de sus ilusiones: la Paz de Dios y del Rey ha sido una mentira. Los nuevos títulos de hijos de Dios y vasallos del rey no valen nada en realidad. Han sido bautizados, viven en pueblos al estilo español, pagan tributos y diezmos, veneran a santos y sacerdotes, obedecen al rey y a sus lugartenientes. Pero sufren todo el peso de la explotación colonial, sobre todo al ser considerados por la Iglesia niños de poco y duro entendimiento, y tratados por el gobierno como ciudadanos de ínfima categoría, buenos únicamente para trabajar y tributar al servicio de los colonizadores.

    ¿Y los lacandones? Son, al final del siglo XVII, la única nación indígena de Chiapas que ha podido resistir, con relativo éxito, a la invasión española y conservar su independencia. Llevan más de siglo y medio de rebeldía, pero el precio ha sido alto. Forman ahora una comunidad muy reducida en número y endurecida en su odio contra los indios cristianizados de los pueblos de paz y contra sus amos, los españoles. Han padecido el poder del gobierno colonial, puesto que en dos ocasiones las tropas españolas destruyeron su antigua ciudad edificada en una isla rocosa, situada en una laguna y llamada Lacam-Tun, que quiere decir Gran Peñón.² Al finalizar el siglo XVI se vieron obligados a abandonar dicha ciudad lacustre y retirarse hacia el sureste, adentrándose más aún en la selva protectora. Encontraron una sabana grande, rodeada y protegida por la gran curva del río Lacantún. Allí fundaron una nueva ciudad a la que dieron el nombre de Sac-Bahlán o Tigre Blanco. Esta nueva población sirvió en adelante como cabecera de su pequeño reino selvático. Fuera de Sac-Bahlán existían, al final del siglo XVII, otros dos pueblos más pequeños, situados en una distancia aproximada de 10 leguas de la cabecera, hacia el noreste, llamados Petá y Map. Estos tres núcleos, perdidos en la selva impenetrable, constituyen el último refugio de los lacandones contra las entradas armadas de los españoles y las incursiones sangrientas que han padecido en el pasado de su enemigo tradicional, los indios itzaes del Petén, y que están padeciendo ahora de parte de un enemigo reciente, los indios petenactes del Usumacinta, una tribu indígena compuesta por elementos insumisos del Petén y de renegados de Tabasco.

    Son estos lacandones a los cuales fray Pedro de la Concepción se dispone anunciar, en aquella memorable Semana Santa de 1695, la paz de Dios y del Rey. Ha convertido ya, desde lejos y con un simple trazo de su pluma, el nombre pagano de la ciudad lacandona. Se llamará de hoy en adelante: Nuestra Señora de los Dolores del Lacandón. Úrgele ahora evangelizar a sus habitantes y darles también a ellos nombres cristianos. Fray Pedro confía en la pronta realización de esa empresa. Detrás suyo, a un día de marcha, avanzan sus compañeros; son cinco frailes mercedarios y 200 soldados. Desde Ocosingo, pueblo tzeltal de los Altos de Chiapas, vienen caminando otros tres misioneros en compañía de un pequeño ejército de 900 militares y cargadores. Esta escolta la consideran los misioneros del final del siglo XVII normal y necesaria. ¿No son, pues, los lacandones enemigos crueles y salvajes que han cometido toda clase de atrocidades contra los pueblos cristianos? ¿Debido a sus repetidas incursiones en búsqueda de esclavos y víctimas para el sacrificio no expresan acaso una amenaza continua e intolerable contra la seguridad del régimen colonial y de la Iglesia católica? Fray Pedro daría a los lacandones la oportunidad de rendirse, usando al efecto su sola persona: bajará solo e inerme al pueblo. Pero eso sí, que sepan los rebeldes sobre todo que detrás de él vienen los soldados con el arcabuz en el hombro y la espada en la mano, para agregar la fuerza a su pacífica predicación…

    Más de un siglo antes, por los años de 1570, otro misionero, también llamado fray Pedro, pero dominico, había tratado de evangelizar a los lacandones cuando vivían todavía en la isla lacustre de Lacam-Tun. Dos veces visitó la cabecera lacandona y ofreció a sus habitantes la paz de Dios y del Rey.

