Movilidad social y sociedades indígenas de Nueva España: las elites, siglos XVI-XVIII
Por Solange Alberro
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Movilidad social y sociedades indígenas de Nueva España - Solange Alberro
Movilidad social y sociedades indígenas de Nueva España: las elites, siglos xvi-xviii,
Solange Alberro
Primera edición impresa, octubre de 2019
Primera edición electrónica, junio de 2022
DR © El Colegio de México, A.C.
Carretera Picacho Ajusco No. 20
Ampliación Fuentes del Pedregal
Alcaldía Tlalpan
C.P. 14110
Ciudad de México, México
www.colmex.mx
ISBN impreso: 978-607-628-891-7
ISBN electrónico: 978-607-564-378-6
Conversión gestionada por:
Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2022.
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In Memoriam Bernardo García Martínez,
que tanto sabía de estas cosas...
… busquen y encontrarán…
Mateo : 7, 7.
"Sólo hay una ciencia de los hombres en el tiempo, la que sin parar, necesita unir el estudio
de los muertos al de los vivos".
Marc Bloch , Apologie pour l´histoire
ou Méitier d’historien , p. 50.
Todo mi agradecimiento a Juan Pedro Viqueira
cuyos comentarios y sugerencias
contribuyeron ampliamente
a enriquecer este ensayo.
ÍNDICE
Prólogo
I. Acercamiento a dos conceptos: el indio
y la pobreza
Del indio
De la pobreza
II. ¿Elites indígenas?
Síntomas inequívocos: la burocracia indígena colonial como medio de medrar
III. El contexto de las primeras décadas
IV. Algunos problemas
Caciques, principales y gobernadores
V. La situación socioeconómica de las elites
Posesiones y riquezas
Los placeres de la vida
Nobles lectores
Y melómanos…
Otras gentes de cuenta
Y pintores…
VI. La movilidad social en el universo religioso
El acceso a los estudios y al sacerdocio
Los poderes de los siervos de Dios
Fundación de capellanías
Monjas indias
Los viajeros que encontraron a indios ricos
VII. Los de medio real
Los comerciantes
VIII. Ministros de las sombras
Poder y poderes
Poderes oficiales y fácticos de los gobernantes indígenas
... y los poderes de los otros...
Epílogo
Siglas y referencias
Sobre el autor
Prólogo
Una investigación anterior me permitió descubrir, no sin asombro, la existencia de cierta elite indígena en pleno siglo xviii.¹ Se trataba de un sacerdote tlaxcalteca, don Julián Cirilo de Castilla Aquinahual Cateuhtle, quien solicitó a la Corona la fundación de un colegio destinado exclusivamente a muchachos indígenas. A su alrededor se juntó un grupo de caciques de Tlatelolco y Tenochtitlán, que hicieron suya esa solicitud y lo apoyaron durante los largos años que duró la diligencia.² Aquellos varones resultaron ser no sólo educados sino cultos, agudos y claros en sus escritos, capaces de argumentar y abogar a favor de su objetivo. Los argumentos —inspirados por los corpus legislativos españoles, la historia de España y de los países europeos— manifestaban un conocimiento de las principales publicaciones europeas, del estado en que se vivía y organizaba la Nueva España y de la política internacional del momento. El tono de sus escritos —si bien siempre respetuoso al dirigirse al monarca— dista mucho de reflejar la cortedad y timidez que suele atribuirse a los indios
en general. Eran caciques, gobernadores, eclesiásticos tan o incluso más educados que la mayoría de los españoles peninsulares y criollos, conscientes de sus capacidades y de la importancia socioeconómica del sector mayoritario al que representaban, y cuyos derechos defendían con dignidad, habilidad y entereza. Surgieron así, tras años de estudios, algunos individuos totalmente distintos de los que las representaciones tradicionales y actuales nos suelen presentar de los indios
. Pero, ¿cómo era posible que existieran personajes semejantes? ¿Dónde se habían formado, descubierto y asimilado los arcanos de la legislación peninsular, de la historia, las crónicas, la literatura y la situación política internacional?
