Consumimos azúcar de la mañana a la noche. Con el café o té del desayuno, en productos lácteos e industriales, en postres o en jarabes medicinales. Si hay algo que celebrar o si, por el contrario, estamos tristes, cansados, nerviosos o con necesidad de levantar el ánimo, probablemente, nuestra recompensa o consuelo sean unos pasteles o galletas. El azúcar, aun siendo muy caro últimamente, está por todas partes. A lo largo de los siglos, ha pasado de ser un exclusivo lujo asiático a un ingrediente cotidiano y de primera necesidad. Alentó enfrentamientos entre imperios por el control de los lugares donde se producía; su historia es la de la explotación humana y la codicia.
La caña azucarera surgió en alguna parte entre el sur de India, Indonesia y China. Encontramos referencias antiquísimas en textos literarios de India, y sabemos que el término azúcar proviene del sánscrito “sarkara”, que significa arena o piedrecillas. Diversas menciones indican que tanto griegos como romanos lo conocían y le atribuían virtudes medicinales. Dioscórides –botanista romano del siglo i– lo aconsejaba para aliviar los problemas de estómago y vejiga, así como para sanar la debilidad de la vista. También Galeno (siglos ii-iii) lo recomendaba para la vista y para reducir el dolor.
Sin embargo, aunque se lo cite entre los