    Entre ambos existe un abismo en cuanto a ideología y estrategia misioneras. Fray Pedro Lorenzo, el dominico del siglo XVI, operó solo, confió exclusivamente en la fuerza de su palabra, predicó un Dios sin armas y ofreció una paz sin soldados. Fray Pedro de la Concepción, al contrario, es precursor de una tropa armada de más de 1 000 soldados, encabezada por el capitán general de Guatemala en persona. Fue una paz bien peculiar la que anunciaba fray Pedro, cuando pocos días después de su llegada el ejército pacificador tomaba posesión de Sac-Bahlán. Treinta años más tarde, el pueblo había sido borrado del mapa y sus habitantes habían desaparecido de la historia humana. Las reducciones forzadas, los desplazamientos sucesivos, las epidemias inevitables acabaron, en el lapso de una sola generación, con la última tribu independiente de Chiapas. Se destruyó su pueblo, se perdió su cultura, se olvidó su lengua, desaparecieron sus hombres, mujeres y niños. En 1769, el alcalde mayor de Suchitepequez, Guatemala, en búsqueda del pueblo extinguido de Dolores, encontró en un barrio abandonado del pueblo de Santa Catarina Retalhuleu, a los últimos tres sobrevivientes de la tribu que un día había sido terror de los indios cristianos y pesadilla del gobierno español.

    Es nuestra intención reconstruir en el presente estudio la historia de la conquista de los indios lacandones por los españoles y asimismo la resistencia que aquéllos ofrecieron a sus invasores. Trataremos de reconstruir un proceso largo y dramático, en el cual actuaron muchas personas e instituciones, estuvieron en juego diversos intereses y se aplicaron diversas ideologías. Este proceso está caracterizado superficialmente por una serie de entradas —armadas y pacíficas— hechas por los españoles, a las cuales los lacandones han respondido con varias incursiones —más o menos sangrientas— contra los pueblos de indios pacificados. Se inicia con el primer choque entre nativos e invasores en 1530 y termina con la subyugación final de los lacandones en 1695. Pero, en cuanto a las consecuencias de la pacificación, la historia se prolonga hasta 1769, fecha en la cual se menciona por última vez la comunidad lacandona en un documento colonial. Seguiremos, paso a paso, la trágica trayectoria de esa tribu rebelde que no quiso aceptar al Dios y al rey de los españoles y que tuvo que pagar esa negativa con la desintegración total de su comunidad.

    Hemos enfocado nuestro interés deliberadamente hacia la suerte de los lacandones. Eso no quiere decir que las demás comunidades que poblaban la selva chiapaneca en el momento de la Conquista no recibirán nuestra atención. Pero seguiremos su destino sólo hasta el momento de su éxodo de la selva y su integración en el sistema colonial. Describir la mala suerte de esas tribus, una vez que estuvieron reducidas bajo la dominación española, sería escribir otra historia no menos dramática pero demasiado amplia para que cupiera en el marco del presente estudio. Son los indios lacandones los que dominan la historia colonial de la selva chiapaneca. Son ellos los que dieron el nombre por el cual se conoció entonces: el Lacandón, y se conoce ahora: la Selva Lacandona. Gracias a su conquista tardía, existen acerca de ellos más datos etnográficos que acerca de cualquier otra comunidad indígena de Chiapas. Ese abundante material documental permite dedicar a ellos una monografía que hace justicia a la pretensión legítima que han conservado hasta hoy en día los pueblos indígenas de Chiapas y de otras regiones de México: la de considerarse y ser considerados como naciones, es decir, comunidades individuales, distintas la una de la otra, a pesar de tener una organización sociopolítica parecida o hablar más o menos la misma lengua. Los investigadores modernos que usan términos generales, como por ejemplo indígenas tzeltales o indígenas choles, muchas veces no se dan cuenta de que dichos términos son etiquetas fabricadas por ellos mismos e impuestas inadecuadamente a todo un conglomerado de comunidades por razones exclusivamente lingüísticas, cuando en realidad cada comunidad indígena se identifica y quiere ser identificada como grupo único y exclusivo de las demás.³