La vulgata que prevalece al menos desde la Revolución mexicana de 1910 sostiene que después del temprano naufragio del glorioso Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, fundado por los primeros franciscanos, se había renunciado a educar a los indios al mismo nivel que a los españoles y que, con muy pocas excepciones, aquéllos se habían sumido en el anonimato de la miseria y de la ignorancia. Por tanto, al descubrir a estos insignes varones, llegué a la convicción de que si bien ellos eran sólo unos pocos a los que remiten los documentos, no dejaban de revelar la existencia de una verdadera elite dotada de una sólida educación, una amplia visión sociopolítica, proyectos particulares y, en el caso de los caciques, principales y gobernadores, de poderes de facto sobre sus comunidades y la sociedad novohispana.³
De hecho, en cuanto empecé a consultar la copiosa bibliografía relativa a la historia de las sociedades indígenas durante los siglos virreinales, encontré numerosos testimonios que se referían a personajes tales como caciques, gobernadores, principales, pero también a individuos de nivel inferior que ejercían algún cargo comunitario, quienes presentaban, si no todas, al menos ciertas características de personas educadas e informadas. Es más, casi todos los historiadores de las sociedades indígenas coloniales, entre ellos los pioneros Pedro Carrasco, Charles Gibson, James Lockhart, Nadine Beligand para los nahuas y los pueblos del México central, William Taylor para la región de Oaxaca, entre otros, y luego sus numerosos sucesores y estudiosos contemporáneos señalan constantemente la existencia de individuos o grupos de individuos que, en un momento dado o durante algunos periodos, ejercieron poderes e influencia en sus comunidades, los que pudieron variar, surgir, declinar o incluso desaparecer.⁴ Esos autores describieron y siguen describiendo en los numerosos trabajos sobre periodos y regiones particulares que salen a la luz actualmente, los bienes y riquezas de esas elites, su estatus oficial en el seno de la comunidad, e incluso, en no pocos casos, su modo de vida. Toda esta información confirma la existencia indiscutible de una categoría o un sector social superior al de los indios del común, los macehuales,⁵ o sea, una elite. Por tanto, vemos que los estudiosos del mundo indígena colonial reconocen la existencia, en cada momento y en cada grupo, de una diferenciación social que suponía naturalmente la presencia de un sector superior a la mayoría de los indios, es decir, un grupo privilegiado, tal como se define comúnmente: una minoría selecta investida de características y poderes superiores al resto del grupo social o étnico al que pertenece. Sin embargo, con muy pocas excepciones, no se ha otorgado el interés suficiente para estudiar a estas personas y dedicarles investigaciones particulares.⁶ En efecto, la visión más difundida y compartida es la de un mundo indígena uniforme, igualitario y solidario en la miseria; y esto, a menudo, sigue impidiendo el reconocimiento de sectores sociales diferenciados.
Las razones por las que esta visión reductiva se sigue imponiendo son sin duda varias. Con el riesgo de quedar muy corta, ya que existen varias causas susceptibles de explicar esta situación, me atrevo a sugerir entre ellas dos posibles. La primera está relacionada con la percepción general que se tiene del mundo indígena —que acabo de mencionar—, que lo considera como algo monolítico, indiferenciado, estático. Según esta óptica, consumada la Conquista, aquel mundo quedó diezmado por las guerras y luego por las olas de epidemias, mientras sus estructuras y fundamentos religiosos, sociales y políticos eran sistemáticamente aniquilados por los vencedores o se derrumbaban naturalmente ante los trastornos devastadores de la Conquista y la colonización. Muchos de los nobles, en efecto, que habían sido los agentes rectores de las sociedades prehispánicas y que lograron sobrevivir a estas situaciones, fueron perdiendo sus bienes, sus poderes y su estatuto; algunos tempranamente, otros más tarde. Todos los historiadores reconocen que la aristocracia de origen prehispánico se vio en general despojada de sus tierras, privilegios y poder a partir de mediados del siglo xvi, aunque con ritmos, temporalidades y modalidades variables, según las regiones y las etnias.