    Afirmamos que existe una cantidad relativamente abundante de documentos que permiten reconstruir la vida y la historia de los lacandones. Sin embargo, hay que reconocer que se trata de documentos escritos por españoles. La historia de Chiapas carece desgraciadamente de fuentes indígenas, es decir escritas por los indios mismos, sea en lengua nativa o en español. El Popol Vuh chiapaneco está todavía por descubrirse si alguna vez fue escrito… Ni siquiera existe para Chiapas el equivalente de los incomparables escritos etnográficos de Diego de Landa o Bernardino de Sahagún. En comparación con los mayas de Yucatán y los mexicanos del Altiplano, los indios de Chiapas estaban en un nivel cultural mucho más bajo. Ésa fue probablemente la razón por la cual los frailes dominicos desistieron de poner sus costumbres por escrito. Para conocer la historia de las comunidades indígenas chiapanecas no hay otro camino que el que conduce a través de las fuentes españolas y éstas hablan muy raras veces directamente del modo de vivir y pensar de los indios. De los españoles podemos llegar a captar hasta sus móviles secretos y prejuicios inconscientes. El indio, al contrario, queda forzosamente callado, y por callarse sigue siendo en muchos aspectos un misterio impenetrable. También en el caso de los lacandones, los documentos disponibles se limitan, por lo general, a relatar los encuentros superficiales de conquista militar de los españoles con una tribu insumisa. Muy raras veces estos escritos llegan a tener un nivel de verdadero interés etnográfico.

    No queda otra solución que remar con los remos que se nos ofrecen. Tratamos de reunir cuantos documentos nos fueron posibles y de extraer de ellos toda la información que pudieran contener. Hemos tomado en cuenta el hecho de que las crónicas coloniales de Chiapas, en particular la Historia general de Antonio de Remesal, reflejan a menudo un punto de vista no sólo parcial, sino erróneo.⁴ En la medida de lo posible hemos procurado completar y controlarlas con datos sacados de documentos de archivo, por lo general más cercanos a los hechos. Sin embargo, hemos estado conscientes de que muchos informes oficiales y cartas personales padecen de la misma enfermedad que las crónicas: son a menudo escritos interesados y a veces polémicos, que dan de la realidad su versión particular.⁵ Hemos tratado de solucionar este problema, comparando varios documentos sobre el mismo asunto, cada vez que pareció necesario y posible. El resultado es el presente estudio: una aportación modesta pero útil a la historiografía chiapaneca, que por lo general carece todavía de espíritu crítico, método científico e investigación exhaustiva de las fuentes. Personalmente hemos tratado de responder a esas tres exigencias. El lector juzgará si hemos logrado nuestro objetivo.

    La mayoría de los documentos disponibles están relacionados con las cinco entradas militares que los españoles emprendieron contra el Lacandón, a saber, en 1530, 1559, 1586, 1646 y 1695. Entre dichos documentos ocupan el primer lugar las relaciones escritas durante o después de las entradas. No todos los informes tienen el mismo valor. Por ejemplo, los que describen las campañas de 1530, 1559 y 1646 son de cronistas que no fueron testigos oculares y escribieron bastante tiempo después de los hechos. Se trata de Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, cuya Historia general y natural de las Indias, libro XXXII, capítulos IV y V (1562), es nuestra única fuente para la entrada de 1530;⁶ de Antonio de Remesal, quien en su Historia general de las Indias Occidentales, libro X, capítulo XII (1620), ofrece una versión un tanto novelesca de la entrada de 1559;⁷ y de Diego López de Gogolludo, que en su Historia de Yucatán, libro XII, capítulos III-VII (1688), describe el trabajo misionero desempeñado por los frailes franciscanos después de la entrada de 1646.⁸ Al contrario, para la entrada de 1586 disponemos de un informe oficial y detallado, redactado durante la expedición misma y provisto de todo el aparato jurídico necesario para probar su veracidad; es la Fee de la llegada al peñol y autos de lo que en la jornada zusedió, escrita por el escribano oficial del capitán Juan de Morales de Villavicencio, caudillo de la conquista.⁹

    Es la entrada de 1695 la mejor documentada. En primer lugar tenemos dos cartas, escritas por dos misioneros que participaron activamente en la expedición y se dedicaron después durante algún tiempo a la evangelización de los lacandones; ellos son fray Antonio Margil, O. F. M.,¹⁰, y fray Diego de Rivas, O. M.¹¹ Los dos escritos son mina de datos etnográficos acerca de la comunidad lacandona en el momento de su conquista por los españoles. Los completan felizmente dos relaciones escritas por militares que también participaron en los hechos; la del capitán Pedro Álvarez de Miranda, transcrita integralmente por Francisco Ximénez en su Historia de la provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala, libro V, capítulos LX-LXII (1720);¹² y la que escribió el capitán Nicolás de Valenzuela en el mismo año de 1695¹³ y que sirvió después de fuente principal a Juan de Villagutierre Sotomayor para la redacción de su Historia de la conquista de la provincia de El Itzá, reducción y progreso de la de El Lacandón (1701).¹⁴

    Con excepción de la obra de Nicolás de Valenzuela, todos los demás informes citados están publicados. Unos, como la carta de fray Antonio Margil, se reducen a unas pocas páginas. Otros, como la relación de Valenzuela, ocupan varios centenares de folios. Todos juntos forman una documentación etnográfica suficientemente completa para justificar el intento de reconstruir la identidad de la tribu lacandona, en especial la que ésta tenía al final del siglo XVII.