Sin embargo, no sólo la situación difirió según las regiones, sino que además tenemos que matizar esta apreciación.⁷ El razonamiento que se deriva de estas observaciones es entonces el siguiente: se presume —inconscientemente tal vez y por razones que atañen en parte a la antropología histórica tradicional del mundo occidental— que las sociedades indígenas son estáticas y que quedaron éstas, por otra parte, dramáticamente afectadas por la Conquista y sus consecuencias. Se les niega implícitamente la posibilidad, capacidad o voluntad de superarlas y luego de evolucionar, lo que se le reconoce, empero, a cualquier otra sociedad europea de la época. En otras palabras, se postula que, aniquilados por las guerras y las epidemias, venidos a menos o macehualizados los indios nobles —reducidos a la condición de los indios del común—, destruidos los antiguos lazos y equilibrios políticos y socioeconómicos que ellos sostenían, los pueblos indios en general se quedaron huérfanos de elites y enteramente sumidos en las ruinas de lo que había sido su mundo, quedando ahora sometidos al nuevo orden impuesto por los vencedores. Este prejuicio, según veremos, es totalmente contrario a la realidad.
La segunda razón está directamente relacionada con nuestra época, concretamente con el descrédito y siguiente desaparición del mundo político, sociológico y académico de la noción de clase
social nacida con la historiografía decimonónica, el materialismo histórico retomado y desarrollado por el marxismo. Esta noción que, sin embargo, había prevalecido durante más de un siglo en las ciencias sociales y hasta originado importantes investigaciones históricas, se derrumbó junto con el Muro de Berlín, pero desgraciadamente, fue sustituida por una noción mucho más peligrosa: la de raza
, que aparece con frecuencia en los trabajos históricos de no pocos colegas estadounidenses, pese a sus temibles implicaciones en el siglo xx y a su carencia total de pertinencia científica.⁸ Por tanto, actualmente, los indios
son vistos como un conjunto indiferenciado, desprovisto de clases e incluso de sectores sociales particulares, aun cuando la experiencia histórica y la contemporánea muestran con claridad que estas distinciones han existido y siguen perdurando entre ellos, como sucede en cualquier sociedad. Lo anterior explica que pocos investigadores dediquen atención a determinados sectores de las sociedades indígenas, como son los caciques, los gobernadores, los oficiales tan numerosos como diversos de las ciudades y los pueblos, los comerciantes, los letrados, los eclesiásticos, los artesanos, los artistas, etc. En el mejor de los casos, lo veremos, el éxito de algún indio en determinado campo lo hace considerar ipso facto como mestizo
, español
, criollo
, ahora mexicano
, o se omite simplemente mencionar su calidad. Porque según esta lógica, alguien que se desempeña exitosamente en cualquier campo NO puede ser indio
, ya que TODOS los indios participan en el anonimato que les confiere la miseria bajo sus distintos aspectos.⁹
Otro factor interviene posiblemente en esta situación. En efecto, los historiadores, en general, se conciben como investigadores de lo antiguo
—espacios actualmente poco reivindicados en la vida moderna, con excepción de las industrias del turismo y de las producciones cinematográficas y más aún, televisivas— y, por tanto, sin relaciones inmediatas con nuestra realidad actual. Tal vez acomplejados —aunque sea inconscientemente— por esta situación, no podemos excluir que algunos o muchos historiadores se sientan moralmente obligados a unirse al numeroso coro de antropólogos y etnólogos que, con las banderas indigenistas que dejó la Revolución mexicana y luego por un conformismo ahora mundial respecto del pasado colonialista del mundo occidental, imponen una visión estereotipada de las sociedades otrora llamadas primitivas y ahora primeras naciones
. En esta perspectiva —aparte de la denuncia de los procesos colonialistas que llega a referirse al genocidio
cuando de las poblaciones americanas se trata— se nos impone la visión, de un lado, de occidentales criminales y, del otro, de unas primeras naciones
adornadas de las virtudes que Rousseau no dudó en atribuirles.