    Huelga decir que los documentos relativos a las cinco entradas han sido las fuentes principales para nuestro estudio. En segundo lugar viene la información encontrada casualmente en algunas crónicas. Las más importantes son las siguientes: 1) La Historia de la venida de los religiosos a la provincia de Chiapa, de fray Tomás de la Torre, escrita entre 1545 y 1565 y copiada parcialmente por Francisco Ximénez en su mencionada Historia;¹⁵ contiene datos preciosos acerca de la actividad misionera del legendario fray Pedro Lorenzo en la Selva Lacandona por los años 1560-1570. 2) La Relación breve y verdadera de algunas cosas de las muchas que sucedieron al padre fray Alonso Ponce, escrita por fray Antonio de Ciudad Real en 1586; ofrece algunos datos acerca de los lacandones por los años de 1580.¹⁶ 3) La Relación histórica-descriptiva de las provincias de la Vera Paz y de la del Manché, escrita por el capitán Martín Alfonso Tovilla en 1636; contiene un capítulo de sumo interés etnográfico acerca de los lacandones por los años de 1630.¹⁷ 4) El libro controvertido de Thomas Gage, The English-American. His Travail by Sea and Land or a New Survey of the West Indies (1648) que menciona una expedición abortada desde la Verapaz en el año de 1628.¹⁸ 5) La Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala de fray Francisco Ximénez (1720), la cual, a pesar de la lamentable laguna del periodo 1550-1600, causada por la pérdida del libro III, da información valiosa, tanto a través de las copias de varias relaciones contemporáneas a los hechos (las de Tomás de la Torre, de Agustín Cano, de Pedro Álvarez de Miranda, de Juan de Villagutierre) como por sus propios comentarios y aportaciones al tema.¹⁹

    Quedan finalmente los documentos de archivo, que aluden a los lacandones y las demás comunidades indígenas de la Selva Lacandona, sea en vista de una entrada armada o sea con la preocupación de su conversión pacífica. En su mayoría son cédulas y provisiones reales, cartas de personas públicas y privadas de Guatemala y de Chiapas, expedientes de visitas religiosas y civiles, censos y listas de tributarios, etcétera. En una palabra, todo el arsenal de fuentes de archivo que forman el complemento necesario a las fuentes narrativas. Hemos tenido la oportunidad de consultarlos en los archivos de España, Guatemala y Chiapas y en algunas bibliotecas de los Estados Unidos.²⁰ Hemos procurado trabajar, en lo posible, sobre los originales, aun cuando estuvieran publicados o citados por autores modernos. Varias veces tal cuidado, que pudiera parecer excesivo, se justificó al juzgar por la mala paleografía encontrada en algunas publicaciones de documentos.

    No existe en Chiapas ninguna otra comunidad indígena que haya recibido tanto interés de parte de los estudiosos que los lacandones. El etnohistoriador Nicholas Hellmuth ha podido reunir más de 200 títulos de escritos que de alguna manera están relacionados con ellos.²¹ Sin embargo, esta abundancia de libros, artículos y reportajes es engañosa. La gran mayoría son publicaciones antropológicas consagradas al estudio de una tribu pequeña de más o menos 350 indios que viven actualmente agrupados en cuatro comunidades cerca del río Lacanjá y de las lagunas de Metzabok y Najá. Acerca de esos indios, que desde el siglo pasado han sido llamados erróneamente lacandones, se han divulgado en el curso del presente siglo dos mitos. El primero es la creencia de que sean los descendientes directos de la tribu del mismo nombre que durante la época colonial escapó al control del gobierno colonial.²² El segundo mito es una prolongación del primero. En efecto, se cree que ese grupo indígena haya vivido prácticamente sin contacto con la civilización occidental, por lo cual conservó hasta tiempos muy recientes sus costumbres y creencias mayas antiguas. Conservación milagrosa que ahora nos daría la oportunidad, única en México, de estudiar la cultura maya prehispánica en una comunidad indígena actual…²³

    Estos dos mitos gozan de gran popularidad, tanto entre mexicanos como entre extranjeros. Además, son difíciles de destruir, tanto más cuanto que sirven para fomentar el turismo nacional e internacional y a apoyar ciertos objetivos políticos y económicos de dudosa ley. Desde hace varios años se organizan visitas regulares al caribal de Lacanjá Chanzayab para ofrecer a los curiosos la oportunidad de contemplar in situ a sus habitantes, por ser considerados éstos los últimos vestigios vivientes de los mayas antiguos. Y en 1971, el gobierno mexicano confirmó por decreto presidencial a favor de 350 lacandones sus títulos de propiedad sobre 614 000 hectáreas de la Selva Lacandona, con el argumento de que ellos la han ocupado pacíficamente desde tiempos inmemoriales.²⁴

    Nos proponemos, en el presente estudio, refutar tales mitos, apoyándonos en los resultados de los escritos de varios autores que han tratado antes de nosotros el problema. Cabe al geógrafo alemán Karl Sapper haber sido el primero en distinguir, en 1907, entre los lacandones del siglo XVI, de habla maya-chol, y los lacandones visitados por él a finales del siglo XIX, de habla maya-yucateco.²⁵ En el mismo año de 1907 se publicó también el primer estudio etnográfico importante acerca de los lacandones yucatecos: A Comparative Study of the Mayas and the Lacandones, del etnólogo norteamericano Alfred Tozzer.²⁶ Este autor publicó y comentó, seis años más tarde, la carta de fray Antonio Margil acerca de la pacificación de los lacandones en 1695.²⁷ En 1938, el mayista inglés Eric Thompson llegó a la misma conclusión de Karl Sapper, pero independientemente de éste, gracias al análisis de varios documentos relativos a la entrada de 1695, entre ellos la carta publicada por Tozzer.²⁸ El problema del origen yucateco de los llamados lacandones de hoy fue tratado por primera vez en 1948 por los etnohistoriadores norteamericanos France Scholes y Ralph Roys en su libro The Maya Chontal Indians of Acalan-Tixchel.²⁹ En 1967, el antropólogo mexicano Alfonso Villa Rojas hizo un excelente resumen del status quaestionis en un artículo (el primero de una serie de tres) publicado en la revista América Indígena.³⁰ Finalmente, Eric Thompson volvió a tratar del problema en su último libro Maya History and Religion³¹ y en un artículo publicado en 1977 después de su muerte, con el título: A Proposal for Constituting a Maya Subgroup, Cultural and Linguistic, in the Petén and Adjacent Regions.³²

    Las páginas que Eric Thompson dedica a la identificación de las dos comunidades lacandonas —la una de habla chol, la otra de habla yucateca— son en muchos aspectos la palabra definitiva sobre el asunto. Thompson acaba para siempre con el mito del parentesco entre las dos tribus del mismo nombre: los indios de Lacam-Tun y Sac-Bahlán son los verdaderos lacandones; los indios de Lacanjá, Najá y Metzabok son indios venidos de fuera, sea de Yucatán y Campeche o sea del Petén, que han usurpado el nombre. Sin embargo, destruyendo una leyenda Eric Thompson crea otra: identifica, sin ningún apoyo en las fuentes, a los lacandones con los acalaes y a éstos como los descendientes de los acalanes o putunes de Acalán en Tabasco, los cuales —según Thompson— hubieran ocupado a partir del siglo VIII militarmente toda la cuenca del Usumacinta, instalándose alrededor del siglo X al sur del río Pasión en una región llamada por ellos Acalá. Los documentos disponibles no dan razón a esa atrevida hipótesis de Thompson. Veremos más adelante que los acalaes y los lacandones eran en el momento de la Conquista dos comunidades distintas. Fueron, cierto, vecinos y aliados en la resistencia contra los conquistadores, pero cada uno tuvo su propia organización sociopolítica y sobre todo su propia historia. Los acalaes fueron exterminados en 1559 por indios cristianos de la Verapaz; los lacandones siguieron la lucha hasta 1695 y sobrevivieron de alguna manera hasta la segunda mitad del siglo XVIII.