En un texto publicado originalmente en 1989, el gran antropólogo Claude Lévi-Strauss señaló la situación que empezó a presentarse a mediados del siglo xx en varias partes del mundo en cuanto a la figura y actuación del etnólogo
se refiere. Así, en Brasil, Canadá, Estados Unidos, Australia, vemos que algunas sociedades indígenas se niegan a ser tratadas como objetos de estudio por los etnólogos, a quienes ven como parásitos e incluso como explotadores en el plano intelectual
. Pero también, ocurre que, entre ciertas sociedades indígenas, por ejemplo, algunas de Australia,
la antigua relación entre el etnólogo y los pueblos que estudia, en lugar de romperse, se invierte. Algunas tribus recurren a los etnólogos, y hasta los contratan salario mediante, para que los asistan ante los tribunales, los ayuden a hacer valer su derecho sobre las tierras, obtener la anulación de los tratados que les fueron impuestos antaño, etcétera.
Lévi-Strauss concluye: En tales casos, el trabajo del etnólogo cambia completamente de naturaleza. Si antes, éste empleaba a indígenas: ahora, son ellos quienes los emplean
.¹⁰ Estas reflexiones revelan cuán ambiguo y hasta contradictorio se ha vuelto en la actualidad el estatus del etnólogo y tal vez contribuyan a explicar, al menos en parte, la relación existente en México, entre el antropólogo-etnólogo y un indigenismo de origen y corte político. Por las mismas fechas en las que Lévi-Strauss escribió su texto (1994), el antropólogo Henri Favre publicó un artículo sugestivo sobre la indianidad
contemporánea y el quehacer del antropólogo y del etnólogo.¹¹ El investigador, aludiendo a los actuales movimientos de reivindicaciones indigenistas —muchos de cuyos orígenes se encuentran en los movimientos alternativos y ecologistas de Europa y Estados Unidos— hace la distinción interesante entre la ascendencia y la condición india (Favre, p. 81). Según él, mientras la ascendencia atañe a quienes ya asimilados al resto de la nación mayoritaria y habitantes escolarizados de las zonas urbanas sólo descienden de indígenas; la condición remite a la situación considerada como característica de los indígenas, o sea, el ejercicio de los oficios relacionados con la agricultura, ante todo, los artesanales, la residencia rural, el monolingüismo, etc. (Favre llama a quienes sólo tienen orígenes familiares indígenas los neo-indios
.) Obviamente, tales observaciones son del todo válidas para los indígenas de los siglos virreinales. Favre no deja de señalar también "el papel desempeñado por la corporación de etnólogos y antropólogos que aportan una legitimidad científica al discurso de la indianidad, de la cual son a menudo inspiradores, y dan certificado de autenticidad a la identidad india (Favre, p. 82). Vemos, por tanto, que ahora como antaño, sigue siendo difícil, por no decir imposible y sin duda ilusorio,
tratar de definir al indio. Favre en este sentido, tiene el mérito de apuntar el papel fundamental desempeñado por los profesionales del indigenismo, que viven por y de él. Sin embargo, sería un error y una injusticia criticar este papel. En efecto, el mundo occidental es y fue el único, desde Heródoto, Marco Polo, Michel de Montaigne, Bernardino de Sahagún y algunos otros antecesores de nuestros antropólogos y etnólogos, a mostrarse curiosos y NO jueces, censores y críticos de
los otros. Porque lo queramos o no, es muy significativo que estas dos especialidades en ciencias humanas, la antropología y la etnología (con su variante la etnohistoria), hayan nacido al fragor de los procesos de colonización llevados a cabo por las naciones europeas a partir del siglo xix. Si bien la curiosidad de estos primeros investigadores correspondía a intereses concretos de los colonizadores deseosos de asentar más sólidamente su imperio sobre los pueblos conquistados, también abría espacios a la reflexión, la investigación, la comparación y, eventualmente, la crítica del mundo occidental. En definitiva, la condenada, condenable y desde luego irremediable colonización por parte de los occidentales impuesta a muchos pueblos americanos, africanos y asiáticos obligó a tratar de comprender a aquellos
otros, para finalmente, comprendernos mejor. De ahí, tal vez, el hecho de que los historiadores del mundo virreinal no ignoran ni ocultan la complejidad de las sociedades indígenas, que implica obviamente la existencia de diferencias sociales, con elites de un lado y plebe del otro, junto con la existencia de mecanismos que permiten una dinámica social. De modo que si estos aspectos —la existencia de elites indígenas y la movilidad social interna que asegura el dinamismo necesario a la supervivencia del grupo— son señalados por los historiadores, no originan trabajos específicos sobre estos puntos, sin duda para no infringir los actuales dogmas respecto de las comunidades indígenas, los que según lo
políticamente correcto" actual, impone una visión igualitaria, miserabilista, victimaria y proteccionista —entre otras galas— de las sociedades indígenas del pasado y del presente.¹²
¹ Alberro, Los indios y los otros
, pp. 197-345.