    Otro autor reciente, que sigue a Thompson en algunos puntos y se distancia de él en otros, es el etnohistoriador norteamericano Nicholas Hellmuth. Desde 1968 ha estado estudiando la historia de todas las comunidades mayas de las tierras bajas de Chiapas y Guatemala. Ha publicado el resultado de su investigación en varios estudios mecanografiados³³ y en dos artículos publicados en 1972 y en 1977; el primero en América Indígena con el título Progreso y notas sobre la investigación etnohistórica de las tierras bajas mayas de los siglos XVI a XIX; y el segundo en un volumen editado en honor de Eric Thompson, con el título Choltí-Lacandón (Chiapas) and Peten Ytza Agriculture. Settlement Pattern and Population.³⁴ N. Hellmuth estudia dos comunidades lacandonas bien definidas en el tiempo y en el espacio; a saber, los lacandones de Dolores, 1695-1712 (en los dos artículos), y los lacandones de San José de Gracia Real, 1786-180? En el primero reúne la mayor documentación posible, utilizando por primera vez una serie de documentos inéditos del Archivo General del Gobierno en Guatemala y del Archivo de Indias en Sevilla. Los artículos ofrecen un panorama bastante completo de la cultura de las dos comunidades durante los años indicados. Pero sus limitaciones son obvias, le falta perspectiva histórica y su análisis de datos queda en estadio embrional, puesto que el autor no quiso hacer otra cosa que presentar el resultado provisional de una investigación en marcha. Sin embargo, las notas de Nicholas Hellmuth han sido para nosotros de gran estímulo y provecho. La redacción del capítulo VIII, dedicado a la comunidad lacandona de Sac-Bahlán, ha sido posible en gran parte gracias a la información reunida por Hellmuth, que la publicó precisamente para que otros investigadores se sirvieran de ella.

    Entre estos investigadores figuran tres antropólogos que, muy recientemente, han dedicado estudios a algún aspecto particular de la sociedad lacandona actual, pero sin perder de vista el problema histórico del origen de esa sociedad y de su relación con los lacandones de habla maya-chol, del tiempo de la Colonia. Estos estudios son todos tesis de maestría y de doctorado que no se han publicado todavía. Sus autores son Wilfried Westphal (1973), Didier Boremanse (1974) y Jim Nations (1979), de nacionalidad alemana, belga y norteamericana respectivamente.³⁵ Didier Boremanse y Jim Nations dedican, ambos, dos capítulos al problema de la identidad de los lacandones (choles y yucatecos), reinterpretando las hipótesis de Scholes-Roys, Villa Rojas, Thompson y Hellmuth, pero sin investigar a fondo las fuentes que estos autores consultaron y dando a veces mucha fe a uno y otro cronistas coloniales.³⁶ Estos defectos, sin embargo, no les quitan a los dos antropólogos (sobre todo a Jim Nations) el mérito de haber escrito sobre la historia de la Selva Lacandona la mejor síntesis que hasta la fecha existe.³⁷

    Los autores citados hasta ahora son todos arqueólogos, antropólogos o etnohistoriadores. En cuanto a los historiadores propiamente dichos, también hay varios autores que han escrito acerca de los lacandones, aunque no de manera explícita y exclusiva. Sobre todo dos obras valen la pena de ser mencionadas, un ensayo de Miguel Othón de Mendizábal, La conquista espiritual de la Tierra de Guerra, publicado en 1946 en el tomo tercero de sus Obras completas,³⁸ y el libro de André Saint-Lu, La Vera Paz. Esprit Évangélique et Colonisation, publicado en 1968.³⁹ Los dos autores hablan de los lacandones dentro de un marco más amplio, la historia de la evangelización de la famosa Tierra de Guerra que se convirtió después en Tierra de la Vera Paz. El territorio de los lacandones cayó desde un principio dentro de aquella célebre misión que el rey Carlos V había confiado a su amigo y consejero fray Bartolomé de Las Casas. Por esa razón los dos historiadores prestan también atención a los esfuerzos hechos por los españoles de pacificar a los lacandones. Por lo demás, ambas obras son muy desiguales. El ensayo de Othón de Mendizábal es un escrito modesto que se apoya exclusivamente en las crónicas coloniales. En cambio, el libro de Saint-Lu reúne una cantidad sin precedente de documentos de toda clase y los analiza con una precisión sin igual; además, sitúa las entradas al Lacandón dentro del marco más amplio de la sociedad colonial guatemalteca y chiapaneca, con sus grupos antagónicos, a menudo movidos por intereses opuestos.