² Margarita Menegus Bornemann publicó los documentos relativos a esta solicitud, en Menegus Bornemann, La formación de un clero indígena.
³ Véase, en particular, el excelente capítulo "Social Differentiation ‘el apartado’. Nobles, Lords and Rulers", en Lockhart, The Nahuas after the Conquest, pp. 102-110.
⁴ Señalaré oportunamente a los autores que en la actualidad añaden preciosas informaciones sobre este tema.
⁵ El término náhuatl macehuali, macehualtin se ha hispanizado en macehual/es.
⁶ Lo hicieron en particular Fernández de Recas, con el clásico Cacicazgos y nobiliario indígena de la Nueva España; Pérez-Rocha y Tena, La nobleza indígena del centro de México; y, Sanchiz Ruiz, La nobleza titulada en la Nueva España
.
⁷ En particular, a partir del trabajo de Gamboa Mendoza, El cacicazgo muisca en los años posteriores a la Conquista.
⁸ Es significativo que en la actualidad los términos clases
y más aún la noción de lucha de clases
hayan desaparecido de los trabajos históricos y de las tesis. A lo más, se encuentra la expresión sector social
. Uno de los pocos historiadores que se atreven todavía —en 1998, o sea, pocos años después de la caída del Muro de Berlín— a emplear el término clase
es John Chance, quien, en su excelente artículo La Hacienda de los Santiago en Tecalli, Puebla: un cacicazgo nahua colonial, 1520-1750
, escribe sobre los caciques poblanos de principios del siglo
xviii
: "En una época de crecimiento poblacional local y creciente conflicto por los recursos, el apoyo de la alta corte a la nobleza indígena propició un aumento en la conciencia de
clase
entre los nobles y plebeyos [...]", p. 709.
⁹ Aún en este siglo, las telenovelas mexicanas otorgan el papel de indio
o india
a un actor o actriz de rasgos mestizos. Los indios
no aparecen, por tanto, sino bajo los rasgos que los no indios
les atribuyen a partir de sus propios criterios, prejuicios y fantasmas. También las artesanías producidas por los indios
, si pretenden encontrar compradores, deben someterse a menudo a los criterios impuestos por los consumidores no indios, los que constituyen la mayor parte de la población mexicana y de los turistas extranjeros, quienes también tienen sus propias ideas y representaciones de lo que son o deben ser
los indios. Ahora, como antes,
lo indio es definido por
los otros", según los criterios mayoritarios del momento.
¹⁰ Lévi-Strauss, Problemas de sociedad
, pp. 66-68.
¹¹ Véase Favre, "¿En qué se han convertido los indios?, pp. 77-84.
¹² Es evidente que en México, además, lo indígena
no sólo nutre la ideología patriótica sino que también contribuye a crear intereses que rebasan los simples fines propuestos. Como siempre ocurre, la creación de instituciones oficiales como el Instituto Nacional de Antropología e Historia (
inah)
, por el presidente Lázaro Cárdenas en 1939, y el Instituto Nacional Indigenista (
ini
), por Miguel Alemán en 1948, junto con otras organizaciones menos importantes, constituyen
también
fuentes de trabajo para especialistas y eventualmente bases de despegue para carreras universitarias, sociales y políticas. De modo que si estas instituciones contribuyen, sin lugar a dudas, al mejoramiento de quienes son considerados por ellas como indios
, estos últimos, a su vez, resultan benéficos para quienes los atienden en estas instituciones, en la medida en que les abren el acceso a espacios laborales y sociales. En el rico número de la revista