    El libro de Saint-Lu contiene unas páginas excelentes sobre la historia de los lacandones, ello pese a no ser éstos el tema principal del estudio ni el interés central de su autor, lo cual explica ciertas lagunas que desfiguran un tanto la obra. André Saint-Lu desconoce, vaya de ejemplo, la relación de Oviedo acerca de la entrada de 1530 y los autos redactados acerca de la entrada de 1586. No se preocupa tampoco por la suerte de los lacandones después de su sumisión definitiva en 1695. Identifica a los lacandones coloniales con los lacandones actuales, lo cual prueba que no ha tomado en cuenta las aportaciones importantes hechas por los antropólogos y etnohistoriadores americanos. Pero el defecto más serio del libro es el enfoque peculiar de su autor. A pesar de su conocimiento exhaustivo de las fuentes y del análisis brillante que hace de las mismas, Saint-Lu no ha podido liberarse del punto de vista etnocentrista y colonialista que caracteriza tanto las fuentes narrativas españolas como las historias modernas que se han escrito con base en ese material parcial. El historiador francés enfoca el conflicto entre españoles e indios unilateralmente en los primeros. Lo que le preocupa son el antagonismo dentro del grupo conquistador, entre los partidarios de la violencia y los defensores de la paz, y la trágica deformación del ideal lascasiano que fue el resultado de esa lucha interna. Desgraciadamente deja fuera de su interés lo verdaderamente trágico del conflicto: el etnocidio que para los indios de la Verapaz ha significado la conquista española.

    André Saint-Lu parece darse cuenta de lo unilateral de su interpretación de 1968: seis años más tarde, en 1974, publica un pequeño artículo con el título: Les Lacandons devant l’histoire: un fléau? des victimes?,⁴⁰ redacción que corrige algunas de las páginas mencionadas arriba. Sin embargo, sigue creyendo que los lacandones coloniales sobreviven en los lacandones de hoy. Y no se atreve todavía a declarar abiertamente que han sido víctimas de la colonización española.

    Fuera de las obras de Othón de Mendizábal y de Saint-Lu, existe un escrito del historiador chiapaneco Manuel Trens, publicado en 1930 en el Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, con el título Los indios Lacandones, su vida y su historia.⁴¹ Ese escrito reapareció en 1940, ampliado y remendado, como el capítulo X de la monumental Historia de Chiapas.⁴² Manuel Trens no suele citar sus fuentes, de manera que es imposible saber dónde termina la información objetiva y dónde empieza la interpretación subjetiva. Igual que André Saint-Lu, desconoce la investigación etnohistórica iniciada por Tozzer y Thompson. Confunde asimismo a los lacandones de la Colonia con los de hoy, y adscribe a los primeros un territorio mucho más extenso que el que en realidad han ocupado. Error parecido lo comete también Doris Zemurray Stone en el ensayo Some Spanish Entradas 1524-1695,⁴³ publicado en 1932, donde la autora pretende dar una reseña crítica de los datos contenidos en las fuentes narrativas acerca de algunas entradas a la tierra del Lacandón. Son precisamente dichas fuentes coloniales las que han creado el mito de que los lacandones constituyeron una tribu numerosa que ocupaba una zona muy extensa de las tierras bajas de Chiapas y Guatemala. Pero ni Trens ni Stone ponen en duda esa versión errónea que los documentos de archivo contradicen.

    Podemos concluir la reseña de las publicaciones modernas con dos historias eclesiásticas. Al respecto debemos mencionar en primer lugar la Historia de las misiones mercedarias en América, de Pedro Nolasco Pérez, publicada en 1966.⁴⁴ Tres capítulos de este libro corren dedicados a la conquista del lacandón en 1695 y a la pacificación llevada a cabo después por los frailes mercedarios de Guatemala. El autor se apoya en muchos documentos de archivo no frecuentados, pero su conocimiento de la historia y de la geografía centroamericanas es muy defectuoso y su punto de vista demasiado clerical como para pedir que su análisis de los hechos sea objetivo. La obra es un elogio desmedido de la actividad misionera de los mercedarios. Nolasco Pérez pasa por alto no sólo el papel importante que desempeñó en la evangelización de los lacandones el misionero franciscano fray Antonio Margil de Jesús, sino también la culpable responsabilidad que tiene la Orden de la Merced en la desaparición definitiva de la tribu lacandona. En la misma trampa de la exageración hagiográfica cae Eduardo Enrique Ríos con su vida de fray Margil de Jesús, publicada en 1941.⁴⁵ Este autor se limita a copiar piadosamente la hagiografía del siglo XVIII que proclama a fray Antonio Margil apóstol de los lacandones gracias a una serie impresionante de milagros que el santo fraile obra durante su corta estancia entre los indios recién conquistados.

    Al margen de toda esta literatura científica se han escrito también dos libritos de vulgarización, que ofrecen una buena introducción a la historia de los lacandones. En 1944, Gertrude Duby, la conocida exploradora y defensora de la Selva Lacandona, publicó en la Biblioteca Enciclopédica Popular de México una pequeña síntesis con el título Los Lacandones. Su pasado y su presente.⁴⁶ Siete años más tarde, en 1951, apareció Los Lacandones de Bonampak, del antropólogo Carlos Margain. Trata el relato de una expedición de artistas y antropólogos mexicanos realizada en la Selva Lacandona en el año de 1950. Esta obra fue reeditada en 1972 en la colección SepSetentas bajo el patrocinio de la Secretaría de Educación Pública.⁴⁷ Ambos escritos, el de Gertrude Duby y el de Carlos Margain, pueden servir como guías para los que buscan un acercamiento inicial a la Selva Lacandona y a los indios que la habitaban en el pasado y en el presente.

    Nos queda, para concluir, presentar también nuestro propio estudio. Se compone de 11 capítulos. El primero es un intento de reconstruir el pasado posclásico de la Selva Lacandona; no pretende ser más que un esbozo dada la inexistencia prácticamente total de documentos históricos y la falta casi completa de investigaciones arqueológicas con respecto a dicha época. Desde el capítulo II hasta el IX describimos, en sus momentos clave, la trayectoria de la comunidad lacandona y de sus vecinos inmediatos a lo largo de la época colonial. Caminando junto a ellos a través de la historia, nuestro conocimiento crecerá con los años. Llegando al momento de su conquista definitiva por los españoles, el año fatídico de 1695, nos detenemos un momento —en el capítulo VIII— a descansar y contemplar con más atención a la sociedad lacandona antes de su desaparición de la historia humana. En el capítulo X tratamos de descubrir y definir la identidad histórica de los llamados lacandones, cuyos descendientes viven actualmente en la selva. Finalmente, en el último capítulo, asistimos al Carnaval de Bachajón, o sea la fiesta ritual de una comunidad maya-tzeltal de los Altos de Chiapas que conmemora y revive cada año las incursiones que, en un pasado lejano, sufrió por parte de los lacandones.

    Hemos tratado de dar a este estudio, en lo posible, la forma de relato, sin descuidar por ello el rigor científico. De ahí nuestra decisión de aligerar el texto de referencias y notas explicativas, relegándolas más bien a la segunda parte de la obra. Por igual razón hemos optado por no reproducir las citas de los documentos en su ortografía original (a menudo defectuosa y arbitraria), sino mediante la ortografía moderna, pero siempre con la preocupación de no suprimir o cambiar palabra alguna. Términos coloniales menos conocidos, tanto criollos como indígenas, han sido explicados, en cuanto fuera posible, en las notas y en el glosario que les sigue. La bibliografía puede parecer a algunos demasiado extensa y detallada. Sin embargo, la hemos redactado en esta forma a propósito para que otros investigadores, que vendrán después de nosotros, puedan tener un acceso más cómodo a las fuentes, si quieran completar o corregir nuestro análisis en algún punto.

    I. EL LACANDÓN EN LA ÉPOCA POSCLÁSICA:

    SEIS SIGLOS DE DECADENCIA PROGRESIVA

    (925-1525)

    Cuando veían los españoles lo que en los indios de Chiapas emprendíamos y principiábamos, nos decían que sólo los Mexicanos eran hombres…

    Relación de fray TOMÁS DE LA TORRE, 1545

    LA SELVA Lacandona, en un tiempo territorio soberano de los indios de Lacam-Tun y otras tribus selváticas, forma ahora la quinta parte de Chiapas, el estado más sureño de la República mexicana. Geográficamente pertenece a las llamadas Tierras Bajas, al área situada entre la planicie caliza septentrional de Yucatán y los Altos de Chiapas y Guatemala al oeste y al sur. Constituye en esta área una zona de transición, puesto que en ellas valles y cañadas profundas alternan con montañas y serranías que rebasan a menudo los 1 000 metros.¹ Tiene una extensión aproximada de 15 300 km² y está constituida por las provincias fisiográficas siguientes: 1) Llanuras y declives del Golfo de México, formados por las cuencas de los ríos Alto Usumacinta y Lacantún, así como por las zonas Marqués de Comillas y Romano Sur (7 800 km²). 2) Sierra de los Lacandones, integrada por el Nudo Diamante, las Sierras de la Colmena y del Caribe, la Meseta de Agua Escondida, las zonas denominadas Compañía Agua Azul y Romano Norte, el Valle de Ocosingo, y las cuencas de los ríos Lacanjá, Azul, Perlas, Jataté, Tzaconejá, Dolores y Santo Domingo (7 500 km²). El clima de

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